Y al final el silencio, ni risas ni llantos en el teatro de la Tierra. La certeza del vacío humano sacudió el pensamiento de Gabriel. Retrocedió mentalmente hasta imaginársela a ella, la última de todos nosotros, a punto de quitarse la vida para dejar al planeta huérfano de humanidad. Recordó el mundo en la palma de su mano y un escalofrío le recorrió la columna vertebral. El tiempo corría. Los años, lentos pero implacables, se irían descontando para negarnos el futuro. No había un minuto que perder. Debía seguir escribiendo la historia que acababa de empezar, una revelación destinada a los últimos seres humanos de la Tierra. Sólo ellos comprenderían nuestro verdadero origen, porque sólo ellos tendrían que enfrentarse al verdadero final.
Al tratar de transmitir el modo como ella había irrumpido en su vida, a Gabriel le resultó inevitable compararla con un huracán apocalíptico. No en vano su fuerza devastadora se había manifestado desde el primer momento, cuando en el bolsillo de su abrigo encontró su tarjeta de visita sugiriéndole cómo destruirse:
Zoé
Sexo sin fin
En el reverso de la tarjeta había un número de teléfono.
—Cariño, ¿seguro que quieres irte solo a casa? —le preguntó su madre, al volante, sin dejar de mirar la carretera.
Gabriel asintió tratando en vano de recordar de dónde había sacado la tarjeta de visita. Algo, una vaga sensación, una palabra invisible, una idea intangible intentó sin éxito solidificarse en su mente. La memoria aún me falla, asumió. Demasiados años bombardeando su cerebro con fármacos de todos los colores y formas para tratarle de fuera lo que fuese que le llevó a matar a Andrea, su mujer, después de sobrevivir a la terrible catástrofe aérea en donde murieron más de un centenar de personas; todos salvo ellos. De aquello hacía ya más de seis años, pero para él el tiempo se había detenido ahí, en el desierto en el que Andrea le terminó rogando que la sacrificara arrastrada por el inexplicable desvarío de Gabriel.
Casi siete años más tarde le habían dado el alta médica de la tercera clínica psiquiátrica en la que le habían mantenido a salvo de sí mismo. Como legalmente también había saldado su deuda, el alta médica implicaba quedar en libertad. Tras dos meses en casa de sus padres, bajo su atenta vigilancia, por fin había logrado convencer a todos de que, con cuarenta y un años, no era un peligro para sí mismo. Y ahora se disponía a liquidar la cuenta que tenía con su mujer y con la hija que no llegó a nacer de su vientre. Con el adiós a las pastillas la lucidez regresaba a su mente, las puertas del infierno se abrían y Gabriel meditaba cómo hacerse más daño. El dolor físico era un simple juego de niños. Él buscaba la destrucción de su alma, y su alma seguía oliendo a Andrea, así que una puta en el lecho conyugal que había compartido con la mujer que dio la vida por él le pareció el aperitivo más desgarrador.
—¿Hay teléfono en el piso? —preguntó Gabriel.
—No, lo dimos de baja —respondió el padre de Gabriel desde el asiento posterior del coche.
—Claro —asintió Gabriel.
—Ten, quédate mi móvil —le dijo su padre pasándole el aparato por encima del hombro—, mañana te compraremos uno y te lo llevamos.
—¿Cómo funciona esto?
En dos minutos Gabriel tuvo la información que precisaba del aparato para poder marcar el número de teléfono impreso en rojo sobre negro del reverso de la tarjeta de visita.
Atardecía cuando aparcaron frente a la puerta del bloque en donde Andrea y él habían compartido su vida. Su padre le ayudó con una pequeña maleta mientras su madre insistía en quedarse con él, al menos la primera noche.
—Gabriel, que no has entrado allí desde aquello —le recordó.
Con un estaré bien, Gabriel tomó la maleta y se encaminó hacia el portal. Sus padres no se atrevieron a seguirle. Esperaron en la acera a que él se volviera desde el portal para despedirse de ellos. Gabriel sabía que allí estaban, pero no se volvió. Crujieron las llaves en la cerradura. Una ráfaga otoñal le apremió a entrar. Chirrió la puerta metálica. Afuera arañaron las hojas, ululó el frío. Los sonidos que le recibían no habían cambiado en todos aquellos años. Madera húmeda; los olores tampoco. Mientras subía por la escalera hasta el segundo piso pensó que debería estar llorando, pero hacía tanto tiempo que le duraba el nudo en la garganta que ni siquiera la pena por no sentir tristeza le aflojó una sola lágrima. Abrió la puerta del que fuera su hogar sin que le temblara el pulso. Todo estaba a oscuras, una oscuridad ordenada en la que se intuía la mano de su madre abriéndole camino para que avanzase a tientas hasta la ventana, sin tocar un solo interruptor de la luz, como solía hacer. El brusco sonido de la persiana del salón inundó de luz el pasado. Hasta el vaso de agua en el que Andrea había bebido antes de que ambos salieran por la puerta para coger un taxi al aeropuerto el día que emprendieron el viaje que a ella le costaría la vida, seguía sobre la mesa, vacío, con sus labios marcados en el cristal polvoriento. Se acercó Gabriel el vaso a su boca pero no se sintió digno de besar aquellas marcas. El nudo se estrechó en su garganta. Devolvió el vaso al cerco que su madre no había osado limpiar para no mover nada de su lugar. Baño, cocina, la habitación destinada a la niña que no nació, con sus cajas embaladas: juguetes, cuna, carrito y demás cosas que iban a envolver los primeros meses de vida de su hija, ahí seguían, llamándole a llorar. Pero las lágrimas no llegaban. Forzó aún más la máquina al abrir el cajón del armario del salón en donde guardaba la novela que estaba terminando de escribir por aquellos días, cuando el accidente. Su primera novela, la que le iba a convertir en escritor; la novela que acabó con la vida de Andrea. Allí estaba el documento impreso, junto a anotaciones de sus clases como profesor de literatura en la universidad. Nada sintió salvo más y más odio hacia sí mismo. Cerró el cajón para esquivar el impulso de destruir la novela. La quería ahí, entera, avivándole las llamas de su infierno particular. Llegó a la habitación conyugal. La cama hecha, la misma colcha… Cogió Gabriel el móvil y marcó el número de la tarjeta de visita que ya recordaba de memoria.
—Zoé, entera para ti —le respondió una voz femenina, con un acento extraño y suave cuyo origen no acertó a identificar—, ¿quién me desea?
—Gabriel —se sorprendió Gabriel pronunciando su propio nombre con la vista fija en la colcha que pensaba profanar.
Acordaron el trato para aquella misma noche, cuatro horas más tarde, cuatro horas que Gabriel dedicó a planear sobre su pasado como un espectro, sin tocar nada, mirando aquí y allá, recordando esto y lo otro, tensando su nudo más y más y más, hasta lo imposible. Contemplaba Gabriel la posición en la que habían quedado sus respectivos cepillos de dientes en el vaso de plástico azul que los contenía, con los capuchones protectores apoyados el uno contra el otro en una escena de una ternura surrealista, cuando sonó el timbre del interfono. Había llegado la hora. Apenas entraba luz por las ventanas. Gabriel pulsó el interruptor para abrir el portal sin preguntar quién era. Corrió las cortinas saboreando la sed de venganza que sentía contra su propia existencia. Encendió la luz del recibidor. Abrió la puerta del piso y esperó escuchando los pasos en la escalera; pasos cada vez más cercanos. Superado el último escalón, el sonido de los pasos se reafirmó en un taconeo resuelto que no calló hasta llegar al umbral de su puerta.
—¿Zoé? —preguntó Gabriel.
Unos labios de muñeca de porcelana, perfectos y discretos dijeron que sí. Era imposible no reparar en la contradicción de un hermoso rostro de veinteañera en el que brillaban con luz propia unos ojos profundos y sabios, uno de esos rostros que uno sabe mucho mayor de lo que aparenta. A Gabriel, la belleza de Zoé le pareció salida de los dibujos de cuentos de hadas. Bajo el abrigo de charol negro que le llegaba poco más debajo de la cadera, como una minifalda, se intuía un cuerpo menudo pero fuerte, fortaleza acaso sugerida por sus piernas desnudas, bonitas y robustas a un tiempo. Con un gesto delicado se soltó el pelo recogido en una coleta y su cabello castaño claro cayó sobre sus hombros.
—Pasa —invitó Gabriel.
La puerta se cerró tras Zoé.
Tres minutos tardaría en volverse a abrir la puerta para que de ella saliese aquella extraña mujer e inverosímil puta.
Un minuto y medio es lo que Gabriel había tardado en reaccionar a lo que Zoé le había preguntado a bocajarro al entrar: por qué su mujer se había dejado matar por él. La inesperada pregunta le había dejado nadando en los océanos del tiempo, hasta que, al fin, reaccionó:
—¿Quién coño eres tú?
—Una puta que leyó tu historia en la prensa.
Una puta que no había hecho un solo gesto por acomodarse, atrincherada a un paso de la puerta.
—Ah, ya —se conformó Gabriel con aquel comodín de respuesta.
Tranquilizado por un argumento que sólo a alguien verdaderamente desconcertado podría tranquilizar, Gabriel regresó a los océanos del tiempo. Pero no hubo pesca.
—No…, no sé por qué se dejó matar.
—Es cierto, no lo sabes —concluyó Zoé—, gracias.
Mientras ella se daba la vuelta para marcharse Gabriel empezó a comprender que algo no iba bien, que allí estaba pasando algo extraño. Atónito, escuchó el chasquido metálico de la puerta al cerrarse. A un paso de donde Zoé acababa de estar, por un segundo pensó que acababa de tener una alucinación. Repasó su inquietante pregunta, su justificación, su respuesta y la autoridad con que, antes de darle las gracias, ella había confirmado que él no sabía por qué Andrea se dejó matar. No, aquello no era una alucinación. Aquello había pasado, pensó Gabriel apresurándose en seguir a aquella puta sin saber muy bien por qué. Corrió escaleras abajo. Al llegar a la acera se sorprendió de la noche. Creyó ver a Zoé doblando la esquina, a su derecha, a unos veinte metros de su portal. Corrió hacia allí. Al llegar comprobó que nadie había en toda la acera. Buscó con la mirada a su alrededor. Ni un alma, al menos bajo los halos de las farolas. Empezaba a llover. Había bajado la temperatura y arreciaban las ráfagas de viento cargado de hojas. De repente Gabriel creyó ver a alguien entrando en el portal de su casa. Convencido de que se trataba de Zoé apretó el paso para darle alcance antes de que subiera por las escaleras. Ni siquiera se planteó que de no ser algún vecino no podría pasar del portal. Pocos metros más adelante ya vio que un hombre aguardaba junto al interfono. Era calvo, y un grueso mostacho cubría su boca. Estaría esperando a que le abrieran, pensó Gabriel decepcionado. Al llegar junto a él le dijo que ya le abría. Abrió. La puerta chirrió. Como salido de la nada, un segundo hombre, este muy alto y delgado, se apresuró a entrar mientras Gabriel asomaba la cabeza para echar un último vistazo a la calle sujetando la puerta con la pierna extendida. Al volverse, descartada ya la posibilidad de encontrar a Zoé, Gabriel se extrañó de que los dos hombres a los que acababa de franquear el paso estuvieran aguardándole.
—Disculpe —se le dirigió el del mostacho extendiéndole una fotografía—, ¿conoce usted a esta mujer?
Su acento era extranjero. Tendría unos cincuenta años y una expresión afable en aquel rostro dominado por el bigote. El otro hombre, de unos cuarenta años, permanecía callado junto al que se le acababa de dirigir mostrándole la fotografía. Ambos vestían ropa informal: abrigo oscuro y tejanos azules. De inmediato reconoció Gabriel a Zoé en la fotografía, una fotografía sin duda tomada desde cierta distancia con un teleobjetivo. Apenas Gabriel asintió, los dos hombres desenfundaron sendas pistolas e, identificándose como agentes de policía, le informaron de que quedaba arrestado. Gabriel preguntó que qué pasaba, que qué había hecho, y el mayor de los dos hombres le respondió que en comisaría le pondrían al corriente de todo. Ya en la calle, caminando sujeto del codo por el hombre más joven en dirección opuesta hacia donde había creído ver a Zoé, a Gabriel se le ocurrió pensar que aquellos tipos no le habían mostrado ninguna identificación. ¿Era eso normal?
—Podrían enseñarme su identificación —preguntó Gabriel intentando detenerse.
—En el coche, aquí corres peligro —respondió el del mostacho mientras su compañero presionaba por el codo a Gabriel de tal manera que el dolor le obligó a seguir andando.
Los intermitentes de un coche gris situado al otro lado de la calle se iluminaron dos veces. En la calle desierta se escuchó arrancar una moto, a su derecha. Gabriel no se atrevió a mirar. Se escuchó un brusco acelerón. Ellos tres se detuvieron en un paso de peatones. Tenían rojo el semáforo. La moto se paró encima del paso, a menos de tres metros de ellos. Piloto y paquete, ambos vestidos con anoraks negros, pantalones negros, botas militares de media caña, guantes negros y cascos grises con visera especular se volvieron a mirarles. Gabriel notó que los supuestos policías se miraban entre sí. El que iba de paquete en la moto se bajó de un salto y avanzó hacia ellos. Los supuestos policías alzaron sus armas y, sin mediar palabra, empezaron a dispararle. Sin detenerse, como inmune a los disparos, el tipo que acababa de bajar de la moto siguió avanzando. Las balas impactaban en su cuerpo, en su casco, incluso a quemarropa cuando cogió del cuello, con una sola mano, al mayor de los supuestos agentes. El piloto miraba, inmóvil, como Gabriel. De repente los disparos cesaron. Gabriel se atrevió a mirar entonces y descubrió al individuo que se había bajado de la moto registrando los cuerpos de aquellos hombres que habían intentado arrestarle. Tras tirar sus carteras al suelo, regresó a la moto sin tan siquiera mirar a Gabriel. La moto arrancó suavemente, sin prisa, y desapareció en la oscuridad. Estupefacto, Gabriel comprobó que los dos hombres que se le habían intentado llevar estaban muertos. La foto de Zoé había quedado en el suelo, junto a una de las carteras. Las pistolas estaban tiradas en el suelo. De pronto, como una revelación, Gabriel supo que su vida corría peligro, que fuera lo que fuera lo que acababa de pasar allí, debía esconderse. Los faros de un coche brillaron al final de la calle. Gabriel recogió las carteras y la foto de Zoé y, metiéndoselas en el bolsillo trasero de los pantalones, echó a correr.
Su atolondrada galopada le llevó hasta el rellano de la primera planta de su edificio. Allí le aguardaba la lucidez. Me estarán esperando en casa, se dijo. Pero, qué hago, se preguntó jadeando, para qué vuelvo. Quería advertir a sus padres, pero tuvo que recuperar el aliento para comprenderlo. Valoró el riesgo y, al fin, decidió subir con suma precaución. En el silencio de la noche, hasta el cauto descansar de las suelas de sus botas en el terrazo de los peldaños devenía crujido delator en el vacío del hueco de las escaleras. Cuando sus manos sudorosas se aferraron a la barandilla de su rellano sintió cierto alivio. Nadie se veía en el pasillo y su puerta parecía cerrada. Llegó de puntillas hasta el umbral de su piso. Comprobó que su puerta estaba cerrada. La abrió. Ya dentro prosiguió avanzando con idéntica precaución. Tras comprobar que estaba solo se apresuró a llamar a sus padres con el móvil.
—¿Mamá? Sí, bien… Mira, me voy unos días a la montaña, ¿ha preguntado alguien por mí? No, por nada… Necesito que me dé el aire… Sí solo… No, aún no he pensado dónde. Ya os llamaré cuando llegue… Unos días. Nooo, quiero estar solo. Lo necesito… Vale…, que sí. Vale. Sí. Sí. Besos a papá.
Al colgar, Gabriel pensó que había dado una excusa más que creíble y que si alguien les preguntaba por él no sabrían por dónde empezar a buscar. Una chaqueta, el móvil y la cartera son un equipaje más que suficiente cuando no se sabe a dónde ir. ¿Quién era Zoé? ¿Qué había detrás de ella? ¿Drogas? ¿Tráfico de mujeres? ¿Eran policías los muertos? Y los de la moto con aspecto de paramilitares, ¿quiénes eran?
Media hora más tarde, en la estación, al sentarse en un banco para esperar su tren, notó el molesto bulto de las carteras de los muertos en su bolsillo trasero. Mirando a su alrededor para comprobar si alguien le observaba, Gabriel se sacó las dos carteras esperando obtener alguna información de aquellos hombres. A un investigador seguro que le resulta revelador que sólo haya dinero en efectivo, pensó Gabriel. Pero a él no le revelaban nada ni los ciento cincuenta y cinco euros que había en una, ni los trescientos quince que había en la otra. La ausencia de tarjetas de crédito, carnés, fotografías, etcétera, no le daban la más remota idea de quienes eran aquellas dos personas. Se los pudo llevar el de la moto, pensó Gabriel sin mucho convencimiento pues nada había visto en las manos del tipo que los mató. Se guardó el dinero en el bolsillo y se levantó para tirar las carteras vacías a una papelera. Instintivamente echó un vistazo a su alrededor después de tirar las carteras. Al fondo del andén, junto a las vías, le observaba un hombre cuyo rostro estaba medio oculto bajo la capucha de su abrigo negro. Pensó en huir, pero el tipo no hacía nada; sólo le observaba. Trató de tranquilizarse. Tenía un billete de tren para una población situada a novecientos kilómetros de allí, un lugar adónde nunca había estado; la ciudad más alejada hacia la que partía un tren en el próximo cuarto de hora. Gabriel se sentó tratando de tranquilizarse; no podía caer en la trampa de empezar a ver perseguidores por todas partes. Levantó la vista un momento hacia donde había visto al tipo de la capucha negra. Había desaparecido. Sólo una pareja de ancianos con una gran maleta aguardaba en el andén. Ya más tranquilo, la vaga sensación, la palabra invisible, la idea intangible que no logró cuajar en su mente al tratar de recordar de dónde había sacado la tarjeta de visita de Zoé, regresó con fuerza suficiente para dejar una delicada huella, una pista: todo aquello no podía ser casualidad. Claro que no es casual, se dijo, todo tiene que ver con esa mujer, Zoé, no voy ahora a caer en una manía persecutoria para que me vuelvan a encerrar. Lo que aún no podía ni imaginar Gabriel era hasta qué punto la casualidad estaba desterrada de la órbita de Zoé. Acaso al final, cuando la perdiera de vista para siempre, lograse hacerse una idea de por qué aquella extraña mujer le había escogido a él.