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—¡Arriba todo el mundo! ¡Es hora de empezar nuestro día de un millón de dólares! —exclamó Petey mientras salía del dormitorio, enfundado en un pijama a rayas y con un cepillo de dientes en la mano. Encendió la luz de la cabina—. Esto es casi como un campamento, ¿no?

¿Por qué ese imbécil no nos deja dormir?, pensó Luke. La última vez que había mirado el reloj, la iluminada esfera marcaba las cuatro. Por fin había conseguido conciliar el sueño, y ahora lo desperta­ban a gritos sin razón alguna. Consultó su reloj de pulsera. Eran las siete y cuarto de la mañana.

Detectó los primeros síntomas de una jaqueca. Sus músculos estaban doloridos por el efecto com­binado de la humedad, el frío y la obligación de contorsionarse para caber en el estrecho y corto banco. La creciente turbulencia del río hacía que la embarcación golpease contra el muelle, aumentan­do su malestar general.

Una ducha caliente, pensó con nostalgia. Ropa limpia. Un cepillo de dientes. Los pequeños place­res de la vida.

Miró a Rosita, que se había incorporado y es­taba apoyada sobre un codo. La tensión se reflejaba claramente en su semblante. Sus oscuros ojos parecían enormes y contrastaban con la creciente palidez de su cara.

Pero cuando sus ojos se encontraron, consiguió esbozar una sonrisa y movió la cabeza hacia Petey.

—¿Su ayuda de cámara, señor Reilly?

Antes de que Luke pudiera contestar, sonó un fuerte golpe en la puerta.

—Soy yo, Petey —gritó C. B. con impacien­cia—. Abre.

Petey le abrió y cogió las bolsas de McDonald's que traía.

—Y aquí llega el mayordomo —anunció Rosi­ta en voz baja.

—¿Te acordaste de traerme un Egg McMuffin con salchicha? —preguntó Petey, ilusionado.

—Sí, tonto, me acordé. Vístete. No soporto verte así. ¿Quién crees que eres? ¿Hugh Hefner?

—Hugh Hefner tiene todas las tías que quiere —dijo Petey con admiración—. Cuando seamos millonarios, me compraré un pijama de seda como los de Hef.

—Si dejara las cosas en tus manos, nunca conseguiríamos ese millón —gruñó C.B. mientras encendía la radio. Miró a Luke—. En el camino hacia aquí escuché Imus in the Morning. Imus llamó al hospital. Su esposa saldrá al aire dentro de unos minutos.

C. B. giró el botón, buscando la emisora.

—Es aquí —dijo al fin.

—¿Dónde está el salteado de patata y cebolla? —preguntó Petey, mirando en el interior de las bolsas.

Luke no pudo contenerse más:

—¡Cierre el pico!

—Vale, vale —respondió Petey.

—Nora, lamentamos enterarnos de su accidente —dijo Imus en la radio—. Yo me caigo de un ca­ballo y usted tropieza con una alfombra. ¿Qué nos pasa?

Nora rió.

Luke se sorprendió de lo tranquila que parecía.

Sabía que se sentía tal como se sentiría él en la situación inversa, pero tenía que mantener las apariencias hasta que el problema se resolviese.

Comoquiera que se resuelva, pensó con tristeza.

—¿Qué tal está el empresario de pompas fúnebres? —preguntó Imus.

—¡Están hablando de usted! —exclamó Pe­tey—. ¿Puede creerlo?

—Estupendamente —respondió Nora con una risita.

—¡Navegando en un yate! —gritó Petey a la radio y se dio una palmada en la rodilla, riendo su propia broma, como de costumbre.

Ahora Imus le daba las gracias a Nora por los li­bros infantiles que le había enviado a su hijo menor.

—Le encanta que le leamos cuentos.

Con una pequeña punzada de nostalgia, Luke recordó que él y Nora solían leerle cuentos a la pequeña Regan. Cuando Nora se despidió de Imus, Luke tragó saliva para deshacer el nudo que se había formado en su garganta. ¿Volvería a oír esa voz?

—La señora Reilly también envió libros a mis hijos para Navidad —dijo Rosita con ternura—. Me contó que cuando Regan era pequeña, nada le gustaba tanto como que usted le leyera cuentos.

Regan tenía un libro favorito, pensó Luke. «Léelo otra vez, papá», decía mientras se subía a su regazo. Oh, Dios mío, se dijo al recordar cuál era el libro.

Su mente comenzó a trabajar a toda marcha. Sabía que C. B. había acordado que él y Rosita volverían a hablar con Regan esa tarde, antes de que ella pagara el rescate. ¿Tendría alguna posibi­lidad de darle una pista de su paradero? ¿Conseguiría comunicarle que desde el sitio donde estaban podían ver el puente George Washington y el pin­toresco faro rojo que había debajo?

El libro favorito de Regan cuando era niña tra­taba de esas dos construcciones célebres. Se titulaba El pequeño faro rojo y el gran puente gris.

—Adiós, Imus.

Nora colgó el auricular.

—Buen trabajo, mamá —dijo Regan.

Ambas habían pasado mala noche; Regan en una litera que habían enviado las enfermeras. En varias ocasiones había despertado y oído la respiración suave y regular de su madre, una señal de que dormía. Pero otras veces se había dado cuenta en el acto de que Nora estaba despierta, y enton­ces hablaban en murmullos entre las sombras de la habitación del hospital, hasta que el sueño vencía a una de las dos.

En cierto punto de la noche, Nora dijo:

—¿Sabes, Regan? Dicen que en el momento de la muerte toda tu vida pasa ante tus ojos. Tengo la sensación de que a mí me está pasando lo mismo, aunque en cámara lenta.

—Mamá —protestó Regan.

—Oh, no quiero decir que esté al borde de la muerte, pero supongo que cuando alguien a quien amas se encuentra en grave peligro, tu mente se convierte en un caleidoscopio de recuerdos. Hace unos instantes estaba pensando en el apartamento que teníamos tu padre y yo cuando nos casamos. Era diminuto, pero era nuestro y estábamos juntos. Él se iba a trabajar y yo me quedaba aporreando la máquina de escribir. A pesar de que las editoriales rechazaron mis manuscritos una y otra vez, él nun­ca dudó de que finalmente tendría éxito. ¡Y cómo lo celebramos cuando vendí mi primer cuento! —Hizo una pausa—. No puedo imaginar la vida sin él.

Regan, que había pasado la noche evocando sus propios recuerdos de su padre, tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para decir con voz queda:

—Pues no lo hagas.

A las seis de la mañana, se levantó, se duchó y se puso unos tejanos negros y un jersey que había cogido del piso antes de regresar al hospital.

La noche anterior, mientras ella y Alvirah volvían en coche de Nueva Jersey, había llamado a Jack Reilly y descubierto que encontraron la limusina en el aeropuerto Kennedy. Habían llevado el coche al garaje de la Academia de Policía, donde estaban registrándolo meticulosamente en busca de alguna pista sobre la identidad de los secuestradores.

Regan sabía por experiencia que dicho registro requería la realización de laboriosas pruebas y el empleo de rigurosos procedimientos. Cotejarían cualquier huella dactilar no identificada con los millones de huellas almacenadas en los ordenadores del FBI. Recogerán fibras y pelos para anali­zarlos. Ella había trabajado en muchos casos en los que un objeto minúsculo y aparentemente trivial había conducido a la solución del enigma.

Jack también le había informado de lo que revelaban los registros del peaje:

—Aunque, como ya sabe, no son datos necesariamente significativos. Es probable que hayan cambiado de coche.

Ahora Regan miró la bandeja con el desayuno de su madre, que estaba prácticamente intacto.

—¿Por qué al menos no bebes el té? —preguntó.

—La penicilina irlandesa —murmuró Nora, pero levantó la taza.

La noticia del accidente había desatado un aluvión de flores, enviadas por las amistades de los Reilly. Después de que llenaran la habitación con los primeros ramos, Nora pidió que distribuyeran el resto por el hospital.

Sonó un golpe en la puerta y una risueña voluntaria asomó la cabeza:

—¿Puedo pasar? —preguntó.

Llevaba una caja adornada con un gran lazo navideño.

—Por supuesto —dijo Nora con una sonrisa forzada.

—Primera entrega del día —anunció la mujer con simpatía—. Dejaron el paquete anoche, pero la recepcionista puso una nota diciendo que no debíamos entregarlo hasta esta mañana. Así que aquí está.

Nora tendió las manos para coger la caja.

—Muchas gracias.

—De nada —respondió la mujer, y se volvió hacia Regan—. Asegúrese de que su madre cuide su pierna.

—Lo haré.

Regan notó que había sido cortante, pero estaba ansiosa por mantener alejada de la habitación a toda persona cuya presencia no fuera necesaria. Si los secuestradores llamaban antes de la hora convenida, quería hablar libremente y grabar la conversación con el broche que le había dejado Alvirah.

Nora estaba desatando el lazo de la caja.

—Hasta luego —dijo la voluntaria, y salió dejando la puerta entornada.

Mientras la cerraba, Regan oyó la exclamación de asombro de su madre y se dio la vuelta.

—¡Mira esto! —exclamó Nora con voz cargada de pánico.

Regan corrió a su lado y observó el contenido del paquete. Entre los brazos de un oso de peluche marrón con gorro de lana había una fotografía de su padre, vestido con esmoquin y sonriendo alegremente. Pero fue la leyenda del vulgar marco rojo y verde la que hizo que un escalofrío le reco­rriese la espalda: «Estaré en casa en Navidad», decía en la parte superior, «…aunque sólo sea en sueños», concluía en la parte inferior.

Dentro de la caja había un sobre. Regan lo rasgó. En el interior de una de esas tarjetas que suelen enviarse a los enfermos, con la inscripción «que te mejores pronto», el remitente había escrito: «Nora, pensé que le gustaría tener una foto de su cariñito…». Estaba firmada: «Su mayor admirador».

—Déjame verla. —Nora le arrebató la nota de la mano—. ¡Nos están amenazando, Regan!

—Lo sé.

—Si algo sale mal y no reciben el dinero… —murmuró Nora.

Regan ya había empezado a marcar el número de teléfono de Jack Reilly.

Jack había pasado la noche en vela, dirigiendo la frenética actividad que desarrollaba su brigada en los casos importantes.

El laboratorio había recogido huellas en la limusina, y aunque aún quedaban muchas por cotejar con los ordenadores, hasta el momento no habían hallado ninguna coincidencia. Unas hebras de pelo sintético demostraban que uno de los secuestradores había usado un disfraz. La escasa longitud de los pelos sugería que se trataba de un bigote y no de una peluca. Aparte de eso, el único descubrimiento posiblemente significativo eran los minúsculos restos de pintura hallados en el suelo de la limusina, junto al pedal del freno.

Las sospechas comenzaban a centrarse en el ex marido de Rosita, Ramón González. Habían ha­blado con la policía de Bayonne y descubierto que esta lo conocía bien. Ramón era un jugador com­pulsivo, se rumoreaba que debía mucho dinero a los corredores de apuestas locales y hacía varios días que no era visto en los antros que solía frecuentar.

Un dato potencialmente importante era que Junior, su hermano menor y compañero de partidas, trabajaba ocasionalmente como pintor de brocha gorda. Compartían un apartamento en una ruinosa casa de dos viviendas. El casero, que también vivía en el edificio, declaró que no los había visto desde hacía un par de días y que estaban retrasados en el pago del alquiler.

Jack había avisado al FBI y ahora trabajaba con ellos. Además del helicóptero de la policía, que mantendría vigilado el coche de Regan, tenían preparado un avión del FBI para seguirle el rastro al localizador que colocarían en la bolsa del dinero.

La grabación de la llamada de los secuestradores había sido sometida a rigurosos exámenes técnicos. La voz de la persona que había exigido el rescate se oía con claridad, igual que las de Luke y Rosita. Sospechaban que el tono grave y casi casual del hombre que había llamado obedecía a un intento de falsear su voz. Habían detectado a otro individuo en el fondo, aunque sus palabras eran tan quedas que aún no habían logrado descifrarlas.

El análisis de los ruidos ambientales había dejado claro que Luke y Rosita estaban en un sitio re­lativamente pequeño y cercano a una masa de agua.

—Eso sí que reduce las posibilidades —había observado Gabe Klein—. Solo las tres cuartas partes del planeta están cubiertas de agua.

Ahora, salvo por la intensa búsqueda de los hermanos González, la investigación de la policía estaba en un punto muerto.

Pero la llamada de Regan cambio las cosas.

—Salgo hacia allí —dijo Jack.

Veinte minutos después, Jack estaba en la habitación de Nora.

—La caja tiene el logotipo de la tienda de regalos del vestíbulo —dijo Regan.

—En la foto no hay nada que me indique dónde fue tomada —informó Nora—. Luke y yo vamos a muchas fiestas de gala.

—Cuando nos dimos cuenta de lo que era, ya habíamos dejado nuestras huellas en el marco y en la tarjeta —dijo Regan.

—No se preocupen —las tranquilizó Jack—. Si hay más huellas, las encontraremos. ¿Saben a qué hora abre la tienda de abajo?

—Ya lo he preguntado —respondió Regan—. A las nueve.

—¿Por qué no baja y habla con ellos? —dijo Jack—. Trate de averiguar quien compró esto. Debemos tener cuidado. Es mejor que nadie se entere de que hay una investigación policial en marcha.

—Pensaba decirles que la persona que dejó el regalo olvidó firmar la tarjeta y que queríamos enviarle una nota de agradecimiento.

Jack asintió. Miró los ramos de flores que llena­ban la habitación.

—Se ha dado mucha publicidad a la noticia de su accidente, Nora. Naturalmente, cabe la posibi­lidad de que esto sea una mera coincidencia.

—Recibo muchas cartas de mis lectores —admitió Nora—. Pero ¿no cree que la leyenda del marco es una coincidencia demasiado grande?

—Quizá —reconoció Jack.

Regan lo miraba con atención.

—Es obvio que se inclina por la casualidad, Jack. ¿Por qué?

—Porque nuestro principal sospechoso es el ex marido de Rosita y, por lo que sé de los individuos de su calaña, esta es una estrategia demasiado sutil para él. Aunque, por otra parte… —Se encogió de hombros y miró el reloj—. Son casi las nueve, Regan. ¿Qué tal si bajamos y vemos qué podemos descubrir en la tienda? Luego llevaré el paquete al laboratorio.

Se volvió hacia Nora.

—Sé lo terrible que es esto para usted. Pero para nosotros podría significar un gran avance. Es posible que haya huellas que coincidan con las que encontramos en el coche. Si el marco no fue comprado en la tienda del vestíbulo, averiguaremos de dónde salió. Quizá en la tienda puedan darnos una descripción de la persona que compró el oso.

Nora estaba al borde de las lágrimas, pero asintió.

—Lo entiendo.

Jack se volvió hacia Regan.

—Vamos.

Entretanto, en el Upper West Side, a sólo un kilómetro y medio del hospital, Alvin Luck estaba in­clinado sobre su bol de gachas, todavía fantaseando con lo contenta que se pondría Nora Reilly al abrir su regalo, cosa que quizá estuviera haciendo en aquel mismo instante.

Había respetado la sensata decisión de no contarle a su madre que había comprado también un oso de peluche. Pero su sensatez tenía límites.

—¿Cómo que no firmaste la tarjeta? —protestó la mujer mientras se sentaba pesadamente frente a el—. ¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurrió hacer una cosa así? ¡Ella podría ayudarte a publicar! ¡Por el amor de Dios! ¡Su editor es Michael Korda!

—¿Mamá volverá pronto?

Fue la primera pregunta que hicieron Chris y Bobby a las siete y media, en cuanto abrieron los ojos.

Al menos han dormido bien, pensó Fred antes de responder:

—Llegará lo antes que pueda.

En un estante del armario de Rosita había encontrado sábanas, una manta y una almohada, así que había dormido en el sofá. Habría estado más cómodo en la cama de Rosita, pero no se atrevió a acostarse allí. Le parecía una invasión de la intimidad de la joven.

Sabía que existía una razón más profunda: todo lo que había en el dormitorio evocaba la presencia de Rosita y le producía inquietud.

Una fotografía donde aparecía sonriente, rodeando con los brazos los hombros de sus hijos, ocupaba el lugar preponderante sobre la pequeña cómoda. Un ligero aroma a perfume —el mismo que había usado la última vez que la había visto— emanaba del frasco que había sobre el tocador. Al abrir la puerta del armario para buscar las sábanas, lo primero que vio fue una bata blanca de seda y, asomando por debajo, un par de zapatillas de raso.

Cenicienta, había pensado con una punzada de angustia.

La noche anterior, antes de acostarse en el sofá, había llamado a Josh Gaspero, el amigo con quien debía encontrarse.

—No está en casa —murmuró al oír el contes­tador automático—. Normal. Habrá salido a tomar una copa con sus colegas.

Le había dejado una explicación concisa: «Me he retrasado debido a un caso especial. Trataré de reunirme contigo dentro de un par de días. Tengo el itinerario».

Ahora observó que Chris y Bobby habían entrado en el cuarto de baño y cogido los cepillos de dientes sin que nadie se lo ordenara. Sin embargo, cuando empezaron a lavarse la cara, salpicándosela apenas, Fred decidió echarles una mano.

—Como solía decirme mi madre, os laváis como si llevarais un jersey de cuello cisne —dijo, enjabonando un paño con agua templada y tomando el mando.

Mientras preparaba café, los niños se sirvieron zumo y cereales.

—Por favor, ¿podrías hacernos unas tostadas en el horno? —pregunto Chris—. La tostadora se rompió y tenemos prohibido encender el gas.

—Mamá se enfada mucho cuando jugamos cerca de la cocina —explicó Bobby.

—Tiene razón —dijo Fred.

Se preguntó si habrían encontrado algo significativo en la limusina. Ya debían de haberla examinado minuciosamente. Alvirah Meehan le había llamado la noche anterior para decirle que la habían encontrado.

—Regan me pidió que se lo dijera. Dice que lo mantendremos informado de cualquier novedad.

Cuando estaban terminando de desayunar, llamó el sargento Keith Waters, de la Brigada de Casos Prioritarios.

—El capitán Reilly me ordenó que lo llamase, Fred. Ya sé cuál es la situación allí. Ahora deje que le cuente lo que pasa aquí.

Comenzó con los resultados del examen de la limusina Y añadió que había centrado la investigación en Ramón González y su hermano.

—Los estamos buscando. Usted está en el lugar ideal. Queremos que registre el apartamento de Rosita y vea si hay algo que sugiera que su ex marido la estaba amenazando, o bien tratando de sacarle dinero. Preste especial atención a cualquier cosa que pueda indicarnos dónde se esconde. Ya conoce el oficio. Naturalmente, tenemos una orden de registro.

Fred notó que los niños escuchaban atentamente su conversación, tratando de adivinar con quién hablaba.

—Lo haré —respondió—. Y si ve a Rosita, dígale que los niños se están portando muy bien y que se alegran de que haya ido a ayudar a la señora Reilly.

—¡Pero dile que tiene que volver antes de Navidad! —gritó Bobby, desolado.

—Y pregúntale cuando vamos a decorar el árbol. —Hasta Chris parecía al borde de las lágrimas.

—¿Qué va a decirles? —preguntó Waters en voz baja.

—Claro, será un placer —respondió Fred con entusiasmo y se volvió hacia los niños—. Niños, mamá envía el recado de que estará muy cansada cuando vuelva a casa y que le gustaría mucho que decorásemos el árbol nosotros. —Vio la expresión dubitativa en la cara de los niños—. Soy un verdadero artista con las luces, Y llego hasta lo más alto del pino. Reservaremos vuestros adornos favo­ritos para que los coloque mamá cuando vuelva. ¿Qué os parece?

—Buena suerte —dijo Keith Waters antes de cortar la comunicación.

Willy roncaba escandalosamente en el dormitorio y la hermana Cordelia estaba profundamente dormida en el sofá del salón cuando Alvirah entró de puntillas en su piso, a medianoche.

Cordelia tenía un periódico debajo de las manos y las gafas apoyadas sobre la punta de la nariz. Alvirah le había quitado las gafas y el periódico y había apagado las luces del árbol y de la casa sin despertarla.

Ahora, mientras desayunaban, los tres envueltos cómodamente en sus batas, les contó lo que había ocurrido desde su llamada de la noche anterior, cuando le había pedido a Cordelia que se quedase con Willy.

—La entrega del rescate será a la seis de la tarde y yo quiero ir en uno de los coches camuflados que seguían a Regan —declaró Alvirah mientras untaba generosamente con mantequilla una magdalena.

Después de la misericordiosa extracción del implante dental, Willy prácticamente había recuperado la voz y el aspecto de siempre.

—Alvirah, cariño, me preocupa que vayas en uno de esos coches —empezó a protestar, pero luego cabeceó y se sirvió más café—. Es inútil —murmuró.

Cordelia, la mayor de las seis hermanas de Willy, había ingresado en su orden cincuenta y tres años antes, cuando contaba diecisiete. Ahora era madre superiora de un pequeño convento del Upper West Side de Manhattan, se dedicaba a atender a los necesitados de su parroquia junto con las cua­tro monjas que vivían con ella.

Entre sus múltiples actividades, dirigían un servicio de guardería que funcionaba después de las horas escolares. Dos años antes Alvirah había localizado a un niño desaparecido desde hacía tiempo, que había resultado ser un pequeño de siete años que asistía al centro.

Como cuñada de Alvirah durante más de cuarenta años, nada de lo que esta hiciera podía sorprenderla, ni siquiera que hubiese ganado cuarenta millones de dólares en la lotería.

Alvirah y Willy habían sido muy generosos con su nueva fortuna. Como decía Cordelia: «Siguen siendo las mismas personas sencillas. Willy todavía acude corriendo cada vez que alguna de nuestras familias necesita un fontanero. La única diferencia es que Alvirah ha dejado de limpiar casas para convertirse en una excelente detective aficionada».

Con su porte elegante y su aire de sensatez, Cordelia inspiraba a la vez confianza y deferencia. También tenía la virtud de ir siempre directamente al grano.

—¿Esas entregas suelen tener éxito? —preguntó.

—Más en la ficción que en la realidad —respondió Alvirah con un suspiro—. Y el problema es que si algo sale mal, a los secuestradores casi siempre les entra el pánico.

Cordelia cabeceó.

—Pondré a rezar a todo el mundo. Diré que se trata de una petición muy especial.

—Necesitaremos todas las oraciones posibles —dijo Alvirah con seriedad—. ¡Me siento tan im­potente!

—Gracias a ti tienen la voz de los secuestradores en una cinta, cariño. Podría ser de gran utilidad —le recordó Willy.

—¿Verdad que si? —exclamó Alvirah, más animada—. Anoche el detective me dio una copia de la cinta. Escuchémosla.

Se levantó, sacó la cinta de su bolso y abrió la vitrina de caoba para buscar el magnetófono, un aparato excepcional y muy sensible, otro regalo del jefe de redacción del Globe.

Había pasado muchas horas con la oreja pegada al altavoz, tratando de encontrar pistas en las in­numerables conversaciones que había grabado durante su incesante lucha por la justicia.

Willy apartó la cafetera, y ella puso el aparato entre el plato vacío del beicon y el bote de mermelada de frambuesa importada. Luego colocó la cinta.

—Cuando terminemos, me vestiré e iré al hospital. Le dije a Regan que pasaría por allí esta mañana. Será un día muy largo para ellas. No tienen nada que hacer, aparte de esperar a las seis de la tarde.

—Hoy me siento mejor, así que si necesitáis algo, podéis contar conmigo —ofreció Willy.

—Te llamaré desde el hospital —prometió Alvirah mientras pulsaba el botón de play.

El contenido de la cinta era deprimente. El entrecejo fruncido de Willy y el rictus de disgusto en la boca de Cordelia concordaban con la furia y la preocupación que sentía Alvirah.

—Han ido directamente al grano —observó Cordelia después—. Lo que más me rompe el corazón es oír a esa joven madre preocupada por sus hijos.

—Me gustaría echarle el guante a ese tipo —dijo Willy, golpeando inconscientemente el puño izquierdo contra la palma derecha.

Alvirah estaba rebobinando la cima.

—Quiero escucharla otra vez.

—¿Has descubierto algo, cariño? —preguntó Willy con esperanza.

—No estoy segura. —Escuchó la conversación dos veces más, con los ojos cerrados. Luego apagó el magnetófono—. Hay algo que me inquieta, pero no sé qué es exactamente.

—Ponla otra vez —sugirió Willy.

—No, no serviría de nada. Me vendrá a la cabeza más tarde. Siempre es igual —dijo. Frustrada, se levantó de la silla—. Sé que es algo importante, pero ¿qué?

Cuando Regan y Jack entraron en la tienda de regalos del hospital, la dependienta, una cuarentona cuidadosamente maquillada, estaba bostezando.

—Perdón —dijo—. Estoy agotada. Todo este rollo de las fiestas me saca de quicio.

—La entiendo —murmuró Regan, comprensiva.

—Al menos usted está aquí con un hombre apuesto. Yo no salgo con nadie que merezca la pena desde hace meses.

—Oh, nosotros no… —comenzó Regan, pero Jack le dio un codazo y sonrió a la dependienta, que lucía una tarjeta que decía: «Hola, me llamo Lucy».

—Me aconsejaron que buscase empleo en un hospital, donde supuestamente tendría ocasión de conocer a un montón de médicos. Así que conseguí que me contratasen aquí para ayudar durante el mes de diciembre. —Hizo una breve pausa, como si no pudiese creer lo que estaba a punto de reve­lar—. Ni un solo médico ha pisado esta tienda desde que empecé a trabajar, hace tres semanas. Todos pasan como bólidos por el vestíbulo, con sus batas blancas.

—Oh, vaya —murmuró Regan, sintiéndose como una tonta. Se aclaró la garganta—. Bueno, lamento molestarla, pero…

—Adelante —dijo Lucy con voz de resignación mientras levantaba el vaso de cartón con café—. Soy toda oídos.

—Necesitamos hablar con la persona que estaba atendiendo la tienda ayer por la tarde.

—La están viendo. ¿Por qué creen que estoy tan cansada?

Regan y Jack cambiaron una mirada. Qué golpe de suerte, pensaron.

Jack había puesto el oso de peluche dentro de una bolsa transparente que le habían dado en la sala de enfermeras. Regan la levantó.

—Creemos que este oso se compró aquí ayer por la tarde.

—Bingo.

—¿Recuerda haberlo vendido?

—Sí.

—¿Puede decirnos algo de la persona que lo compró?

—Por favor, no me tire de lengua. Lo dejo entrar cuando estoy cerrando, y el tipo tarda una eternidad en elegir un oso. —Lucy señaló la colección de osos expuestos en estantes—. ¿Ve alguna diferencia entre esos y el que tiene usted ahí? Yo no.

»Acto seguido el hombre metió la mano en una bolsa y sacó un paquete, que tenía ese marco dentro. Y yo aquí esperando, después de haberme pasado el día entero de pie, mientras él desenvolvía el paquete con muchísimo cuidado, como para asegurarse de que podría aprovechar el papel. Luego puso el marco entre los brazos del oso y me pidió que lo envolviese todo junto. Así que lo metí dentro de una caja y le puse un lazo. Finalmente el tipo sacó la cartera y se tomó todo el tiempo del mundo para extraer el cambio exacto de un compartimiento secreto. —Puso los ojos en blanco—. Les diré una cosa: cualquiera que lo conozca sabrá lo que es un tacaño.

—¿Pagó en efectivo? —preguntó Jack.

Lucy puso cara de angustia.

—¿No acabo de decírselo?

—¿Cómo lo describiría? —prosiguió Jack con voz súbitamente severa.

La mujer guardó silencio durante unos segundos.

—¿Qué pasa? No me digan que es el hermano desaparecido de Bill Gates.

Regan sonrió de mala gana.

—Dejó esto para mi madre, que está ingresada en el hospital, pero no firmó la tarjeta. Ella quiere enviarle una nota de agradecimiento.

—Es extraño —dijo Lucy, claramente perpleja—. ¡Parecía tan satisfecho de sí mismo! Ya sabe, mientras metía el marco entre los brazos del oso… Yo habría apostado a que había firmado la tarjeta.

—Quizá pueda adivinar quién es si me dice algo más sobre él —insistió Regan.

Lucy frunció la cara.

—No era gran cosa —respondió—. Tendría unos cincuenta años. Pelo castaño y más bien ralo, estatura media, algo canijo.

—Dijo que llevaba una bolsa —terció Jack—. ¿Se fijó de dónde era, por casualidad?

La mujer volvió a poner los ojos en blanco.

—Sí, yo entré en esos almacenes una vez. Me compré un conjunto que quedó hecho una ruina la primera vez que lo lavé.

—¿Qué almacenes son esos?

—Long's. ¿No han oído el anuncio? «Me muero por comprar en Long's».

—¿A qué hora cierran la tienda?

—Normalmente a las siete y media. Pero esta semana cerramos a las nueve. Hay que aprovechar la Navidad.

Convencidos de que no podrían sacarle nada más a Lucy, Regan y Jack cruzaron el vestíbulo hasta el mostrador de recepción. La amable empleada sabía quién había estado de turno la noche anterior.

—Vanessa es amiga mía. La llamaré.

Regan lamentó oír de boca de Vanessa otra descripción vaga del hombre que había dejado el pa­quete.

—¿Por casualidad dijo su nombre o mencionó que era amigo de mi madre?

—No dijo nada, salvo que no quería que la molestasen anoche.

Regan trató de mantener un tono despreocupado cuando dijo:

—Bueno, supongo que no podremos enviarle una nota de agradecimiento.

—Un regalo misterioso para una escritora de novelas de misterio —observó Vanessa con jovialidad—. Dígale que espero que se encuentre mejor.

Regan colgó el auricular.

—Me dio la misma descripción física. Por desgracia no añadió nada, Jack.

Se volvió hacia la empleada y le dio las gracias por su ayuda.

Mientras se alejaban del mostrador, Jack señaló las cámaras de seguridad que rodeaban el vestíbulo.

—Conseguiré las cintas de anoche —dijo en voz baja—. Teniendo en cuenta el tamaño de la caja que llevaba, lo distinguiremos enseguida.

—Hola a los dos. —El efusivo saludo de Alvirah era inconfundible. Antes de que pudieran responder, se fijó en el objeto que Regan tenía en la mano, frunció el entrecejo Y dijo—: Ha de haber una razón para que lleves eso en una bolsa de plástico.

—Subamos a la habitación de Nora —sugirió Jack—. Allí podremos hablar con mayor libertad.

Al cabo de cinco minutos, cuando entraron en la habitación, Nora estaba colgando el teléfono.

—He llamado a mi agente de bolsa. Han transferido un millón de dólares de nuestra cuenta de acciones al Chase Manhattan. De allí pasará al banco de la Reserva Federal. Dije que quería hacer una inversión en el extranjero. —Esbozó una sonrisa triste—. Ruego a Dios que sea el millón de dólares mejor invertido de nuestra vida.

Jack asintió.

—Haremos todo lo posible para que así sea.

Entre él y Regan le contaron a Alvirah lo poco que habían averiguado sobre el hombre que dejó el regalo.

—No parece tener ningún rasgo físico destacable. Pagó en efectivo. Por lo que nos han dicho, se tomó su tiempo, de manera que no estaba nervio­so. Y llevaba una bolsa de los almacenes Long's.

—¡Long's! —exclamo Alvirah—. Antes de ganar la lotería, yo «me moría por comprar en Long's». Es como todos los almacenes de saldos. Hay que revolver entre una tonelada de basura para encontrar algo que merezca la pena. Mucha gente se lo toma como un desafío. —Examinó el marco—. Vaya, ciertamente parece una oferta especial de Long's. ¿Quieres que lo investigue, Jack?

Jack sabía que Alvirah era una experta en sonsacar a la gente. Tenía una capacidad casi milagrosa para conseguir que los demás le abrieran su corazón. ¿Por qué no?, pensó. Más tarde, si lograban encontrar una imagen pasable en las películas de las cámaras de seguridad, enviaría a un miembro de su equipo a los almacenes, por si alguien podía identificar al individuo en cuestión.

—Yo creo que es una gran idea —dijo Nora.

Por un momento, Regan consideró la posibilidad de acompañarla, pero luego la descartó. Los almacenes estarían abarrotados de compradores de última hora. Si los secuestradores la llamaban al teléfono móvil, no podría oídos bien.

Pero había algo más. El semblante de su madre le decía que la necesitaba allí.

—Yo iré a buscar las películas de las cámaras de seguridad —dijo Jack.

—Y yo me voy a Long's —anunció Alvirah, contenta de poder hacer algo por fin.

C. B. y Petey habían estado muy ocupados durante toda la mañana. Después de desayunar habían salido de la casa flotante Y se habían dirigido al oeste, a una aislada y ruinosa granja de la carretera 80 donde el primo de Petey le permitía guardar su lancha fueraborda.

Mientras avanzaban traqueteando por el camino de tierra que conducía a la granja, C. B. protestó:

—¡Qué sitio más horrible!

Petey se ofendió.

—Es la casa de mi primo. Y gracias a él tengo un lugar donde guardar la lancha en la que recogeremos nuestro millón de dólares, don Remilgos. A caballo regalado, no le mires el dentado —sentenció.

—¿Estás seguro de que tu primo se ha ido?

—Es Navidad, ¿recuerdas? Todo el mundo se larga, incluso nosotros, ¿eh, C. B.? Hace unos días llevé a mi primo y a su mujer hasta la parada de autocares. Ahora están en casa de mi tío, en Tampa.

C. B. gruñó otra vez.

—No me hables de parientes.

—¿Echas de menos a tu tío? —preguntó Petey, riendo, y pisó el freno de su camioneta, llena de salpicaduras de pintura, delante de la puerta del granero.

C. B. no se molestó en responder. Si el tío Cuthbert hubiera hecho lo que debía, yo no tendría que aguantar a este cretino, pensó. Cuanto más se acercaba el momento de recoger el dinero, más miedo tenia de que algo se torciera.

Sabía que había tenido una idea genial al escoger el sitio para la entrega del rescate. El problema era que no se fiaba de que Petey llegara allí sano y salvo. Pero él le había asegurado que era capaz de navegar por las aguas que rodeaban Manhattan con los ojos cerrados… y C. B. suponía que esa era la forma en que lo hacía habitualmente.

Se bajaron del coche y Petey abrió la puerta del granero.

—¡Ta–taaaan! —exclamó mientras levantaba la vieja y raída lona que cubría una lancha decrepita, apoyada sobre el remolque con que la llevarían hasta el río.

C. B. estuvo a un tris de romper a llorar. Odió a su tío más que nunca.

—¿Quieres hacerme creer que ese trasto flota?

Petey había trepado por el remolque y saltado a la lancha.

—¡Si tuviera una vela, podría ganar la Copa América! —exclamó. Se quitó la gorra de pintor, su favorita, y la agitó en el aire—. ¡Barco a la vista, marineros!

—Bájate de ahí, Popeye.

Petey asintió y bajó.

—¡Esta preciosidad está como nueva! —fanfarroneó Petey—. Mi primo reconstruyó el motor después de que yo lo encontrara en un depósito de chatarra.

—Que es donde deberá estar. ¿Cuándo fue la última vez que esta bañera tocó el agua?

—Fui a pescar en octubre, aquel día que hizo buen tiempo —respondió Petey rascándose el cue­llo—. Veamos, ¿fue el día de la Raza, o el fin de se­mana siguiente?

—Apuesto a que era Halloween —dijo C. B.—. Enganchemos ese trasto a la camioneta y larguémonos de aquí. Hace un frío que pela.

Petey dio marcha atrás, asomando la cabeza por la ventanilla, y le pidió a C. B. que lo guiara.

—¿Cuánto sitio tengo, hermano? —gritó.

C. B. se encogió. Antes de que pudiera responder, Petey chocó contra un lateral del granero.

Después de varios intentos fallidos, engancharon el remolque a la camioneta y emprendieron el regreso, dando tumbos por el camino de tierra. Petey se sonó la nariz y se enjugó los ojos.

—Puede que no vuelva a ver este lugar.

—Deberías considerarte afortunado.

C. B. sacó una libreta y repasaron el plan para la tarde. Dejarían la lancha en una cala que conocía Petey y que estaba a unos setecientos metros al sur de la casa flotante. Abandonarían el remolque allí.

A las seis en punto, Petey subiría a la lancha y cruzaría el Hudson en dirección norte, pasando por Spuyten Duyvil y la parte septentrional de Manhattan hasta un punto del malecón cercano al muelle de la calle 127 Este. Allí dejaría el dinero Regan Reilly. Petey tardaría aproximadamente media hora en llegar.

C. B. estaría en la casa flotante, y a las seis en punto telefonearía por primera vez a Regan Reilly, permitiendo que hablase brevemente con su padre y con Rosita. Le ordenaría que empezara a dar vueltas por Central Park. Luego colgaría antes de que pudieran localizar la llamada.

Inmediatamente subiría al coche, cruzaría a toda velocidad el puente George Washington y bajaría por East Side Drive, llamando a Regan varias veces más para indicarle qué camino debía tomar en cada ocasión.

—Se llama «maniobra de distracción» —le ex­plicó a Petey—. En caso de que haya llamado a la policía, les resultara difícil seguirla desde lejos. Ellos supondrán que la tenemos vigilada.

La última instrucción que le daría a Regan sería que cruzara la Segunda Avenida a la altura de la ca­lle 127, que torciera por Marginal Street y se dirigiera al aislado muelle. Una vez allí, le ordenaría que dejase la bolsa junto al malecón y se marchara.

Entonces Petey treparía al malecón, cogería el dinero, saltaría a la lancha, y sin perder un minuto navegaría hasta la calle 111, donde C B. estaría esperándolo en el coche que habían alquilado dando un nombre falso.

Petey abandonaría la lancha, que, gracias a que nunca se había molestado en registrarla y a que el motor había sido comprado en un depósito de chatarra, era imposible de identificar.

Finalmente regresarían a la casa flotante y se entretendrían contando el dinero hasta la noche del día siguiente, cuando volarían a Brasil.

—Más vale que la tormenta que han anunciado no nos fastidie los planes —dijo C. B., preocupado—. Cuanto antes nos larguemos de aquí, mejor.

—¡Arriba, arriba! ¡Cha–cha–cha! —cantó Petey, tamborileando con los dedos sobre el volante.

C. B. llegó a la conclusión de que la mejor manera de aguantar a Petey era no hacerle caso. Sacó de su bolso una de las primeras novelas de Nora Regan Reilly y se concentró en el capítulo ocho, que estaba lleno de anotaciones suyas.

—Sólo quiero repasarlo una vez más —dijo, más para sí que para su cómplice.

El viernes por la mañana Austin Grady llegó al despacho temprano y de inmediato comenzó a examinar la voluminosa agenda que había sobre el escritorio de Luke.

Empezando por el presente, repasó las actividades de Luke día a día, retrocediendo hasta las anotaciones de hacía dos meses. No encontró absolutamente nada que le recordase que Luke le hubiera comentado algún problema.

Las citas para comer con Cuthbert Boniface Goodloe le arrancaron una sonrisa inconsciente y aliviaron por un momento la angustiosa tensión que lo embargaba. Ninguna novia en el mundo ha planeado su boda con la minuciosidad con que Goodloe planeó su funeral, pensó.

Ansioso por asegurarse de que la gente acudiría en masa a presentarle sus últimos respetos, Goodloe había dejado instrucciones muy precisas. Si moría en fin de semana, el velatorio no se celebraría hasta el lunes. Quería que durara dos días enteros y que el entierro tuviera lugar el jueves. Y había ocurrido exactamente así.

—Se necesita tiempo para avisar a todo el mundo y para que publiquen la esquela en los periódicos —había dicho.

Sabe Dios que esos floristas no tardaron en enterarse, pensó Austin. Y ahora no podemos quitárnoslos de encima.

Sonó el teléfono de su escritorio.

—Espero que no sea el tal Bumbles —murmuró.

Era Regan. Al oír su voz, Austin acarició brevemente la esperanza de que iba a decirle que Luke y Rosita ya estaban a salvo. Pero, naturalmente, no fue así.

Le contó lo que estaba haciendo.

—Seguiré investigando —prometió—. También haré algunas preguntas discretas por aquí, por si algún empleado tuvo un problema que no llegó a nuestros oídos.

—Gracias, Austin —dijo Regan en voz baja—. Vaya a saber quién está detrás de este asunto. La policía ha centrado la investigación en el ex marido de Rosita. Por lo visto tenía grandes deudas de juego con gente poco recomendable.

—Es un buen motivo para tratar de conseguir un millón de dólares por cualquier medio.

—Por supuesto, esto podría ser obra de alguien que ha odiado a mi padre durante los últimos diez años. —Su voz adquirió un dejo humorístico—. Ya sabes lo que dicen de nosotros, los irlandeses. Lo olvidamos todo menos los rencores.

—Si lo sabré yo, Regan —convino Austin pensando en su abuela: la mujer nunca había perdonado a su prima por «robarle la primicia» y casarse dos semanas antes que ella, que llevaba mucho tiempo planeando su boda.

La vieja se fue a la tumba sesenta años después, lamentándose todavía por lo sucedido, pensó. El hecho de que su prima hubiera tenido que soportar un matrimonio desastroso no había conseguido apaciguarla.

—¿Cómo está tu madre? —preguntó.

—Tirando. Me quedaré haciéndole compañía hasta última hora de la tarde.

Austin entendió lo que quería decir.

—Dale recuerdos. Y tú cuídate, Regan.

—Lo haré —respondió ella—. Hasta luego.

Austin no había terminado de colgar el auricular cuando el teléfono sonó otra vez. Atendió con la esperanza de oír la suave voz de Luke preguntando, como había preguntado al menos mil veces: «¿Qué tal van las cosas por ahí, Austin?».

—Austin Grady —dijo.

—¡Aquí Ernest Bumbles! —la voz sonó en el oído de Austin como el chirrido de una uña sobre una pizarra.

—Luke no está aquí —dijo con firmeza—. Y no sé cuándo vendrá.

—Seguiré insistiendo —anunció Ernest con tono jovial—. ¡Hasta luego!

Luke y Rosita se envolvieron como pudieron con las finas mantas. La pequeña estufa de gas propano no alcanzaba a disipar la humedad, que calaba los huesos, ni las corrientes de aire que circulaban por la embarcación.

—Si salimos de aquí, me iré a Puerto Rico con los niños y me quedaré una semana —dijo Rosita—. Es lo mínimo que necesitaré para entrar en calor.

Cuando salgamos de aquí, yo pagaré los billetes de los tres, en primera clase —prometió Luke.

Rosita soltó una risita irónica.

—Debería cuidar su dinero. Ahora tiene un millón menos en su cuenta corriente.

—Me debes la mitad.

—¡Qué cara! —esta vez rió con ganas—. Como dice C. B. hasta la saciedad, si no fuese porque usted presentó a las Flores a su querido tío, este no habría cambiado el testamento.

—No conseguía convencer a nadie de que asistiera a aquella cena —protestó Luke—. ¡Tenía que llenar tres mesas!

—¿Cree que el señor Grady atará cabos y pondrá a la policía tras la pista de C. B.? —preguntó Rosita.

Luke decidió ser sincero.

—No veo por qué. C. B. disimuló muy bien su ira durante el velatorio, aunque yo lo pillé metiendo hojas podridas dentro del ataúd poco después de que acabara.

—¿Bromea? ¿Se lo contó al señor Grady? —preguntó, esperanzada.

—Por desgracia, no —respondió Luke—. Sentí pena por él. En el transcurso de los años me he topado con personas comprensiblemente alteradas, que hacen cosas impropias de ellas ante la muerte de un familiar.

—Luego se presentó en el entierro y en la comida, y supongo que se habría comportado. Como usted no asistió, seguramente habrán deducido que ya habíamos desaparecido. Así que nadie re­lacionara a C. B. con el secuestro —concluyó Rosita.

Luke asintió.

—No hay razón para que lo hagan.

—Y supongo que tampoco pensarán en Petey —prosiguió Rosita—. Como de costumbre, señor Reilly, usted mantuvo la serenidad y no le montó un escándalo por el trabajo que hizo.

—No estaba sereno, créeme, pero era más sencillo pagarle y mandarlo a casa. Tienes que admitir que nos reímos mucho a su costa.

—Y que lo diga.

—Eso me recuerda algo, Rosita. Si hubieras aceptado la invitación de Petey, ahora no estaríamos aquí.

—Prefiero estar aquí.

Luke rió.

—Me veo obligado a darte la razón.

Guardaron silencio durante unos minutos y luego Rosita dijo:

—Me pregunto quién estará con mis hijos.

—Regan se asegurará de que los cuiden bien.

—Sí, lo sé —se apresuró a decir—. Pero estarán con alguien que no los conoce, y a Chris y a Bobby les cuesta adaptarse a una canguro nueva. —Hizo una pausa—. Estoy segura de que me echan de menos, pero también es probable que estén furiosos porque no he vuelto a casa. Han sufrido mucho durante el último año y medio, desde que su padre los abandonó.

—Cuando te reúnas con ellos, las cosas volverán a la normalidad mucho antes de lo que crees —la tranquilizó.

—Lo que me preocupa —dijo con un titubeo, como si temiera expresar su temor más profundo— es que resulta increíble que alguien como C. B., que parece tan incompetente, planeara y llevara a cabo un secuestro. No puedo evitar preguntarme qué otra cosa sería capaz de hacer si decidiera que no quiere dejar testigos.

Luke iba a decir algo, pero cambió de idea. No podía descartar la posibilidad de que hubiera micrófonos en la cabina. Quería contarle a Rosita que trataría de comunicarle a Regan que estaban cerca de los protagonistas de su libro infantil favorito, el que trataba de un puente y un faro. Sabía que era una idea descabellada, pero no tenía otra posibilidad.

Rosita estaba en lo cierto. Quizá C. B. fuera capaz de un último acto de venganza.

Alvirah pasó a toda prisa por delante de Macy's y dobló la esquina en dirección a Long's. El tráfico estaba tan congestionado que había bajado del taxi y cogido el metro hasta el centro. A pesar del frío, los compradores rezagados atestaban las calles. Por lo general le gustaba mirar escaparates, pero hoy era lo último que tenía en la cabeza.

Sabía que era casi imposible localizar al hombre que había comprado aquella birria de marco, pero aun así estaba decidida a intentarlo.

Entró por la puerta giratoria de Long's y luego miró alrededor, tratando de orientarse. Hace tiempo que no vengo por aquí, se dijo. La verdad sea dicha, no lo he echado de menos. Pero recordaba la distribución del local como si lo hubiese visitado el día anterior. Departamento de caballeros, primera planta, como en todos los almacenes. Los comerciantes saben que los hombres detestan ir de compras. Cuando al fin se consigue atraparlos en la tienda, más vale que las prendas se les echen encima.

Sin lugar a dudas, las baratijas como el marco estarían en la planta sótano. Había cola para bajar por la escalera mecánica. La mujer que estaba delante de Alvirah llevaba tres niños a remolque y parecía histérica.

—Tommy, te advertí que no le contaras a tus hermanos que Papá Noel no existe —murmuró al oído del mayor de los niños.

—¡Pero no existe! —protestó el niño—. Mamá, ¿quién va a tragarse que ese payaso de la planta de juguetes es Papá Noel?

—¡Es su ayudante!

—Oí que alguien lo llamaba Alvin.

—Da igual…—dijo la mujer mientras ayudaba a los pequeños a subir a la escalera.

Un niño precoz, pensó Alvirah con humor. Pero la visión de aquella madre con sus hijos le recordó a los dos niños de Nueva Jersey que esperaban el regreso de la suya.

Mientras bajaban al sótano, un gran cartel con la palabra «SALDOS» apareció ante su vista. La plan­ta baja estaba atestada, pero ¡el sótano era un manicomio! Las cajas de manoseadas tarjetas de Navidad estaban a mitad de precio. Sobre las mesas había montañas de luces para el árbol, espumillón y papel de regalo. Aquel marco procedía de allí, concluyo Alvirah al ver un expositor con una apabullante variedad de adornos navideños.

Durante sus años de cazadora de ofertas había adquirido la habilidad necesaria para abrirse paso entre las mesas de saldos sin enfurecer a los demás clientes. Hoy esa habilidad le vino de perlas. Al cabo de escasos segundos encontró una alta pila de cajas que contenían marcos, con una muestra de cada modelo en exposición. Se fijó en uno que, a primera vista, parecía idéntico al de Nora.

Emocionada, sorteó a una compradora más, cogió el marco y se puso las gafas para ver de cerca. En la parte superior había una inscripción en caracteres dorados: «Tócame las campanas».

—Tócatelas tú —murmuró Alvirah.

Pero cuando asió el marco que estaba al lado, sonrió de oreja a oreja. «Estaré en casa en Navidad… aunque sólo sea en sueños», decía. ¡Era ese!

Alvirah consiguió captar la atención del dependiente, un apuesto jovencito que no tendría más de dieciocho años.

—Me llevo este —dijo agitando el marco.

—Déjeme ver cuál es. —Extendió el brazo y se lo quitó de las manos—. Ah, nos quedan muchos de este modelo. Volvió a dejar la muestra en la estantería y cogió una caja de la pila más alta. «Fabricado en exclusiva para Long's», decía el sello de la caja.

Estupendo, pensó Alvirah. Eso despeja una incógnita.

—Me sorprende que aún quede alguno —dijo alegremente.

El muchacho se encogió de hombros.

—Los demás se vendieron como rosquillas. Pero este no.

—Puede que no los hayan tenido en exposición el tiempo suficiente —sugirió Alvirah.

—Yo tengo la impresión de que está aquí desde siempre. —Cogió el dinero y registró la venta.

Alvirah se desanimó. Es como buscar una aguja en un pajar, pensó.

—Tal vez pueda ayudarme —dijo rápidamente, consciente de que la mujer que estaba a su derecha comenzaba a impacientarse—. Anoche alguien dejó un marco como este para una amiga que está en el hospital. Ella se siente fatal porque no sabe quién se lo regaló. Por casualidad, ¿no recordara haber vendido uno igual ayer?

—¿Bromea, señora? ¿Sabe el trajín que tenemos desde el día de Acción de Gracias? Dentro de un par de minutos, tampoco me acordaré de su cara.

—Pondré mi foto en uno de estos marcos y se lo enviaré —repuso Alvirah.

—¿Todo bien? —preguntó un supervisor que pareció salir de detrás de un zócalo.

—Sólo conversaba con este joven encantador —respondió Alvirah con voz empalagosa—. ¡Ha sido muy servicial!

—¡Siga comprando en Long's! —canturreó el supervisor y se marchó a arbitrar conflictos en otra parte.

—Yo sólo trabajo aquí ocasionalmente —se apresuró a decir el dependiente, obviamente agradecido porque Alvirah no se había quejado de él—. La chica que atiende esta sección tiene el día libre. Volverá mañana por la mañana. Como es el último día para las compras de Navidad, abriremos a las nueve.

—¿Cómo se llama esa chica?

—Darlene.

—¿Darlene qué?

—Krinsky.

—¿Trabajó ayer?

—Todo el día.

—Gracias —dijo Alvirah. Le pasaría el dato a Jack Reilly. De momento, era lo mejor que podía hacer.

Mientras se alejaba, oyó que la mujer que había estado a su lado decía con voz estridente:

—Gracias a Dios que nos hemos librado de Sherlock Holmes.

Conforme se aproximaba la hora de la entrega del rescate, la tensión crecía entre los miembros de la Brigada de Casos Prioritarios, en One Police Pla­za. Todos los que trabajaban en el caso entraban y salían del despacho de Jack Reilly.

Había sido una jornada frustrante. Las huellas encontradas en la limusina no pertenecían a ningu­na persona fichada. Las películas de las cámaras de seguridad del hospital habían resultado prácticamente inútiles. El hombre que había dejado el regalo para Nora Reilly era un individuo de estatura media y hombros caídos. Al entrar en el hospital llevaba la bolsa entre los brazos, casi tapándose la cara con ella. Sólo su nuca era visible al franquear la puerta de la tienda de regalos, y al salir de allí, el gran lazo de la caja ocultó la mayor parte de su cara de las cámaras.

Alvirah había presentado ya el informe sobre su excursión a los almacenes Long's. En el departa­mento de personal de los almacenes les habían fa­cilitado la dirección y el número de teléfono de Darlene Krinsky, pero aún no la habían localizado. Faltando sólo dos días para Navidad, no me extra­ña, pensó Jack. Seguramente estaría haciendo com­pras o asistiendo a fiestas. Aunque tampoco tenía ilusiones de que una charla con ella los condujera a ninguna parte. Si aquel tipo no había usado una tarjeta de crédito para pagar el oso de peluche, difícilmente la habría usado para pagar un marco que costaba menos de diez dólares.

Pero la conversación con Alvirah había tenido consecuencias. Esa tarde ella viajaría en el asiento trasero de su coche. Jack no sabía como lo había convencido, pero, tal como había señalado ella, la única pista que tenían de los secuestradores era la cinta, una cinta grabada gracias a su rapidez mental. Era un hecho innegable.

A las tres de la tarde, todos los involucrados en la entrega del rescate se reunieron en el despacho de Jack Reilly. Jack y su íntimo amigo del FBI, Charlie Winslow, llevaron la voz cantante.

Repasaron escrupulosamente todos los aspectos del plan. Habría seis coches en la unidad de vigilan­cia que cubrirían a Regan mientras ésta seguía las instrucciones de los secuestradores. Se mantendrían en contacto mediante radios portátiles que operarían a una frecuencia exclusiva para el FBI.

Los técnicos encargados de controlar el teléfono de Regan transmitirían de inmediato las instruc­ciones de los secuestradores a la unidad móvil, a través de un circuito cerrado.

—Nuestros agentes ya han retirado el dinero del banco de la Reserva Federal —informó Wins­low—. Esta tarde nuestro avión seguirá la bolsa con el rescate hasta donde sea que lo lleven.

—Vosotros vigilaréis el edificio de los Reilly —dijo Jack señalando a los cinco detectives situa­dos a la derecha de la estancia—, por si los secuestradores intentan algo cuando ella salga del garaje. En cuanto haya salido, subiréis a los coches y os uniréis a la unidad móvil. ¿Algún comentario?

Dan Rodenburg, un curtido policía con trein­ta años de experiencia, se removió en su asiento.

—No me gusta la idea de que Regan Reilly vaya sola en el coche —dijo sin rodeos.

A mí tampoco, pensó Jack.

—Ya lo hemos discutido con ella hasta la saciedad. Se niega a poner en peligro dos vidas llevando a uno de nosotros escondido en su coche. Le ordenaron que no avisase a la policía. Regan sabe lo que hace; es una investigadora privada con licencia, y tiene mucho prestigio en California.

Charlie Winslow respondió a la expresión escéptica de Rodenburg:

—La hemos nombrado ayudante del FBI exclusivamente para esta misión —dijo—. Irá armada.

Jack prosiguió:

—Llevaremos el coche de Regan al garaje de la casa de sus padres a eso de las seis menos cuarto. Regan estará esperando allí. La bolsa con el dinero irá en el asiento delantero. Regan recorrerá la manzana que separa la casa de la Sexta Avenida y entrará en el parque a las seis en punto. —Hizo una pausa—. No considero necesario decir esto, pero lo haré. Cabe la posibilidad de que alguno de vosotros tenga ocasión de detener a quien vaya a recoger el dinero. No lo hagáis. La seguridad de Luke Reilly y de Rosita González está en juego. Quien acuda a recoger el rescate podría haber acordado que maten a los rehenes si él no regresa a determinada hora. Por desgracia, ha ocurrido otras veces.

Se puso de pie.

—Eso es todo —dijo—. Como sabéis, hay orden de busca y captura contra Ramón y Junior González. Todo apunta a que son los secuestradores.

Cuando todos se levantaban para marcharse, sonó el teléfono de la mesa de Jack. Se detuvieron, pues sabían que él había dado órdenes de que no le pasaran ninguna llamada a menos que estuviera relacionada con el caso.

Jack levantó el auricular.

—Reilly. —Escuchó—. ¿Los dos?… ¿Desde el martes?… ¿Habéis comprobado todas sus llamadas?… Conque han tenido suerte, ¿eh? —Cortó la comunicación y se dirigió a los demás—: Los hermanos González están en Las Vegas, recuperando el dinero que perdieron en Atlantic City. Lo que significa…

Charlie Winslow terminó la frase:

—Lo que significa que no tenemos ni la menor idea de quién está detrás de esto.

Fred se las había apañado para mantener a Chris y a Bobby entretenidos durante gran parte de la mañana, asignándoles la tarea de ordenar los adornos y desenredar el cable de las luces de Navidad. Su propia tarea le producía incomodidad. Sólo la imagen de una Rosita retenida contra su voluntad le animaba a seguir buscando cualquier cosa que pudiera contribuir a su rescate.

Estaba claro que su vida era un libro abierto. Los papeles del divorcio indicaban que la sentencia se había dictado casi un año antes. Otorgaba al padre el derecho de visitar a sus hijos cuando quisiera, cosa que por lo visto no hacía. Los extractos de cuenta del banco demostraban que Rosita mantenía la casa ella sola, y no había cartas que indicaran que se retrasaba en los pagos.

El informal interrogatorio al que había sometido a los niños, preguntándoles sobre sus actividades y los amigos de su madre, había resultado infructuoso.

Que él supiera, Rosita no mantenía relaciones sentimentales con nadie y tenía poco o ningún contacto con su ex marido. Esto confirmaba las sospechas de Fred de que Luke Reilly era el objetivo del secuestro, y de que Rosita simplemente había tenido la mala suerte de encontrarse con él en el momento menos oportuno.

A mediodía, fue con Chris y Bobby a su apartamento y recogió una muda de ropa. Después los llevó a Sports World, un centro recreativo, donde comieron y jugaron. Fred llevaba el teléfono móvil en el bolsillo de la camisa, y no lo dejó en ningún momento. Sabía que Keith Waters lo llamaría de inmediato si había alguna novedad o si alguien dejaba un mensaje en el contestador de Rosita.

Regresaron al apartamento a última hora de la tarde. El lugar parecía haber perdido su aire hogareño y acogedor. Notó que los ánimos de los niños comenzaban a decaer.

Un par de lágrimas se deslizaban por las mejillas de Bobby.

—Pensé que mamá ya habría vuelto.

Fred señaló las luces y los adornos de Navidad, ahora ordenados en montoncitos sobre el suelo.

—Venga, tenemos que decorar el árbol.

—Pero dejaremos algunos adornos para que los ponga mamá —le recordó Chris.

—Por supuesto. Eh, ¿vuestra madre escucha villancicos?

—Sí, claro. Le encantan los villancicos. Tenemos un montón de discos —informó Chris.

—Yo elijo el primero —dijo Bobby, corriendo hacia la cadena de música.

Mientras las alegres notas de Rodolfo el reno llenaban la habitación, sonó el teléfono. Chris corrió a atenderlo y luego, con el desencanto escrito en su cara, dijo:

—Es para ti, Fred.

Era Keith Waters, para decirle que los hermanos González ya no eran sospechosos. No es una gran sorpresa, pensó Fred mientras colgaba el auricular, pero sí una gran decepción. Como dice el refrán, más vale malo conocido que bueno por conocer. Aunque González hubiera estado desesperado por conseguir dinero, difícilmente habría matado a la madre de sus hijos.

¿Estarían Luke y Rosita en manos de unos sociópatas?

A las cuatro y media, Nora le dijo a Regan:

—Será mejor que te marches a casa. Es conveniente que salgas con mucho tiempo de antelación.

Regan notó el creciente nerviosismo de su madre.

—Ojalá no te quedaras sola —dijo.

—Me mantendré ocupada. —Abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó un rosario.

—Un paseo por las cuentas —bromeó Regan.

—Una maratón por las cuentas —corrigió su madre.

Regan se inclinó y la besó en la frente.

—Cuídate, Regan. —La voz de Nora se quebró. Incapaz de responder, Regan le dio un breve abrazo y se volvió hacia la puerta. La abrió, y tras un titubeo miró a su madre.

—¿Sabes, mamá? Hay otra manera de completar la frase «estaré en casa en Navidad».

—Sí, «cuenta conmigo» —dijo Nora.

—Exactamente.

Levantó el pulgar como señal de optimismo y cerró la puerta a su espalda.

Luke abrió los ojos como platos al ver a Petey salir del dormitorio.

—¡Dios santo! ¡No puedo creer lo que veo! —murmuró Rosita.

—¡A hacer surfing! —exclamó Petey, que se movía con dificultad debido al peso de su traje de neopreno.

—No me diga que la entrega será en una fiesta de disfraces.

Rosita asintió.

—Y él va de Jacques Cousteau.

—¡Cuidado con lo que dicen! —gruñó un nervioso C. B.—. Recuerden que nada me obliga a revelar su paradero.

—Eso no sería justo —dijo Petey, parpadeando. Movió el cuello y los hombros—. Este chisme es incomodísimo. Debería haberme comprado una talla menos.

Siempre conviene dejar sitio por si uno crece, pensó Luke.

—Déjate de cháchara y ponte las gafas y lo que sea que le falte a ese disfraz —ordenó C. B. mientras se ponía el abrigo y abría la puerta—. Es hora de salir de aquí.

—Eh, un momento —dijo Luke, temiendo que no le permitiesen volver a hablar con Regan—. Le dijo a mi hija que podría hablar con nosotros antes de la entrega. No crea que le dará el dinero si no cumple su parte del trato.

—No se preocupe —respondió Petey—. C. B. sólo va a llevarme en coche hasta la lancha.

—¡Vamos!

—Vale, vale, no atosigues. Tengo muchas cosas en la cabeza.

Se marcharon.

Pero no por mucho tiempo. Petey regresó al cabo de diez minutos.

—Me dejé la llave de la lancha —dijo, casi como disculpándose—. Como le he dicho a C. B., eso es lo que pasa cuando a uno le meten prisa.

A las cinco y media, Alvirah se puso un cómodo traje pantalón y unos zapatos con suela de goma, el atuendo más adecuado para su papel de pasajera en el coche de Reilly, que seguiría al de Regan hasta el punto de entrega del rescate. Prendió el broche con forma de sol en la solapa de la chaqueta.

—Encenderé la grabadora en cuanto suba al coche —anunció.

Willy, preocupado, observó la sensata elección de calzado.

—Cariño, si hay una persecución a pie, no participaras, ¿no? —preguntó con ansiedad.

—No, claro que no, Willy. No podría seguirles el ritmo. Pero si por cualquier motivo tenemos que bajar del coche, no quiero romperme el pescuezo. Está helando.

—Mientras me prometas permanecer al margen, pase lo que pase…

Recorrieron el pasillo hasta el salón, donde los esperaba Cordelia.

Unos veinte minutos antes más o menos, cuando Regan les llamó, Cordelia había hablado con ella en voz baja.

—¿Su madre sigue en el hospital? —había preguntado.

—Sí —contestó Regan—. Y me preocupa mucho, pero ella no ha querido contarle lo ocurrido a nadie, ni siquiera a los más íntimos. Tiene miedo de que la noticia llegue a la prensa.

—No debería estar sola —dijo Cordelia con firmeza—. Yo estoy dispuesta a hacerle compañía. Y estoy segura de que Willy, también.

Cinco minutos después, Regan volvió a llamar.

—Pensé que mi madre quería estar sola, pero dice que estará encantada de tenerlos aquí.

Ahora bajaron por el ascensor los tres juntos.

El portero paró un taxi para Willy y Cordelia y se volvió hacia Alvirah.

—Vendrá a recogerme un amigo —explicó ella.

Desde la puerta principal podía ver el garaje del edificio de los Reilly. A las seis menos siete minutos vio salir a Regan en el BMW verde.

—Que Dios te acompañe —murmuró Alvirah justo cuando el coche de Jack Reilly se detenía junto al bordillo. Cruzó la acera corriendo y subió al asiento trasero.

—Este es el detective Joe Azzolino, Alvirah —dijo Jack señalando al conductor y sin quitarle la vista de encima al BMW.

—Encantada, Joe —dijo Alvirah lacónicamente. No es momento para charlas intrascendentes, pensó.

La larga manzana que los separaba de la Sexta Avenida, aún conocida como la Avenida de las Américas por muchos neoyorquinos, estaba atestada de taxis y limusinas que recogían o dejaban pasajeros en los elegantes hoteles y restaurantes de Central Park South.

Siguieron el lento avance de Regan.

—La densidad del tráfico coincide exactamente con nuestras previsiones —dijo Jack con satisfacción—. Regan no tendrá que preocuparse de cuánto tarda en cruzar la intersección.

A las seis en punto, Regan torció a la izquierda y entró en Central Park.

Se oyó una voz por el canal del FBI.

—El teléfono móvil está sonando.

—¿Te ha quedado todo claro? —preguntó C. B. mientras avanzaban por el estrecho camino que conducía a la cala donde había amarrado la lancha de Petey y ocultado el remolque.

—¿Saben nadar los patos? ¿El Papa es católico? ¿Los osos…?

—No empieces —suplicó C. B.—. Repasemos el plan una vez más. Te meterás en ese trozo de madera infestada de termitas que llamas lancha. Controlarás el tiempo, y a las seis en punto encenderás el motor y te marcharás.

—¿Sincronizamos nuestros relojes, socio? C. B. lo fulminó con la mirada y prosiguió:

—Navegarás en esa tinaja por Spuyten Duyvil, bordeando el extremo norte de Manhattan hasta el río Harlem…

—Spuyten Duyvil es un nombre holandés —informó Petey—. Creo que significa «a pesar del Diablo». La corriente es terrible allí arriba. Sí, señor. Pero un viejo marinero como yo no tendrá problemas.

—¡Cierra el pico! ¡Cierra el pico! ¡Cierra el pico! Te he dado el móvil de Rosita para que lo uses…

—El del señor Reilly es mucho más nuevo. Podrías haberme dado ese. Pero no…

C.B. frenó tan violentamente que Petey se golpeó contra el parabrisas.

—Podría haber sufrido una conmoción cerebral —protestó.

—Sigamos. Te llamaré a eso de las siete menos cuarto. A esa hora ya habrás amarrado la lancha en el muelle de la calle 127, junto al malecón. Procura meterte en la cabeza que un teléfono móvil se puede localizar en menos de un minuto.

Petey emitió un silbido de admiración.

—Caray, sí que son rápidos. Es la tecnología moderna, ¿no, C. B.? Yo, personalmente, prefiero las cosas sencillas.

—Sabe Dios que lo has demostrado —gimió C. B.

A pesar de la congestión de tráfico en River Road, C. B. tardó menos de diez minutos en recorrer los setecientos metros que separaban la cala de la casa flotante. Cada vez que salía de la atestada carretera era consciente de que podía toparse casualmente con un patrullero, y que sus ocupantes sospecharían algo si veían un coche en una calle que conducía a un puerto deportivo cerrado durante el invierno.

Había sido Petey quien había tenido la idea de llevar la casa flotante que cuidaba en Lincoln Harbor, un puerto deportivo abierto todo el año, al aislado muelle de Edgewater.

Esa parte del plan había funcionado, reconoció C. B. a regañadientes mientras miraba con nerviosismo por el retrovisor. Giró, pero condujo a paso de tortuga hasta que se hubo cerciorado de que no lo seguía nadie. Luego aceleró y continuó hasta el aparcamiento. Una vez allí, bajó del coche y caminó por el muelle hacia la casa flotante. El viento arreciaba y la temperatura continuaba bajando. Según el último parte meteorológico que había oído por la radio, aún había esperanzas de que la tormenta se dirigiera al mar.

Me da igual adónde se dirija, siempre y cuando yo haya desaparecido ya con mi dinero, pensó.

El camino hasta la casa flotante estaba resbaladizo. La corriente empujaba la embarcación hacia el interior y luego la hacía chocar violentamente contra el muelle. ¿Quién quiere ser propietario de una cámara de tortura semejante?, se preguntó mientras intentaba que su poco ágil cuerpo saltara del embarcadero a la cubierta. Hubo un aterrador instante en que sus piernas se abrieron hasta el límite, una apoyada en el embarcadero y la otra en el barco, que tiraba de él hacia el mar.

—Hay que ser idiota para hacer esto voluntariamente todos los días —gimió C. B. cuando por fin consiguió poner los dos pies en la cubierta.

Pero la pesadilla está a punto de terminar, se prometió mientras abría la puerta de la cabina.

Diez minutos después, a las seis en punto, marcó el número del teléfono móvil de Regan. Cuando la joven respondió, C. B. ordenó con su ensayada voz gutural:

—Siga conduciendo hacia el norte. Su padre y Rosita están bien, De hecho, esta mañana escucharon a su madre en el programa de Imus… ¿No es cierto, Luke? —Le acercó el teléfono a la boca.

—Es verdad; escuché a mamá esta mañana, Regan. —Por favor, que entienda lo que quiero decirle, rezó Luke—. Hasta me vi a mí mismo leyéndote tu libro favorito de la infancia.

—¡Ya es suficiente! —exclamó C. B.—. Ahora Rosita.

—¿Quién está con mis hijos, Regan?

Antes de que esta pudiera contestar, C. B. apartó el teléfono.

—Dé vueltas alrededor del parque, Regan. Volveré a llamar.

Cortó la comunicación.

—Me largo —les dijo a Luke y a Rosita—. Deséenme suerte.

Su padre y Rosita seguían vivos. Los secuestradores iban a recoger el rescate. Hasta ahora Regan había tomado conciencia de cuánto temía que algo asustara a aquellos individuos y no volvieran a comunicarse con ella.

«Dé vueltas alrededor del parque», le había dicho. En el sinuoso camino del parque el tráfico estaba congestionado hasta la salida de la calle Setenta y dos, donde un constante reguero de automóviles desembocaba en la Quinta Avenida. Otros tantos giraban a la izquierda, en dirección al West Side. Unos pocos continuaban hacia el norte.

Mal asunto, pensó Regan. Con tan poco tráfico, se darán cuenta fácilmente de que me siguen. Cerca de la calle 110 el camino giraba hacia el oeste y luego regresaba hacia el sur. La persona que había llamado no le había puesto un tiempo límite para el paseo por el parque, pero tampoco le había ordenado que se diera prisa. Seguramente es lo bastante listo para saber que los polis pueden localizar un teléfono móvil si la comunicación dura aproximadamente un minuto, pensó. Por eso casi no dejó hablar a papá y a Rosita.

Papá escuchó a mamá en el programa de Imus. Hablaron de los libros infantiles que mamá envió a los hijos del locutor. ¿Pero por qué tocó papá el tema de las lecturas de mi infancia? Sin duda sabía que disponía de escasos segundos. Y mencionó mi libro favorito. ¿Cuál era? Ni yo me acuerdo.

En ese momento pasaba por delante de la salida de la calle Noventa y seis, en el West Side. La circulación se estaba haciendo más densa.

Anoche mamá me contó que no dejaba de pensar en sus primeros años de convivencia con papá. Habló del primer apartamento que tuvieron y del primer cuento que vendió. Es obvio que papá también está rememorando los viejos tiempos.

Regan parpadeó para contener las lágrimas que empezaban a anegar sus ojos.

Ahora pasaba delante de Tavern on the Green. El restaurante, siempre brillantemente iluminado, tenía un aire particularmente festivo gracias a las luces de Navidad. Solían comer allí en ocasiones especiales cuando ella era pequeña, después de que sus padres la llevaran a un tiovivo cercano al zoo de Central Park.

Estaba en el extremo sur del parque, en un camino paralelo a Central Park South. Casi había dado una vuelta completa.

El teléfono volvió a sonar.

—«Navegando, navegando, navegando por el prodigioso Maine» cantó Petey, que ahora llevaba gafas de natación, mientras conducía su lancha hacia el norte y pasaba por debajo del puente George Washington. Pero luego, cuando el húmedo aire heló sus desnudas mejillas, cambió la canción por otra que recordaba de una función del primer curso de básica—: «¡oh, que bonito es el frío del invierno…!».

¡Pum!

—¡Atención, iceberg a babor! —gritó mientras la lancha se sacudía. Y volvió a cambiar de canción—. «Mi corazón continuaaaará…». —Había visto Titanic tres veces. Si yo hubiera estado al timón de esa preciosidad, nos habríamos salvado, pensó.

Se sentía libre como un pájaro. Era como si tuviera todo el río para él, y avanzaba a un ritmo excelente. Dio un golpecito en un lateral de la embarcación.

—Te echaré de menos cuando esté en Brasil. Nos hemos divertido mucho juntos. Espero que los polis encuentren un buen hogar para ti.

Estaba casi en el extremo norte de Manhattan.

—Allá voy, Spuyten Duyvil, allá voy —gritó antes de entrar en el estrecho que conectaba el río Hudson con el Harlem—. Me siento como si estuviera dentro de una lavadora —murmuró mientras los remolinos de agua trataban de voltear su vieja embarcación.

—¡Lo he conseguido! —exclamó quince minutos después, amarrando el bote junto al malecón de la calle 127, donde quedaría perfectamente oculto bajo el puente Triborough.

¿Adónde va toda esta gente?, pensó con furia C. B. mientras aguardaba para pagar peaje en el Puente George Washington. Deberían estar en casa envolviendo los regalos. Claro que yo abriré el mío dentro de dos horas, se dijo. Esa idea lo animó.

Había escrito las instrucciones que iba a darle a Regan Reilly. Espero que te guste conducir en Zig–zag, pensó, porque eso es lo que harás hasta las siete de la tarde.

Miró su reloj. Eran las seis y veinte. Hora de volver a llamar a Regan, pero no lo haría hasta que estuviera a una distancia prudencial del puente. Quería asegurarse de que la conexión fuera buena.

En cuanto llegó a Harlern River Drive, sacó el teléfono móvil.

—Es hora de que contemple los bonitos árboles de Park Avenue, Regan —dijo cuando ella contestó.

—¿Qué crees que traman, Jack? —preguntó Joe Azzolino a su jefe cuando desde la base de escuchas, que estaba en el cuartel general, les transmitieron la nueva orden de los secuestradores.

El nombre en clave de la operación era «Águila».

—Lo más lógico sería pensar que uno de los secuestradores la sigue y trata de detectar nuestros coches —dijo Jack.

Entonces, ¿por qué tengo la corazonada de que guardan una carta bajo la manga?, se preguntó. No podrían localizar el teléfono móvil. Las dos llamadas habían sido demasiado cortas.

La siguiente se produjo a las seis y treinta y cinco. Regan recibió la orden de salir de Park Avenue, subir por la Tercera Avenida, girar por la calle 116 y esperar.

Jack habló por su radio:

—Águila uno a todas las unidades. No os acerquéis demasiado. Mantened una distancia prudencial, pero no la perdáis de vista.

Arrellanada en el asiento trasero, Alvirah había permanecido sorprendentemente callada, sobre todo porque trataba de dilucidar una idea que le preocupaba desde hacía media hora. Por fin lo consiguió y supo qué era lo que le había inquietado al oír la cinta por la mañana. Una de las primeras novelas de Nora Reilly trataba de un secuestro en Manhattan. En ella, la esposa de la víctima recibía instrucciones de subir por la Sexta Avenida desde Greenwich Village y entrar en Central Park South. Lo que me ha estado rondando por la cabeza es la coincidencia de la entrada de Central Park South, pensó.

Al llegar a la calle 116, Regan giró y aparcó en doble fila. Azzolino se detuvo en la calle 115 y ocupó una plaza de aparcamiento en la que estaba a punto de entrar otro conductor. Esperaron en silencio.

Conforme recordaba la trama del libro de Nora, Alvirah se dio cuenta de que en la novela el secuestrador había hecho que la mujer de la víctima pasara una y otra vez de East Side a West Side. Pero lo que en realidad se proponía era llevarla cada vez más al norte y aproximada al río Harlern, recordó Alvirah.

En la novela la mujer dejaba el rescate cerca del río. Y después, ¿qué?, se preguntó. Hacía tanto tiempo que la había leído que le costaba recordar los detalles. Frunció el entrecejo en un gesto de concentración. Piensa, piensa, se dijo. Pero primero debería decir al menos algo sobre la semejanza entre lo que ocurría en la novela de Nora y lo que está ocurriendo ahora.

—¿Tiene la policía alguna embarcación en Randall's Island? —preguntó.

—Sí, hay una patrullera apostada allí —respondió Jack sin volverse—. ¿Por qué?

—Bueno, Randall's Island está a un paso del puente Triborough. La patrullera tardaría apenas unos minutos en cruzar el río.

—Así es. —Su voz tenía un ligero dejo de impaciencia.

—Verás, en una novela de Nora que leí hace mucho tiempo, entregaban el rescate en…

En ese momento oyeron:

«Águila base a todas las unidades. Le han ordenado que continúe hacía el norte, en dirección a la Tercera Avenida».

—En el libro de Nora —prosiguió Alvirah— la mujer de la víctima iba hasta un puerto o un muelle y dejaba el dinero sobre un malecón. Alguien que estaba aguardando en un bote extendía el brazo y lo cogía.

Un camión de remolque había cruzado la intersección justo cuando cambiaba el semáforo y ahora estaba en mitad de la Tercera Avenida, paralizando el tráfico. Regan había pasado segundos antes de que se cruzara el camión, pero el coche de la policía había quedado bloqueado, y ya no la veían.

—Águila uno a todas las unidades —dijo Jack por la radio—, nos han cortado el camino. No la perdáis de vista.

—Jack…

—Ahora no, Alvirah, por favor.

El camión comenzó a avanzar lentamente. Azzolino pisó el acelerador. Aunque se habían saltado el semáforo, estaban a una manzana de Regan.

Ahora cruzaban la calle 123.

Alvirah estaba totalmente segura de lo que ocurriría a continuación. Me juego la cabeza a que le dirán que se meta en una calle solitaria paralela al muelle del río Harlem, pensó. Y luego le ordenarán que deje el dinero sobre el malecón.

—Jack, sé que piensas que estoy loca, pero tienes que escucharme —dijo—. Los secuestradores han leído las novelas de Nora y están siguiendo la trama de una de ellas. Tienes que enviar hombres de inmediato al puente de Triborough. Allí habrá una embarcación esperando el momento de recoger el dinero.

Lo que nos faltaba, pensó Joe Azzolino.

«Águila base a todas las unidades. Le han dicho que gire por la calle 127».

Marginal Street, pensó Alvirah. Allí la mandarán a continuación.

—Jack, escúchame. Tienen que patrullar al río, o los perderán.

—Alvirah, por amor de Dios…

«Águila base a todas las unidades. Le han dicho que gire hacia el este y salga a…».

—Marginal Street —dijo Alvirah al unísono.

Marginal Street no era exactamente una calle, sino un largo y desolado muelle. Regan avanzó despacio, sin saber dónde detenerse.

El teléfono volvió a sonar.

—Continúe hasta el puente de Triborough y deténgase allí. —La comunicación cortó otra vez.

Hecho un manojo de nervios, C. B. llamó a Petey.

—¡Llegará dentro de treinta segundos!

Petey emitió un pequeño chillido de alegría y luego bajó tanto la voz que esta pareció surgir de los dedos de sus pies:

—Preparado, socio. —Estaba orgulloso de sí mismo, pues incluso en ese momento de tensión se había acordado de distorsionar su voz.

Regan miró de un lado a otro, pero no vio a nadie cerca. Se detuvo al llegar al arco del puente. Sabía que por encima de su cabeza pasaban centenares de coches que entraban o salían de tres distritos municipales, pero el lugar parecía tan lejano a cualquier actividad que podría haber estado en otro planeta. Miró por las dos ventanillas y luego por el espejo retrovisor. La calle estaba tan desierta que la llegada de cualquier otro vehículo indicaría a los secuestradores que la habían seguido. No os acerquéis demasiado, Jack, pensó. Los asustaríais. Puedo arreglármelas sola.

Sonó el teléfono.

—Ya he llegado —dijo.

—Bájese del coche. Coja la bolsa y déjela sobre el malecón. Luego vuelva al coche, dé la vuelta y regrese muy despacio. Cuando el dinero esté en nuestras manos, sabrá el paradero de su padre y de Rosita. De lo contrario…

La línea quedó muerta.

Regan bajó, dio la vuelta al coche y abrió la puerta del acompañante. Jack le había dicho que la bolsa pesaba once kilos. La cogió por el asa, la cargó entre sus brazos y la llevó al malecón, al inclinarse para dejarla en el malecón, vio que había una lancha amarrada a unos pasos de allí.

Una lancha, pensó con angustia. ¡Recogerán el rescate en una lancha! La unidad móvil de la Brigada de Casos Prioritarios no serviría de nada.

Pero en la bolsa del dinero había un localizador y el avión la seguiría hasta su destino. Recemos para que sea el mismo sitio donde tienen a papá y a Rosita, se dijo.

Ardiendo en deseos de ver algo que más tarde sirviera para identificar a los secuestradores, Regan miró de refilón la lancha mientras se incorporaba. Lo único que consiguió distinguir fue que el ocupante de la embarcación llevaba un traje de neopreno.

Antes de llegar al coche, oyó una voz procedente de la lancha:

—Muchas gracias, Regan.

—Águila uno a todas las unidades. No os acerquéis al coche. Puede que usen una barca para recoger el rescate.

Vieron que el coche de Regan recorría unos doscientos metros por el muelle y se detenía.

«Le han dicho que salga del coche y que deje el dinero en el malecón», informó Águila base.

—Ponedme con la patrullera —ordenó Jack en el acto.

Después, mientras Alvirah escuchaba atentamente, dio las instrucciones necesarias al capitán con frases apremiantes y concisas:

—Siga a la lancha… nada de luces… no quiero detenciones…

—Jack, Regan está dando marcha atrás. Ya debe de haber dejado el dinero. —Azzolino señaló el BMW, que avanzaba lentamente hacia ellos.

Jack se apeó de un salto y abrió la portezuela del coche de Regan antes de que las ruedas dejaran de girar.

—Estaban en una embarcación. —No era una pregunta.

—Creo que sólo había una persona. Llevaba un traje de neopreno —dijo Regan, cabeceando—. No puedo creerlo. Ese bicho raro me llamó por mi nombre para darme las gracias. Fue estremecedor ¡Parecía un crío!

—Es un crío que ha leído los libros de su madre —observó Jack con voz tenebrosa.

Miró hacia el agua. Una patrullera con las luces apagadas bajaba por el río.

A estas alturas el tipo estará a una milla de aquí, amarrando la embarcación en cualquier sitio, pensó Jack. Nuestra única esperanza es el localizador que pusimos en la bolsa.

Debería haberle hecho caso a Alvirah.

Petey nunca había experimentado una emoción semejante. Le latía la cabeza, su cerebro vibraba, le zumbaban los oídos y le temblaban las manos.

¡Tenía un millón de dólares a sus pies! Un millón de dólares para que él y C. B. se dieran la gran vida. Ojalá pudieran volar a Brasil esa misma noche. Se merecía unas vacaciones. Copacabana, pensó. ¡Mujeres hermosas! Había oído que en las playas de por allí las mujeres tomaban el sol sin sujetador. ¡Yuju!

Debajo de los guantes se le estaban congelando los dedos. Los calentaría contando el dinero.

Había una fuerte corriente hacia el norte, pero pese a navegar en la dirección contraria no había tenido que reducir la velocidad. El embarcadero de la calle 111 estaba a escasos metros de allí. Igual que el paso de peatones que usaría para cruzar la FDR.

C. B. lo estaría esperando en el coche. Él subiría con el dinero y se marcharían.

Se acercó al embarcadero y amarró con presteza la lancha. Ahora viene la parte más peliaguda, pensó. Se incorporó, separó los pies y se preparó para levantar la bolsa y dejarla en el muelle. Se inclinó y la abrazó amorosamente. Una madre no habría cogido a su recién nacido con más ternura.

Era hora de irse. Cada vez que Dios cierra una puerta, abre una ventana, pensó Petey con tristeza, mirando su lancha por última vez. Sobrecogido, se inclinó para besar la proa. Cuando sus labios rozaron la salobre superficie, una furiosa ola empujó la embarcación. Petey sintió que perdía el equilibrio.

¡CATAPLÁN!

Cuando dio con la barriga en el agua, su preciosa carga voló de sus manos y cayó unos palmos más allá, fuera de su alcance. La turbulenta corriente la reclamó para sí y comenzó a empujarla hacia el norte.

Desesperado, Petey comenzó a nadar al mejor estilo perro en un frenético intento de alcanzar la bolsa, pero al cabo de unos segundos se dio por vencido. Un remolino lo chupaba hacia el fondo. Consiguió regresar a la lancha, a la que ya no sentía deseos de besar, y se aferró a ella para salvar su vida.

¿Qué voy a hacer?, ¿qué voy a hacer?, se preguntó con la mente trastornada.

Sólo podía hacer una cosa, pensó mientras trataba de recuperar el aliento. Subir al embarcadero, cruzar por el paso de peatones y encontrarse con C. B. Lo superará, se dijo una y otra vez. A fin de cuentas es sólo dinero, y yo podría haberme ahogado.

Al cabo de cinco minutos, un empapado Petey golpeaba la ventanilla del coche que había alquilado C. B.

—Tengo buenas noticias y malas noticias —comenzó.

—Has hecho todo lo que has podido —le aseguró Alvirah a Regan en el trayecto desde Marginal Street al hospital—. Y has dicho que el tipo de la lancha parecía amable y hasta te dio las gracias. Es una buena señal.

—Eso espero. Alvirah, no puedo creer que esa gente se inspirara en una de las novelas de mi madre, Hace tanto tiempo que la leí que la tenía completamente olvidada.

—Tú debías de ser una niña cuando se publicó.

Regan suspiró.

—Mamá ha escrito tantas novelas que ella misma ha olvidado los detalles de los argumentos de hace veinte años. Estoy tratando de recordar cómo terminaba esa.

Alvirah lo sabía. Nadie volvía a saber nada del secuestrado.

Salieron de FDR Drive en la calle Setenta y cinco y aparcaron en la Primera Avenida. Al entrar en el hospital, pasaron junto a la tienda de regalos del vestíbulo. Dentro, Lucy seguía en su puesto. Ella y Regan cambiaron una mirada y Lucy saludó con la mano.

—Todavía estoy aquí —gritó.

—Es la mujer a la que interrogaste esta mañana sobre el oso de peluche, ¿no? —preguntó Alvirah.

—Sí.

En el ascensor, Alvirah se dijo que pasaría a ver a Lucy a la salida. A veces ni uno mismo sabe cuánto sabe, pensó. A lo mejor puedo conseguir que se devane los sesos. Vale la pena intentarlo.

Regan abrió la puerta de la habitación. Nora, la hermana Cordelia y Willy las recibieron con expresión de incredulidad.

—¿Qué pasa? —preguntó Regan con los labios súbitamente secos—. ¿Hay alguna noticia de papá?

—Acaba de llamar Jack —respondió Nora—. No quería ocupar la línea de tu móvil. Piensa que es posible que recibas otra llamada muy pronto.

—¿Sobre el paradero de papá y Rosita? —preguntó Regan, aunque intuía la respuesta.

—No. —Nora hizo una pausa—. La policía portuaria acaba de sacar de East River la bolsa con el millón de dólares.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Regan.

La cara de Alvirah estaba cenicienta.

—Jack piensa que pueden haber ocurrido dos cosas: o bien se les cayó accidentalmente, lo que sería bueno, o sospecharon que dentro había un localizador y les entró el pánico. —Su voz se volvió aflautada—. Regan, si esos tipos nos dan una segunda oportunidad, en la bolsa no habrá nada más que dinero.

—Mamá, si pusimos el localizador fue con la esperanza de que nos condujera al sitio donde tienen a papá y a Rosita. Es la única razón, y tú lo sabes.

Todos lo sabían, pero Regan vio en las caras que la rodeaban el mismo miedo que sin duda reflejaba la suya. Tanto si había habido un accidente como si se habían desecho del dinero deliberadamente, ahora su padre y Rosita estaban en las garras de unos secuestradores muy descontentos.

—¿Dices que querías darle un beso de despedida a tu lancha? —chilló C. B. mientras conducía por la Primera Avenida—. ¿No podías haberlo hecho mientras esperabas a Regan Reilly? ¡Podrías habértela comido a besos!

—¿Te importaría subir la calefacción? Creo que he pillado un resfriado en el río. —Petey estornudó—. ¿Lo ves?

C. B. dio un puñetazo en el volante.

—Tuviste el millón de dólares en las manos y lo dejaste escapar.

—A lo hecho, pecho. ¿Qué sentido tiene quejarse ahora? —dijo Petey—. Podría haberme ahogado, ¿sabes? ¿No has pensado en eso?

—¿Y tú has pensado en que nos hemos quedado sin el dinero, en que tenemos dos rehenes, y…?

—Deberíamos haber hecho un fondo para pagar su comida. He tenido que gastarme más de seis pavos en…

—¡Un fondo para la comida! ¡Acabas de perder un millón de dólares! —A C. B. empezaba a dolerle la garganta de tanto gritar.

—Encontraremos la manera de recuperados —dijo Petey con optimismo.

—¿Cuál sugieres tú? —preguntó C. B., bajando la voz hasta un tono peligrosamente ronco.

—Buena pregunta.

—¿Crees que deberíamos llamar a Regan y contarle que eres un tonto del culo?

—No.

—¿Crees que debemos volar a Brasil con el dinero justo para pasar una semana de vacaciones?

—No.

—¿Crees que debemos liberar a Reilly y a Rosita y llevarlos a tomar una cerveza en Elsie's?

—No.

—¿Y qué sugieres entonces?

—Me cuesta pensar con este frío. —Petey se echó hacia atrás y cogió la bolsa de basura que estaba en el asiento trasero—. Dado que ya no necesitamos este chisme, lo usaré para calentarme. —Comenzó a rasgarla por las costuras.

—Había pensado en todo —gimió C. B.—. Sabía que conseguirían reunir el millón de dólares. Sabía que quizá llamarían a la policía. Sabía que con toda seguridad pondrían un localizador en la bolsa del dinero. He leído muchas novelas de misterio, ¿sabes?

—Leer es bueno —dijo Petey con tono de aprobación.

—Iba a sacar el dinero de la bolsa y meterlo en esa bolsa de basura, que ahora me gustaría usar para estrangularte. Y en estos momentos la bolsa debía estar en la calle 111, en lugar de flotando por East River.

Petey se removió en el asiento, haciendo crujir la bolsa.

—Un momento. ¿Piensas que llamaron a la policía?

—Desde luego. Siempre lo hacen.

—Eso me indigna. Les dijimos que no lo hicieran, ¿no? —protestó Petey—. Recuérdaselo a esa chica cuando vuelvas a hablar con ella.

C. B. lo fulminó con la mirada, pero de pronto entornó los ojos. La mejor defensa es un buen ataque, pensó, mientras una idea comenzaba a brotar en su mente.

Poco después de las ocho y media, Jack Reilly se reunió con Regan, Alvirah, Willy y Cordelia en la habitación de Nora.

—Tengo entendido que he sido de gran utilidad para los secuestradores de mi marido —dijo Nora.

—Eso parece —convino Jack—. Tengo información nueva, pero no tanta como me gustaría. Encontraron una lancha amarrada al embarcadero que da a la calle 111. Ya la han llevado al laboratorio. Estamos convencidos de que la abandonaron los secuestradores. Y es probable que fuera allí mismo donde el dinero cayó al agua.

—¿Cómo pueden saber eso? —preguntó la hermana Cordelia.

—Fue en ese punto donde los que seguían el dinero en el avión notaron que la bolsa había cambiado de dirección y se dirigía al norte.

—¿La lancha tiene alguna señal que la identifique? —preguntó Nora.

—Ninguna. Y es obvio que el motor ha sido reconstruido, lo que significa que no podremos determinar su procedencia. Esperamos encontrar huellas.

Hubo un momento de silencio. Todos sabían que el próximo movimiento dependía de los secuestradores.

La hermana Cordelia cogió la mano de Nora y le dio un apretón.

—Es hora de que la dejemos descansar. Seguiremos rezando.

—Me alegro de que vinieran —dijo Nora con sinceridad. Miró a Willy—. No puedo creer que haya conseguido hacerme reír.

Él sonrió.

—Me he reservado los mejores chistes para cuando se encuentre mejor.

Alvirah se volvió hacia Regan.

—Mantenme informada. Llama a cualquier hora. Pienso ponerme a estudiar las cintas.

Jack le había dado cintas con todas las llamadas de los secuestradores que había grabado Águila base.

—Puede que no sea muy ortodoxo, pero después de lo que pasó hoy, no me importa —había dicho—. Alvirah, le juro que la próxima vez que intente decirme algo, la escucharé atentamente.

El médico entró en la habitación justo cuando salían Alvirah, Willy y Cordelia. Era obvio que intuía que su paciente tenía un problema personal, pero no intentó sonsacarla.

—¿Qué tal va la pierna? —preguntó.

—No muy bien —admitió Nora, el cansancio claramente visible en sus ojos. De mala gana aceptó un analgésico.

Regan estaba segura de que su madre se dormiría si la dejaban sola.

—Mamá, voy a bajar a tomar un café. No tardaré. ¿Quieres que te traiga algo?

—No, pero también deberías comer algo.

Jack salió con Regan.

—¿Puedo acompañarla?

Una vez en la cafetería, Jack convenció a Regan de que comiese un bocadillo.

—Es evidente que le hemos fastidiado las fiestas —dijo Regan—. No puedo creer que mañana sea Nochebuena. Seguro que tenía planes.

—Mi familia seguirá en casa cuando llegue. Mis padres viven en Bedford, y allí se reunirá la tribu entera esta semana. Somos tantos que no creo que todavía hayan reparado en mi ausencia.

Regan sonrió.

—Como soy hija única, se nota mucho cuando no aparezco.

Jack rió.

—Se notaría aunque fueran diez hermanos.

Ese comentario habría desvelado a mi madre, pensó Regan con una sonrisa, hasta puede que me quite el sueño a mí.

Hablaron de lo que podrían hacer los secuestradores a continuación.

—Mi mayor temor es que no hagan nada —reconoció Regan.

—Recuerde que habló con su padre y con Rosita hace menos de tres horas —le recordó Jack.

—No puedo dejar de pensar en lo que dijo mi padre. Mencionó mi libro favorito de la infancia En su momento pensé que se había puesto nostálgico, igual que mi madre, que anoche estuvo rememorando sus primeros años de casada. —Cabeceó—. Pero ahora no estoy segura. Tengo la impresión de que intentaba decirme algo.

—¿Cuál era su libro favorito? —preguntó Jack.

—Que me cuelguen si lo recuerdo. —Inquieta, Regan tamborileó con los dedos sobre la mesa—. Puede que mi padre lo mencionara porque Imus y mamá hablaron de libros infantiles esta mañana.

—Es muy posible. Pero sabe tan bien como yo que los rehenes a menudo tratan de comunicar mensajes.

—¡Oh, ustedes otra vez! —la exclamación llegó desde el otro extremo de la cafetería.

Al volverse, vieron que Lucy, la dependienta de la tienda de regalos, se dirigía hacia ellos.

—No se cansan de verse, ¿eh? —Miró alrededor—. Siempre me doy una vuelta por aquí antes de volver a casa. Como de costumbre, no hay ningún doctor Kildares a la vista. —Se encogió de hombros—. Qué se le va a hacer. A propósito, su madre ha de ser una maniática de las cartas de agradecimiento. Una amiga suya pasó por la tienda hace un momento; quería saber algo más del tipo que compró el oso de peluche.

Regan y Jack se miraron.

—Alvirah —dijeron al unísono.

Willy y Cordelia estaban sentados en un sofá del vestíbulo cuando Alvirah salió de la tienda.

—Bueno, he averiguado algo —informó.

—¿Qué, cariño? —preguntó Willy.

—El tipo que dejó el oso con la foto de Luke Reilly llevaba una bolsa de Long's.

—Pero eso ya lo sabías.

—Sí, pero Lucy, que así se llama la dependienta, ha recordado algo más. En esa bolsa había una chaqueta roja, o alguna prenda roja.

—¿Y qué? —preguntó Cordelia.

—De acuerdo, no es gran cosa, pero algo es algo. —Alvirah suspiró—. Puede que ese dato le refresque la memoria a la dependienta de Long's' cuando hable con ella, mañana a primera hora.

Cordelia decidió volver al convento. Alvirah y Willy la dejaron en un taxi y luego pararon otro para ellos.

—Al 211 de Central Park South —dijo Willy. Aunque era tarde y la temperatura no cesaba de bajar, las calles estaban llenas de gente. Cuando el taxi llegó a la zona del hotel Plaza, Alvirah comentó con añoranza:

—¡Qué aspecto tan festivo tiene este sitio en Navidades! Como dice el villancico, «es época de ser felices». —Cabeceó, recordando la tristeza que había visto en los ojos de Nora.

Al llegar a casa, se puso su vieja bata favorita, preparó té y se sentó a la mesa del comedor. Acabaré el día como lo empecé, se dijo mientras encendía el magnetófono.

Escuchó todas las cintas en el orden en que habían sido grabadas. Primero la llamada original de los secuestradores, después la conversación de Fred Torres en la casa de Rosita. Puso esa casete dos veces, y siempre la detuvo en el mismo sitio.

—Tal vez no signifique nada, pero vale la pena preguntar —dijo en voz alta mientras apuntaba algo en un bloc.

Willy se reunió con ella justo cuando estaba escuchando las cintas con la voz del secuestrador dando instrucciones a Regan.

—¿Qué impresión te causa ese tipo? —preguntó Alvirah.

—Está falseando la voz —respondió Willy—. Es listo: corta la comunicación enseguida para que no localicen la llamada. Planeó la entrega del dinero con mucho cuidado.

—Fue lo bastante inteligente para darse cuenta de que la trama de la novela de Nora podía funcionar, y en cierto modo funcionó. Ahora escucha esto.

Puso la cinta en que Luke y Rosita hablaban con Regan mientras esta entraba en Central Park.

—¿Oyes algo especial? —le preguntó a Willy.

—La conexión no es tan clara como las posteriores.

—Exactamente. La recepción no es tan buena. Quizá se deba al sitio donde los tienen. En algunas zonas hay muchas interferencias, ¿sabes? —Alvirah volvió a poner la cinta—. ¿Qué te parece lo que dice Luke Reilly?

—Bueno, es obvio que el pobre hombre está rememorando su pasado. Yo también lo haría si me secuestraran. Y…

—¿Y qué?

—Parece poner énfasis en la palabra «vi». Es como si tratara de decirle algo.

—Es exactamente lo que estaba pensando yo. Willy miró el bloc de notas.

—¿Qué significa eso? —Señaló la anotación de Alvirah.

—Es algo que quiero discutir con Fred Torres mañana. Rosita le dijo que Luke Reilly siempre «mantenía la calma». Quiero averiguar si se refería a algún incidente en particular, en el que su jefe había necesitado «mantener la calma». —Miró su reloj de pulsera—. Ya son las once, y Regan no ha llamado. Eso significa que no ha tenido noticias de los secuestradores.

—A lo mejor están tratando de adivinar qué harán a continuación.

—Pues más vale que lo adivinen pronto. Lo que me preocupa es que cuanto más tiempo dure la desaparición de Luke Reilly, más probabilidades hay de que el secuestro se haga público. Sólo Dios sabe lo que pasaría si la prensa difundiese la noticia.

C. B. no trató de ocultarles la situación a Luke y a Rosita. Cuando él y Petey regresaron a la casa flotante, les contó exactamente lo que había ocurrido.

—Es tan inverosímil que no puede ser un cuento —dijo Rosita mirando con furia a Petey, que en ese momento entraba en el camarote para cambiarse de ropa.

—¿De verdad escogieron el lugar de la entrega inspirándose en una novela de mi mujer? —preguntó Luke con incredulidad.

—Casi funcionó —gritó Petey desde el dormitorio—. ¿Ha escrito otra historia de secuestros? Porque podríamos echarle un vistazo. —Asomó la cabeza por la puerta—. No podemos perder el vuelo de mañana. No quedan plazas en ningún avión.

—He leído todas las novelas de Nora Reilly —respondió C. B. con brusquedad—. No hay ninguna otra historia de secuestros.

Sí que la hay, pensó Luke. Había pensado en ella hacía pocas semanas, cuando había ido a hacer un trabajo en Queens y se había perdido al salir de Midtown Tunnel. Entonces se había encontrado en el mismo lugar donde se entregaba un rescate en uno de los primeros cuentos de misterio de Nora. Lo recordaba porque en aquel entonces Nora estaba embarazada de Regan, y como le habían ordenado que hiciera reposo, Luke había ido a investigar la ruta que ella había elegido para los secuestradores.

—¿Qué se proponen hacer ahora? —le preguntó a C. B.

—En algún momento llamaré a su hija y le diré que ya puede ir reuniendo otro millón de dólares. A menos que la poli haya encontrado ya la pasta en East River.

Su voz tenía un dejo de desesperación. Deben marcharse mañana, pensó Luke, y no pueden hacerlo sin el dinero.

—Si me deja hablar por teléfono otra vez, le diré a mi hija que lo consiga.

—Más le vale. Pero primero tengo que pensar en otro lugar para la recogida del rescate —gruñó C. B.

Merece la pena intentarlo, pensó Luke. A estas alturas Nora debe de haber caído en la cuenta de que el escenario que escogieron aparecía en una novela suya. Esta vez se acordará del cuento y lo mencionará a la policía, ¿no?

Tal vez fuese una locura. Una probabilidad entre un millón, si es que había alguna. Pero igual que cuando había intentado comunicarle a Regan que se encontraban cerca del puente George Washington y del faro, al menos sentiría que estaba haciendo algo para salvar su vida y la de Rosita.

—¿Sabe una cosa, C. B.? —comenzó con tono amistoso—. Hace un par de semanas tuve que ir a una residencia geriátrica de Queens a recoger el cuerpo de la abuela de un cliente. Al salir de Midtown Tunnel tomé Borden Avenue y me perdí. Tras recorrer unas pocas manzanas, me encontré en una zona totalmente desierta, justo debajo de la autopista de Long Island. Si yo planeara un secuestro, elegiría ese sitio para la entrega del rescate. Véalo personalmente y entenderá lo que quiero decir.

C. B. entornó los ojos.

—¿Por qué está siendo tan servicial?

—Porque quiero salir de aquí. Cuanto antes tengan el dinero, antes revelarán nuestro paradero.

—Ya me siento mejor —anunció Petey, saliendo del camarote vestido con un chándal—. No hay nada como la ropa seca. —Sacó una cerveza del pequeño frigorífico—. He oído lo que dijo, Reilly. Está claro que sabe usar el coco. Sé exactamente a qué se refiere. Yo también me perdí allí en una ocasión, en el camino a un trabajo. Aunque no iba a recoger un finado. —Se volvió hacia C. B.—. Es el sitio ideal. Estaremos cerca del aeropuerto. Se cabrean si no te presentas dos horas antes del vuelo. A veces hasta revenden el billete. Le pasó a un primo mío que…

—¡Petey! —gritó C. B.

—Eh, déjelo en paz —dijo Rosita—. Me encantaría oír el resto de la historia.

Luke notó que C. B. estaba dándole vueltas a su sugerencia.

De repente sacó del bolsillo la hoja donde había apuntado las instrucciones que le había dado a Regan. Dio la vuelta al papel.

—De acuerdo, Reilly, dispare. Petey y yo iremos a dar un paseo por allí esta noche y veremos si es tan listo como su mujer.

—¿Vamos a salir otra vez? ¿Con este frío? —protestó Petey.

Luke le dio las instrucciones a C. B. y luego dijo:

—Antes de marcharse, deberían llamar a mi hija y decirle que empiece a hacer gestiones para conseguir el dinero. Y también para tranquilizarla. Ha de estar muy preocupada.

—Deje que se preocupe.

Era casi medianoche cuando C. B. y Petey regresaron a la casa flotante. Rosita se había quedado dormida, pero Luke estaba muy despierto. Había repasado una y otra vez las pocas palabras que le permitirían decirle a Regan en la siguiente llamada.

Cuando C. B. encendió la luz, Rosita abrió los ojos y se sentó.

—¿Y bien? —preguntó Luke.

—No está mal —respondió C.B.—. Podría servir.

—¡Ese sitio acojona a cualquiera! —Exclamó Petey—. Le dije a C. B. que echara el seguro de las puertas del coche.

—Bueno, supongo que su hija ya estará lo suficientemente preocupada —dijo C. B.—. ¿Le parece que es demasiado tarde para llamarla?

—Lo dudo —respondió Luke.

Cuando sonó el teléfono, Regan estaba sentada junto a Nora, que dormía. Dios, que sean ellos, rezó con el corazón desbocado. Atendió.

—Diga —dijo en voz baja.

—¿Han recuperado la pasta?

Regan se puso en tensión.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir —respondió C. B. con furia—, que descubrimos un localizador en la bolsa del dinero. No vuelvan a hacerlo. Preparen otro millón o lo lamentarán. La llamaré mañana a las cuatro en punto de la tarde. Aquí está su papaíto.

—Regan, a estas alturas lo veo todo rojo. Haz lo que te dicen y sácanos de aquí.