La historia de mis días pertenece al futuro y al pasado a la vez. Sí, cuando el tiempo deja de ser relevante puedes pertenecer a un futuro que ya ha pasado. Ese futuro empezó en un momento muy parecido a esta época en la que ahora vives. En concreto, tecnológicamente falta ya muy poco, apenas unas décadas para que se materialice el descubrimiento que cambiará el mundo.
Yo era entonces una licenciada en biología que trabajaba desde hacía cuatro años para una fundación privada en la que participaba en una investigación sobre cronobiología: el tiempo y la vida. Familia de clase media: padre prejubilado por ganar demasiado en la entidad de crédito en la que había trabajado toda la vida, madre empleada de unos grandes almacenes y un hermano menor que trabajaba en la misma entidad de crédito de mi padre por la mitad de sueldo aunque con una formación diez veces superior a la de nuestro progenitor. Décadas de vacas gordas iban a desaparecer por la Gran Estafa. La humanidad se despedía del mayor periodo de prosperidad que jamás hubiera conocido, y también de un referente, de un faro en la oscuridad para los países que aún no habían llegado a ese grado de bienestar. Un mundo mejor era posible, pero el poder, personalizado en un reducido grupo de personas que movía los flujos de capital, no iba a permitirlo. Ellos eran mercaderes. Sumar, restar, multiplicar y dividir. Prosperidad igual a dividir, lo habían comprobado durante las últimas décadas. La ecuación estaba clara: si ellos repartían, el resto del planeta dejaría atrás guerras, esclavitud, hambrunas… El problema era que el lujo inmoral en el que nadaban se alimentaba precisamente de la miseria ajena, y ese lujo era lo único que tenían en la vida, demasiado débiles para enfrentarse a la aberración del mundo que generaban sus negocios, demasiado cobardes para cambiarlo.
Conscientes de que un mundo mejor era posible, decidieron negar esa opción para evitar caer de su torre de marfil. El plan fue sencillo: hipotecaron a las sociedades facilitándoles dinero barato, acostumbrándoles al crédito como yonquis a su droga, y después retiraron el dinero. Adictos a ese estilo de vida, las familias renunciaron al pilar de la reciente prosperidad humana: el Estado. El Estado concebido como el motor de la evolución humana: lo que vosotros llamáis el estado social. Al poder le molestaba las normas que fijaban los estados para proteger a sus habitantes de su avaricia infinita. Un siglo atrás, los mercaderes que encarnaban ese poder se habían topado con la resistencia de la sociedad ante sus prácticas monopolísticas. Con la lección aprendida decidieron hacer lo que mejor sabían: comprar y vender. Acostumbrados al trapicheo, el estado les salió a precio de saldo, pues se centraron en comprar lo más tirado que había: los representantes elegidos por la sociedad: los políticos. Una vez comprado el estado, para que nadie sospechara, vendieron unas cuantas ideas apoyados en los medios de comunicación: vendieron la libertad de mercado, algo válido para todos excepto para ellos, quienes a base de hipotecar a las empresas se iban quedando con todo; vendieron la incompetencia de todo lo público, algo que sólo servía para robar a los ciudadanos mediante los impuestos que mangoneaban sus políticos, personas de mediocridad intelectual contrastada para que no dieran problemas; vendieron la caducidad de conceptos inherentes a la condición humana: el altruismo, la caridad, la bondad, el perdón…; vendieron la vanidad y la avaricia bajo la marca de felicidad; y lo peor de todo, vendieron la imposibilidad de un mundo mejor apelando a lo que aquí llamáis darwinismo social: el pez más grande se come al pequeño. Como podrás imaginarte, la humanidad en mano de mercaderes sólo puede convertirse en un rastro, esa gente no da más de sí, sólo entiende de mercancías.
A aquellas alturas el mundo necesitaba otros líderes, el modelo estaba agotado, pero ellos carecían de la modestia necesaria para dejar paso y, por descontado, de la creatividad imprescindible para lo que el mercado pedía: un mundo mejor. Así que de nuevo decidieron hacer lo único que sabían y montaron unas rebajas para liquidar las existencias de ese mundo que ya no valía para la humanidad. El consumidor por excelencia, la clase media, se puso a precio de saldo en el mundo desarrollado para que los estados en vías de desarrollo la compraran como un concepto devaluado, de segunda mano, más próximo a la supervivencia que al bienestar. Fue sencillo. Sólo tuvieron que cerrar el grifo del crédito a estados, empresas y particulares, y el mundo entró en una subasta a la baja de las condiciones laborales y derechos sociales al grito de productividad. Y para justificar ese cierre del grifo adujeron que los inmuebles, lo que hasta el momento había sido el aval mundial, ahora ya no valía lo que ellos mismos habían dicho que valía. Vosotros estáis viviendo una estafa idéntica, algo tremendamente significativo para mí.
Para enmascarar lo que verdaderamente estaba pasando, el poder corrió a bautizar a aquella primera fase como Crisis, algo habitual en la historia económica moderna, algo consustancial, en fin, con la propia vida. Se decía que lo pasaríamos mal un tiempo pero se afanaban en darnos esperanza hablando de recuperación económica al tiempo que fabricaban otras preocupaciones para crear una cortina de humo sobre lo que de verdad sucedía, que no era otra cosa que el saqueo del Estado. Y la cortina de humo fue tan buena que el poder pudo desvalijar a la sociedad a plena luz del día. En forma de intereses, los impuestos iban a sus bolsillos en lugar de regresar a la sociedad. Para rizar el rizo, ese mismo dinero robado a la sociedad luego lo ofrecían de nuevo a los estados a un interés más elevado aún. Por descontado, el objetivo final era que los gobiernos no pudieran pagar sus deudas al cabo de veinte o treinta años. Entonces el poder se cobraría su deuda con el alma de la civilización humana: el estado social. La libra de carne, ¿te suena? En un retorcimiento de cinismo extremo, el poder empujó a la sociedad a acabar con el Estado. Para ello acuñaron el término Gran Estafa, la segunda fase de la destrucción de la posibilidad de la prosperidad humana, y apuntaron directamente al Estado como responsable de la misma. El tiro de gracia. Para que te hagas una idea de lo que implicaba este cambio en el día a día, te pondré un ejemplo. Durante la Crisis los comedores sociales, anteriormente ocupados por mendigos y drogadictos, se vieron desbordados por familias enteras: niños con sus padres que habían perdido el empleo. Cuando llegó la Gran Estafa los comedores sociales cerraron porque los nuevos amos de las sociedades decidieron que ya estaba bien de mantener a vagos. ¿Te haces una idea del cambio?
Pero me estoy adelantando a los acontecimientos. Te decía que en el momento histórico que tú ahora estás viviendo yo era una investigadora especializada en cronobiología, con mi familia media y mi vida media: amante de mi jefe; ya sabes, polvos a escondidas de su mujer; vivir siempre al lado de una sombra a la que pasar obedientemente cuando el fulgor de la vida aparente se aproxima a ti. El muy cínico hasta me llegó a presentar a su deslumbrante familia un día que tropecé con ellos por la calle. Su hija mayor, una adolescente consentida, nos caló desde el primer momento. Sonrió socarrona mientras su madre me marcaba la mejilla izquierda con el rojo cereza de sus labios. De ella apenas llegué a observar que era bastante más joven que él, entre treinta y cinco y cuarenta años, calculé; que iba bien arreglada y que era mucho más alta que yo, aspecto este último el cual ella se encargó de dejar constancia diciendo algo así como que yo era bajita pero muy mona…, algo así, sí, mientras fingía controlar a sus dos hijos pequeños quienes corrían por la acera disparándose rayos láser. Al ver que su esposa se alejaba persiguiendo a los niños, mi amante pronunció en voz alta y clara que ya nos veríamos mañana, y le pasó el brazo por encima del hombro a su irritante hija invitándola a caminar sin esperar mi despedida.
A mí, físicamente, mi jefe no me gustaba demasiado; de hecho nadie me había gustado demasiado desde que murió mi primer novio, con quince años. Pero a sus cincuenta y dos años él era muy seductor y yo me sentía importante a su lado. Cuando empezamos a acostarnos me reveló que desde que me vio en la primera entrevista había ordenado a los de recursos humanos que me escogieran a mí, que hicieran todas las entrevistas previstas si así lo deseaban, pero que yo era la candidata elegida. Al segundo día de trabajo ya me había invitado a cenar en un restaurante aprovechando uno de los muchos viajes de trabajo de su mujer, y a la semana ya estábamos follando sobre la mesa de su despacho. Aquello sería…, unos diez meses antes de conocer a su mujer y a sus hijos.
A la mañana siguiente del encuentro familiar recibí una llamada de su mujer. Por la voz no la reconocí pero cuando se identificó de poco se me cae el teléfono de la mano. Por él sabía que ella se movía en ámbitos de poder político, en las altas esferas del estado. No sabía exactamente su cargo pero sabía que era una mujer temida en su entorno, y, desde luego, yo no me atreví a darle excusas cuando me ordenó quedar con ella aquella misma noche bajo el pretexto de hacerme una consulta que, textualmente, solamente yo podía solucionarle. Me dijo que a las nueve pasaría a recogerme, que estuviese preparada en la puerta de mi casa, y cuando colgó me di cuenta de que no me había preguntado cuál era mi dirección. Aún con las piernas temblando fui a contarle lo sucedido a mi jefe, quien se quedó blanco del susto y se tomó el resto del día libre no sin antes amenazarme con dejarme sin trabajo si le contaba a su mujer algo de lo nuestro. De su reacción se deducía que, desde luego, ella no conocía mi dirección por su marido, así que la posibilidad de que aquella llamada tan sólo buscase intimidarme permaneció planeando por mi cabeza hasta que aquel coche de lujo con los cristales ahumados se paró a mi lado y un chófer salió para abrirme la puerta de atrás invitándome a pasar. A punto había estado de no bajar al portal de mi casa convencida de que nadie se presentaría a buscarme, pero, de algún modo, temía más las consecuencias de mi desplante en caso de que se presentara que el cuarto de hora que podía perder esperando en la acera si nadie venía a recogerme aquella noche de finales de verano. Dentro del coche solamente había una solitaria rosa blanca, mi flor preferida, sobre un papel doblado por la mitad. Me acomodé oliendo el intenso perfume de la rosa antes de desdoblar el papel. El chófer regresó a su asiento y cerró su puerta con un golpe apenas audible. En el papel había una nota escrita a mano que decía que en menos de una hora nos veríamos, que la disculpase por no haber podido ir en persona, y la firmaba la mujer de mi amante con su nombre de pila: Lea.
El coche se puso en marcha y mi cabeza aceleró. Me entró el pánico pero el sentido del ridículo me impidió tirarme en marcha cuando más segura estaba de que aquel chofer iba a matarme y que mi cuerpo terminaría en una cuneta. Me escondí la nota en las bragas con la intención de que cuando encontrasen mi cadáver hallasen en él una prueba de la culpable de mi asesinato. Me pinché con una espina de la rosa y disimuladamente fui dejando rastros de mi sangre en diversos sitios del coche. Pero el viaje terminó antes de que se me coagulase el pequeño pinchazo en la yema del dedo pulgar izquierdo. Nos habíamos detenido en la puerta de un edificio oficial que apenas estaba a veinte minutos de mi casa. El chófer bajó del coche y cuando me volvió a abrir la puerta yo ya estaba convencida de que me había comportado como una histérica, porque de haberme querido matar no me habría llevado a aquel lugar. Sonrojada por la vergüenza salí del coche y el chófer me pidió, por favor, que la acompañase. Entramos en el edificio oficial. La policía no nos detuvo para pedir que nos identificásemos; al contrario, saludaron al chófer con la cabeza como si se conociesen de toda la vida. Nuestros pasos resonaron en el amplísimo y altísimo hall con suelos de mármol ajedrezado de aquel edificio casi desierto a aquellas horas. Allí había decenas de ascensores pero fuimos a uno apartado del resto que se abrió mediante la identificación de la huella dactilar del chófer. Una vez en su interior empezamos a ascender en cuanto aquel hombre de mediana edad perfectamente afeitado, tal y como acababa de observar, presionó uno de los tres botones que había: el superior, identificado con la letra hache; el inmediato inferior era un cero y el último estaba identificado por la letra ese. En un par de minutos mi estómago sintió la desaceleración y la puerta del ascensor se abrió a la noche y al ruido. Estábamos en una azotea, y a unos cincuenta metros de nosotros había un helicóptero con los motores en marcha. Jamás se me hubiese ocurrido pensar que en la azotea de aquel edificio hubiera un helipuerto. El piloto salió de la cabina y se acercó hasta nosotros en cuanto nos vio salir del ascensor. Me preguntó gritándome al oído si alguna vez había subido a un helicóptero. Respondí que no. Me dio unas breves instrucciones. Respecto al lugar al que nos dirigíamos únicamente supe que el vuelo duraría unos veinte minutos. Entré en la cabina y el piloto me ayudó a acomodarme antes de instalarse en su asiento. En menos de cinco minutos empezamos a elevarnos. El trato en extremo considerado que el piloto había tenido hacia mí me hizo abortar toda especulación sangrienta acerca del misterioso objeto de aquella reunión con la mujer de mi amante, y durante el breve vuelo mis reflexiones se centraron en cuestiones cada vez más terrenales hasta que concluí que lo más probable era que aquella mujer simplemente pretendiese impresionarme con su poder para persuadirme de que abandonase la relación con su marido. Nada más lejos de la realidad. Pero me estoy extendiendo. Bien, el helicóptero me dejó en unas instalaciones custodiadas por militares. Uno de aquellos militares me recibió y me condujo hasta un edificio contiguo a la pista en donde habíamos aterrizado. Aquellas instalaciones estaban a medio camino entre un hotel y unas oficinas. Pasamos por algunos salones con butacas y después de recorrer una infinidad de pasillos con puertas a ambos lados de las paredes desembocamos en una terraza en donde el soldado me presentó a un camarero como la invitada. Junto a este, un tipo trajeado, alto y robusto, sin duda un guardaespaldas, me repasó de arriba abajo con un gesto de indiferencia antes de asentir con la cabeza como si diese su visto bueno. Escuché el sonido del mar y olí su aroma inconfundible. El camarero, muy amablemente, me llevó por unas escaleras esculpidas en la roca hasta la playa, y allí, en la arena, a menos de ocho metros del agua, vi una pequeña mesa redonda débilmente iluminada. Junto a la mesa, una enfrente de la otra y desocupadas aún, sólo dos butacas de mimbre. El camarero me invitó a tomar asiento en una de ellas y luego se retiró. En la mesa solamente había un vasito transparente con la vela que iluminaba la mesa ardiendo en su interior. Mi intriga en aquellos momentos era máxima. Miré a mi alrededor. Estaba en una playa de una calita desierta, ciento cincuenta o doscientos metros de arena blanca y fina de una punta a la otra. En el cielo apenas unas nubes plateadas tapando y destapando las estrellas y la luna menguante. La temperatura agradable, ni una brisa, el mar, manso, murmurando a mi izquierda. Aquello era tan hermoso que llegué a olvidarme del objeto de mi presencia allí, así que me sobresalté cuando de repente escuché una voz femenina detrás de mí rogándome que la disculpara por no haberme ido a buscar en persona. Cosas del trabajo, me dijo la mujer de mi amante cuando me volví hacia su voz. Lea iba vestida con traje marrón de falda y chaqueta, y llevaba los zapatos en la mano derecha. En lugar de besarme la mejilla como un día antes, me tendió la mano sin dejar de sonreír con una sonrisa que no había observado en el primer encuentro, una sonrisa que en aquel momento yo evité adjetivar. Me pareció mucho más agradable, más cercana, en esta segunda ocasión. Soltó los zapatos en la arena y tomó asiento frente a mí. Además de su altura y su elegancia, en esta segunda ocasión observé que tenía unas caderas muy anchas, un culo generoso, escaso pecho y un rostro duro entre cuyos rasgos destacaban una boca grande de labios finos, una nariz aguileña y unos ojos ligeramente rasgados de color muy oscuro. Iba perfectamente maquillada y llevaba recogido en un moño austero su pelo castaño oscuro ligeramente ondulado. Me dijo que había estado caminando un rato por la playa mientras me esperaba y que se había tomado la libertad de escoger la cena por mí. Y entonces, mirándome fijamente a los ojos acentuó aquella sonrisa suya y afirmó que me había citado allí porque quería conocerme. Esquivé la razón que yo suponía que estaba a punto de argüir para justificar su interés por mí preguntándole que adónde estábamos. Ella respondió que en unas instalaciones oficialmente inexistentes. Una evasiva, pensé yo. Me pareció ver algo blanco que se acercaba por mi derecha y hacia allí me volví para desprenderme de su mirada. Se trataba de tres camareros que se acercaban hacia nosotras, dos de ellos con sendas bandejas plateadas y un tercero con una botella de vino blanco en una mano y en la otra uno de esos recipientes con hielo para conservar el vino fresco. Observé las copas de cristal sobre sus respectivas bandejas y pensé que se caerían antes de llegar a la mesa, pues caminar sobre la arena no parecía tarea fácil para el oficio de camarero. Por un momento me vi a mí misma como una de aquellas copas al borde del abismo. Para mi sorpresa, las copas y el resto de cubiertos llegaron intactos a la mesa. Guardamos silencio hasta que aquellos tres camareros terminaron de servirnos y se retiraron dejándonos a solas.
A lo largo de la cena hablamos un poco de mi trabajo y mucho de sus hijos de quienes sentía no poderles dedicar más tiempo. A su marido y amante mío lo mencionó de pasada en varias ocasiones, y en cada una de ellas mi corazón se aceleró pensando que había dirigido hasta aquel punto la conversación para entonces sacar el tema de nuestra furtiva relación, especialmente cuando me preguntó que cómo me trataba él, consulta que yo tomé con doble sentido y a punto estuve de desenmascararme respondiéndole que lo nuestro no era nada serio, frase que, por suerte, no llegué a pronunciar interrumpida por un comentario suyo sugiriéndome que no le hiciera mucho caso, que él era un quisquilloso sin remedio y que no podía evitar criticar el trabajo de todo el mundo pensándose que él lo haría todo mejor. Yo asentí momentáneamente aliviada y la conversación viró hacia sus hijos, a quienes, según ella, él trataba de igual modo, aunque hasta el final de la cena seguí pendiente de un nuevo giro en la conversación que por fin hiciese caer la espada de Damocles sobre mi cabeza. Después de los postres me ofreció tomar una copa pero yo rehusé la invitación pensando que bastantes reflejos me había quitado ya el vino blanco, y entonces ella se levantó. Yo hice ademán de imitarla pero ella me pidió que siguiese sentada. Me dijo que me veía tensa, se puso detrás de mí y al momento sentí sus dedos hundiéndose en mi pelo. Al comprender que me estaba masajeando la cabeza me dije que no entendía nada. Lo hacía verdaderamente bien. Y no sólo porque tuviese unos dedos expertos sino porque lo hacía siguiendo el ritmo de las olas y eso me producía una deliciosa sensación de comunión con la naturaleza. Seguí sin entender qué estaba pasando cuando sus manos bajaron a mis hombros para proseguir con el masaje, y al cabo de unos minutos, entregada a aquel goce imprevisto, dejé que me levantase la blusa y me desabrochase el sujetador para que siguiera camino por la espalda. Se me escapó un gemidito de placer, pedí perdón, ella me dijo que no me reprimiera, y obedecí. Ella apagó la vela. Rendida a las olas de sus manos que iban y venían por mi piel yo ya no me planteaba entender nada de lo que estaba sucediendo cuando un desconocido atajo llevó sus manos a mis pechos, y entendí. No pude resistirme. Irresistible, pensé, tiene una sonrisa irresistible. Jamás había hecho el amor con una mujer y jamás hubiese pensado que podría hacerlo. Una nunca llega a conocerse del todo. Tiempo después, Lea me reconocería que nunca repetía amante, y que conmigo hizo una excepción convirtiéndome en amante estable porque le resulté irresistiblemente enigmática por la respuesta que le di cuando descubrió su nota manuscrita al introducir la mano en mis bragas. «¿Y esto?», me preguntó ella, más excitada que confundida, al sacar el papelito. «¡Es mi nota!», exclamó. Tan sorprendida por el hallazgo como ella, pues se me había olvidado por completo mi crisis paranoica del coche, a mí sólo se me ocurrió decirle la verdad: que jamás podría adivinar qué hacía allí. Me pidió que se lo explicase, y yo le dije que siguiera con lo que estaba haciendo, que algún día se lo explicaría, a lo que ella respondió diciéndome que era una niña mala y yo no dudé en asegurarle que ni se podía imaginar lo mala que yo era. Y fue aquella la frase que tanto le fascinó. Ay…, quién iba a decirme aquella madrugada que esa mujer acabaría siendo mi hija… Pero eso es una larga historia que ya te contaré más adelante.
De regreso, viendo amanecer por el horizonte desde los aires, me sentí poderosa. Antes de hacer que otro militar viniera a buscarme para que me acompañase hasta el helicóptero, ella me había dicho que, por descontado, de lo que había sucedido jamás debía enterarse su marido, y a continuación me preguntó directamente si a él le había contado algo de nuestra cita. Le dije que sí, e iba a extenderme inventándome la explicación de que su llamada me había dejado muy intrigada y no había podido evitar preguntarle a su marido si sabía algo, cuando Lea me mandó callar levantando la palma de la mano derecha. Me dijo entonces, seria pero sin dar muestras de estar enfadada, que hubiese sido mejor no haberle dicho nada, y añadió que como yo comprendería no me había podido decir que no le mencionara nada a él de aquella primera llamada, pues yo hubiese desconfiado de ella al ponerme entre la espada y la pared en un tema que afectaba a mi superior. «Habrá supuesto que es por trabajo», se dijo a sí misma con naturalidad, y entonces me preguntó que qué había dicho él. Por suerte, ella misma me había abierto el camino de mi respuesta. «Supuso que era por trabajo», le mentí rogando que aquel argumento que me acababa de ofrecer, su propia suposición, no fuese un anzuelo. Por suerte no lo era, pues de inmediato reforzó su suposición diciéndome que cuando le volviese a ver le dijese concretamente que me había citado para una entrevista de trabajo, que él comprendería y no haría más preguntas. Tal vez fuera mi somnolencia, los nervios por haber mentido, la sorpresa de mi faceta lésbica o la súbita deducción de que Lea no sabía que yo también me acostaba con su marido lo que me impidió detenerme a analizar el argumento que acabábamos de dar por bueno para tranquilizar a mi jefe. Lo cierto es que sobre lo único que se me ocurrió reflexionar entonces y durante todo el viaje de regreso era en el hecho de que en aquel peligroso triángulo sólo yo veía sus tres lados, sólo yo controlaba la situación, y eso me hacía sentir en la cima del mundo, y en que aún no sabía cómo pero intuía que de todo aquello yo iba a sacar provecho. Obviamente, a aquellas alturas lo que no pude ni imaginar fue hasta qué punto me aprovecharía de las circunstancias.
Como a mis padres no les había contado nada de mi cita y ellos sabían que cuando yo salía no siempre volvía para dormir, pues a menudo me quedaba fuera sin dar mayores explicaciones de con quién ni por qué, pedí al mismo chófer del día anterior que me esperaba en el helipuerto que me llevase directamente al trabajo, si podía ser. Él accedió sin problemas, y aquel día llegué media hora antes al laboratorio. Cuando mi jefe llegó al cabo de un rato me llamó a su despacho y me abordó en cuanto cerré la puerta con un sucinto: «¿Y qué?». Yo le di la explicación que ella me había indicado y todo quedó zanjado con un aliviado «¡Ah, era eso!», que a mí me generó una extraña confusión cuyo origen no logré constatar hasta que tres minutos después me senté en mi mesa. Antes de salir de su despacho estrené mi poder susurrándole al oído algo que él no me había preguntado pero que yo no pude callarme embriagada por el sueño: «ni ella sabía lo nuestro ni yo se lo conté». Él se quedó parado sin saber qué decirme y yo me marché sin aguardar respuesta, sorprendida por mi temeridad pero con la mosca detrás de la oreja por la explicación de ella y la reacción de él. Ya sentada en mi mesa del laboratorio, la amenaza tácita del comentario que acababa de soltarle a mi jefe me llevó a pensar en el chantaje laboral al que él me había sometido el día anterior.
Lógicamente, la cuestión del empleo tropezó con la supuesta entrevista de trabajo por la que ella me había citado y entonces se me encendió la bombilla. Cómo ella me hacía una entrevista de trabajo y él se quedaba tan ancho con la explicación, sin ni siquiera extrañarse de que su mujer le fuera a quitar una empleada formada que además está llevando a cabo una tarea clave en uno de los proyectos prioritarios de la fundación. La sumisión de mi jefe me dejó boquiabierta. Por lo que había visto, Lea tenía mucho poder, o le debían muchos favores, lo que a menudo es equivalente, claro está. Sin embargo, que aquel poder se superpusiera al de mi jefe…, que profesionalmente ella estuviera por encima de él me tuvo cavilando admirada durante muchos días. De hecho, cuando ella volvió a llamarme, más de un mes más tarde, yo seguía sin hacerme una idea definida de quién era en verdad aquella mujer. En esta segunda ocasión nadie fue a recogerme. Directamente me citó en uno de los hoteles más caros de la ciudad a las nueve de la noche. Me chocó que siendo tan importante como parecía ser llamase ella directamente y no algún secretario. No esperó mi conformidad, así era Lea, pero antes de despedirse añadió que no se lo dijera a su marido. A pesar de que había una parte de mí que temía aquella segunda cita, la parte que se negaba a reconocer la ambigüedad de la sexualidad; otra parte, la que anhelaba el misterio, lo oculto, acaso la misma parte que me había convertido en una de las mejores investigadoras del mundo en mi especialidad, ansiaba ese segundo encuentro. Llegué puntual al hotel y, siguiendo sus instrucciones, me dirigí a la recepción y di mi nombre. La recepcionista que me atendió hizo una breve consulta por teléfono y a continuación me pidió que siguiera al empleado del hotel que aguardaba de pie detrás de ella. Mientras seguía a aquel empleado por los pasillos, galerías y jardines interminables de aquel hotel de decoración tan recargada como los modales de los empleados, empecé a sentirme observada, sin duda por mi indumentaria deportiva. Al fin llegamos a una puerta custodiada por un guardaespaldas, el mismo que estaba junto al camarero en la anterior ocasión, un tipo de mirada dulce en cuyas manos un día temblaría mi futuro, el futuro, y que antes de apartarse volvió a repasarme de arriba abajo con el mismo gesto de indiferencia de la vez anterior, un gesto al que entonces no di la menor importancia pero que ahora sentí como todo lo contrario: mi presencia no le resultaba indiferente: le incomodaba. Tal vez mis visitas le obligan a hacer horas extras, pensé inocentemente. El empleado del hotel abrió la puerta de doble batiente y entramos a un gran salón en penumbra entre cuyas decenas de mesas sólo una, iluminada con dos velas, estaba preparada para cenar. Y allí estaba ella, sentada a la mesa. Iba peinada y vestida con la sobriedad de la anterior cita. Al vernos llegar se puso en pie y me recibió tendiéndome la mano, tan sonriente como la otra vez.
En esta ocasión sólo cenamos. No hubo sexo y reconozco que me quedé con las ganas. Hablamos mucho. Bien, más acertado sería decir que hablé mucho, pues toda la velada giró alrededor de mí, de mi pasado especialmente. Lea también me ofreció alguna pincelada de su infancia, de su adolescencia y de su juventud, anécdotas aisladas, pero nada conseguí sonsacarle de su presente más allá de lo que ya sabía: que tenía tres hijos y el marido que tenía, y que apenas podía ver a ninguno de los cuatro absorbida por un trabajo de mucha responsabilidad del cual nada podía decir por imperativo profesional, o legal, no sé, ahora no recuerdo exactamente si dijo profesional o legal.
Cerca de la medianoche Lea se levantó pidiéndome disculpas por no poder prolongar más aquella velada extraordinaria; dijo eso: extraordinaria, y más adelante comprendería que aquel adjetivo no se refería a lo poco común de una cena agradable sino a lo insólito de que ella repitiese encuentro con un amante. Me acompañó en silencio hasta la puerta de aquel salón que habían cerrado al público para nosotras, y antes de avisar al camarero para que me viniese a buscar me besó en los labios, un beso dulce y largo de despedida. Cuando separó sus finos labios de los míos escuché tres golpes de sus nudillos en la puerta como unos puntos suspensivos. Yo aún mantenía los ojos cerrados y escuché que me preguntaba si seguía siendo una niña mala, a lo que yo, abriendo los ojos justo en el momento en que se abría la puerta, le respondí que esa noche no me había podido guardar su nota porque no llevaba bragas. No era cierto, pero la sonrisa lasciva que a Lea se le escapó antes de que yo saliera con el camarero me garantizó que habría un tercer encuentro.
Aquel tercer encuentro se demoró más de tres meses pero en ningún momento dudé que fuera a tener lugar. Antes, sin embargo, sucedió un acontecimiento imprevisto que sería la semilla de mi metamorfosis y, de paso, de la de toda la humanidad tal y como se había entendido hasta aquel oscuro momento histórico. Una mañana, la coordinadora jefe del laboratorio, situada jerárquicamente inmediatamente debajo de mi jefe, se acercó hasta mi despacho para interesarse por los últimos resultados de mi investigación. Se la veía excitada y cuando le mostré lo que me pedía su excitación se desbordó en una euforia imposible de disimular. Sin darme ninguna explicación me pidió que le pasase inmediatamente una copia de los resultados que le acababa de enseñar. Obedecí y me pasé por su despacho para darle la copia en persona. «Esto es enorme», se dijo. Le pregunté que a qué se refería y me respondió que no podía decirme nada, que primero se lo tenía que contar a nuestro jefe, y que le estaba acabando de preparar un dossier incontestable; esa fue la palabra que utilizó: incontestable. En otras circunstancias no me habría dicho ni eso pues aquella mujer cincuentona, además de profesionalmente genial, era la discreción personificada. De hecho no sabíamos nada de su vida privada, pero creo que la euforia la traicionó, y no era para menos con lo que acababa de descubrir. Su actitud me llamó tanto la atención que me pasé lo que quedaba de mañana controlándola. A la hora de almorzar la vi salir con un dossier bastante grueso en la mano en dirección al despacho de nuestro jefe. Estaba tan intrigada que aquel día no me fui a comer. Al cabo de media hora ella salió del despacho con el rostro descompuesto, sin el dossier, y se encerró en su despacho. Cinco minutos después mi jefe salía del suyo con gesto contrariado camino del ascensor que conducía a la salida del edificio. Viendo la reacción de ambos no pude evitar entrometerme. Entré al despacho de la coordinadora jefe sin llamar y me la encontré hecha una furia. Sin que yo le dijera media palabra exclamó que nuestro jefe le había dicho que su teoría no se aguantaba ni con pinzas, y que no entendía por qué, tras echarle un rápido vistazo a su dossier, lo había destruido delante de sus narices. Por descontado, yo no sabía a qué se estaba refiriendo, ni sabía por dónde empezar a preguntarle cuando ella se quedó con los ojos en blanco y se desplomó en el suelo. Rápidamente me agaché e intenté que volviera en sí llamándola por su nombre y dándole palmaditas en las mejillas. Respiraba pero no reaccionaba a mis estímulos. Iba a coger su teléfono para pedir ayuda cuando sobre su mesa vi una copia del dossier que le había llevado a nuestro jefe con anotaciones manuscritas suyas, y a punto estuve de cogerlo. La competitividad, la voracidad profesional hasta en aquellas circunstancias. Me reprimí, sin embargo, no por respeto, decencia, humanidad o compasión, sino porque asumí que ella sospecharía de mí cuando descubriese que el dossier había desaparecido tras recuperase de lo que yo suponía un desmayo. Llamé al médico del edificio y este se presentó en menos de tres minutos. Enseguida comprobó su estado y me dijo que se la tendrían que llevar a un hospital. Me pidió entonces que fuese a buscar a su enfermero al comedor mientras él llamaba a una ambulancia y, al ir hacia la puerta, la mano se me fue al dossier sin haber podido escuchar aún la voz de mi subconsciente argumentándome que si se la llevaban al hospital tendría tiempo más que suficiente para echarle un vistazo y devolverlo a su lugar sin que su dueña lo echase en falta, cosa que pensé ya de camino hacia el comedor, previa parada en mi despacho para esconder el dossier. Jamás se lo devolví.
Al día siguiente nos enteramos de que había sido un infarto pero que su vida no corría peligro. Al parecer, tres días más tarde le dieron el alta pero la misma tarde que llegó a su casa sufrió un robo y los ladrones acabaron con su vida de un disparo en la nuca. Para entonces yo ya conocía el contenido del dossier pero ni por casualidad se me ocurrió pensar en una explicación diferente a la mala suerte para interpretar la trágica muerte de mi coordinadora jefe, pues de haber sospechado, como más adelante supe, que la causa de su asesinato no se debía a una lamentable casualidad, yo jamás le habría exigido a mi jefe sustituirla en su cargo aprovechándome de mi privilegiada posición en nuestro triángulo carnal. En cualquier caso, antes de cumplirse una semana de su infarto yo ya estaba instalada en su despacho como nueva coordinadora jefe. Cuando mi jefe me dio la llave para que pudiese trasladar mis cosas y entré por primera vez desde que asistí al infarto de su anterior ocupante, me sorprendió comprobar que el despacho estaba completamente vacío. Pensé que por suerte no había podido devolver el dossier puesto que mi jefe se había encargado de cerrar la puerta con llave cuando se la llevaron al hospital. Por supuesto, del dossier y mi conocimiento de su contenido ni se me ocurrió comentarle nada a mi jefe vista la reacción que tuvo con mi antecesora. Antes de hacer nada con la extraordinaria información de que disponía quería asegurarme de que eran correctos todos los datos recabados que conducían a la conclusión a la que llevaba el dossier, cosa que sólo ahora, como coordinadora jefe, podría comprobar sin levantar sospechas. Si mi antecesora estaba en lo cierto tenía en mis manos un descubrimiento que revolucionaría el mundo para siempre. De hecho, paralelamente a la comprobación de datos que empecé a llevar a cabo desde el primer día en mi nuevo cargo, dediqué horas y horas de profunda reflexión especulando sobre cómo aquel descubrimiento cambiaría a la humanidad, y lo cierto es que por muchas vueltas que le diera siempre llegaba a la misma conclusión: el ser humano no estaba preparado para aquella novedad. Solamente había un hito en la historia que podía servirme de referencia para calibrar lo que tenía entre manos, y era el descubrimiento de la energía atómica. Únicamente aquel paralelismo me ofrecía cierta perspectiva sobre el futuro: quien tuviese aquel descubrimiento en sus manos tendría el poder para redibujar el mapa del mundo a su antojo, así de sencillo. Así de aterrador. No puedes llegarte a imaginar hasta qué punto me devanaba los sesos aquellos días preguntándome en qué manos acabaría aquello; a quién vendería mi fundación aquel descubrimiento; cuál sería el mejor postor y cómo lo emplearía para beneficiarse de él. Se trataba de un planteamiento ético y filosófico que giraba entorno a cuatro vértices: el bien, el mal, el poder, la libertad. Al principio temí que el mejor postor terminase siendo alguna poderosa organización criminal. Pensé que el poder oficial siempre debería mantenerse firme a unos principios morales que le impedirían hacer un mal uso de cualquier innovación tecnológica, lo que limitaría su interés por dicha innovación. De ello se deducía que el contrapoder siempre pondría más empeño y medios para hacerse con esa innovación cuyo uso al margen de la ética podría permitirle derrocar el poder oficial para suplantarle, sempiterno objetivo del contrapoder. Pero aquella primera hipótesis mía tenía un fallo de base que ocultaba una realidad peor aún: nada garantizaba que el poder oficial se ciñese a esos principios morales que le eran inherentes. El poder oficial siempre fija esos principios morales donde su fuerza le permite. Si algo le hace más fuerte, los principios morales se rebajan adaptándose a sus nuevas posibilidades de coacción sobre la sociedad cuyos miembros pierden en libertad lo que el poder se refuerza. Si el poder tiene trabajadores es porque no tiene fuerza para tener esclavos, no lo olvides nunca. De modo que no había alternativa; fuera quien fuese que se apoderase de aquel descubrimiento, la humanidad sufriría sus consecuencias. Aquella siniestra perspectiva a punto estuvo de hacerme destruir el dossier y olvidarme de todo en más de una ocasión. Pero la ambición, ¡ah, la ambición! Al principio, cada vez que aquel pensamiento se me aparecía, mi propia ambición defendía el dossier con un argumento improbable: que alguien más ya conociese el contenido del dossier. Y digo al principio porque antes del mes de ocupar mi nuevo cargo constaté que la posibilidad de que alguien más conociese el contenido del dossier carecía de relevancia. No en vano, la comprobación de los datos recabados enseguida me sugirió un error en el diseño del proyecto que mi antecesora había esbozado para aplicar su teoría. Más que un error se trataba de una simplificación ineficaz que yo subsané. Ella era buena pero yo lo era aún más. De ese modo, a partir del mes mi ambición tuvo que desnudarse de excusas para no destruir, no ya el dossier, sino aquel proyecto, ahora ya mi proyecto por derecho propio. Solamente yo tenía acceso a los datos adecuados. Solamente yo disponía de la información correcta para desarrollar el proyecto, y si no lo destruía era porque no quería hacerlo, sencillamente, fueran cuales fueran sus consecuencias. Así pues, cuando recibí la tercera llamada de Lea yo ya había asumido que si a mí no me pasaba nada aquel descubrimiento vería la luz más pronto que tarde, lo que había acentuado mis planteamientos éticos al respecto. La cuestión ya no era si tirar adelante o no tirar adelante, la cuestión era si yo podría tener algún poder de decisión sobre las manos que acabarían poseyendo mi descubrimiento.
Lo que Lea me propuso, un fin de semana en una isla desierta, era lo que verdaderamente necesitaba para no seguir pensando en las consecuencias de mi proyecto. En esta tercera ocasión fue más concreta que en las anteriores. Me dijo que recibiría un sobre en mi casa, y que me esperaba en una isla desierta. El sobre me llegó un día después. Dentro, dos pasajes de avión, uno de ida y otro de vuelta, y una breve nota manuscrita diciéndome que no llevase más equipaje que la ropa puesta, crema solar de máxima protección y, si quería, una muda para la vuelta. Entre paréntesis especificaba que haría calor. El destino del avión era una famosa isla turística, así que pensé que lo de desierta sería una broma suya. Al cabo de dos días, tras cinco horas de vuelo llegué a la conocida isla turística en cuyo aeropuerto me aguardaba con un cartel con mi nombre el piloto de una avioneta que me llevó hasta la isla verdaderamente desierta en la que me aguardaba Lea. Desde el cielo, la isla parecía un diamante amarillento tallado en mitad del océano. Lo de desierta era literal. Nada de bromas. La pista de aterrizaje era de tierra, y tan pronto puse los pies en el suelo, sin llegar a parar los motores, el piloto volvió a despegar para desaparecer por el horizonte. Hacía calor. Era mediodía. A mi alrededor, playas de arena blanca y agua azul turquesa, salvo hacia el norte, único punto cardinal en donde el mar y el cielo no se fundían en la línea del horizonte. Allí había una duna bastante alta de arena tan blanca como la de las playas. Nada más; ni gente, ni edificaciones. Nada. El piloto me había dicho que le pagaban por mantener la boca cerrada, así que no tenía ni idea de dónde me encontraba. Sin saber qué hacer, seguí buscando con la mirada, un poco alarmada ante la posibilidad de estar siendo víctima de una despiadada venganza de Lea. En mi pequeña mochila, entre la única muda que llevaba y la crema solar, menos de cien mililitros de agua en una botella y nada de comer. Encerrar a la amante de tu marido allí para que muriese de sed. Por un momento pensé que ella podía haberse enterado de nuestro lío. Desde que Lea había entrado en mi vida, su marido, acaso asustado por nuestra primera cita y mi subsiguiente amenaza tácita, no había vuelto a reclamar mi atención sexual, y cuando yo la había buscado atraída por un morbo malsano, él me había rechazado con excusas inverosímiles. Estaba pensando yo que aquellas excusas inverosímiles solamente podían significar que mi jefe se había desenmascarado corroído por los remordimientos, cuando vi a Lea saludándome desde lo más alto de la duna. Estaba completamente desnuda. Me hizo gestos con la mano indicándome que fuera hacia allí. La duna estaba más lejos de lo que parecía, así que de camino tuve tiempo de quitarme de la cabeza los fantasmas del desenmascaramiento. Unos metros más adelante caí en la cuenta de un detalle que la sorpresa por su desnudez había dejado en un segundo plano de mi atención: llevaba el pelo suelto. Llegué hasta ella jadeando por el esfuerzo de ascender por la arena ardiente. Me abrazó. Tenía una sonrisa infantil que no le había visto en las anteriores ocasiones. El pelo suelto también suavizaba sus rasgos lo cual acentuaba la expresión de ingenuidad de su sonrisa irresistible. Se la veía feliz. Desde aquel punto que resultó ser el más alto se veía toda la isla, la cual consistía en un descenso suave de arena blanca hacia todos los puntos cardinales salvo hacia el sur, parte que ya conocía, en donde se encontraba el único trozo con tierra y piedras. Era como si allí estuviésemos sobre la cresta de una ola de arena que estaba a medio camino de engullir toda la isla de perímetro en forma de diamante, apenas un par de kilómetros de largo del vértice norte al sur y otro tanto de ancho del vértice este al oeste. A pesar de haber hecho el amor con ella, su desnudez me incomodaba. Ella se dio cuenta enseguida. «Ponte cómoda», me animó revelándome lo que parecía evidente, que allí ni había ni iba a haber nadie más, y puesto que yo no quería perder mi imagen de niña mala, seguí su sugerencia y también me desnudé. Curiosamente, tan pronto me quité la ropa desapareció aquella sensación de incomodidad que entonces ya pude atribuir más al desequilibrio que a la exhibición de su cuerpo. Le dije entonces que necesitaba ir al baño. Y lo dije así: ir al baño. «Puedes hacerlo como los gatos —me respondió señalando la arena—, o como los peces —añadió señalando el agua». Aquella respuesta sintetizó la experiencia que iba a vivir en aquella isla desierta: la comunión con la naturaleza tanto en su rostro más hermoso como en el más temible: la vulnerabilidad. Lea solamente había traído agua, cinco litros de agua para día y medio, más que suficiente, según ella. Opté por hacerlo como los peces, así después me podría lavar. Después, cuando ella me llevó al punto en donde había acampado y me mostró su mochila con agua recuerdo que le dije que si estaba loca antes de enumerarle todas las cosas que debería haber traído: una tienda de campaña o sacos de dormir para la noche, por si hacía frío, una sombrilla, un botiquín de primeros auxilios, y ¡comida! «¿Qué demonios comeremos?», le recriminé, a lo que ella, muy serena, me respondió que durante un día y medio tendríamos que pescar para comer. Aquella respuesta y sobretodo la sonrisa perpetua con la que la había pronunciado terminaron por sacarme de quicio y me fui de su lado. Caminé furiosa por la playa hasta que un llanto desconsolado me obligó a sentarme sobre la arena. Dejé de llorar pero no me calmé, y así transcurrieron mis primeras horas en nuestra isla desierta, sentada en la arena mirando hacia el horizonte, hasta que escuché los pasos de Lea chapoteando a mi derecha. Me volví y la vi con los pies dentro del agua, hasta los tobillos. Estaba a unos diez metros de mí, con la misma sonrisa de antes, y cuando me anunció que me traía la cena mostrándome pinzado de la cola el pececillo que había atrapado no pude evitar troncharme de risa, acaso más por mi infantil reacción que por su broma. Cuando se me pasó la risa, ella me preguntó si había traído la crema protectora y yo se la entregué. Ella me untó a mí y yo a ella. Por todo el cuerpo. La ocasión se prestaba pero Lea no parecía estar por la labor y un cuerpo de mujer seguía produciendo en mí un magnetismo vacilante: me atraía tanto como me repulsaba; o me repulsaba porque me atraía. Necesitaba un pequeño empujoncito para adentrarme más, pero Lea prefirió centrarse en otro instinto primario mientras yo terminaba de darle crema: la comida. Señalando el pececillo sobre la arena dejó en el aire una pregunta que ponía en evidencia nuestra debilidad ante la naturaleza pura: ¿sería venenoso? Al parecer, por allí abundaban peces tóxicos para el ser humano. «Sólo hay una forma de saberlo», me dijo rompiendo el silencio, y lo mordió. Tras saborear aquella carne cruda durante unos segundos, sentenció: «se puede comer, ya veremos si me muero». Obviamente, no se murió y nos dedicamos hasta el anochecer a pescar pececillos de aquellos con las manos. Tratando de atraparlos nos reímos como yo no recordaba haberme reído en toda mi vida. Cuando hicimos el recuento sólo habíamos cogido cinco; tres yo y dos ella, todos, eso sí, de la misma especie. Nos los comimos contemplando la puesta de sol. Le pregunté entonces que cuántas veces había estado en aquella isla desierta, y me contestó que era la primera vez que hacía aquello, que yo la inspiraba. La besé en la mejilla y le di las gracias. «De nada», me respondió ella sin apartar la vista de los últimos rayos anaranjados del sol para añadir, tras una larga pausa, que no le preguntase adónde estábamos. «¿Este lugar tampoco existe?», le pregunté burlona. «Aún no, pero dentro de nada existirá en tu memoria», me contestó.
Qué razón tenía. Aún hoy cierro los ojos y contemplo el espectáculo del firmamento en aquel lugar que solamente existe en mi memoria; escucho el ir y venir de las olas; huelo el mar. En un momento dado de la madrugada, inmersa en aquellas sensaciones regresé a mí misma consciente de que por dios sabe cuánto tiempo había estado fuera de mí, fundida con la naturaleza. Literalmente sentí que acababa de resucitar. Me levanté asustada diciendo que había tenido una pesadilla. Bajo la mínima luz de las estrellas, la única luz que nos iluminó aquella noche, pude ver la sonrisa burlona de Lea precediendo una pregunta: «¿tú también lo has sentido?». Mi corazón se aceleraba latiendo atropelladamente. No contesté a Lea, creí que no era necesario. Mientras trataba de tranquilizarme pensé que si aquello que había experimentado era la muerte no había nada que temer, pero, contradictoriamente, cuando de nuevo me eché junto a Lea temí volver a repetir aquella vivencia por si esta vez no regresaba de donde fuera que hubiese estado, y para evitar que volvieran a inundarme las sensaciones que me habían abierto la puerta a aquella experiencia sin yo darme cuenta, empecé a distraerme trasteando con el ruido de mi pensamiento. Al poco rato, aún con la respiración acelerada, Lea me preguntó lo que tantos amantes se preguntan cuando intuyen sombras de pensamientos inapropiados en el silencio del otro: en qué estaba pensando, y, cosa insólita en mí dado el nivel de confidencialidad que para mí tenía el tema que circulaba por mi mente, le dije la verdad: «en el bien y el mal…, en el poder y la libertad», y añadí que no comprendía qué fuerza nos mueve a hacer algo que inevitablemente va a hacer daño a alguien. Apenas había terminado de hablar y ya me estaba arrepintiendo de haberlo hecho. Mi frase pedía a gritos una explicación que, para mi sorpresa, Lea no reclamó aquella noche. Sin inmutarse, se limitó a sentenciar que el bien y el mal eran conceptos relativos que el ser humano decidía convertir en absolutos para poder convivir. Su respuesta, en cambio, sí que despertó mi curiosidad. Le pregunté si le interesaba el tema, a lo que ella me sorprendió revelándome que estaba licenciada en filosofía, primera noticia que tenía de su coto profesional. En ningún otro lugar como en aquella pequeña isla desierta se podía sentir el aliento de la soledad acechando a nuestras espaldas; la soledad como disolvente universal del yo; dudar hasta de tu propia existencia porque no tienes el espejo de los demás para verte reflejada. Creo que ambas debimos sentir aquella necesidad de aproximarnos, de mostrar algo de lo que éramos tras la máscara de las amantes para vernos un poquito en el espejo de la otra y así ahuyentar la soledad, y por ello dijimos cosas que en un hotel o en un restaurante, o paseando por la calle jamás habríamos dicho, al menos en una tercera cita. «De ahí nace la moral —me dijo Lea—, de la absolutización que hacemos del bien y del mal para facilitar la convivencia». Esa palabra usó exactamente: absolutización. Añadió a continuación que la moral estaba regida por normas de distinta relevancia jerárquica que el poder trataba de instaurar en el tejido social mediante leyes en el caso de los estados y las naciones, o de mandamientos o normas en el caso de las religiones, y que contravenir aquellos preceptos era lo que definíamos como mal. Luego, me dijo que en el fondo todos esos preceptos se regían por el principio elemental de no hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros, y que a lo largo de los siglos lo que el hombre había ido perfeccionando como concepto de justicia era el modelo de un superpadre. «Buscamos que la sociedad la rija un superpadre como niños que buscan los límites del padre en la familia, y ese superpadre es la justicia cuya máxima implícita es: lo que no quieras para ti, no lo quieras para los demás», reflexionó para de inmediato añadir que la característica que permitía o imponía ese principio era la empatía, y renombró al ser humano como el…, ¿cómo era? Sí, como el Homo Empático, eso es. Iba deprisa pero se explicaba tan bien que por un momento pensé que tendría que dedicarse a la docencia. Sin darme un respiro continuó explicándome que la empatía era lo que nos permitía reprimir nuestros instintos para convivir en sociedad según los dictados de la moral, pero que ese mecanismo, el de represión de los instintos, era un mecanismo imperfecto. «En mayor o menor grado —dijo incorporándose—, a lo largo de su vida todo ser humano contraviene en mayor o menor medida esos preceptos morales, ya sea en persona o como instigador, para lograr satisfacer alguno de sus instintos a la sombra de la sociedad». A ese hecho lo denominó el pequeño mal, y el problema del pequeño mal, según me dijo, era que sus consecuencias eran directamente proporcionales no a su ínfima gravedad sino al número de individuos que lo cometían, es decir, a toda la humanidad, y que de los resultados visibles eran claros ejemplos las guerras, holocaustos, hambrunas, etc, etc, lo cual era, sencillamente, el síntoma inequívoco de que la sociedad, la humanidad, no funcionaba. «Ni funcionará mientras el hombre sea hombre», me aseguró completamente convencida, y a continuación comparó a la humanidad con una máquina la totalidad de cuyas piezas funcionaba un poquito mal. «Esa máquina no funcionará jamás con esas piezas», concluyó volviéndose a estirar sobre la arena. En aquel momento de la madrugada aquella frase únicamente me pareció un interesante ejercicio de retórica. Muchos años después, sin embargo, la misma frase volvería a mi memoria con una fuerza prodigiosa, como si a lo largo de todo aquel tiempo hubiese estado creciendo a la sombra de mi subconsciente para entonces florecer oportuna. «Sí, esa máquina no funcionará jamás con esas piezas», dijo Lea.
Te preguntarás si hubo sexo. Sí, hubo sexo. Sexo de una intensidad que jamás antes había experimentado, acaso porque era imposible separarlo de toda aquella experiencia mística en la que el sexo aparecía como su cumbre.
Al atardecer del día siguiente vino a buscarnos la avioneta, tal y como previamente Lea me había informado: primero a mí y luego a ella. Volveríamos a vernos, tal y como me anunció mientras paseábamos hacia la pista de aterrizaje. Sabía las reglas de nuestro juego y no me molestaban. Y como de eso se trataba, de un juego, jugué a pedirle su número de teléfono luchando contra una risa que, como un artefacto elástico, se empecinaba en surgir en mi rostro por más que intentaba disimularla. Lea ni se inmutó, siguió caminando junto a la orilla del mar con su sonrisa irresistible y se limitó a responderme que ella nunca daba su número, lo mismo que me hubiera contestado de habérselo pedido en serio. Ya estando yo dentro de la avioneta, con los motores en marcha, mis prejuicios me obligaron a puntualizarle algo: «a mí no me gustan las mujeres, me gustas tú», le dije. «Y a ti quién te ha dicho que a mí me gustan las mujeres», me respondió ella contagiándome su sonrisa antes de cerrarme la puerta de la avioneta. Momentos después el aparato comenzó a moverse. A lo largo del viaje de regreso medité profundamente sobre el poder. ¿Hasta dónde llegaba el poder de Lea? También sobre mis sentimientos. Lo que sentía por ella no era amor, esa era una palabra demasiado elevada para definir la fascinación que ejercía sobre mí aquella oscura mujer. Solamente puede hablarse de amor cuando la persona a quien va dirigido ese sentimiento aparece desnuda de posesiones, títulos, cargos…, y Lea aparecía ante mí como el centro de una galaxia cuyas estrellas desconocidas expandían los horizontes de mi imaginación más aún que las pocas que ya conocía. Yo sólo estaba deslumbrada, profundamente deslumbrada por su poder. Reflexionando sobre la naturaleza de ese poder no tardé en asociarlo a la ilegalidad, y la ilegalidad, al mal, y entonces recordé el luminoso razonamiento de Lea la madrugada pasada acerca del mal, del bien, y del poder y de la libertad. Sin apenas darme cuenta me hundí en la relatividad del mal y del poder, y cuando salí de tan turbias elucubraciones ya había asumido la responsabilidad y las apocalípticas consecuencias de llevar a cabo mi proyecto. «Lo haré yo, o moriré en el intento», me dije contemplando desde la avioneta las olas encrespadas del océano, y el comentario, inevitablemente, me entrecerró los ojos y afiló mi sonrisa.