Fred había tenido noticias de Regan poco después de medianoche. La chica le había contado que los secuestradores habían llamado y le habían advertido que no volviesen a poner un localizador en la bolsa del dinero. No había hablado con Rosita, pero su padre había dicho «sácanos de aquí».
Después de la llamada, Fred había tratado infructuosamente de conciliar el sueño en el sofá. Si la entrega va mal por segunda vez, arrojarán la toalla, pensó. Y no dejarán testigos.
A las tres de la madrugada llevó la manta y la almohada a la habitación de Rosita y se tendió en la cama. Al cabo de unos minutos, dos angustiados niños se unieron a él, acurrucándose a su lado antes de volver a dormirse.
—Mamá está enferma, ¿no? —preguntó Bobby en un murmullo al despertar.
—A lo mejor se enfermó como la abuela y se fue a Puerto Rico sin nosotros —aventuró Chris.
—Lo único que quiere vuestra madre es volver a casa con vosotros, chicos —dijo Fred con tono tranquilizador—. Pero en estos momentos la señora Reilly la necesita a su lado.
—No se quedará con ella mañana también ¿no? —preguntó Bobby.
Mañana, pensó Fred. El día de Navidad. ¿Qué iba a decirles si ella no volvía? ¿Y qué le diría a la madre de Rosita cuando llamara para desearles felices fiestas, cosa que seguramente haría?
Para matar el tiempo, llevó a los niños a desayunar a una cafetería, pero los dos se negaron cuando les propuso regresar a Sports World.
—Tenemos que estar en casa por si vuelve mamá —dijo Chris con tono solemne.
Ernest Bumbles se despertó de pésimo humor el día de Nochebuena. Todavía no había conseguido hablar con Luke Reilly, a pesar de que el día anterior se había presentado en la funeraria dos veces: por la tarde y al anochecer.
—Un regalo postergado es un regalo negado, —le dijo a Dolly mientras preparaba la maleta para el viaje anual a casa de sus suegros.
Dolly conocía muy bien la naturaleza apasionada de su marido. Cuando sentía algo, lo sentía con el toda el alma. Cuando deseaba algo, no permitía que nada se interpusiese en su camino, Por eso había conseguido que lo reeligieran presidente de la Asociación Semilla, Planta y Flor año tras año. Pero ¡ponía tanto celo en lo que hacía! No era de extrañar que jamás se le hubiese marchitado una planta.
—Bumby —dijo Dolly con ternura—, no nos iremos hasta última hora de la tarde. ¿Qué te parece si antes de salir de la ciudad pasamos por la casa de los Reilly?
—No quiero parecer un pesado.
—Oh, vamos. Nadie pensaría eso de ti.
Nora había despertado mientras Regan hablaba con el secuestrador. Después del abrupto fin de la breve conversación, Regan le contó exactamente lo que le habían dicho.
El teléfono de la mesilla de noche sonó casi de inmediato.
—Es imposible que supieran lo del localizador —dijo Jack con firmeza—. Se han echado un farol. No me sorprendería que al tipo del bote se le haya caído la bolsa accidentalmente.
—A mí tampoco —convino Regan— pero mamá se niega en redondo a que pongan otro de esos chismes con el rescate.
—Lo entiendo —dijo Jack—. Regan, recuérdele a su madre que es buena señal que le hayan permitido volver a hablar con su padre. Cuando habló con usted le dijo que lo veía todo rojo. ¿Suele usar esa expresión cuando se enfada?
—Jamás le había oído decir una cosa así —respondió Regan—. Y tampoco mi madre.
—Entonces está claro que trata de comunicarle algo —dijo Jack—. Procuren hacer alguna asociación.
Tras quedar con Jack en que se telefonearían por la mañana, Regan llamó Alvirah.
Luego ella y Nora pasaron otra noche prácticamente en vela, tratando de hallar un sentido a las palabras de Luke y de recordar cuál había sido el libro infantil favorito de Regan.
—Cuando tu padre volvía a casa del trabajo, tú siempre corrías a su encuentro con un libro en la mano —dijo Nora—. Pero no recuerdo cuál era tu favorito. ¿Alguno de los clásicos? ¿Quizá Blancanieves, La bella durmiente o Rapunzel?
—No —respondió Regan—. Ninguno de esos.
Al amanecer, ambas se sumieron en un sueño ligero e intranquilo.
Ninguna de las dos quiso desayunar. Luego, a las ocho de la mañana, se llevaron a Nora para hacerle una radiografía. A las nueve, cuando regresó a la habitación, Regan bajó a la cafetería y subió con café para las dos.
—Mientras esperaba que me hicieran la radiografía, se me ocurrió algo que podría ser importante —dijo Nora después de beber el primer sorbo. Regan aguardó—. Es muy raro que hayan elegido el lugar de la entrega del rescate inspirándose en una de mis primeras novelas. La tarjeta que acompañaba la foto de tu padre decía: «Su mayor admirador». Si la escribió el secuestrador, es posible que conozca bien mi obra.
—Sí, es posible —convino Regan—. En cuyo caso estaríamos tratando con un maniático. Pero ¿adónde quieres ir a parar?
—Mientras estaba en la camilla, recordé que hace mucho tiempo escribí otra historia de un secuestro.
—¿De veras? Yo no la leí.
—La escribí cuando estaba embarazada —recordó Nora—. No era una novela sino un cuento, pero describía detalladamente la entrega de un rescate en Queens. —Se mordió el labio inferior—. El médico me había ordenado que hiciera reposo, y recuerdo que fue tu padre quien me sugirió el escenario de la entrega. Fue en coche hasta allí, sacó fotos y dibujó un mapa; hasta señaló el lugar más apropiado para dejar el maletín con el dinero. Me pagaron cien dólares por aquella historia, y tu padre me dijo en broma que debía darle la mitad.
Regan esbozó una sonrisa.
—Típico de papá. —A pesar del dolor que le oprimía el corazón, sintió un brote de esperanza—. Supongamos que tienes razón y que el secuestrador es un loco obsesionado por tus novelas y empeñado en imitar tus tramas. Es posible que haya leído ese cuento y que se inspire en él para la entrega de mañana. Si supiéramos con antelación las instrucciones que me dará, la policía podría mantener vigilada la ruta sin que los vieran. ¿En qué lugar de Queens se desarrollaba la escena?
—Ay, Dios, hace tanto tiempo de aquello… Y como te he dicho, fue tu padre quien se ocupó de la investigación. Lo único que recuerdo es que era cerca de Midtown Tunnel.
—Conservarás una copia del cuento, ¿no?
—Está en casa, en algún lugar del desván.
—¿Y la revista que lo publicó?
—Desapareció hace años.
Sonó un golpe en la puerta. El médico entró en la habitación luciendo una sonrisa navideña en la cara y con varias radiografías bajo el brazo.
—Buenos días, señoras —dijo—. ¿Cómo se encuentra mi paciente favorita?
—Bastante bien —respondió Nora.
—¿Lo suficiente para volver a casa?
Nora lo miró estupefacta.
—Me dijo que pasaría al menos tres días aquí.
—La fractura era complicada, pero se está recuperando bien. Las radiografías tienen buen aspecto. Apuesto a que está deseando marcharse. Pero recuerde que debe mantener la pierna en alto. —Se volvió hacia Regan—. Es posible que el año que viene usted y sus padres puedan pasar las fiestas en Maui.
—Eso espero —dijo Regan. Más de lo que imagina, pensó.
Cuando el médico se hubo marchado, Nora y Regan se miraron.
—Corre a buscar el coche —dijo Nora—. Haré que me den el alta ahora mismo. En el desván hay un montón de cajas.
A las nueve menos cinco Alvirah estaba en primera fila de la multitud de clientes que esperaban a que abrieran las puertas de Long's. A diferencia de los demás, no llevaba una lista de regalos por comprar, la mayoría de los cuales se devolverían en las cuarenta y ocho horas siguientes. Ya había llamado a Fred para preguntarle por qué Rosita le había dicho que Luke «siempre mantenía la calma». Él le había asegurado que la joven sólo se había referido a situaciones intrascendentes.
A las nueve y un minuto estaba en la escalera mecánica, bajando a la planta sótano. A pesar de su rapidez, ya había algunos clientes junto al expositor de chucherías navideñas, que ahora estaban aún más baratas. Esta gente debe de haber pasado la noche aquí, pensó con creciente impaciencia mientras esperaba captar la atención de la dependienta.
La mujer que tenía delante, una septuagenaria de pelo blanco, iba tachando nombres de la lista de la compra mientras entregaba un marco tras otro a la empleada.
—Veamos. Con esto liquido a Aggie, Margie, Kitty y May. ¿Debería comprar uno para Lillian?… No, el año pasado no me regaló nada. —Levantó uno de los marcos que decían «Tócame las campanas»—. Vergonzoso —declaró—. Bueno, es todo.
—¿Es usted Darlene Krinsky? —preguntó Alvirah a la joven dependienta cuando le llegó el turno.
—Sí. —Su voz sonó cansina.
Alvirah sabía que tenía que darse prisa. Sacó el marco que había comprado el día anterior.
—Tengo una amiga en el hospital —dijo. Puede que así le inspire compasión, pensó—. Alguien le dejó un marco como este el jueves por la noche pero olvidó de firmar la tarjeta. Pensamos que quienquiera que sea lo compró antes de salir hacia el hospital, ya que llevaba una bolsa de Long's con una prenda roja en el interior. Era un hombre de estatura media, con pelo ralo castaño, de unos cincuenta años.
Krinsky negó con la cabeza.
—Ojalá pudiera serle útil. —Miró hacia un grupo de adolescentes que agitaban adornos en el aire, tratando de llamar su atención—. Ya ve que esto es un caos.
—Llevaba una cartera muy vieja, y es posible que hubiera contado el dinero moneda por moneda —insistió Alvirah.
—Mire, lo siento, de verdad me gustaría ayudarle pero… —dejó la frase en el aire—. Espero que su amiga se recupere. —Cogió una caja de música con forma de Papá Noel de manos de uno de los adolescentes.
Es inútil, pensó Alvirah con tristeza mientras se alejaba del mostrador.
—Un momento —murmuró para sí la dependienta cuando estaba dándole cuerda a la caja de música.
Al llegar a la escalera mecánica, Alvirah sintió un golpecito en el hombro.
—Aquella dependienta la está llamando —dijo un joven.
Alvirah volvió a toda prisa.
—¿Ha dicho que llevaba una bolsa con ropa roja? Sé quién puede ser. Uno de los tipos que hace de Papá Noel en la juguetería estuvo aquí la otra tarde. Estoy segura de que compró un marco igual que ese. Quería un descuento por ser empleado de la casa.
Seguro que es él, pensó Alvirah.
—¿Puede decirme su nombre?
—No. Pero es posible que esté arriba en estos momentos. La juguetería está en la tercera planta.
—Supongo que se refiere a Alvin Luck —dijo el gerente de la juguetería, un cincuentón de cara avinagrada—. Trabajó aquí el jueves por la tarde, y seguramente se llevó el uniforme para plancharlo. Nosotros insistimos en que Papá Noel debe dar ejemplo a los niños.
—¿Llegará pronto?
—Ya no trabaja aquí.
—¿No? —preguntó Alvirah, afligida.
—No. Ayer devolvió el disfraz. Cuando lo contratamos, dejó muy claro que no podía trabajar en Nochebuena.
—¿Estuvo aquí anoche?
—No, se marchó a las cuatro de la tarde.
—¿Podría darme su dirección o su número de teléfono?
El gerente se puso serio.
—Mire, señora, nosotros respetamos la intimidad de nuestros empleados. Esa información es estrictamente confidencial.
Jack la conseguirá en un santiamén, pensó Alvirah mientras le daba las gracias al hombre y corría a buscar un teléfono. De todas maneras, ahora tendrá que hacerse cargo él. Si Alvin Luck está implicado en el secuestro, Jack lo descubrirá rápidamente.
Alvin Luck y su madre entregaron las entradas al portero de Radio City Music Hall. Desde que él era un niño, asistían al espectáculo de Navidad en Nochebuena y luego se daban el lujo de comer fuera. En los viejos tiempos habrían ido a Schraff's; ambos coincidían en que nada era igual desde que aquel venerable proveedor de pollo a la cacerola había cerrado sus puertas.
Después de la comida, si el tiempo lo permitía, darían un paseo por la Quinta Avenida.
Disfrutaron muchísimo del espectáculo, se tomaron su tiempo para comer y luego le pidieron a un guarda de seguridad que les hiciera la foto anual frente al árbol de Rockefeller Center. Durante todo ese tiempo permanecieron dichosamente ajenos al hecho de que la policía de Nueva York los estaba buscando.
Eran casi las once y media cuando Regan entró con el coche en el paseo particular de la casa de Summit, Nueva Jersey. Nora iba detrás, sentada de lado y con la pierna lesionada extendida sobre el asiento. Alvirah y Willy los seguían en otro coche.
Alvirah había telefoneado a Regan inmediatamente después de hablar con Jack sobre Alvin Luck.
—Jack te llamará en cuanto lo encuentren —había prometido.
Luego, al enterarse de la existencia del cuento de Nora, se había ofrecido para ayudar a buscarlo en las cajas del desván.
Apoyada en unas muletas y flanqueada por Willy y Regan, Nora caminó con cuidado por el sendero y entró en la casa.
—Cuando salí de aquí el miércoles por la noche, no imaginaba que volvería de esta manera. Y sin Luke —añadió con voz desmayada.
La casa estaba oscura y lóbrega. Regan corría de aquí para allá, encendiendo luces.
—¿Dónde te parece que estarás más cómoda, mamá? —preguntó.
—Oh, allí dentro. —Señaló el cuarto de estar.
A Alvirah no se le escapó ni un detalle del lugar mientras seguían a Nora por el salón principal en dirección a la parte trasera de la casa. La amplia cocina comunicaba con un cuarto de estar, una estancia acogedora con el techo muy alto, generosos sofás, grandes ventanales y una chimenea.
—Este sitio es precioso —dijo con admiración.
Nora fue cojeando hasta un sillón de orejas. Regan cogió las muletas, y cuando su madre se hubo sentado, le ayudó a colocar la pierna, cubierta con una pesada escayola, sobre un escabel.
—Uf —dijo Nora con un suspiro mientras se reclinaba—. Tardaré un tiempo en acostumbrarme a esto.
Las gotas de sudor en su frente daban fe de lo mucho que le había costado recorrer la corta distancia desde el coche.
Al cabo de unos minutos, después de que Willy y Regan bajaran media docena de cajas del desván, todos comenzaron a buscar el manuscrito del cuento de Nora o un ejemplar de la revista donde lo había publicado. La escritora recordaba que lo había titulado Al filo del paraíso.
—Estaba convencida de que había guardado todos los trabajos de investigación, todas las versiones de todos los manuscritos, todos los esbozos, incluso las cartas de rechazo de las editoriales. Así que ¿dónde está?
Mientras los cuatro revisaban montañas de papeles, Alvirah les contó cómo había dado con Alvin Luck.
—No puedo creer que alguien que haya trabajado de Papá Noel en unos almacenes pueda estar involucrado en este asunto —dijo.
Luego guardaron silencio. Media hora después, Willy y Regan fueron a buscar más cajas al desván. Pero todo fue en vano. A las tres de la tarde, Nora se dio por vencida.
—Tengo que afrontarlo. Si hay algún ejemplar de aquel cuento, no se encuentra en esta casa. —Miró a Regan—. ¿Por qué no llamas a la casa de Rosita para ver qué tal están los niños? Estoy preocupada por ellos.
Al oír el tono de Fred, Regan supo en el acto que las cosas no iban bien.
—Tienen miedo de que su madre esté enferma —le contó—. A estas alturas, lo único que puedo hacer es tratar de mantenerlos distraídos. Hasta abrí un paquete de libros que su madre les envió para Navidad y se los leí. Al menos disfrutaron con ellos.
—Me alegro de que les gustaran los libros —dijo Nora después de que Regan le transmitiera las palabras de Fred—. Le pedí a Charlotte, la dependienta de la sección infantil de la librería, que los eligiera y me los mandara. —Hizo una pausa—. Un momento. También me envió una caja con vídeos de los últimos estrenos infantiles. —Señaló hacia la casa de al lado—. Iba a dárselos a Mona. Sus nietos vendrán a visitarla la semana próxima.
Miró a Regan.
—¿Por qué no se los llevas a Chris y a Bobby? De esa manera, si a las cuatro tienes ocasión de hablar con Rosita, podrás decirle que acabas de ver a los niños.
Regan consultó su reloj de pulsera. Los secuestradores habían quedado en llamar a las cuatro, y no tardaría más de quince minutos en llegar a la casa de Rosita. En consecuencia, tenía casi una hora para ir y volver. Sabía que su madre quería estar presente en el momento de la llamada. Decía que el solo hecho de saber que su marido estaba al otro lado de la línea hacía algo más llevadera aquella pesadilla.
Alvin Luck y su madre no habrían podido pasar un día mejor. Al menos hasta que regresaron a casa y se encontraron con dos detectives en la puerta.
—¿Podemos hablar con usted dentro? —preguntaron.
—Claro que sí, amigos, adelante —invitó Alvin.
Con la seguridad que le daba haber llevado una vida absolutamente intachable, estaba encantado de que unos detectives de verdad quisieran hablar con él. Quizá hubiera pasado algo en Long's y necesitaran su ayuda.
Su madre no compartía ese entusiasmo. Cuando los policías pidieron permiso para echar un vistazo al apartamento y Alvin se lo concedió, la mujer lo fulminó con la mirada.
Sal Bonaventure, el policía que entró en el dormitorio de Alvin, silbó al ver la acumulación de novelas de misterio, apiladas desde el suelo hasta el techo. Montañas de manuscritos llenaban los estantes encima de la larga mesa que hacía las veces de escritorio. Además de un ordenador y una impresora, la mesa contenía docenas de libros y revistas, la mayoría viejos. Junto al ordenador había una pila de libros de Nora Regan Reilly, algunos abiertos. Bonaventure vio que las páginas estaban repletas de notas.
Sal y su compañero se habían puesto en contacto con Jack Reilly en cuanto Alvin y su madre habían entrado en el edificio. Jack había dado órdenes de que no empezaran el interrogatorio hasta que llegase.
Papá Noel podría tener la llave para resolver el caso, pensó Sal con optimismo.
La tormenta de nieve, prevista para unas horas antes, se había desatado por fin —y con auténtica furia— cuando Regan aparcó enfrente del edificio de Rosita. Fred Torres la estaba esperando.
—Les dije a Chris y a Bobby que les traería unas películas fantásticas —dijo con entusiasmo al abrir la puerta.
Los niños estaban sentados en el suelo, con una docena de canicas esparcidas entre los dos. Miraron a Regan con un asomo de desconfianza.
—¿Cuándo se pondrá mejor su mamá y así podrá volver la nuestra? —preguntó Chris.
Pobrecillo, está haciendo un esfuerzo por ser amable, pensó Regan, pero quiere una respuesta.
—Muy pronto —dijo, alargándole el festivo paquete con las cintas de vídeo—. Esto es para que los dos…
Dejó la frase en el aire y ni siquiera se dio cuenta cuando los niños cogieron el paquete. Estaba mirando fijamente la tapa de uno de los libros esparcidos por la mesa de centro. El título, El pequeño faro rojo y el gran puente gris, desató un aluvión de recuerdos.
Papá, léemelo otra vez, por favor.
En la tapa había un alegre faro rojo. Abrió el libro. En la guarda había una ilustración del inconfundible puente George Washington con el pequeño faro debajo.
Tu libro favorito… Lo veo todo rojo…
Eso era lo que intentaba decirme papá, pensó Regan con creciente entusiasmo. Puede ver el faro desde el lugar donde lo tienen retenido.
—¿Qué pasa, Regan? —preguntó Fred con tono apremiante.
Regan negó con la cabeza.
—Espero que os gusten las películas, pequeños. Hasta luego. —Se volvió hacia Fred.
—La acompañaré a la puerta —dijo él.
La tensión que irradiaba C. B. había llegado a un punto explosivo. Luke y Rosita observaron en silencio cómo su cara se ensombrecía a medida que se acercaba la hora de llamar por teléfono. Sabe que esta es su última oportunidad, pensó Luke. Sabe que si no consiguen el dinero esta noche, se quedarán sin nada. Podía oír el viento arreciando en el exterior. La embarcación se sacudía y golpeaba con creciente fuerza contra el muelle. Si el tiempo sigue así, quién sabe cuándo despegará el avión, si es que despega.
—Eh, C. B. —dijo Petey—. Tengo que salir pitando. Me dejé el pasaporte en mi apartamento.
No es verdad, pensó Luke. Le vi hojeándolo hace un rato. ¿Qué trama Petey?, se preguntó.
—¿Que hiciste qué? —C. B. lo taladró con la mirada.
—Quería tenerlo en un lugar seguro. Aquí no hay mucho sitio. Tú has dormido en casa las últimas dos noches, ¿no? ¿Qué más te da? Es una caminata de cinco minutos. Pasa a recogerme por allí.
C. B. miró su reloj.
—Espérame en la puerta a las cuatro menos diez, ni un minuto más ni un minuto menos.
—Hecho. —Petey paseó la vista entre Luke y Rosita—. Puede que no volvamos a vernos nunca, así que me gustaría desearles toda la suerte del mundo.
Agitó brevemente la mano y se marchó.
Luke sabía por qué sentía los pies húmedos y fríos. Había un reguero de agua en el suelo. El hielo, pensó. Esta bañera está empezando a hundirse.
Jack Reilly tuvo la corazonada instantánea de que Alvin Luck no era una amenaza para la sociedad. Era un fanático de las novelas de misterio, no un secuestrador. Nora Regan Reilly había escrito sólo algunos de los muchos libros que coleccionaba.
Alvin respondía con presteza y sin vacilar todas las preguntas que le hacían él Y los detectives. Reconoció que había tomado la fotografía de Luke en un banquete de escritores de misterio. Había comprado el marco tras enterarse del accidente de Nora.
—¿No le gustó? —preguntó en medio de la atestada habitación.
—Ya sé por qué te están haciendo tantas preguntas —terció su madre—. Porque no firmaste la tarjeta. —Sacudió vigorosamente la cabeza—. Esas cosas irritan a la gente. Piensan que tienes algo que ocultar.
—La señora Reilly simplemente se sorprendió al recibir un regalo de un admirador anónimo —dijo Jack con tono apaciguador—. ¿Fue usted mismo quien compró el oso de peluche en la tienda de regalos del hospital?
—¿Qué oso? —preguntó la madre—. Alvin, no me dijiste nada de un oso.
—Veo que ha escrito muchas notas en los libros de la señora Reilly. —Jack levantó un libro y lo hojeó.
—Ah, sí —respondió Alvin con entusiasmo—. He estudiado a centenares de escritores de misterio para ver cómo desarrollan sus tramas. Es un estupendo método de aprendizaje. Archivo mis notas por categorías, como asesinatos, incendios provocados, robos, estafas. Y añado recortes de periódicos sobre casos reales.
—¿Por eso conserva esos artículos sobre Nora Regan Reilly?
—Claro.
—¿No habrá leído por casualidad Al filo del paraíso?
—Es uno de sus primeros cuentos. Lo tengo archivado en la carpeta de «secuestros». —Dio la vuelta a la cama y abrió el último cajón de un archivador—. Aquí está. —Le entregó a Jack una revista publicada treinta y un años antes.
Regan conducía tan velozmente como se atrevía por calles que se estaban cubriendo rápidamente de nieve. Papá y Rosita pueden ver el pequeño faro rojo, pensó con un brote de esperanza. Están en las proximidades del puente George Washington. Jack había dicho que los ruidos de fondo de las cintas indicaban que se encontraban cerca del agua.
Marcó el número de Jack.
—Acabo de llamar a su madre para decirle que hemos descartado a Alvin Luck como sospechoso. Pero podría resultarnos muy útil: tenía un ejemplar del cuento de Nora.
—¿Qué?
—Es un concienzudo coleccionista de novelas de misterio. Si los secuestradores deciden seguir la ruta que se describe en el cuento, será fácil vigilarlos.
—Yo también tengo novedades. —Regan le contó lo que acababa de ocurrirle en la casa de Rosita.
—Eso significa que podrían tenerlos en Nueva Jersey.
—¿Por qué?
—Piense en ello —dijo Jack—. Su padre salió del hospital poco después de las diez. Es evidente que el coche entró en Nueva Jersey, pues pasó por el puente George Washington en dirección a Nueva York a las once y dieciséis minutos. Luego, a las doce menos cuarto, cruzó el puente Triborough hacia Queens, justo el tiempo necesario para recorrer esa distancia si uno no se detiene a hacer compras. Si no pararon inmediatamente después de cruzar el puente, no podrían seguir viendo el faro rojo.
—Por alguna razón, eso me reconforta —dijo Regan.
El cerco se está cerrando, pensó.
Petey sostenía un vaso de tequila en Elsie's Hideaway, donde la fiesta de Nochebuena se encontraba en su apogeo. Todos los clientes habituales estaban allí. Tomaré sólo una copa, se prometió. Necesito mantenerme despejado para mi gran noche.
C. B. me mataría si supiera que he venido, pensó. Pero no podía marcharme para siempre de Estados Unidos sin hacer una última visita a este lugar, donde, como dice la canción, «todos me conocen por mi nombre». Hasta he ido a pescar con algunos de estos tipos, se dijo. Nos hemos reído mucho juntos.
—Pareces deprimido, Petey. —Matt, el camarero de Elsie's le llenó el vaso de tequila—. La casa invita. Feliz Navidad de parte de Elsie.
—Vaya, eso está muy bien.
—He oído que te vas de vacaciones. ¿Adónde?
—Me voy de pesca.
—¿Adónde?
—Al sur —respondió Petey con vaguedad.
Matt se fue a atender a otro cliente.
Petey miró su reloj de pulsera. Era hora de marcharse. Se bajó del banco de la barra, miró el tequila gratis y, con una determinación impropia de él, lo dejó intacto.
—¿Te encuentras bien, Petey? —preguntó Matt con cara de preocupación.
—Me encuentro estupendamente —respondió Petey—. Como un millón de dólares.
—Me alegro. Espero que el viaje vaya bien. Mándanos una postal.
—A propósito, ¿te queda alguna de esas postales de Elsie's? —preguntó Petey.
Matt metió la mano debajo de la barra.
—Queda una. Ten.
Petey saludó con la mano y salió de Elsie's por última vez.
Regan había mantenido a Austin Grady al corriente de todos los acontecimientos. Durante los últimos dos días se había ocupado de las llamadas de los amigos de los Reilly que se habían enterado del accidente de Nora y no conseguían ponerse en contacto ni con ella ni con Luke.
A las tres y cuarto, cuando Nora lo llamó, Austin preguntó si podía pasar a verla.
—Me encantaría verte, Austin —respondió Nora rápidamente—. Eres el único de nuestros amigos que sabe lo que pasa.
Austin llevaba unos minutos en la casa cuando Regan llegó y les contó que había visto el libro del faro.
—El pequeño faro rojo y el gran puente gris —dijo Nora—. ¡Claro! Te encantaba.
—Están en un sitio desde donde pueden ver el faro —señaló Alvirah—. En la cinta se observa con claridad que Luke pone énfasis en la palabra «rojo».
—Bueno, Jack cree que están junto al puente, del lado de Nueva Jersey —dijo Regan y les explicó por qué.
—Si al menos tuviéramos una pista de quién está detrás de esto… —dijo Nora con impotencia—. Pero no tenemos nada más, y llamarán dentro de media hora. ¿Podemos confiar en que cumplirán su parte del trato cuando reciban el dinero? —Hizo un ademán hacia la ventana—. Mirad cómo está el tiempo. Si ayer se les cayó el dinero accidentalmente, pensad en todas las cosas que hoy podrían salir mal.
Todos dieron un respingo al oír el timbre.
—Regan, no podemos recibir a nadie. Di que estoy durmiendo…
—Lo sé, mamá.
Regan corrió por el pasillo hacia la puerta principal. Al otro lado estaba el presidente de la asociación de floristas, el mismo individuo que había golpeado la ventana del despacho de Austin dos noches antes. La nieve empezaba a acumularse sobre su gorro de lana.
—Hola, Regan —dijo jovialmente—. ¿Me recuerda? Nos conocimos la otra noche. Soy Ernest Bumbles.
Bajo el brazo llevaba un paquete envuelto en papel de regalo.
—Hola, señor Bumbles —respondió Regan con impaciencia.
—¿Está su padre? —preguntó él.
—Me temo que no. Se ha entretenido con un asunto en Nueva York.
—Vaya, qué pena. Mi mujer y yo nos vamos a Boston, a visitar a mi suegra. ¡Aunque nadie debería conducir con este tiempo! En fin, la cuestión es que hace días que quiero darle este regalo a su padre. Me rompe el corazón no encontrarlo nunca. Pero quiero que lo tenga en Navidad.
—Entonces déjemelo a mí —dijo Regan, ansiosa por terminar la conversación y regresar con los demás.
—¿Me haría un favor? —preguntó Ernest con tono suplicante.
—¿Cuál?
—¿Podría abrir el regalo de su padre y dejar que le saque una foto con él?
Regan sintió deseos de estrangulado. Lo invitó a pasar, rasgó rápidamente el papel y abrió la caja que contenía la enmarcada proclama.
—¿A qué viene esto? —preguntó mientras la leía.
A Ernest se le iluminó la cara.
—Su padre ha hecho mucho por las Flores. Nos presentó a Cuthbert Boniface Goodloe. El pobre murió esta semana, pero nos dejó un millón de dólares en su testamento. Siempre estaremos en deuda con su padre.
—¿Un millón de dólares? —exclamó Regan.
—Un millón de dólares —repitió Ernest con ojos vidriosos—. ¡Prácticamente todo lo que tenía! ¡Qué hombre tan generoso! Y todo gracias a su padre. También hemos preparado una de estas menciones para entregársela al sobrino del señor Goodloe, en reconocimiento a su maravilloso tío, pero tampoco podemos dar con él. ¡Nunca está en casa! Ahora permítame que le saque la foto.
A petición de Nora, Austin entró en el salón para ver qué pasaba. Oh, Dios, se dijo al ver nuevamente a Bumbles. Ese tipo no se da por vencido.
Miró a Regan, que con un ligero movimiento de cabeza impidió que echase a Bumbles.
Regan levantó la proclama.
—Mira esto, Austin —dijo con una sonrisa forzada—. Parece que gracias a papá la asociación del señor Bumbles recibió una herencia de un millón de dólares de un tal Cuthbert Boniface Goodloe. ¿Sabías que mi padre fue el responsable directo de ese legado?
Austin negó con la cabeza.
—No tenía ni idea.
—Lamenté mucho que su padre no pudiera asistir al funeral de nuestro benefactor —prosiguió Bumbles—. Pero las Flores asistieron en masa.
—Fue una suerte que lo hicieran —dijo Austin. Regan tiene una paciencia de santa, pensó—. Su sobrino era su único pariente.
—¿De veras? —dijo Regan. Miró a Ernest y preguntó en tono humorístico—. ¿Y cómo le sentó el hecho de que su tío dejara un regalo tan grande a las Flores?
Ernest se llevó un dedo a la mejilla.
—No lo sé. Pero ¿por qué no iba a alegrarse por nosotros? La nuestra es una asociación maravillosa. Y estoy seguro de que se emocionará al recibir una proclama como esta. Si es que conseguimos localizarle.
—¿Dónde vive? —preguntó Regan.
—En Fort Lee.
Regan tragó saliva. Fort Lee estaba junto al puente George Washington, del lado de Nueva Jersey. ¿Era posible?
—Estoy segura de que a mi padre le encantará el regalo.
—Bueno, me alegro de que usted estuviera en casa para recibirlo. Llevo la otra proclama en el maletero para entregársela al sobrino del señor Goodloe en cuanto lo localice.
—Si quiere, déjemela a mí —dijo Regan—. Esta noche estaré cerca de Fort Lee, y no me costaría nada dejársela para que él también la tenga en Navidad.
—¡Sería estupendo! —exclamó Ernest—. Pero no llevo su dirección conmigo.
—Llamaré al despacho —dijo Austin—. Estoy seguro de que la tenemos en nuestros archivos.
—Vuelvo enseguida —repuso Ernest. Salió de la casa y bajó casi patinando por el sendero particular hasta el coche. Cuando regresó, le entregó el otro regalo a Austin—. Sujételo, por favor. —Se volvió hacia Regan—. Ahora diga Luiiis.
—Luiiis.
—Ya está.
—A propósito, ¿cómo se llama el sobrino de Goodloe?
Austin y Ernest respondieron al unísono:
—C. B. Dingle.
—He ganado yo —dijo Chris sin demasiado entusiasmo—. Ahora pongamos una película.
—Primero tenemos que recoger las canicas —respondió Fred.
Los tres se pusieron a gatas y comenzaron a recoger las canicas esparcidas por el suelo del salón.
—Me parece que una se metió debajo del sofá —dijo Fred.
Levantó el faldón de la funda y deslizó la mano por el estrecho hueco que había entre el sofá y la alfombra. Sus dedos se cerraron sobre una canica, pero advirtió que no estaba sobre la alfombra, sino encima de la lisa superficie de un papel. Sacó ambas cosas y vio que el papel era una tarjeta dirigida a Rosita.
El mensaje estaba rodeado de manchas de pintura de vivos colores. Decía:
¡¡¡¡ESPERO QUE CENEMOS JUNTOS MUY PRONTO!!!!
PETEY.
Chris estaba junto a Fred. Miró la tarjeta.
—Mamá se puso muy rara cuando recibió esa tarjeta. Dijo que ese tipo no estaba bien de la azotea.
Fred sonrió.
—¿Lo visteis alguna vez?
Chris lo miró como si le sorprendiese que le hiciera una pregunta tan tonta.
—¡Noooo! Mamá lo conoció en el trabajo.
—¿Es un empleado del señor Reilly?
—Sólo trabajó para él una vez, como pintor. Pero no les gustó el color que usó.
Fred giró la tarjeta. «ELSIE'S HIDEAWAY, EDGEWATER, NEW JERSEY». El corazón le dio un vuelco. Restos de pintura en la limusina abandonada. Un hombre que había trabajado para Reilly y a quien Rosita había rechazado. Un tipo que por lo visto frecuenta un bar cercano al puente George Washington.
—Poned la película —dijo—. Yo tengo que ir al dormitorio para hacer una llamada.
Tras despedir a Bumbles, Regan y Austin llevaron los regalos al cuarto de estar.
—Bueno, este sería un buen móvil —dijo Nora después de leer la proclama—. Pero podría ser una situación parecida a la de Alvin Luck.
—Ojalá tuviéramos más tiempo —musitó Regan con desesperación—. Me gustaría ir a su casa y ver si puedo averiguar algo. Pero llamarán dentro de diez minutos, y probablemente tendré que marcharme a Nueva York de inmediato. Jack se reunirá conmigo para darme el dinero.
El timbrazo del teléfono resonó en la habitación como un tiro.
—No llamarán a esta línea, ¿no? —preguntó Regan mientras corría hacia el teléfono.
Era Fred. Lo escuchó con atención.
—Un momento, Fred. —Se volvió hacia Austin—. Fred acaba de encontrar una tarjeta de un tal Petey, que por lo visto hizo un trabajo de pintura en la funeraria. Había invitado a salir a Rosita. ¿Sabes quién es?
Austin asintió.
—Sólo trabajó un día. Hizo un desastre. —Tras una pequeña pausa, exclamó—: ¡Un momento! La otra noche se presentó en el velatorio de Goodloe. ¡Es muy amigo de C. B. Dingle!
Nora emitió un gemido ahogado.
—Es pintor, y había restos de pintura en la limusina.
—Y la tarjeta que envió a Rosita es de un bar de Edgewater —añadió Regan—. Está al sur de Fort Lee y desde allí se ve el faro.
Le explicó a Fred lo que acababan de descubrir sobre C. B. Dingle.
—¿Cuál es el apellido de Petey? —prácticamente gritó Fred al teléfono.
—¿Conoces el apellido de Petey, Austin?
Austin negó con la cabeza.
—Pero espera. Lo conseguiré enseguida. —Sacó su teléfono móvil y llamó al despacho—. Lo están buscando en los archivos. —Al cabo de unos segundos dijo—: Se llama Peter Commet. Vive en Edgewater. —Apuntó la dirección y se la entregó a Regan.
—Ya está, Fred —dijo ella y le transmitió la información—. Me llamarán dentro de dos minutos. Me pondré en contacto con usted en cuanto haya hablado con ellos.
—Voy a ir a buscar a ese tipo, Regan —dijo Fred.
—Ojalá pudiera acompañarle.
A las cuatro en punto sonó su teléfono móvil.
—Ha de estar en Midtown Tunnel, del lado de Manhattan, a las cinco y media.
—Midtown Tunnel, del lado de Manhattan —repitió, mirando a Nora.
—Están usando mi cuento —murmuró Nora.
—Acabo de traer a mi madre del hospital —dijo Regan rápidamente—. Estoy en Nueva Jersey. Necesito más tiempo.
—Imposible.
Austin tocó el brazo de Regan:
—Deja que vaya yo —susurró.
Regan asintió con gratitud.
—No se me da muy bien conducir bajo la nieve —explicó—. ¿Les importaría que el ayudante de mi padre, Austin Grady, hiciera la entrega? Iría en mi coche y usaría mi teléfono. No les conviene que yo tenga un accidente.
Hubo una pausa. Luego Regan oyó:
—Vale. Pero por el bien de su padre y de Rosita, es mejor que no intenten jugárnosla. Eh, ustedes, griten hola.
Por un fugaz instante oyó las voces de los dos en el fondo. Nos estamos acercando, hubiera querido gritarles. La comunicación se cortó.
Regan marcó el número de Fred.
—Salgo hacia Edgewater —dijo él.
—Y Alvirah y yo iremos a Fort Lee.
—¿Puedo dejar a los niños con su madre?
Regan titubeó.
—Pero ¿no piensan que…?
—Les diremos que Rosita ha salido a hacer un recado con su padre. A fin de cuentas, mañana habrá que decirles la verdad.
Regan le dio instrucciones para llegar a la casa.
—Deme su número de móvil. Ahora apunte el de mi madre, que es el que llevaré conmigo. Austin usará mi teléfono.
—Nos mantendremos en contacto —dijo Fred—. Tengan cuidado.
—Hace un tiempo horroroso —le dijo C. B. a Luke después de colgar—. A su hija le da miedo conducir, así que enviará a ese tal Grady.
Regan conduce perfectamente haga el tiempo que haga, pensó Luke. ¿Estará bien Nora? ¿Tendrán algún problema?
Había algo definitivo en la expresión con que C. B. miró alrededor. Sacó del bolsillo las llaves de las cadenas y las puso encima del fogón, fuera del alcance de Rosita y Luke.
—Cuando hayamos recibido el dinero, podrán marcharse. Revelaremos su paradero en cuanto estemos lo suficientemente lejos de aquí.
—A menos que quieran matamos, será mejor que lo hagan pronto —dijo Luke, señalando el suelo.
La tormenta había arreciado y la embarcación se sacudía con creciente violencia. El ruido sordo de los bloques de hielo al chocar contra el casco era cada vez más frecuente. El suelo estaba mojado.
—Llamaremos desde el aeropuerto. En cuanto aterricemos.
—¡Demasiado tiempo! —exclamó Rosita—. Llegarán allí mañana por la mañana.
—Recen para que lo consigamos —dijo C. B. y se marchó dando un portazo.
A las cinco menos diez, Regan y Alvirah aparcaron enfrente del rascacielos donde vivía C. B.
—Allá vamos —dijo Regan mientras bajaban.
El portero llamó para anunciarlas. Al cabo de unos instantes negó con la cabeza.
—No responde. Debe de haber salido.
—Su tío murió la semana pasada —dijo Regan.
—Sí, me enteré.
—Mi padre es el propietario de la funeraria que se encargó del entierro y necesita ponerse en contacto con el señor Dingle. Es muy importante. ¿Hay alguna forma de saber cuándo volverá?
—La mujer del encargado limpia su apartamento. Podría llamarla —ofreció el portero—. Es lo más que puedo hacer.
—Gracias, sería muy amable de su parte —dijo Regan. Ella y Alvirah cambiaron una mirada.
—Me alegro de serles útil —respondió él, encogiéndose de hombros—. Al fin y al cabo es Navidad.
Regresó un minuto después.
—Dolores ha dicho que suban. Está en el 2B.
El apartamento de Dolores era un alegre recordatorio de la temporada festiva. El pino estaba iluminado, sonaba música de Navidad y en el aire había un agradable aroma a pollo asado.
—No la entretendremos —dijo Regan—, pero necesitamos ponernos en contacto con el señor Dingle.
Dolores, una mujer que rondaba los sesenta años, dijo con tono compasivo:
—Pobre hombre. Me dijo que se iba de viaje para tratar de recuperarse. Esta mañana, cuando subí, estaba haciendo la maleta.
—¿Estuvo allí esta mañana? —preguntó Alvirah.
—Sólo un momento. Le llevé unos pasteles de Navidad. Me dejó entrar un momento, pero parecía muy nervioso y trastornado, como si sufriera una gran tensión. Le vendrá bien tomarse un respiro.
—Ya lo creo —respondió Regan. ¿Es posible que tenga a papá y a Rosita escondidos allí arriba?, se preguntó.
—Este edificio es muy bonito —señaló Alvirah mirando alrededor—. Tiene usted una vista fabulosa del río. ¿El señor Dingle es igual de afortunado?
—Oh, no —dijo Dolores, sonriendo con un ligero aire de superioridad—. Él tiene un pequeño estudio que da a la calle.
A las cinco menos cuarto, rodeado por un remolino de nieve, Fred Torres estaba en el umbral de la cochambrosa casa de madera con dos viviendas donde vivía Petey. Regan lo había llamado al salir del edificio de C. B., para decide que lo único que sabía era que éste se había marchado con una maleta por la mañana, supuestamente de vacaciones. Era casi seguro que Luke y Rosita no habían estado en su apartamento.
¿Estarán aquí?, se preguntó Fred mientras pulsaba el timbre por segunda vez. Ya había probado suerte en la entrada del apartamento de Petey, que se encontraba en la planta baja, pero en el interior estaba oscuro y nadie había salido a abrir.
Arriba hay alguien, se dijo. Las luces estaban encendidas y podía oír el sonido de un televisor.
Abrió la puerta un hombre de unos sesenta años y cara soñolienta. Llevaba unos tejanos arrugados, una camisa de franela y zapatillas de andar por casa. Por lo visto, el timbre lo había despertado, y no parecía contento con la interrupción.
—¿Es usted el casero? —preguntó Fred.
—Sí. ¿Por qué?
—Estoy buscando a Petey Commet.
—Se marchó de vacaciones esta mañana.
—¿Sabe adónde iba?
—No me lo dijo, y no es asunto mío. —El casero empezó a cerrar la puerta.
Fred sacó su chapa de policía.
—Necesito hablar con usted acerca de él.
La expresión soñolienta se esfumó de la cara del hombre.
—¿Se ha metido en líos?
—Todavía no lo sé —respondió Fred—. ¿Cuánto hace que vive aquí?
—Tres años.
—¿Alguna vez ha tenido problemas con él?
—Aparte de que me debe el alquiler, no. Sé que tarde o temprano reunirá el dinero y me pagará.
—Un par de preguntas más y lo dejaré tranquilo —dijo Fred—. ¿Petey tiene algún amigo íntimo en el vecindario?
—Si cuenta a los parroquianos de Elsie's Hideaway, tiene un montón. Es un bar que está a la vuelta de la esquina. Oiga, me estoy helando.
—Una última pregunta: ¿ha estado en su apartamento en los dos últimos días?
—Sí, fui a mirar el termostato esta mañana, después de que se marchara. No tiene sentido que la calefacción siga encendida si no va a estar allí. Al precio que está el gas…
Esta vez Fred no le impidió que cerrase la puerta. Cuando subió al coche, el vehículo en que iban Regan y Alvirah se detuvo a su lado.
—Aquí tampoco ha habido suerte. Pero síganme a Elsie's Hideaway.
Dado que tenían el tiempo justo, Jack Reilly dejó el dinero en el coche de Regan a escasas manzanas de Queens–Midtown Tunnel.
—Lo seguiremos —le dijo a Austin Grady—, pero si le da instrucciones para que siga el trayecto previsto, nuestra unidad móvil tendrá que alejarse. De lo contrario nos verán. Tenemos agentes apostados en distintos edificios del camino. Mantendrán su coche vigilado. Buena suerte.
A las cinco y media entró la llamada.
—Entre en el túnel. Permanezca en el carril de la derecha. Coja la salida de Borden Avenue inmediatamente después de la cabina de peaje.
—Exactamente lo que esperábamos oír —dijo Jack, exultante de alegría, después de que Águila base le transmitiera el mensaje.
Sonó el teléfono móvil. Era Regan.
—Tanto el sobrino como el pintor se marcharon hoy con maletas. Dijeron que se iban de vacaciones.
Jack experimentó una subida de adrenalina.
—Regan, apuesto cualquier cosa a que esos tipos son los secuestradores. Si llevaban maletas, no volverán al lugar donde dejaron a Rosita y a su padre. Seguramente irán al aeropuerto en cuanto recojan el dinero.
—Si se van del país, puede que no volvamos a saber de ellos.
—Los vigilaremos por si vuelven al lugar donde están Rosita y su padre, pero si se dirigen a cualquiera de los aeropuertos, no tendremos más remedio que detenerlos en cuanto entren.
—Alvirah y yo vamos al bar de Edgewater que frecuenta el pintor. Fred Torres está con nosotras. Quizá alguien pueda darnos alguna pista.
—Regan —dijo Jack en voz baja—, tenga cuidado, por favor.
Hubo un estruendo seguido de una violenta sacudida, y la embarcación escoró hasta quedar en un ángulo de veinte grados. Rosita y Luke cayeron de lado. Rosita gritó y Luke se estremeció cuando las esposas y el grillete se le clavaron en la muñeca y el tobillo.
—¡El barco se está hundiendo, señor Reilly! ¡Nos ahogaremos! —balbuceó Rosita.
—No —respondió Luke—. Creo que se ha soltado una de las amarras.
Al cabo de menos de un minuto la embarcación volvió a chocar contra el muelle.
Luke oyó un borboteo y vio que empezaba a entrar agua a chorros desde un punto cercano a la puerta. Cuando el barco volvió a escorar, el llavero que C. B. había dejado en el fogón cayó al suelo. Desesperado, Luke caminó hasta donde le permitían las cadenas y se agachó. Su dedo rozó el borde de una llave, pero antes de que pudiera agarrarla, la casa flotante volvió a inclinarse y las llaves se deslizaron hasta quedar fuera de su alcance.
Hasta ese momento Luke había pensado que tenían alguna posibilidad. Pero ya no. Incluso si C. B. llamaba a Regan desde donde quiera que fuesen sería demasiado tarde. El nivel del agua subía rápidamente. Rosita estaba en lo cierto: se ahogarían. Encontrarían sus cuerpos encadenados como animales cautivos, y eso si los encontraban. Aquella bañera no tardaría mucho en convertirse en un mantón de tablas flotantes.
Esperaba vivir muchos años más, pensó mientras las caras y las voces de Nora y Regan le llenaban el alma.
Desde el otro extremo de la cabina le llegaron los murmullos de Rosita:
—«Dios te salve María, llena eres de gracia…».
Terminó la oración con ella:
«…y en la hora de nuestra muerte, Amén».
En el interior de Elsie's Hideaway reinaba la algarabía. Regan, Fred y Alvirah se tomaron unos segundos para orientarse y luego fueron directamente a la barra.
Matt, el camarero, se acercó a ellos.
—¿Qué les sirvo?
—Un par de respuestas. —Fred sacó su chapa de policía—. ¿Conoce a Petey Commet?
—Claro que sí. Estuvo sentado ahí mismo hace menos de dos horas.
—Según su casero, se marchó esta mañana con un par de maletas —dijo Fred.
—Es posible, pero estuvo aquí esta tarde. Me contó que se iba de vacaciones.
—¿Sabe adónde? Es importante.
—Me gustaría ayudarle, pero la verdad es que no dijo mucho. Dijo que se iba a pescar al sur.—Hizo una pausa—. No sé si esto significa algo, pero la verdad es que hoy Petey no parecía el de siempre. Le pregunté si le pasaba algo, pero me dijo que se sentía como un millón de dólares.
A Regan se le heló la sangre.
—¿Sabe dónde puede haber estado desde esta mañana, cuando salió de su apartamento, y el momento en que vino aquí?
Matt se encogió de hombros.
—Cuida un barco en el puerto deportivo de Weehawken, que está abierto todo el año. Quizá haya ido a echarle un vistazo antes de marcharse. A veces va por allí.
—Conozco ese sitio. —Fred abrió su teléfono móvil—. Deme el número del puerto Lincoln, en Weehawken —dijo.
Un instante después hablaba con las oficinas del puerto. Regan notó cómo se le crispaban los músculos de la cara. No sé qué le estarán diciendo, pensó, pero no es una buena noticia.
Fred cortó la comunicación y se volvió hacia Regan y Alvirah.
—Salió con la casa flotante el miércoles por la tarde y no ha vuelto desde entonces. La mujer con la que hablé dice que está loco. Hay bloques de hielo flotando río abajo. Nadie debería salir a navegar con este tiempo, y menos en una bañera vieja como esa.
Alvirah tocó el brazo de Regan, como para tranquilizarla, mientras Fred llamaba a la unidad portuaria.
Matt, que había estado ocupado sirviendo bebidas, regresó junto a ellos.
—Tengo una idea. Casi todos los presentes conocen a Petey, y muchos trabajan por aquí. Puede que sepan algo.
Se subió encima de la barra y silbó. La multitud lo ovacionó.
—Bebida gratis para todos —gritó alguien.
Matt agitó las manos.
—Ya os hemos dado la comida gratis. Ahora tengo que preguntaros algo importante: ¿alguien vio a Petey Commet por el barrio antes de que entrara aquí esta tarde?
Por favor, Dios, rogó Regan. Observó que la gente cambiaba miradas y negaba con la cabeza. Entonces alguien dijo:
—Yo vine directamente hacia aquí al salir del trabajo, y vi a Petey subiendo por el sendero que conduce al puerto deportivo Slocum.
—Ese puerto está cerrado en invierno —murmuró un parroquiano que estaba cerca de Regan—. ¿Qué iba a hacer allí?
Regan se volvió hacia él.
—¿Dónde está exactamente ese puerto? —preguntó.
—Salgan fuera y giren a la izquierda. Está unas pocas manzanas más abajo, a la derecha. Verán un cartel en el cruce.
Los tres salieron corriendo y subieron al coche de Fred. Este salió a toda velocidad del aparcamiento, patinando sobre el asfalto cubierto de nieve.
—Si están en un barco viejo con este tiempo… —Regan dejó la frase en el aire.
—¡Acaba de pasarse el cruce! —exclamó Alvirah.
Fred hizo un giro en U y tomó a toda velocidad el empinado y desierto camino que conducía al río. La nieve azotada por el viento hacía que la visibilidad fuese prácticamente nula. Pero las luces delanteras del coche penetraron la cortina de nieve, permitiéndoles ver que el puerto estaba vacío. No había ninguna embarcación a la vista.
Fred sacó una linterna de la guantera y se apeó de un salto. Seguido por Regan y Alvirah, pasó rápidamente junto a las oficinas del puerto. Desde algún punto a la izquierda podían oír unos golpes. Patinando sobre la resbaladiza nieve, torcieron en una esquina y echaron a correr. La potente luz de la linterna reveló una embarcación escorada que se sacudía y golpeaba violentamente contra el muelle donde estaba amarrada. Parecía a punto de hundirse.
—¡Ay, Dios mío! —gritó Regan—. ¡Están ahí! ¡Lo sé!
Ella y Fred corrieron por el muelle. Alvirah los seguía, jadeando. El cabo que sujetaba la embarcación al muelle empezaba a soltarse de la cornamusa. Fred lo sujetó y lo enrolló lo mejor que pudo.
—Alvirah, no deje que esto se suelte.
—¡Papá! —gritó Regan mientras daba un peligroso salto hacia el barco escorado—. ¡Rosita! —Comenzó a dar puntapiés contra la puerta cerrada con candado.
Al oír la voz de Regan, Luke y Rosita pensaron que estaban soñando. Estaban tratando de mantener las piernas fuera del agua helada que se arremolinaba en el suelo. El agujero por donde se filtraba se había ensanchado y ahora entraba a chorros.
—¡Regan! —gritó Luke.
—¡Deprisa! —exclamó Rosita.
—Ya vamos —anunció Fred, que estaba junto a Regan.
Entre los dos patearon la puerta repetidas veces. El panel de madera se astilló y finalmente se partió en dos. Tiraron de las tablas hasta que consiguieron hacer un hueco lo bastante grande para pasar.
Fred entró primero, alumbrando la oscura cabina con la linterna. Regan lo siguió, vadeando en el agua cada vez más profunda, y se horrorizó al ver a su padre y a Rosita encadenados a las paredes.
—Las llaves estaban en el suelo, debajo del fogón —dijo Luke con desesperación.
Fred y Regan se agacharon y comenzaron a tentar frenéticamente el suelo, bajo el agua helada que continuaba subiendo.
Por favor, por favor, rezó Regan. ¡Por favor! Cerca del frigorífico algo metálico rozó su mano pero desapareció enseguida.
—Las he tocado —dijo—. Por aquí.
Fred dirigió el haz de la linterna a la base del frigorífico.
—¡Ahí están! —exclamó Regan, lanzándose sobre ellas.
El agua le llegaba ya a las rodillas. Abrió el llavero y le dio una llave a Fred. Caminó hasta Luke y le cogió la muñeca. La llave no encajaba.
Fred se apartó de Rosita e hicieron el cambio.
Esta vez acertaron.
Al cabo de unos segundos, las cadenas pendían libremente de las paredes. Luke se apoyó en Regan y se puso de pie.
Rosita se levantó con la ayuda de Fred.
Los cuatro vadearon el agua Y salieron precipitadamente por la astillada puerta.
En el muelle Alvirah rezaba fervientemente y tiraba de un cabo que ya no podía aguantar la fuerza de la casa flotante. Cuando la embarcación golpeó violentamente contra el muelle por última vez, ella resistió. Haciendo acopio de la fuerza que había usado para mover pianos en sus tiempos de asistenta, Alvirah mantuvo firme la soga hasta que sus cuatro amigos estuvieron a salvo.
Luego, con una sonrisa de oreja a oreja, miró cómo Regan y su padre se abrazaban y cómo Fred rodeaba a Rosita entre sus brazos.
Sabía que estaba enamorado de ella, pensó Alvirah con alegría.
Siguiendo las instrucciones de los secuestradores, Austin Grady continuó por el carril este de Borden Avenue y giró a la izquierda en la calle Veintiséis.
—Luego pare y espere —le habían dicho.
Austin avanzó muy despacio por las heladas calles. Los limpiaparabrisas no daban abasto para retirar tanta nieve.
La calle Cincuenta y dos estaba oscura y desierta, flanqueada por viejos edificios de fábricas que llevaban años cerradas. El teléfono volvió a sonar.
—Recorra una manzana más, hasta la avenida Cincuenta y tres, vaya hasta el final de la calle y vuelva a parar. Deje la bolsa en la esquina.
Ya está, pensó Austin. Al final de la avenida paró, bajó la bolsa con el millón de dólares y la dejó en la acera. Volvió a subir al coche. El teléfono sonó otra vez.
—Ya está ahí —dijo Austin.
—Siga adelante. Gire a la izquierda y piérdase.
Jack estaba aparcado cuatro manzanas más allá. Su teléfono sonó. Era Regan. En voz entre temblorosa y exultante dijo:
—¡Los hemos encontrado! Vamos hacia casa.
Águila base informó por radio:
«Están recogiendo la bolsa».
Jack encendió el transmisor:
—Detengámoslos.
Chris y Bobby jugaban a las cartas con Willy en el cuarto de estar. Nora estaba sentada en silencio, contemplando el fuego. Paralizada de miedo y expectación, dio un respingo cuando sonó el teléfono que estaba junto a ella. Atendió, temiendo lo que podía llegar a oír.
—¿Qué tal está tu pierna? —preguntó Luke.
Por las mejillas de Nora cayeron lágrimas de alivio.
—Ay, Luke —murmuró.
—Vamos hacia allí. —La voz de Luke estaba ronca de emoción—. Nos veremos dentro de media hora.
Nora colgó el auricular. Chris y Bobby la miraban intrigados.
—Mamá vendrá enseguida —consiguió decir.
C. B. y Petey estaban sentados en el asiento trasero de un patrullero, ambos esposados.
—No ha sido todo culpa mía —protestó Petey—. Fue tu tío quien murió.
De repente, C. B. tuvo la incongruente idea de que quizá la cárcel fuera preferible a una vida junto a Petey en Brasil.
Jack Reilly bajó del patrullero en Tribeca, enfrente de su apartamento, y fue directamente a su coche. Las maletas y los regalos seguían a buen recaudo en el maletero. Estaré en casa en Navidad, pensó. Lo que acaba bien está bien, pensó.
En las nevadas y casi desiertas calles de Manhattan reanudó el viaje que había empezado hacía casi dos días. Se dirigió al este, hacia la FDR. De pronto, como por voluntad propia, el coche giró en redondo.
Fred y Rosita siguieron a Regan, Luke y Alvirah por el sendero particular. Los coches no se habían detenido aún cuando la puerta de la casa se abrió precipitadamente y dos niños salieron corriendo, sin abrigos ni zapatos.
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritaban mientras corrían, patinando por el camino.
Rosita dejó la manta con que la habían cubierto, bajó tambaleándose del coche y abrazó a los pequeños que había temido no volver a ver.
—Sabía que volverías para Navidad —murmuró Chris.
Bobby la miró con un súbito gesto de preocupación.
—Ya hemos decorado el árbol de Navidad, ¿te parece bien? Pero dejamos algunos adornos para que los cuelgues tú.
—Lo haremos juntos —respondió Rosita con alegría y volvió a abrazarlos.
Fred se había mantenido a una discreta distancia, pero ahora se acercó.
—¿A cuál de los dos he de llevar adentro?
Luke, Regan y Alvirah abrieron las portezuelas del coche.
—¿Cómo es que tu madre no ha corrido a mi encuentro? —preguntó Luke.
—Por cierto problema que tuvo con una alfombra que le envié.
Subieron por el sendero juntos.
Willy estaba en la puerta, esperando a Alvirah.
Cuando Luke entró en su casa, fue como si la viera por primera vez.
—Hogar, dulce hogar —dijo con fervor, y se dirigió rápidamente al cuarto de estar, donde lo esperaba Nora, con Alvirah pisándole los talones.
Willy la cogió por el brazo.
—Dales un minuto para estar solos, cariño.
—Tienes razón. Lo que pasa es que soy una romántica incorregible.
Cuarenta minutos después, tras tomar una ducha caliente y ponerse ropa seca, los cautivos y sus salvadores volvieron a reunirse en el cuarto de estar.
La comida que Nora había encargado en un restaurante local acababa de llegar. Regan, Alvirah y Willy empezaron a preparar la mesa para un bufé.
Había llamado Austin, orgulloso de haber contribuido a salvar la vida de su amigo.
—Pasaré mañana con la familia —dijo.
Con una copa de vino en la mano, Nora anunció:
—La semana que viene daremos una gran fiesta. Y pienso invitar a Alvin Luck.
—¿El tipo que te envió un regalo a mis espaldas? —preguntó Luke.
Rosita estaba sentada con Fred en el sofá, los niños a sus pies. Se volvió hacia él.
—¿Volverás a tiempo?
Él la miró y sonrió.
—¿Crees que después de lo de esta noche volvería a subirme a un barco? —Rosita sonrió de oreja a oreja cuando añadió—: No voy a ninguna parte, Cenicienta.
Sonó el timbre.
—Apuesto a que es Ernest Bumbles —dijo Alvirah jovialmente.
—¡Mandaré hacer una mención honorífica especialmente para él! —declaró Nora—. Y ponlo en la lista de invitados de la fiesta, Luke.
Regan caminó despacio hacia la puerta principal mientras las risas la seguían desde el cuarto de estar. Se sentía llena de gratitud, paz, cansancio y… En su corazón había algo más.
Abrió la puerta. El hombre que había conocido hacía sólo dos días, en la habitación de su madre en el hospital, le sonrió.
—¿Hay sitio para otro Reilly? —preguntó Jack.