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Regan Reilly suspiró por enésima vez mientras miraba a su madre, Nora, flamante paciente del hospital de cirugía especial de Manhattan.

—¡Pensar que yo compré esa maldita alfombra con la que tropezaste! —dijo.

—Sólo la compraste. Fui yo quien se enganchó el tacón en ella —murmuró con languidez la famosa escritora de novelas de misterio—. No tienes la culpa de que me pusiera esos ridículos zapatos con tacón de aguja.

—Os dejaré solas para que decidáis quién es la culpable de la fractura —declaró Luke Reilly, propietario de tres casas de pompas fúnebres, padre y esposo, mientras levantaba su largo y delgado cuerpo del bajo sillón situado junto a la cama—. Tengo que asistir a un entierro, ir al dentista y luego, puesto que nuestros planes navideños se han alterado, supongo que debería comprar un árbol de navidad. —Se inclinó y besó a su esposa—. Míralo de esta manera: no podrás contemplar el océano pacífico, pero tienes una buena vista de East River.

Él, Nora y la única hija de ambos, Regan, de treinta y un años, habían previsto pasar las vacaciones navideñas en Maui.

—Muy gracioso —replicó Nora—. ¿Hay alguna esperanza de que el árbol que compres no sea tu acostumbrado «especial Charlie Brown»?

—Eso es ofensivo —protestó Luke.

—Pero cierto. —Nora cambió de tema—. Pareces agotado, Luke. ¿No puedes faltar al entierro de Goodloe? Austin es perfectamente capaz de ocuparse de todo.

Austin Grady era la mano derecha de Luke. Había organizado centenares de funerales solo, pero el de hoy era diferente. El difunto, Cuthbert Boniface Goodloe, había legado la mayor parte de su fortuna a la Asociación Semilla, Planta y Flor del estado jardín de Nueva Jersey, su contrariado sobrino y tocayo, Cuthbert Boniface Dingle, conocido como C. B., estaba ostensiblemente resentido por la miserable herencia que le había quedado. La tarde anterior, terminado el velatorio, C. B. había regresado furtivamente junto al ataúd, donde Luke le descubrió metiendo plantas podridas en las mangas del elegante traje que el propio Goodloe había escogido como último atuendo.

Mientras Luke se acercaba por detrás, le había oído susurrar:

—¿Te gustan las plantas? pues aquí tienes plantas, viejo chocho, hipócrita. ¡Huélelas! ¡Disfruta de ellas hasta el día de la Resurrección!

Luke había retrocedido para no enfrentarse con C. B., que continuó soltando improperios al cuerpo de su poco generoso tío. No era la primera vez que Luke oía a un deudo reprochar al finado, pero el uso de follaje podrido constituía una novedad. Más tarde había retirado en silencio la ofensiva vegetación. Pero hoy quería vigilar personalmente a C. B. Además, no había tenido ocasión de mencionarle el incidente a Austin.

Luke pensó en la posibilidad de comentar con Nora la estrambótica conducta del sobrino, pero decidió no hacerlo.

—Goodloe estuvo planeando su funeral conmigo durante tres años —dijo en cambio—. Si no me presento, su fantasma me perseguirá.

—Sí, supongo que debes ir. —La voz de Nora sonaba soñolienta, y sus ojos comenzaban a cerrarse—. Regan, ¿por qué no le pides a papá que te lleve al piso? El último analgésico que me dieron me está dejando grogui.

—Prefiero quedarme hasta que venga la enfermera privada —respondió Regan—. Quiero asegurarme de que no te quedas sola.

—De acuerdo. Pero luego vete a casa y échate, sé que nunca duermes en los vuelos nocturnos.

Regan, que era investigadora privada y vivía en Los Ángeles, había estado empacando cuando su padre la había llamado.

—Tu madre está bien —empezó—. Pero ha tenido un accidente. Se rompió una pierna.

—¿Se rompió una pierna? —repitió Regan.

—Sí. Estábamos a punto de marcharnos a una cena de gala en el Plaza. Tu madre era una de las homenajeadas. Se estaba retrasando, yo fui a llamar el ascensor…

Una de las poco sutiles tácticas de papá para meterle prisa a mamá, pensó Regan.

—El ascensor llegó, pero ella no. Volví al piso y la encontré tendida en el suelo, con una pierna doblada en un ángulo extraño. Pero ya conoces a tu madre. Lo primero que preguntó fue si se había roto el vestido.

Típico de mamá, pensó Regan con afecto.

—No han visto una paciente mejor vestida en la sala de urgencias en toda la historia del hospital —concluyó Luke.

Regan había sacado la ropa para Hawai de la maleta y la había reemplazado por prendas de invierno, más apropiadas para el clima de Nueva York. Había pillado de milagro el último vuelo de Los Ángeles con destino al aeropuerto Kennedy y, una vez en Nueva York, se había entretenido apenas lo suficiente para dejar los bultos en el piso de sus padres, en central Park South.

En la puerta de la habitación, Luke se volvió y sonrió a las dos mujeres de su vida, muy parecidas en sus facciones clásicas, sus ojos azules y su piel clara, pero totalmente distintas en otros aspectos. De los irlandeses Reilly, Regan había heredado el cabello negro azabache, un legado de los españoles que se habían instalado en Irlanda después de que los británicos destruyeran su armada. Nora, sin embargo, tenía el pelo rubio y, con su metro sesenta y tres de estatura, era diez centímetros más baja que su hija. Luke medía un metro noventa y seis, de manera que era mucho más alto que ellas. Las canas cubrían ya casi por completo su negro cabello.

—Te veré aquí a eso de las siete, Regan —dijo—. Una vez que hayas animado a tu madre, saldremos a tomar una copa.

Reparó en la expresión de Nora y sonrió.

—Tú te creces con los impulsos asesinos, cariño, lo dicen todos los críticos. —Saludó con la mano—. Hasta la noche, chicas.

Era un compromiso que Luke no podría cumplir.

En el otro extremo de la ciudad, el piso 16B del 211 de Central Park South estaba siendo decorado para Navidad.

—«Engalana las salas con ramas de acebo» —cantó desafinando Alvirah Meehan mientras colocaba una pequeña corona alrededor de la enmarcada fotografía donde ella y Willy aparecían recibiendo un talón de cuarenta millones de dólares, el premio de lotería que les había cambiado la vida.

El retrato le recordó vívidamente una mágica tarde de hacía tres años, cuando ella estaba sentada en el pequeño salón del apartamento de Flushing, Queens, y Willy dormitaba en su viejo sillón. Alvirah se estaba remojando los pies en una palangana de agua tibia, tras una dura jornada de limpieza en la casa de la señora O'keefe, cuando llegó Willy, agotado después de reparar un caño que había salpicado con su herrumbroso líquido su ropa recién salida de la cercana tintorería Spot–Free. En ese momento el presentador de la tele comenzó a leer los números premiados en la lotería.

Ahora tengo un aspecto muy distinto, pensó Alvirah, asintiendo mientras examinaba la foto. Madame Judith había transformado el rojo de su chabacana melena, que durante años se había teñido ella misma, en un cobrizo dorado con suaves reflejos. Hacía tiempo que la baronesa Min Volt Schreiber, su elegante amiga, le había prohibido ponerse aquel traje pantalón de poliéster violeta. La prominente mandíbula era la misma, desde luego, un producto del diseño de Dios cuando la había creado, pero había conseguido pasar de la talla 46 a una más estilizada 44. No cabía duda: ahora aparentaba diez años menos y estaba mil veces más guapa que en los viejos tiempos.

Entonces tenía sesenta años y cualquiera me habría echado setenta. Ahora tengo sesenta y tres y no aparento ni un día más de cincuenta y nueve, se dijo con alegría. Aunque Willy, pensó mirando la foto, estaba apuesto y distinguido incluso vestido con aquel traje azul de saldo y aquella corbata diminuta. Con su nube de pelo blanco y sus vivarachos ojos azules, todo el mundo le encontraba un aire al difunto Tip O'neill, el legendario presidente de la Cámara de Representantes.

Pobre Willy, se dijo suspirando. Qué desgracia que se sintiese mal. Nadie debería tener dolor de muelas en Navidad. Pero el doctor Jay lo dejará como nuevo. Nuestro error fue ir a ver a aquel tipejo cuando el doctor Jay se trasladó a Nueva Jersey. Convenció a Willy de que se hiciera un implante, a pesar de que el último no había funcionado, y lo ha estado martirizando. Bueno, podría ser peor, recordó. Mira lo que le pasó a Nora Regan Reilly.

Había oído por la radio que la escritora de novelas de misterio, que casualmente era su autora favorita, se había roto una pierna la noche anterior en su piso del edificio de al lado. Se enganchó el tacón en los flecos de una alfombra, pensó Alvirah, algo parecido a lo que le pasó a la abuela. Pero la abuela no llevaba tacones. Había pisado un chicle en la calle, y cuando el borde de la alfombra se pegó a la suela de sus zapatillas ortopédicas, cayó de bruces.

—Hola cariño.

Willy había salido del dormitorio y caminaba por el pasillo. Tenía la parte derecha de la cara hinchada, y su expresión le indicó que el problemático implante seguía molestándole.

Alvirah sabía cómo animarlo.

—¿Sabes lo que me reconforta, Willy?

—Sea lo que sea, suéltalo ya.

—Saber que el doctor Jay te quitará ese implante y que esta noche te sentirás mejor. Quiero decir que tienes más suerte que Nora Reilly, ¿no? Ella tendrá que ir con muletas durante semanas.

Willy asintió y consiguió esbozar una sonrisa.

—Ay Alvirah, ¿es que nunca podré tener un dolor sin que me recuerdes lo afortunado que soy? Incluso si pillara la peste bubónica, tú te las ingeniarías para que sintiera compasión por otros.

Alvirah rió.

—Sí, supongo que lo intentaría —convino.

—Cuando pediste el coche, ¿tuviste en cuenta el tráfico que hay durante las fiestas? Nunca pensé que me preocuparía llegar tarde al dentista, pero hoy me preocupa.

—Claro que lo tuve en cuenta —le aseguró ella—. Llegaremos mucho antes de las tres. El doctor Jay te hará un hueco antes de atender al último paciente, hoy se marcha temprano debido al puente de Navidad.

Willy consultó su reloj de pulsera.

—No son más que las diez. Ojalá pudiera atenderme ahora mismo. ¿A qué hora vendrá el coche?

—A la una y media.

—Empezaré a prepararme.

Con un compasivo cabeceo, Alvirah observó cómo el hombre con el que estaba casada desde hacía cuarenta y tres años desaparecía en el dormitorio. Esta noche se sentirá mucho mejor, decidió. Le haré una rica sopa de verdura para la cena y veremos ¡Qué bello es vivir! Me alegro de que hayamos postergado el crucero hasta febrero. Será agradable pasar unas Navidades tranquilas y hogareñas.

Alvirah miró alrededor y olfateó el aire con placer. Me encanta el olor a pino, pensó. Y el árbol está precioso. Lo habían puesto justo en el centro de los ventanales que daban a Central Park. Las ramas estaban cargadas de adornos que habían acumulado en el transcurso de los años, algunos elegantes, otros maltrechos, todos atesorados. Alvirah se ajustó las grandes gafas redondas sobre el caballete de la nariz, fue hasta una mesa auxiliar y cogió la última caja de espumillón.

—Nunca hay demasiado espumillón en un árbol de Navidad —dijo.

Faltan tres días para Navidad, pensó Rosita González, de veintiséis años, mientras esperaba a Luke Reilly sentada al volante de una de las limusinas de Pompas Fúnebres Reilly, aparcada cerca de la entrada del hospital que daba a la calle Setenta y tres. Repasó mentalmente los regalos que habían comprado para sus hijos de cinco y seis años, Bobby y Chris. No he olvidado nada, se dijo.

Deseaba con toda su alma que pasaran unas Navidades felices. ¡En el último año y medio habían cambiado tantas cosas! El padre de los niños se había marchado —aunque no era una gran pérdida— y la achacosa madre de Rosita había regresado a Puerto Rico. Ahora los pequeños estaban muy apegados a Rosita, como si temieran que ella también fuese a desaparecer.

Mis chiquitines, pensó con ternura. La noche anterior habían elegido juntos el árbol de Navidad, que decorarían esta noche. Ella tenía libres los tres días siguientes, y el señor Reilly le había dado un generoso aguinaldo.

Rosita se miró en el retrovisor y enderezó la gorra sobre su cascada de rizos morenos. Fue un golpe de suerte conseguir entrar en la funeraria, pensó. Había empezado trabajando a tiempo parcial en la oficina, pero cuando Luke descubrió que tenía otro empleo como chófer de limusinas, le dijo: «Aquí tendrás todo el trabajo extra que quieras, Rosita». Ahora conducía con frecuencia en los entierros.

Oyó un golpe en la ventanilla del conductor. Rosita miró, esperando ver la cara de su simpático jefe. Sin embargo, se encontró cara a cara con un individuo que le resultaba familiar pero no consiguió identificar. Abrió la ventanilla y fue recompensada con una nube de humo de cigarrillo. Acercando la cabeza, el inesperado visitante se identificó con voz entrecortada:

—Hola, Rosie. Soy Petey, el pintor, ¿me recuerdas?

¿Cómo olvidarlo?, se preguntó Rosita. Vio mentalmente el brillante color verde amarillento con que había pintado la principal sala de velatorios de la funeraria Reilly en Summit, Nueva Jersey. Recordó la reacción de Luke cuando vio la obra.

—Rosita —dijo—, no sé si reír, llorar o vomitar.

—Yo vomitaría —fue el consejo de Rosita.

Naturalmente, no habían vuelto a solicitar los servicios de Petey el pintor en ninguna de las tres sucursales de la empresa.

Petey había añadido por su cuenta pintura amarilla a la verde musgo que había elegido Luke, aduciendo que el lugar necesitaba un toque de alegría.

—Los parientes de los muertos necesitan animarse —declaró—. Ese verde era deprimente. Tenía un poco de pintura amarilla en el coche, así que la añadí gratis.

Antes de salir le había pedido una cita a Rosita, que declinó rápidamente la invitación.

Ahora se preguntó si Petey aún tendría salpicaduras de pintura en el pelo. Lo miró, pero no pudo apreciarlo, una gorra con orejeras cubría su cabeza y parte de la estrecha y huesuda cara. Su larguirucho cuerpo estaba enfundado en un anorak azul marino. El cuello, vuelto hacia arriba, rozaba el rastrojo de barba cana que ensombrecía la barbilla.

—Claro que te recuerdo, Petey —dijo ella—. ¿Qué haces aquí?

El pintor desplazó el peso de su cuerpo de una pierna a la otra.

—Estás guapísima, Rosita. Es una pena que tu pasajero más importante no pueda deleitarse la vista con tu persona. —Naturalmente, se refería a que Rosita de vez en cuando conducía el coche fúnebre para los entierros.

—Muy gracioso, Petey, hasta la vista. —Comenzó a subir la ventanilla, pero la mano de Petey la detuvo.

—Eh, hace un frío que pela. ¿Puedo sentarme en el coche? Tengo que pedirte algo.

—El señor Reilly llegará en cualquier momento, Petey.

—Sólo será un minuto —explicó él.

A regañadientes, Rosita pulsó el botón que desbloqueaba todas las puertas. Suponía que Petey daría la vuelta al coche y se sentaría a su lado. En cambio, rápido como un rayo, abrió la portezuela trasera y se deslizó en el asiento.

Profundamente molesta por la intromisión, Rosita se volvió hacia la parte trasera de la limusina, cuyos cristales ahumados ocultaban del mundo exterior a cualquiera que estuviese sentado allí. Lo que vio la dejó sin aliento. Por un momento pensó que se trataba de una broma. Petey no podía estar empuñando una pistola, ¿no?

—Si haces lo que te digo, nadie saldrá herido —dijo Petey con tono tranquilizador—. Ahora limítate a mantener una expresión serena en tu bonita cara hasta que llegue el rey de los Finados.

Un cansado y preocupado Luke Reilly salió del ascensor y recorrió la escasa distancia que lo separaba de la puerta del hospital, sin prestar atención a los adornos navideños que decoraban el vestíbulo. Salió a la fría y nublada mañana y se alegró al ver la limusina esperándole al otro lado del aparcamiento.

Unos cuantos pasos largos lo llevaron hasta el coche. Dio un golpecito en la ventanilla del acompañante y un instante después abría la portezuela trasera. Entró y había cerrado ya cuando advirtió que no era el único ocupante del asiento trasero.

La infalible memoria de Luke para las caras y la visión de unas botas salpicadas de pintura le hicieron comprender que el hombre que le apuntaba con una pistola era nada más y nada menos que el idiota que había convertido su sala de velatorios en una pesadilla psicodélica.

—Por si no me recuerda, soy Petey, el pintor. Trabajé para usted el verano pasado. —Alzando la voz, ordenó—: Arranca Rosie. Tuerce a la derecha en la esquina y para. Tenemos que recoger a alguien.

—Le recuerdo —dijo Luke en voz baja—. Pero preferiría verle con una brocha en la mano. ¿A qué viene esto?

—Mi amigo se lo explicará cuando suba. Tiene un coche muy bonito y cómodo, señor. —Una vez más alzó la voz—: Rosie, no intentes jugarme una mala pasada, como encender alguna luz. No queremos llamar la atención de los polis.

Luke había pasado casi toda la noche en vela y su mente estaba confusa. Ahora se sentía alejado de la realidad, como si estuviera soñando, dormitando o viendo una película. Sin embargo, conservaba suficiente lucidez para notar que su inverosímil secuestrador no estaba acostumbrado a empuñar un arma, cosa que lo hacía doblemente peligroso. Sabía que no podía correr el riesgo de lanzarse sobre él para arrebatarle la pistola.

Rosie giró en la esquina. El coche no había terminado de pararse cuando la puerta del acompañante se abrió y subió otro hombre, Luke se quedó boquiabierto: el cómplice de Petey el pintor era C. B. Dingle, el descontento sobrino del difunto Cuthbert Boniface Goodloe.

Al igual que Petey, C. B. llevaba un gorro con orejeras que caía holgadamente sobre su calva, y una gruesa y anodina cazadora cubría su abultado abdomen. La redonda y pálida cara estaba ensombrecida a medias por un oscuro y poblado bigote que no había estado allí el día anterior, durante el velatorio. Con una mueca de dolor se arrancó el peludo accesorio y se dirigió a Luke:

—Gracias por la puntualidad —dijo cordialmente mientras se frotaba el labio superior—. No quiero llegar tarde al entierro de mi tío. Aunque mucho me temo que usted no podrá asistir, señor Reilly.

¿Adónde nos llevan?, se preguntó con angustia Rosita mientras, siguiendo las instrucciones de C. B., torcía por la calle Noventa y seis y continuaba hacia el norte, en dirección a la FDR Drive. Había visto a C. B. el día anterior, en el velatorio, y un par de veces antes, cuando éste había acompañado a la funeraria a su tío, quien cambiaba constantemente de planes sobre la ceremonia de su último adiós.

Por absurdo que fuera, esbozó una sonrisa al recordar que Cuthbert Boniface Goodloe había pasado por allí un mes antes, con objeto de comunicar a Luke que el Departamento de Sanidad había clausurado el restaurante que él había escogido para la recepción posterior a su entierro. Ella misma había llevado al señor Reilly, a Goodloe y a C. B. al Orchard Hill Inn, la alternativa que había sugerido el primero. Más tarde, el señor Reilly le contó que Goodloe había estudiado cuidadosamente la carta, eliminando los platos más caros del menú de sus futuros invitados.

Aquel día C. B. había estado lamiéndole el culo a su tío, como de costumbre, aunque era evidente que no le había servido de nada. El día anterior, el tanatorio se había llenado de atónitos pero agradecidos miembros de la Asociación Semilla, Planta y Flor del estado jardín de Nueva Jersey, un grupo más conocido como «las Flores» y cuyo empeño en ajardinar hasta el último rincón de Nueva Jersey acababa de recibir una muy necesitada inyección de un millón de dólares. Se rumoreaba que las últimas palabras de Goodloe a su sobrino habían sido: «¡Busca un empleo!».

¿Ha enloquecido C. B.?, se preguntó Rosita. ¿Será peligroso? ¿Y qué quiere de mí y del señor Reilly? A pesar de los guantes, tenía los dedos helados.

—Tira por el puente George Washington —ordenó C.B.

Al menos regresaban a Nueva Jersey, pensó. ¿Habría alguna esperanza de que C. B. les dejara marchar?

—Señor Dingle, quizá sepa que tengo dos niños pequeños que me necesitan —dijo con suavidad—. Tienen cinco y seis años; su padre no los mantiene ni los ha visto desde hace más de un año.

—Mi padre también era un cretino —gruñó C. B.—. Y no me llame señor Dingle. Detesto ese nombre.

—Es un apellido estúpido —convino Petey—. Pero tus nombres de pila son aún peores. Debes agradecer a Dios que existan las iniciales. Señor Reilly, ¿puede creer que la madre de C. B. lo crucificó con un nombre como Cuthbert Boniface en honor al marido de su hermana? Y después el viejo cabrón la diña y se lo deja todo a esos imbéciles de las Flores. Puede que a partir de ahora llamen así a alguna variedad de hiedra venenosa.

—¡Me he pasado toda la vida fingiendo que me gustaban esos ridículos nombres! —Exclamó C. B. con furia—. ¿Y cómo me recompensa? Con un consejo profesional tres segundos antes de estirar la pata.

—Lo lamento mucho, C. B. —dijo Luke con firmeza—. Pero nosotros no tenemos nada que ver con sus problemas. ¿Por qué estamos aquí? Mejor dicho, ¿por qué están ustedes en mi coche?

—Lamento discrepar… —empezó C. B.

—Me encanta esa expresión —interrumpió Petey—. Tiene mucha clase.

—Cierra el pico, Petey —le riñó C. B.—. Mi problema tiene mucho que ver con usted. Pero su esposa tendrá un millón de maneras de resolverlo. —Estaban en la mitad del puente George Washington—. Petey, indícale a Rosita dónde girar. Conoces el camino mejor que yo.

—Por la salida de Fort Lee —dijo Petey—. Vamos hacia el sur.

Quince minutos después, el coche entró en un estrecho camino que descendía hacia el río Hudson. Rosita estaba al borde de las lágrimas. Llegaron a una desierta zona de aparcamiento junto a la orilla, con vistas a los edificios de Manhattan. A la izquierda podían ver el grisáceo arco del puente George Washington. El intenso tráfico de vehículos en las dos direcciones, propio de esas fechas señaladas, no hizo más que aumentar la sensación de aislamiento de Rosita. La asaltó el súbito temor de que C. B. y Petey fueran a dispararles y arrojarlos al río.

—Bajen —ordenó C. B.—. Recuerden que los dos tenemos un arma y que sabemos usarla.

Petey apuntó a la cabeza de Luke mientras éste y Rosita abandonaban de mala gana el familiar ambiente del coche. Giró rápidamente el revólver sobre un dedo.

—He estado viendo reposiciones de El hombre del rifle —explicó—. Me estoy convirtiendo en un experto en giros de pistola.

Luke se estremeció.

—Yo les acompañaré —dijo C. B.—. Tenemos que darnos prisa. Debo asistir a un entierro.

Los obligaron a caminar por la costa a través de un puerto deportivo abandonado, hasta una ruinosa casa flotante con las ventanas entabladas, anclada al final de un estrecho muelle. La embarcación se balanceaba, azotada por las turbulentas aguas del río. A Luke le pareció que el viejo casco estaba peligrosamente hundido.

—Miren el hielo que empieza a formarse ahí fuera. No pensarán meternos aquí con este tiempo —protestó.

—En verano es muy agradable —se jactó Petey—. El propietario la ha dejado a mi cargo. Ha ido a pasar el invierno en Arizona. La artritis lo lleva a maltraer.

—No estamos en julio —gruñó Luke.

—A veces hay mal tiempo incluso en julio —replicó Petey—. Una vez se desató una tormenta terrible y…

—Corta el rollo, Petey —dijo C. B. con brusquedad—. Ya te he dicho que hablas demasiado.

—Tú también lo harías si tuvieras que pasarte doce horas solo, pintando. Cuando estoy con gente me gusta charlar.

C. B. asintió.

—Me vuelve loco —masculló—. Tenga cuidado al entrar en el barco —le dijo a Rosita—. No me gustaría que resbalara.

—No pueden hacernos esto. Tengo que ir a casa con mis hijos —sollozó Rosita.

Luke notó un dejo histérico en la voz de su empleada. La pobre está muerta de miedo, pensó. Es unos años más joven que Regan y está sola a cargo de dos niños.

—¡Ayúdela! —gruñó.

Petey usó la mano libre para sujetar el brazo de Rosita, que descendió temerosamente a la cubierta de la tambaleante embarcación.

—Ejerce una gran influencia en la gente, señor Reilly —elogió C. B.—. Esperemos que tenga el mismo éxito durante las próximas veinticuatro horas.

Petey abrió la puerta de la cabina, y el fresco aire del exterior se impregnó de olor a humedad y moho.

—¡Puaj! —exclamó Petey—. Nunca me acostumbro a esa peste.

—Muévete, Petey —ordenó C. B.—. Te dije que compraras un ambientador.

—¡Qué detalle! —dijo Rosita con sarcasmo mientras seguía a Petey hacía el interior.

Luke echó un vistazo a los edificios de Manhattan y luego miró río arriba, hacia el Puente George Washington, fijándose en el pequeño faro pintado de rojo que había debajo. Me pregunto si volveré a ver estas cosas, se dijo mientras C. B. le clavaba el cañón de la pistola en el costado.

—Entre, Reilly. No es momento de admirar el paisaje.

Petey encendió la tenue luz mientras C. B. cerraba la puerta.

A un lado de la pequeña y miserable pieza había una zona dedicada a comedor: una mesa de formica, un banco con un agrietado tapizado de polipiel y un sofá a juego. Los muebles estaban clavados al suelo. Junto a la mesa había un frigorífico pequeño, un fregadero y una mesa. Luke supuso que las dos puertas de la izquierda conducían a un dormitorio y lo que quiera qué hiciese las veces de aseo.

—¡Ay, no! —exclamó Rosita.

Luke siguió su mirada y observó con horror que había dos juegos de cadenas sujetos a las paredes de la zona de comedor. Tenían esposas y grilletes, como los que se usan para inmovilizar a los acusados en los tribunales. Uno estaba junto al baño; el otro, junto al sofá.

—Tú siéntate aquí —le dijo Petey a Rosita—. Cúbreme mientras la esposo, C. B.

—Estoy cubriendo a todo el mundo —repuso C. B. con firmeza—. Usted se sentará aquí, Reilly. Si estuviera solo, trataría de arrebatarle la pistola, pensó Luke con furia, pero no puedo poner en peligro a Rosita. Un instante después estaba sentado en el banco, encadenado frente a su empleada, que ocupaba el sofá.

—Debería haberles preguntado si querían ir al lavabo, pero ahora tendrán que esperar —dijo C. B. con tono jovial—. No quiero llegar tarde al entierro de mi tío. Al fin y al cabo soy el deudo principal. Y Petey tiene que deshacerse del coche. Cuando volvamos, Petey les traerá el almuerzo. Yo no pasaré hambre. Mi tío me dejó pagada la comida de hoy ¿recuerda, Reilly?

C. B. abrió la puerta y Petey apagó la luz. Un instante después sonó un portazo, y Luke y Rosita oyeron el chirrido de la llave en la herrumbrosa cerradura.

Atrapados entre las sombras de la oscilante embarcación, los dos guardaron silencio mientras tomaban conciencia de su precaria situación.

Luego Rosita preguntó en voz baja:

—¿Qué nos pasará, señor Reilly?

Luke escogió sus palabras con cuidado.

—Han dicho que sólo quieren dinero. Suponiendo que sea cierto, le prometo que se les pagará.

—No puedo dejar de pensar en mis hijos. La niñera estará fuera hasta la semana que viene, y no confío demasiado en su sustituta. Esta noche tenía un baile de Navidad. No quería trabajar en todo el día; lo hizo sólo porque se lo supliqué. Me espera a las tres.

—No dejará a los niños solos.

—Usted no la conoce… No se perderá ese baile —aseguró Rosita con voz temblorosa—. Tengo que volver a casa, Tengo que volver.

Regan abrió los ojos, se sentó, aturdida, dejó caer las piernas a un costado de la cama y bostezó. Su dormitorio en el piso de sus padres en Central Park South le resultaba tan cómodo y familiar como el de la casa de Nueva Jersey donde se había criado. Sin embargo, hoy no se entretuvo en admirar la acogedora estancia decorada en tonos melocotón y verde pastel. Tenía la impresión de que había dormido mucho, pero cuando miró el reloj se alegró de ver que eran sólo las dos menos unos minutos. Quería llamar al hospital para ver cómo se encontraba su madre y luego ir a reunirse con su padre. Sentía una extraña ansiedad, y sabía que no se debía únicamente al accidente de su madre y al precipitado vuelo nocturno. Una ducha rápida me ayudará a aclarar la mente, pensó, y luego me pondré en marcha.

Llamó a La Parisienne, una cafetería cercana, y pidió el desayuno de costumbre: zumo de naranja, café y un panecillo tostado con queso crema. Esto es lo que más me gusta de Nueva York, pensó. Cuando salga de la ducha, el repartidor estará llamando a la puerta.

El potente chorro de agua caliente le sentó de maravilla en la espalda y en los hombros. Se lavó rápidamente el pelo, salió de la ducha y se puso un albornoz y una toalla en la cabeza.

Al cabo de diez segundos, con la cara brillante por la crema hidratante, le abrió la puerta al chico de la cafetería. Se alegró de que fingiera no reparar en su aspecto. Con ese trabajo, debe de haberlo visto todo, pensó. Sin embargo, el muchacho esbozó una sonrisa cuando lo premió con una generosa propina.

Un momento después, tras desenvolver el bollo y con la taza de café en la mano, telefoneó a la habitación de su madre. Sabía que la enfermera debía estar allí, pero no atendió nadie. Seguramente habrán desconectado el timbre, pensó. Colgó el auricular y marcó el número de la sala de enfermeras.

La enfermera de su madre pareció tardar varios minutos en llegar al teléfono. Fue un alivio oír la voz cordial, profesional y tranquilizadora de Beverly Cárter. Había empezado a trabajar esa misma mañana, poco antes de que Regan se marchara. Aunque sólo habían cambiado unas palabras, Regan había sentido una inmediata simpatía por aquella mujer, una esbelta negra cuarentona que el médico les había presentado como una de las mejores enfermeras privadas.

—Hola, Beverly. ¿Cómo está mi madre?

—Ha dormido desde que usted se fue.

—Yo también he dormido desde que me fui —respondió Regan riendo—. Cuando despierte, dígale que he llamado. ¿Sabe algo de mi padre?

—Aún no.

—Me sorprende. Claro que hoy tenía un entierro. Lo llamaré. Dígale a mamá que tendré el móvil encendido.

A continuación, Regan marcó el número de la funeraria. Contestó Austin Grady, el número dos de «Restos Reilly», como Regan y su madre llamaban humorísticamente a la empresa. Su saludo, como de costumbre, fue apropiadamente discreto.

—Soy Regan, Austin.

El tono sombrío se volvió alegre.

—Hola, Regan.

La joven no dejaba de asombrarse de la rapidez con que Austin cambiaba de actitud según las exigencias de su empleo. Como Luke había señalado en más de una ocasión, era el hombre perfecto para ese tipo de trabajo. Al igual que un cirujano, sabía guardar las distancias y no se dejaba influir por las emociones de los demás.

—¿Está mi padre? —preguntó Regan.

—No; no he hablado con él desde esta mañana a primera hora, cuando llamó para que le enviásemos un coche. Tu pobre madre… —se compadeció con tono optimista—. Qué le vamos a hacer. Sé que tu padre estaba deseando ir a Hawai. Tengo entendido que Nora tropezó con una alfombra que le trajiste de Irlanda.

—Sí —dijo Regan lacónicamente, volviendo a sentir una punzada de culpa. Como solía decir Kit, su mejor amiga, «la culpa es un don que nunca deja de prodigarse»—. Austin, mi padre dijo que asistiría al entierro de hoy. ¿No se presentó?

—Bueno, no, pero todo salió de maravilla. El viejo llevaba años planeando su funeral. Supongo que tu padre se habrá dado cuenta de que no era preciso que viniera. —Austin rió—. En estos momentos, los deudos están disfrutando de un almuerzo gratis en la otra punta de la ciudad. El finado dejó la mayor parte de sus bienes a las Flores. Están todos en el restaurante, y parecían encantados. Con lo que han heredado, podrán comprar regaderas para todas las plantas de Nueva Jersey.

—Vaya suerte —dijo Regan.

—Tu padre tiene una cita con el dentista a las tres y media, dudo que la cancele.

—Gracias, Austin.

Regan colgó y marcó el número del teléfono móvil de Luke. Después de varios timbrazos, la conectaron con el buzón de voz. Mientras escuchaba a su padre pidiendo que dejasen un mensaje, el presentimiento de que ocurría algo malo se hizo más intenso. Su padre no había dado señales de vida desde hacía horas, ni siquiera para preguntar por su esposa. Le dejó dicho que la llamara.

Sorbió el café mientras pensaba. No puedo quedarme aquí sentada, decidió. Miró el reloj. Ya eran las dos y treinta y cinco. Llamó a la consulta del dentista para cerciorarse de que su padre no había cancelado la cita.

—Por favor, dígale que me espere allí —le dijo a la secretaria—. Saldré de la ciudad dentro de unos minutos y no tardaré más de una hora en llegar.

—Se lo diré —prometió la mujer.

Regan se vistió y se secó el pelo rápidamente. Cuando papá salga de la consulta, haremos compras juntos, pensó. Después volveremos a la ciudad para ver a mamá.

Pero mientras se ponía el abrigo y bajaba para tomar un taxi, intuyó que no sería aquello lo que haría esa tarde.

¿Cuánto hacía que Rosita y él estaban encerrados en aquella oscura y fría casa flotante? Luke había perdido la noción del tiempo, Tenía la impresión de que habían pasado horas. Podrían haber dejado la luz encendida, pensó con furia.

Después de que C. B. y Petey se marcharan, había tratado de tranquilizar a Rosita.

—Confía en mi intuición. Cuando esos cretinos vuelvan, nos dirán lo que quieren. Y cuando lo consigan, nos dejarán libres.

—Pero podemos identificarlos, señor Reilly. ¿De verdad cree que van a ser tan estúpidos como para soltarnos?

—Rosita, puede que no haya nadie tan estúpido como ellos en el mundo, pero sí, eso es lo que creo de esa pareja. No tardarán en echarnos de menos. No olvides que mi hija es detective. Hará que remuevan cielo y tierra para encontrarnos.

—Mientras alguien se ocupe de mis hijos… Tengo miedo de que la imbécil de la canguro los deje con algún desconocido, El pequeño, sobre todo, es terriblemente tímido.

—De una cosa estoy seguro: cuando Regan se dé cuenta de que hemos desaparecido, comprobará que los niños se encuentren bien.

Hacía un rato que no hablaban. Sólo había unos tres metros hasta el sofá donde estaba encadenada Rosita. ¿Se habría quedado dormida?, se preguntó Luke. Los golpes del agua contra los lados de la embarcación le impedían percibir cualquier sonido o movimiento procedente de allí.

—Rosita —dijo en voz baja.

Antes de que ella pudiera contestar, un ruido sordo en la cubierta los sobresaltó a los dos. El chirrido de la llave en la cerradura truncó la esperanza de Luke de que quienquiera que estuviese en la puerta fuese a rescatarlos.

La puerta se abrió. Un pálido hilo de luz y una ráfaga de viento fresco precedieron a Petey y a C. B.

—¿Qué tal están nuestros acampantes? —preguntó C. B. con jovialidad mientras Petey encendía la luz—. Espero que no sean vegetarianos. Hemos traído emparedados de jamón y queso. —Los dos llevaban bolsas con comida.

El reducido tamaño de las bolsas despertó sentimientos encontrados en Luke. O bien pensaban retenerlos poco tiempo, o harían frecuentes viajes a los locales de comida rápida de Edgewater.

—¿Alguno de los dos necesita ir al lavabo? —preguntó Petey, solícito.

Tanto Luke como Rosita asintieron.

—Las señoras primero —dijo Petey. Le quitó las esposas y el grillete a Rosita—. Puedes cerrar la puerta, pero más vale que no hagas ninguna tontería. Además, no hay ventana.

Rosita miró a Luke.

—¿Me deja un dólar para la encargada?

Cuando Luke entró en el diminuto cubículo, consideró sus opciones y llegó a la conclusión de que no tenía ninguna. Incluso si conseguía dominar a Petey mientras éste le ponía los grilletes, C. B. estaría encañonando a Rosita. No me queda más remedio que seguirles el juego, pensó.

Mientras Luke, Rosita y Petey comían los emparedados, C. B. bebió café.

—Estoy lleno —dijo, mirando a Luke—. Ese restaurante que recomendó no está mal. Hacía años que no comía una ternera al parmesano tan buena. Aunque me sorprende que no me diera un corte de digestión al ver a esos cretinos de la Asociación de las Flores. Lo único que me ayudó a superar el mal momento fue la certeza de que ustedes estaban aquí.

—Podrías haberme traído un poco de ternera al Parmesano —protestó Petey—. Este pan está un poco duro. Además, el mío no tiene suficiente mayonesa. —Miró el emparedado de Luke—. Le cambio la mitad.

Luke cogió la segunda mitad de su bocadillo y le dio un buen mordisco. Luego volvió a dejarla sobre el papel encerado.

—Sírvase —dijo, y sintió una curiosa satisfacción al ver la cara de desencanto de Petey.

El pintor miró a Rosita.

—Tu jefe se ha quedado sin postre. Puedes comerte sus chocolatinas.

—Se me atragantarían —gruñó Rosita.

—Bueno, ahora que somos una gran familia feliz, vayamos al grano. —C. B. hizo una bola con la taza de cartón del café y la metió en la bolsa.

—Ten más cuidado. Los pepinillos todavía están ahí —protestó Petey.

C. B. gruñó y vació la bolsa sobre la mesa llena de rasguños.

—No te enfades —dijo Petey—. Yo no he ido a una comida elegante. Tengo la sensación de que me he pasado el día en un autobús. Después de dejar el coche en Kennedy, tomé un autobús hasta Port Authority. Luego tuve que coger otro para ir a Edgewater. Y después te esperé en la parada. Eres tan rácano que ni siquiera me dejaste tomar un taxi. Mientras tanto, viajabas en un coche cómodo y con calefacción…

—¡Cierra el pico!

Pero Petey no había terminado.

—Tenía los cuatro dólares preparados para pagar el peaje en el puente George Washington. Y mientras esperaba en una larga cola descubro un pase en el suelo del coche. Lo puse en el parabrisas y cambié de carril. Un idiota casi se estrella contra mí, y empezó a tocar el claxon como un loco. También te ahorré dinero cuando crucé el puente Triborough. Deberías haber visto el pase cuando te sentaste en el asiento delantero.

C. B. lo miraba con los ojos como platos.

—¿Usaste el pase? ¡Imbécil! Lo saqué del parabrisas para que no nos identificaran. Ahora, si investigan, descubrirán dónde se ha usado.

—¿De veras? —Petey parecía sorprendido—. ¡Caray! ¿Y qué más? —Se volvió hacia Luke y Rosita—. C. B. es muy listo. Lee muchas novelas policíacas. Yo nunca tengo tiempo para leer. Le encantan los libros de su mujer, señor Reilly. Creo que hasta tiene uno firmado por ella.

—Cuando nos suelten, le conseguiré otro. ¿Cuándo nos dejarán ir?

Petey cogió un pepinillo.

—Explícales nuestro plan, C. B. Es muy bueno. Dentro de unos días, los dos estaremos en una playa lejana con un millón de dólares en la maleta.

C. B. lo interrumpió.

—Es la última vez que te lo digo, Petey: ¡mantén la boca cerrada! —Sacó los teléfonos móviles de Luke y Rosita del maletín de piel donde los había metido—. Señor Reilly, son casi las cuatro y media. Vamos a ponernos en contacto con su familia para decirles que queremos un millón de dólares en efectivo mañana por la tarde.

Rosita soltó una pequeña exclamación de asombro.

—¿Un millón de dólares?

Tiene funerarias en todo el país —terció Petey—, y su mujer vende un montón de libros. Eh, C. B., a lo mejor deberíamos pedir más.

C. B. no le hizo caso.

—Le garantizo qué mi familia les pagará —dijo Luke con cautela—. Pero es jueves por la tarde y empieza el puente de Navidad. No creo que puedan conseguir el dinero para mañana.

—Podrán, créame —afirmó C. B.—. Siempre que quieran.

—C. B. ha leído que los bancos hacen lo que sea por la gente importante —explicó Petey—. Como abrir fuera del horario de trabajo. Y usted es una persona muy importante.

—Pero mi mujer está en el hospital —protestó Luke.

—Ya lo sabemos. ¿Recuerda qué lo recogimos allí? —dijo C. B.—. Bien, ¿a quién quiere qué llamemos?

—A mi hija. Acaba de llegar de California. Ella conseguirá el dinero. —Les dio el número del teléfono móvil de Regan: 310 555 4237.

Petey empezó a apuntarlo en un trozo de papel que había rasgado de la bolsa de comida.

—Repítalo.

Luke lo repitió despacio.

C. B. encendió el teléfono y empezó a marcar.

—Hemos extraído el implante fácilmente; todo ha ido como la seda —le aseguró el doctor Jay a Alvirah—. Ahora Willy está con oxígeno. Prefiero que espere un rato antes de llevárselo a casa. Aún se encuentra un poco mareado.

—La anestesia siempre lo deja aturdido —comentó Alvirah—. Pero estaba deseando venir. ¡Ha sufrido tanto!

—Dentro de un par de días se sentirá como nuevo. El antibiótico detendrá la infección. —Una sonrisa iluminó el amable semblante del doctor Jay—. Podrá disfrutar de las fiestas. Yo también las espero con impaciencia. —Miró su reloj de pulsera—. Un paciente más y empiezo mis vacaciones.

—¿Tiene grandes planes? —Preguntó Alvirah, siempre interesada por las idas y venidas de sus semejantes.

—Mi esposa y yo llevaremos a los niños a esquiar en Vermont.

—Estupendo —dijo Alvirah, asintiendo con la cabeza—. Cuando ganamos la lotería, redacté una lista de todas las cosas que siempre había deseado hacer. Esquiar era una de ellas. Pero todavía no lo he probado. —No se le escapó la expresión de alarma en la cara del doctor Jay—. Apuesto a que no me cree capaz —añadió.

—La conozco desde hace tiempo, Alvirah. Nada de lo que haga me sorprendería.

La mujer rió.

—No se preocupe. Todavía no chocaré con usted en una cuesta. Si no se han equivocado con el pronóstico del tiempo, habrá tormenta y tendrán nieve de sobra para esquiar.

—Si la hay, nos pillará allí. Nos vamos esta noche. —El doctor Jay miró a la puerta—. Él nunca llega tarde —murmuró más para sí que para Alvirah—. Iré a echar un vistazo a Willy y luego empezaré a recoger mis cosas.

Cuando el doctor salió de la sala de espera, Alvirah reconoció para sus adentros que había estado muy preocupada por Willy, más de lo que creía. Willy siempre ha sido un hombre tan sano, pensó. No me atrevo a imaginar siquiera que pudiera pasarle algo malo. Estaba tan abstraída en sus pensamientos que el timbre de la consulta la sobresaltó. Debe de ser el paciente que está esperando el doctor Jay, se dijo. Se levantó y fue hacia la puerta justo cuando esta se abría automáticamente.

Alvirah supo de inmediato que la esbelta joven morena que entró en la sala de espera no era la paciente que esperaba el doctor Jay. Le había oído decir claramente que «él» nunca llegaba tarde.

Estudió rápidamente a la recién llegada: unos treinta años, muy atractiva, vestida con una elegante cazadora de ante, tejanos y botas. Era evidente que estaba preocupada por algo. La chica le sonrió brevemente mientras miraba el vacío mostrador de recepción.

—Se han marchado todos salvo el doctor Jay —explicó Alvirah con cordialidad—. Está esperando al último paciente.

Notó que la preocupación de la joven se intensificaba.

El doctor Jay apareció en la puerta.

—Hola, Regan. ¿Dónde se ha metido tu padre? Está retrasando el comienzo de mis vacaciones.

—Esperaba encontrarlo aquí —respondió Regan.

—Bueno, seguramente estará al caer. Debería haber llegado hace media hora.

—Mi padre siempre es puntual.

—Hay mucho tráfico —repuso el doctor Jay con despreocupación.

Pero el semblante de Regan siguió reflejando inquietud.

—¿Pasa algo? —preguntó el dentista.

Regan se acercó a él y bajó la voz; inútilmente, ya que Alvirah Meehan era capaz de oír el estornudo de un ratón a tres habitaciones de distancia.

—Hemos estado como locos —empezó, y explicó brevemente el accidente de su madre.

¡Conque es ella!, pensó Alvirah. La hija de Nora Regan Reilly. ¡Claro! Ya decía yo que su cara me sonaba. Es investigadora privada, igual que yo. Aunque ella tiene licencia. Alvirah se enderezó en el asiento y aguzó el oído, rezando para que no se marcharan al despacho del doctor Jay.

—Pensaba acompañar a mi padre a hacer compras después de su cita con usted —decía Regan—. Como pensábamos irnos a Hawai, no tenemos árbol de Navidad ni comida en casa.

Me encanta Hawai, pensó Alvirah.

—Lo que me preocupa —prosiguió Regan— es que no he podido comunicarme con el móvil de papá, y él no ha llamado a mamá desde que salió del hospital esta mañana. Y ahora resulta que tampoco está aquí. Esto no es propio de él. —Su voz estaba cargada de angustia.

Vaya, vaya, pensó Alvirah. Tiene razón. Aquí pasa algo raro.

—Bueno, esperemos un rato —dijo el doctor Jay con tono tranquilizador—. Es probable que llegue en cualquier momento. —Observó cómo Regan caminaba con nerviosismo hacia la ventana, miraba hacia el aparcamiento y se sentaba en el sillón qué estaba frente al sofá.

Al cabo de unos instantes, Alvirah se inclinó hacia ella.

—Sólo quiero que sepa que he leído todas las novelas de su madre y que me encantan. Lamento mucho lo de su accidente. Veo que está preocupada por su padre, pero créame, cuando a una mujer le pasa algo, el marido se convierte en un inútil. Se olvida de todo.

Regan esbozó una sonrisa.

—Espero que tenga razón. Trataré de localizarlo otra vez. —Sacó el teléfono y marcó el número—. No contesta —dijo—. Probaré en el hospital.

Que esté allí o que haya llamado, rogó Alvirah mientras Regan hablaba con la enfermera de su madre.

La joven guardó el teléfono.

—Mi madre todavía duerme, lo cual es bueno. Pero mi padre no ha llamado, y eso es malo. —Se levantó y volvió a acercarse a la ventana.

Alvirah quería decir algo reconfortante, pero sabía que era imposible. ¿Le habría ocurrido algo a Luke Reilly?

Al cabo de veinte minutos seguía sin dar señales de vida.

—Muy bien, Alvirah, ya puede llevarse al paciente —anunció el doctor Jay que avanzaba por el pasillo sujetando de brazo de Willy.

—Hola, cariño —dijo Willy con voz débil.

—Llévelo a casa y deje que duerma —indicó el dentista—. Y felices fiestas. —Se volvió hacia Regan—. ¿Alguna novedad?

—No, doctor Jay. Parece obvio que mi padre no vendrá. Ye iré a casa en taxi. Seguramente lo encontraré allí.

—¿No viven ustedes en Summit? —preguntó Alvirah, pero no esperó respuesta—. Sí, lo sé. Lo pone en la solapa de los libros. Hay un coche con chófer esperándonos fuera. La dejaremos en su casa. Vamos, Willy.

Antes de que pudiera protestar, Regan se encontró sentada junto a Alvirah en el asiento trasero de una reluciente limusina negra. Willy, con los ojos cerrados y las piernas estiradas, estaba arrellanado en el asiento de enfrente.

—En los últimos tres años he tomado clases de conducir tres veces —explicó Alvirah—. Los profesores siempre encontraban una excusa para mandarme a otro. —Rió—. No los culpo. No se imagina cuántos conos de aparcamiento he aplastado.

Regan sonrió. Alvirah le caía bien, y ahora recordó que había oído su nombre en alguna parte. Mientras el coche torcía hacia la calle principal, comentó:

—Tengo la impresión de que la conozco de algo. Su nombre me suena.

A Alvirah se le iluminó la cara.

—Sé que usted es investigadora privada, y en cierto modo somos colegas. En un par de ocasiones me encontré en circunstancias que me permitieron ayudar a la policía. Luego escribí sobre ello en el Globe. Podría decirse que soy una «corresponsal de sucesos itinerante».

—«Itinerante» no es la palabra —dijo Willy sin abrir los ojos—. Alvirah siempre está en medio buscando problemas.

Regan rió.

—Mi madre me envió un par de artículos suyos. Le gustaron, y pensó que los casos me interesarían. Tenía razón. —Alvirah llevaba el abrigo abierto. Regan se inclinó hacia ella—. ¿Es ese su célebre broche? ¿El que lleva un micrófono oculto?

—Nunca salgo de casa sin él —respondió Alvirah con orgullo.

Regan metió la mano en el bolsillo.

—Llamaré al despacho de mi padre.

Pero no había novedades: Austin Grady aún no sabía nada de Luke.

La joven cortó la comunicación y suspiró.

Durante los cinco minutos siguientes, Alvirah hizo comentarios sobre las decoraciones navideñas de las casas que veía. Finalmente, Regan dijo:

—Esa es nuestra casa, la de la izquierda.

—Oh, es preciosa —observó Alvirah con un suspiro, estirando el cuello para verla mejor—. Mucho más bonita que las que solía limpiar yo, se lo aseguro.

Era evidente que no había nadie en casa. La casa de los Reilly, a diferencia de las vecinas, estaba completamente a oscuras.

El largo camino particular llegaba hasta los garajes de la parte trasera. El chófer se detuvo frente a la entrada.

—Deje que entre con usted y me quede hasta que oiga los mensajes, Regan —dijo Alvirah con un dejo de preocupación.

Regan le entendió de inmediato. Si se había producido un accidente, habría un mensaje en el contestador automático.

—Estaré bien, Alvirah. No sé cómo darle las gracias. Pero ahora tiene que llevar a Willy a casa.

De mala gana, la mujer observó cómo Regan subía los escalones de la entrada y desaparecía en el interior de la casa. El coche comenzó a alejarse lentamente por el camino particular. Cuando llegaban a la calle, el suave timbre de un teléfono móvil hizo que Alvirah mirara rápidamente alrededor. No he traído mi teléfono, pensó. Entonces lo vio. El aparato de Regan estaba en el asiento, con la luz verde parpadeando.

Contestaré, se dijo. Apuesto a que es su padre. Lo abrió.

—Hola —dijo con alegría.

—¿Regan? —La voz era ronca.

—Un momento, voy a buscarla —dijo Alvirah, y le gritó al conductor que regresara—. ¿Es su padre?

—Tengo un mensaje de él.

—Ah, estupendo —gritó Alvirah.

Bajó del coche de un salto y corrió por el camino sin oír el comentario que C. B. le hacía a Luke:

—No sé quién ha atendido el teléfono de su hija, pero tiene voz de pito.

Fred Torres colgó el uniforme y cerró la puerta de su taquilla con un enérgico golpe.

—Esto es todo hasta dentro de dos semanas, Vince —le dijo a su compañero—. Ha llegado la hora de soltar amarras.

—Ojalá yo también pudiera irme a navegar por el Caribe —comentó Vince Lugano mientras se ponía el jersey—. Mientras tú holgazanees en la cubierta con una cerveza en la mano, yo estaré montando un coche de bomberos y una casa de muñecas.

Las finas líneas que rodeaban los ojos de Ted, de color castaño oscuro, se marcaron cuando sonrió.

—Te encanta hacer esas cosas —dijo.

—Lo sé —convino Vince, mirando con afecto al hombre que era su mejor amigo desde hacía seis años, cuando habían jurado su cargo en la policía en Hoboken, Nueva Jersey.

Fred tenía veintiocho años, medía aproximadamente un metro ochenta y cinco y era delgado y musculoso. Su tez aceitunada, su cabello oscuro, y su apostura lo convertían en el blanco perfecto de amigos bienintencionados que casualmente tenían una hermana o una prima soltera. Después de las vacaciones, cursaría el último semestre en la facultad de Derecho Seton Hall.

Vince, que tenía la misma edad que su compañero, era cuatro centímetros más alto y pesaba diez kilos más, con pelo rubio y ojos castaños. La única mujer que le había interesado en su vida era su novia del instituto, con quien estaba casado desde hacía cinco años.

—¿A qué hora te vas? —pregunto Vince.

—Mi vuelo sale mañana a primera hora. A las ocho.

—¿Y esta noche irás a la fiesta de Mike?

—Desde luego.

—Entonces te veré allí.

Fred tenía intención de ir directamente a su casa, un apartamento en el sur de la ciudad, en un pequeño edificio de ladrillo. Sin embargo, movido por un impulso, detuvo el coche cuando dobló la esquina de su calle y vio una maravillosa colección de flores de Pascua en el escaparate de la floristería. No tardaré, se dijo mientras entraba para escoger una planta. Había conocido a Rosita González hacía un mes, en una fiesta, y habían salido a cenar un par de veces. La había invitado a la fiesta de esa noche, pero ella no había conseguido una canguro para los niños.

Al regresar al coche sonrió, pensando en ella y recordando la noche en que se habían conocido. Habían llegado a la fiesta al mismo tiempo. Él había aparcado detrás de ella, que conducía una brillante limusina negra. Mientras subían por la escalera, él se presentó y dijo:

—Esa sí que ha sido una llegada con clase.

—Espera a ver en qué vuelvo a casa —bromeó Rosita—. Entre otras actividades, conduzco una limusina. Un compañero de trabajo vendrá a dejarme mi coche y se llevará este.

Terminada la fiesta, Fred la había acompañado hasta el Chevrolet de doce años.

—Llámame Cenicienta —dijo ella con una sonrisa.

Con su larga melena negra y su contagiosa risa parecía tan joven que Fred no podía creer que tuviese dos hijos pequeños.

—¿Y Cenicienta tiene teléfono? —preguntó.

Ahora, mientras iba hacia la casa de Rosita, Fred se preguntó si sería tan buena idea como le había parecido al principio. Había más tráfico del que esperaba, y aún no había empezado a hacer las maletas para sus vacaciones. Reconoció que al presentarse de improviso en casa de Rosita podría dar lugar a un malentendido. Por el momento no quería comprometerse seriamente con nadie. En un futuro inmediato no tendría tiempo para una relación sentimental… y menos con una mujer que tenía dos hijos, pensó.

Rosita vivía en una modesta urbanización ajardinada, no muy lejos de Summit. El día anterior había sido el más corto del año, pensó Fred. No me cuesta creerlo. A las cuatro y media estaba completamente oscuro. Aparcó en una plaza para visitantes, subió por el camino particular, cambió de mano la planta con su festivo envoltorio y pulsó el timbre del apartamento de Rosita, que estaba en la planta baja.

Dentro, Nicole Parma, la canguro de dieciséis años, estaba al borde de la histeria. Al oír el timbre corrió a la puerta.

—Parece que vuestra madre olvidó las llaves —gritó a Chris y a Bobby, que estaban sentados con las piernas cruzadas frente al televisor.

Ninguno de los dos alzó la vista.

—Mamá nunca olvida las llaves —dijo con naturalidad Chris, de seis años, a su hermano menor. Con sólo once meses de diferencia, podían pasar por gemelos.

—Pero mamá dijo que a esta hora estaría en casa —repuso Bobby con voz grave y preocupada—. No me gusta Nicole. No juega con nosotros como Sarah. —Sarah era la niñera oficial.

Olvidando la advertencia de Rosita de que no abriera la puerta sin saber quién estaba al otro lado, Nicole abrió con entusiasmo. A Fred no se le escapó el gesto de decepción de la joven cuando lo vio.

—¿Está la señora González? —Dio un paso atrás, tratando de demostrar que no entraría a menos que lo invitaran.

—¡No! ¡Y la esperaba hace una hora! —La respuesta fue casi un aullido.

—¡Es Fred! —exclamó Chris, poniéndose de pie de un salto.

—¡Fred! —repitió Bobby.

Los niños corrieron hacia la puerta para saludarlo.

—¡Es amigo de mamá! —explicó Chris a Nicole—. Es policía. Arresta a la gente.

—Hola, colegas. —Fred volvió a mirar a la niñera—. Sólo quería dejar esta planta para la madre de los niños.

Los pequeños tiraban de la chaqueta de Fred.

—Supongo que puede pasar —dijo Nicole—. Rosita debería llegar en cualquier momento.

—Más vale que se dé prisa —dijo Chris mientras Fred entraba en el apartamento—. Nicole está como loca. Tiene que arreglarse para el baile de esta noche y no quiere estar fea porque adoooora a su novio. Ja, ja, ja.

Si las miradas mataran…, pensó Fred al ver cómo la joven fulminaba a Chris con los ojos.

—¡Maldito mocoso! Te dije que colgaras el auricular hace un momento, cuando terminé de hablar.

—«Besitos, besitos, hasta luego, me muero por verte». —Chris dio un ruidoso beso al aire.

—Besitos, besitos —repitió Bobby, imitando el tono cantarín de su hermano.

—Vamos, chicos —dijo Fred—. Ya está bien. —Notó que los ojos de Nicole se llenaban de lágrimas—. Deduzco que se te está haciendo tarde.

—Muy tarde —confirmó ella. Su boca tembló y las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas.

—¿Rosita no ha telefoneado?

—No. La he llamado al móvil, pero no contesta.

—Seguro que viene hacia aquí. —El mismo impulso que lo había hecho detenerse en la floristería arrancó las siguientes palabras de su boca—: Mira, tengo un rato libre. Puedo quedarme con los niños. —Empezó a sacar su chapa de identificación—. Ya ves que ellos me conocen.

Chris corrió hasta una mesa auxiliar y cogió una fotografía enmarcada. Era una foto de grupo, tomada en la fiesta donde se habían conocido Fred y su madre.

—¡Aquí está! —exclamó enseñándosela a Nicole y señalando—. Él está en la última fila.

Nicole apenas se fijó en la chapa de Fred y en la alegre fotografía de la fiesta: ya estaba en la puerta, con un brazo metido en la chaqueta.

—Es un desastre —señaló Chris—. Lo único que hizo fue hablar con su novio por teléfono. Puaj.

—No quiso jugar a las damas con nosotros —añadió Bobby en voz baja.

—¿No? —preguntó Fred con la debida incredulidad—. A mí me encanta jugar a las damas. Busquemos un sitio donde dejar la planta de mamá y luego veremos si sois capaces de ganarme. ¿Rojas o negras?

Cuando Regan abrió la puerta, Alvirah sacudió el teléfono móvil ante su cara.

—¡La llamada que estaba esperando! —exclamó con agitación.

Regan le arrebató el teléfono.

—¿Papá?

Sin titubear, Alvirah entró en la casa y cerró la puerta. Sólo quiero asegurarme de que todo va bien, se dijo. Pero al ver la cara de Regan se dio cuenta en el acto de que algo iba mal, muy mal.

Regan se quedó helada al oír una brusca orden en lugar de la voz que esperaba.

—Hablará con él dentro de un minuto. Ahora líbrese de quienquiera que esté con usted.

No llaman de una comisaría ni de un hospital, pensó Regan. Tomó la impulsiva decisión de permitir que Alvirah se quedara. Aunque no tenía alternativa. Los pies de Alvirah parecían pegados al suelo de mármol. Pero la expresión de inquietud de sus ojos hizo que Regan se alegrara de su presencia.

—Gracias, Alvirah —dijo en voz alta—. No la entretendré más. —Pasó junto a ella y abrió y cerró la puerta haciendo el mayor ruido posible.

Ese tipo no quiere que nadie oiga lo que va a decirle a Regan, pensó Alvirah. Se abrió el abrigo, desprendió rápidamente el broche en forma de sol que siempre llevaba encima, puso en marcha el diminuto magnetófono y le entregó el artilugio a Regan.

Tras una breve mirada de perplejidad, Regan asintió, comprendiendo las intenciones de Alvirah.

—Déjeme hablar con mi padre —dijo mientras acercaba el broche al auricular del teléfono.

—No corra tanto —espetó la ronca voz—. Primero tendrá que oír mi lista de peticiones.

En la casa flotante, Petey hizo un gesto de aprobación.

—Algo así como la lista de los cuarenta principales —le murmuró a Luke, dándole un amistoso puñetazo en el brazo esposado.

C. B. lo fulminó con la mirada.

—Lo siento.

C. B. prosiguió:

—Mañana por la tarde nos entregarán un millón de dólares en efectivo. Ha de estar en billetes de cien dólares y en una bolsa de deporte. A las seis y media clavadas… repito, clavadas… Entre con el coche en Central Park, por la entrada de la Sexta Avenida. Si quiere volver a ver a su padre y a su bonita chófer, no avise a la policía. Una vez que tengamos el dinero y lo hayamos contado, la llamaremos para indicarle dónde puede recogerlos.

—Quiero hablar con mi padre ahora mismo —exigió Regan.

C. B. se acercó a Luke y le puso el teléfono en la oreja.

—Salude a la niña de sus ojos. Y dígale que más vale que haga lo que le he ordenado.

Regan sintió una mezcla de angustia y alivio al oír la serena voz de su padre:

—Hola, Regan. Por el momento, los dos estamos bien. Tu madre sabrá cómo conseguir el dinero rápidamente.

Antes de que Regan pudiera contestar C. B. apartó el teléfono.

—Ya ha hablado suficiente. Ahora le toca a Rosita. —Ya estaba al lado de la joven—. Salude a Regan.

Las palabras salieron atropelladamente de la boca de Rosita:

—Cuiden de mis hijos.

Una vez más, C. B. no dio a Regan la oportunidad de responder.

—Muy bien, señorita Reilly —dijo—. Tenemos una cita. Mañana a las seis de la tarde, ¿de acuerdo?

—Allí estaré —respondió Regan—. Pero antes de entregarle el dinero, querré volver a hablar con mi padre y con Rosita. —Tratando de disimular su creciente furia, fue su turno de preguntar—: ¿De acuerdo?

—Concedido, Regan. —Y la comunicación se cortó.

—Ay, Beverly, me siento como si una apisonadora me hubiese pasado por encima —dijo Nora a su enfermera mientras se miraba en un espejo de mano y se pintaba los labios.

Beverly Carter sonrió.

—Tiene un aspecto estupendo, señora Reilly —dijo con tono reconfortante, mullendo las almohadas—. Me alegro de que haya dormido tanto. Se ve mucho mejor que esta mañana.

—Me siento mejor, desde luego —respondió Nora, mirando su reloj de pulsera—. Ya son las seis y media. Pongamos la tele para ver qué ha pasado hoy en el mundo.

—Hola, soy yo —anunció Regan empujando la puerta, que había estado entornada.

La cara de Nora se iluminó.

—Estupendo. Has llegado temprano. ¿Dónde está tu padre?

Regan titubeó.

—Se ha retrasado.

—Si me necesita, estaré fuera, señora Reilly —dijo la enfermera.

—¿Por qué no se va a cenar, Beverly? —sugirió Regan—. Estaré aquí un rato. Tómese su tiempo.

Cuando la enfermera se hubo marchado, Regan cerró la puerta y se volvió lentamente hacia su madre. Su semblante reflejaba preocupación.

—¿Qué ocurre, Regan? —preguntó Nora con súbito horror—. ¿Le ha pasado algo a tu padre?

—Mamá, yo… —comenzó Regan, buscando las palabras adecuadas.

—No ha muerto, ¿no? —No, Dios, por favor, pensó Nora.

—No, no…, nada de eso —se apresuró a responder Regan—. Hablé con él hace un par de horas.

—Entonces, ¿qué? ¿Qué pasa?

—No hay una forma suave de decírtelo: lo han secuestrado, y alguien llamó pidiendo un rescate.

—Virgen santa —murmuró Nora, cruzó las manos sobre el pecho, como para protegerse de un golpe—. ¿Cómo fue? ¿Qué sabes?

Regan sufrió al ver la cara de dolor de su madre mientras le explicaba lo poco que sabía de la desaparición de Luke: sus fallidos intentos de localizarlo; su decisión de ir a la consulta del doctor Jay; el viaje hasta la casa de Summit con Alvirah Meehan, cuyos artículos de sucesos le había enviado ella, y finalmente la llamada al teléfono móvil, en la que le habían pedido un rescate de un millón de dólares.

—Si está con Rosita y no fue al entierro, debieron de secuestrarlos esta mañana, poco después de que se marchara de aquí. —Los ojos de Nora se llenaron de lágrimas. Miró por la ventana. Le resultaba imposible creer que el hombre con quien llevaba treinta y cinco años casada estaba en alguna parte en esa noche fría y oscura, a merced de alguien que podía matarlo en cualquier momento—. Puedo conseguir el millón de dólares. Pero tenemos que avisar a la policía, Regan.

—Lo sé. Alvirah conoce al jefe de la Brigada de Casos Prioritarios de Manhattan. Es el hombre más indicado para el caso. Se ocupa de secuestros importantes. Alvirah ha venido conmigo. Está esperando fuera.

—Hazla pasar —dijo Nora—. Pero antes dime una cosa: ¿quién más está al tanto de lo ocurrido?

—Nadie, salvo el marido de Alvirah y su hermana, que es monja y ahora está cuidándolo. Acaban de quitarle un implante dental y está bastante aturdido.

—¿Y qué me dices de los hijos de Rosita? ¿Quién está con ellos?

—Busqué su número en la agenda de papá —respondió Regan—. Cuando llamé, se puso un amigo de Rosita, que dijo que acababa de reemplazar a la canguro. Me limité a decirle que Rosita se retrasaría, pero me parece que sospechó que había problemas.

—Mientras los niños estén atendidos… —Nora respiró hondo y trató de incorporarse en la cama. Maldita pierna, pensó. Estaba inmovilizada precisamente cuando todas las fibras de su ser le pedían acción—. Haz pasar a Alvirah —dijo—. Hablaremos con su amigo de la policía y luego nos ocuparemos de reunir el millón de dólares.

Antes de que Regan terminara de abrir la puerta, Alvirah irrumpió en la habitación, caminó hasta la cama y saludó a Nora con un tranquilizador apretón de manos.

—Conseguiremos que su marido y esa chica vuelvan sanos y salvos —prometió.

Había algo en Alvirah Meehan que indujo a Nora a creerle.

—El año pasado di una conferencia en John Jay College sobre el secuestro de una niña que resolví yo —contó Alvirah—. Los periódicos lo llamaron «el caso del pijama», porque encontré el pijama que la niña tenía puesto cuando la raptaron en el hospital.

—Lo recuerdo —dijo Nora—. También ocurrió hacia Navidad.

Alvirah asintió con la cabeza.

—Exactamente. Recuperamos a la pequeña el día de Nochebuena. Jack Reilly asistió a la conferencia, y me invitó a comer. Es un hombre estupendo… y muy listo. Tiene sólo treinta y cuatro años y está a cargo de la Brigada de Casos Prioritarios, con el rango de capitán. —Cogió el teléfono—. Él sabrá qué hacer. Está en One Police Plaza.

—¿Reilly? —preguntó Nora.

—¿Puede creerlo? Y se escribe igual que su apellido. Aquel día le pregunté si eran parientes. —Hizo un ademán con la mano—. Ya sé que no.

Regan esbozó una sonrisa mientras se sentaba en el borde de la cama y cogía la mano de su madre. Juntas escucharon cómo Alvirah, al teléfono, llegaba a aceptar una negativa:

—Me da igual que no tenga que trabajar hasta el lunes —decía—. No quiero hablar con nadie más. Localícelo de inmediato y dele este recado: «Es sumamente urgente que llame a Alvirah Meehan al…». ¿Cuál es el número de teléfono de aquí, Megan?

—Dele el de mi móvil —respondió Regan—. Es 310 555 4237.

Alvirah colgó el auricular.

—Conociendo a Jack Reilly, tendré noticias suyas antes de diez minutos.

Al cabo de ocho minutos, sonó el teléfono móvil.

A Jack Reilly no le preocupaba el congestionado tráfico de East River Drive. Con la maleta en el maletero, se dirigía a casa de sus padres, en Bedford. Era evidente que hoy el viaje de una hora le llevaría el doble de tiempo. El éxodo navideño de los habitantes de Manhattan había comenzado.

De sus seis sobrinos, no veía a dos de los de su hermano y a uno de su hermana desde agosto, cuando la familia se reunió en el viñedo de Martha. Contando a las esposas y a los niños, serían diecinueve personas bajo el mismo techo durante los cuatro días siguientes. Espero que no acabemos matándonos unos a otros, pensó con una sonrisa. Los meteorólogos habían anunciado una gran tormenta para el fin de semana.

Pisó el freno. A pesar del atasco, el coche de su derecha había girado súbitamente y cruzado por delante del suyo.

—Vaya, crees que así llegarás antes, ¿eh, amigo? —murmuró, mirando la sucesión de luces traseras que se extendía hasta donde llegaba la vista.

Jack Reilly tenía el pelo rubio y con tendencia a rizarse, ojos pardos —más verdes que castaños—, facciones regulares, una mandíbula angulosa y un fornido cuerpo que superaba el metro noventa de estatura. Inteligente, ingenioso y con un agudo sentido del humor que había afinado en el seno de una familia numerosa, su carisma era indiscutible. Tanto en reuniones sociales como en el trabajo, su serena presencia parecía llenar el sitio donde se encontrara.

Sin embargo, su actitud despreocupada se esfumaba cuando trabajaba en un caso. Nieto de un teniente de la policía de Nueva York, después de graduarse en Boston College había sorprendido a su familia con el anuncio de que pensaba dedicar su vida a hacer cumplir la ley. Durante los doce años siguientes había ido ascendiendo de categoría, desde agente raso a capitán y jefe de la Brigada de Casos Prioritarios. En el ínterin había hecho también dos cursos de posgrado. Su objetivo era llegar a director de la policía de Nueva York, y los que lo conocían no dudaban de que tarde o temprano lo conseguiría.

Sonó el busca. Lo había desprendido del cinto y dejado sobre el salpicadero. Lo cogió, miró el número y le irritó comprobar que intentaban localizarle desde la central. ¿Qué pasa ahora?, pensó mientras sacaba su teléfono móvil.

Quince minutos después estaba en el hospital, llamando a la puerta de la habitación de Nora, Alvirah corrió a abrir:

—¡Me alegro tanto de que te dieras prisa! —exclamó.

—Estaba justo en la salida de FDR Drive dijo Jack, y saludó a Alvirah con un cariñoso pellizco en la mejilla.

Miró más allá y reconoció la cara de Nora Regan Reilly. Supo que la atractiva joven que estaba a su lado era su hija. Había visto la misma expresión de angustia en las caras de los familiares de otras víctimas de secuestro. Querían ayuda, no compasión.

—Soy Jack Reilly —dijo y estrechó las manos de las dos mujeres—. Lamento mucho lo que ha ocurrido. Sé que desean que empecemos a trabajar de inmediato.

—«Cíñase a los hechos, señora» —bromeó Regan con un esbozo de sonrisa—. Sí, eso es lo que queremos.

Me gusta, pensó Nora, mientras él sacaba una libreta. Es un hombre firme. Sabe lo que hace. Con una punzada de dolor, observó cómo Jack Reilly miraba alrededor y acercaba la misma silla que Luke había ocupado esa mañana.

Inmediatamente después de hablar con Regan Reilly, C. B. y Petey se pusieron el abrigo y el sombrero. Como explicó gratuitamente C. B. a Luke y a Rosita, era la hora en que las consumiciones salían a mitad de precio en el bar de Edgewater donde había conocido a Petey unos meses antes.

—Sí —rebuznó Petey—. ¿Y sabe una cosa, Reilly? Nos conocimos gracias a usted.

—¿Cómo conseguí semejante cosa? preguntó Luke con sarcasmo mientras flexionaba los dedos y separaba una de las esposas del hueso de la muñeca.

—Se lo diré. Fue una coincidencia. Un par de semanas después de pintar su sala de velatorios, estaba sentado en Elsie's Hideaway y vi a C. B. en el otro extremo de la barra, ahogando sus penas.

—Tú también estabas en un estado lamentable —terció C. B.

—Sí —convino Petey—. Lo reconozco. Yo tampoco estaba muy satisfecho con mi vida.

—Fracasados —murmuró Rosita.

—¿Qué? —preguntó Petey.

—Nada.

—Vamos, Petey —dijo C. B. con impaciencia—. Larguémonos. El queso y las galletas se esfumarán antes de que lleguemos.

—La gentuza que va a ese sitio… son todos unos buitres —señaló Petey, cabeceando con cara de disgusto. Empeñado en terminar su historia, prosiguió—: He visto a ese tío en alguna parte, me dije. Pero ¿dónde? Y entonces caí: ya sé dónde. Fue en su encantador establecimiento, Reilly. Resulta que él y el viejo cabrón de su tío habían pasado por allí mientras yo estaba pintando.

—Bonita historia —dijo Rosita con sarcasmo.

—Sí. Bueno, la cuestión es que me acerqué con la cerveza y empezamos a charlar. —La voz de Petey cambió—. Me contó que usted había estado bromeando sobre el bonito color que escogí para la sala de velatorios. Pensar que me molesté en hacer una mezcla especial…

C. B. abrió la puerta que comunicaba con la cubierta.

—Cuando el tío Cuthbert vio esa sala, dijo que preferiría que lo velasen en un circo.

—Aquello me llegó al alma, hirió mis sentimientos —se lamentó Petey—. Pero todo ha sido para bien. —Su cara se iluminó—. Si este y su tío no hubiesen metido sus narices en aquella sala, yo no habría conocido a C. B. Y ahora empezaremos una nueva vida con su millón de dólares, Reilly. Iremos a la playa, conoceremos a mujeres guapísimas y nos daremos la gran vida.

—¡Qué suerte! —Exclamó Luke con voz cortante—. Dígame, ¿funciona esa radio? —Movió la cabeza para señalar en dirección a la cocina.

Petey miró la nevera, cuyo techo sostenía precariamente una vetusta radio.

—A veces. Cuando tiene pilas. —Levantó la mano y encendió el aparato—. ¿Qué quiere oír? ¿Música o noticias?

—Noticias.

—Más vale que no anuncien su desaparición. —dijo C. B. con voz tenebrosa.

—Le aseguro que no lo harán.

Petey giró el botón hasta que localizó una emisora dedicada a informativos. El sonido era débil y con interferencias, pero lo bastante claro para descifrar las palabras.

—Que se diviertan —dijo mientras seguía a C. B. hacia la puerta.

Cuando se hubieron marchado, Luke y Rosita escucharon los informes del tráfico y del tiempo. Un viento del nordeste ascendía por la Costa Este. Según el parte meteorológico, llegaría a Washington D. C. al día siguiente, y se esperaba que alcanzara Nueva York en Nochebuena.

—Atención, consumidores rezagados —advirtió el locutor—. Esperamos entre ocho y diez pulgadas de nieve, vientos fuertes y hielo en las carreteras, de manera que es recomendable que terminen de hacer sus compras mañana por la tarde. El sábado las calles serán peligrosas, así que sean precavidos y quédense en casa, junto al árbol de Navidad.

—Pensaba adornar el árbol esta noche, con mis hijos —dijo Rosita en voz baja—. ¿Cree que estaremos en casa en Nochebuena, señor Reilly?

—Nora y Regan pagarán el rescate. Y estoy convencido de que esos tipos tienen intención de liberarnos. Al menos le dirán a alguien dónde estamos una vez que tengan el dinero en su poder.

Luke no le confesó a Rosita cuál era su mayor temor. A pesar de su estupidez, C. B. y Petey no revelarían su paradero hasta que se encontraran fuera del alcance de la ley. Eso significaba que probablemente viajarían a un país donde no pudieran extraditarlos. Si seguimos aquí el sábado, pensó Luke, los bloques de hielo que llenarán el río podrían agujerear fácilmente esta bañera podrida. Diciembre estaba siendo un mes inusitadamente frío. La tormenta arrastraría el hielo que ya se había formado río arriba.

C. B. y Petey regresaron tres horas después, esta vez con bolsas de McDonald's.

—Elsie nos invitó a unas tapas —dijo Petey con alegría—. Por lo general es una avara, pero supongo que las fiestas hacen milagros. Sin embargo, se molestó cuando le pedí que pusiera las sobras en una bolsa para el perro, que en realidad pensaba traerles a ustedes. Así que tuvimos que comprar Big Macs.

—Dáselos —ordenó C. B.—. Luego ve al dormitorio y trae mantas y almohadas. Me largaré en cuanto hayan comido y estén listos para dormir. Y será mejor que tú también descanses, Petey. Mañana será un día importante.

—Ya lo creo —respondió Petey, arrastrando las palabras a causa del ponche de huevo de Elsie—. ¿Quién quiere ser millonario? ¡Nosotros! ¡C. B. y Petey, los más grandes de Nueva Jersey! Pero ¿quién necesita a Regis? Tenemos a Luke Reilly.

La longitud de las cadenas les permitió tenderse; Luke en el banco y Rosita en el sofá. Luke permaneció en vela durante horas. Los sonoros ronquidos de Petey en el pequeño camarote contiguo retumbaban en la fría cabina, aunque eran más fáciles de soportar que los débiles sollozos de Rosita.

—Creo que todos estamos de acuerdo —dijo Jack Reilly, resumiendo la hora de conversaciones en la habitación de Nora—. Señora Reilly… —empezó.

—Nora —corrigió ella. Hasta es posible que algún día me llames «mamá», pensó con un imprevisto brote de ingenio. Dios, imagino lo que diría Luke si le contara que en medio de su secuestro me puse a pensar en colocar a Regan, como de costumbre. Cuando se lo cuente, rectificó. Pero estaba segura de algo: Luke simpatizaría con Jack Reilly—. Nora —prosiguió él—. Hemos despedido a las enfermeras privadas. Es probable que reciba llamadas de los secuestradores, y cuanta menos gente esté al tanto de lo que pasa, mejor. Ahora quiero que trate de descansar. Si se le ocurre que alguien podría guardarles rencor a Luke, a usted o a Regan por los motivos que sea, llámeme de inmediato.

Nora negó con la cabeza y levantó las manos en actitud de impotencia.

—No tengo ni idea.

—Lo entiendo. Naturalmente, investigaremos al ex marido de Rosita —dijo, y tras una pausa—: Aunque es probable que el secuestrador sea cualquiera que sepa que tienen dinero.

—Por eso cuando la administración de lotería nos pidió a Willy y a mí que hiciéramos un anuncio y contáramos lo felices que nos sentíamos con todo ese dinero, yo los mandé a paseo —comentó Alvirah—. Claro que yo ya había salido en varios programas, pero todo tiene un límite.

—Tiene razón, Alvirah —dijo Jack—. Nora, a primera hora de la mañana póngase en contacto con su agente de bolsa y pídale un crédito de un millón de dólares a cuenta de su cartera de valores. ¿Está segura de que no le harán preguntas?

—Es nuestro dinero —respondió ella con firmeza—. Nadie puede decirnos qué hacer con él.

Regan se alegró de ver que su madre estaba recuperando el espíritu de lucha.

—Avisaremos al banco de la Reserva Federal para que empiece a reunir el dinero del rescate —añadió Jack. Luego se volvió hacia Regan—. Usted y Alvirah irán a casa de Rosita para hablar con quienquiera que esté cuidando a los niños. Dejo a su criterio lo que vayan a decirle. Nuestros agentes ya deben de haber intervenido el teléfono. Si esa persona quiere marcharse, enviaremos a una asistente social.

—Yo tengo la persona ideal para el trabajo —dijo Alvirah con tono triunfal—. La hermana Maeve Marie. Trabaja con Cordelia, la hermana de Willy. Maeve es fantástica con los niños y antes de ser monja estuvo en el cuerpo de policía de Nueva York. Al igual que la hermana Cordelia, haría que la Esfinge pareciera una charlatana.

Jack sonrió.

—Estupendo. Regan, después de comprobar cómo están las cosas en casa de Rosita, usted y Alvirah irán a ver al ayudante de su padre en la funeraria.

La joven asintió. Siguiendo las instrucciones de Jack, había llamado a Austin Grady para pedirle el número de matrícula del coche que conducía Rosita y el número de cuenta del pase de peaje de la autopista. Jack ya había transmitido esos datos a sus hombres.

Habían acordado que informarían a Austin de lo ocurrido, pero por el momento lo único que le había dicho Regan era que tenían un problema grave.

—Nos estará esperando —dijo.

—Esta noche traerá a la ciudad el coche que usará para entregar el rescate —confirmó Jack.

—Sí. El BMW de mi madre.

—Más tarde, uno de mis hombres se reunirá con usted en el piso de Central Park South. Llevará el coche al centro para que lo preparen.

Las tres mujeres sabían que «preparar el coche» significaba acoplarle un dispositivo electrónico para que un helicóptero pudiera seguirle el rastro. La bolsa con el dinero llevaría un artilugio parecido, de manera que podrían localizarlo donde quiera que lo llevaran los secuestradores.

Naturalmente, el objetivo era que los secuestradores los condujeran al lugar donde tenían confinadas a sus víctimas.

—Alvirah, déjeme la grabación de la llamada donde piden el rescate —dijo Jack.

—Quiero una copia para mañana a primera hora —ordenó Alvirah mientras desprendía una diminuta cinta del dorso de su broche con forma de sol.

—Otra brillante estratagema de Alvirah —dijo Jack con afecto, levantando la pequeña cinta—. Tenemos la voz del secuestrador grabada, aunque haya tratado de distorsionarla, y es posible que nuestros técnicos saquen algo en limpio de los ruidos de fondo.

Alvirah sonrió de oreja a oreja y Jack la besó en la mejilla.

—Mi equipo me espera en One Police Plaza. —Acarició la mano de Nora—. Procure mantener la calma. —Se volvió hacia Regan—. Estaremos en contacto.

Cuando se marchó, fue como si la habitación se hubiera quedado súbitamente vacía. Después de una pequeña pausa, las tres mujeres pensaron lo mismo a la vez.

No había tiempo que perder.

Había sido un día de mucho trajín para Ernest Bumbles, el presidente de la Asociación Semilla, Planta y Flor del estado jardín de Nueva Jersey. Por la mañana, al despertar, había tomado conciencia de que lo que ocurría no era un agradable sueño. Cuthbert Boniface Goodloe había legado casi la totalidad de sus bienes a la asociación.

La feliz noticia había llegado pocas horas después de que el querido señor Goodloe exhalara su último suspiro. Ernest había recibido una llamada del abogado de Goodloe con «buenas y malas noticias».

—El señor Goodloe ha pasado a mejor vida —dijo con un suspiro—, pero su relación con las Flores le proporcionó tantas satisfacciones en los tres últimos años que ha dejado prácticamente todos sus bienes, valorados en más de un millón de dólares, a su asociación.

Ernest estaba plantando cardos en el invernadero que había detrás de su casa cuando su mujer Dolly, entró corriendo con el teléfono inalámbrico. Puesto que sufría múltiples alergias, se cubría la cara con una mascarilla cada vez que entraba en el invernadero.

—Bumby —exclamó con la voz amortiguada por la mascarilla—, tienes una llamada. Parece importante, porque el que habla es un hombre muy educado. ¡Achís!

A pesar de la mascarilla, el mantillo siempre la afectaba.

La razón de que el señor Withers telefonease antes de que Goodloe terminara de llamar a las puertas del Paraíso se aclaró de inmediato. El viejo había expresado su deseo de que los miembros de la asociación asistieran a su velatorio, su entierro y la comida que servirían a continuación. Huelga decir que Flores de todo el estado dejaron sus palas, se quitaron los guantes de jardinería y se reunieron para llorar a su benefactor, ahora más querido que nunca.

En la reunión urgente de la junta directiva, convocada por Ernest antes del funeral, uno de los miembros señaló que aquello no habría sucedido de no ser por Luke Reilly. Tres años antes Reilly había sido elegido «Hombre del Año» durante el banquete anual de la asociación, como muestra de reconocimiento por el impulso que daban a las floristerías locales sus tres funerarias. La noche del premio, Cuthbert Boniface Goodloe estaba entre los comensales de una de las tres mesas que Luke se había comprometido a llenar.

El anciano se había entusiasmado tanto con la película de cuatro minutos que habían proyectado, en la que se recomendaba hablar a las plantas, que había ingresado en la asociación aquella misma noche.

En la reunión posterior a la muerte de Goodloe, habían decidido por unanimidad que durante la comida leerían una proclama como muestra de gratitud hacia Luke Reilly, por su habilidad para hacer contactos. Para gran decepción de los miembros, sin embargo, Reilly no se presentó. Su ayudante, Austin Grady, les informó del desafortunado accidente de la mujer de Luke.

Ernest estaba especialmente decepcionado. Hubiera deseado entregar personalmente la proclama, escrita en el mejor pergamino que podía comprarse con dinero y decorada con una cenefa de flores secas. Había imaginado con gran ilusión la cara de alegría que pondría Luke al desenvolver la proclama y leerla:

Durante el almuerzo Grady había asegurado a Ernest que Reilly pasaría por la funeraria en algún momento de la tarde. Ernest fue allí a las cinco pero aún no había aparecido. Grady le sugirió que dejase el paquete envuelto en papel de regalo, pero el presidente de la asociación se negó en redondo. En la vida se presentan pocas oportunidades de observar una dicha auténtica y pura en la cara de un semejante, pensó Ernest. Si había alguna posibilidad de ver a Luke antes de que él y Dolly se marchasen a casa de la madre de ésta, el día de Nochebuena, y darle el regalo en persona, no la dejaría escapar.

—Bumby —dijo Dolly mientras le servía una segunda taza de café—, si quieres pasar por la funeraria antes de que yo vaya a cantar villancicos con mi grupo, debemos darnos prisa.

—Tienes razón, como siempre. —Apuró el café y se levantó de la silla.

Veinte minutos después estaba en la recepción de la funeraria, preguntando por Luke.

—Me temo que se ha retrasado —dijo Austin Grady.

Bumbles detectó un dejo de irritación en la voz del empleado. Sintió la tentación de explicarle lo que contenía el paquete, pero no quiso arriesgarse a estropear la sorpresa.

—Volveré —prometió.

—Cerramos a las nueve —advirtió Grady—. Falta poco más de una hora.

—Entonces vendré mañana por la mañana —dijo Bumbles. Recogió con cuidado el paquete que había dejado sobre una silla y salió, recitando mentalmente la proclama: «Sépase que Luke Reilly, en virtud de haber traído a nuestro amado benefactor, Culhbert Boniface Goodloe, al seno de las Flores…».

Bumbles ardía en deseos de que todo el mundo se enterara de lo que Luke Reilly había hecho por ellos.

Eran las nueve y media de la noche cuando un coche se detuvo junto a la urbanización donde vivía Rosita. Alvirah y Regan ya habían planeado lo que harían cuando entraran en el apartamento. Tendrían que estudiar al hombre que estaba con los niños. Si resultaba ser un amigo íntimo de Rosita, le explicarían lo ocurrido. Si sólo era alguien que, estaba allí para echarle una mano, le dirían que la hermana Maeve Marie estaba dispuesta a viajar de inmediato desde Nueva York.

Nora les había dicho que la madre de Rosita vivía en San Juan, con el resto de su familia. Jack les había advertido que sería imprudente dar la noticia a los familiares. «No pueden hacer nada, y podrían crearnos problemas graves si se fueran de la lengua».

—Tenga cuidado —dijo el chófer al abrir la puerta, tendiendo la mano para ayudar a bajar a Alvirah—. El suelo está muy resbaladizo.

—Es un hombre encantador —comentó Alvirah a Regan mientras subían por el camino—. Me sentí fatal al cerrar la mampara del coche para que no nos oyera.

—Yo también —dijo Regan—. Por eso me alegro de que vayamos a recoger el coche de mi madre en cuanto salgamos de aquí. Necesitaremos hablar con libertad si nos llama Jack Reilly o cualquier otra persona.

Alvirah sabía que, al decir «cualquier otra persona» Regan se refería a los secuestradores.

El chófer tenía razón: el camino estaba salpicado de hielo. Regan cogió a Alvirah por el codo para evitar que resbalase.

En la entrada del apartamento de Rosita cambiaron una breve mirada antes de que Alvirah pulsara el timbre.

En el interior, Fred estaba sentado en el sofá, flanqueado por dos niños soñolientos. Al oír el timbre, Chris se irguió.

—A lo mejor es cierto que mamá olvidó las llaves —dijo con voz cansina y esperanzada.

Bobby se frotó los ojos y se estiró.

—¿Ha llegado mamá?

Fred sintió un nudo en la garganta. ¿Cuántas veces, en el cumplimiento de su deber, había sido él quien había llamado al timbre para dar la noticia de un accidente o algo peor? Por teléfono Regan Reilly se había mostrado muy evasiva. ¿Sería portadora de una noticia semejante?

Sintió un profundo alivio al abrir la puerta y ver a dos personas en la oscuridad. El alivio, sin embargo, duró poco. Junto a la joven que sin duda era Reilly había una mujer mayor. Quizá una asistente social, pensó con angustia. Eso significaría que a Rosita le había ocurrido algo terrible.

—¿Fred Torres? —preguntó la joven. Él asintió—. Soy Regan Reilly.

—Yo soy Alvirah Meehan —dijo Alvirah efusivamente.

—Pasen —indicó Fred en voz baja.

Alvirah entró en primer lugar y echó un vistazo al salón. Junto al sofá había dos niños morenos, y sus grandes ojos castaños reflejaban temor y decepción.

—Veamos, ¿quién es Chris y quién es Bobby? —preguntó con una sonrisa en la cara—. Dejad que lo adivine. La señora Reilly me ha hablado de vosotros. Chris es el mayor, así que debes de ser tú. —Señaló al más alto.

Chris esbozó una sonrisa tímida.

—Yo soy Bobby —dijo el más pequeño, acercándose a su hermano.

—¿Dónde está mamá? pregunto Chris.

—¿Sabéis que anoche la señora Reilly se rompió una pierna? —preguntó Alvirah, bajando la voz como si estuviera contando un importante secreto.

—Mamá nos lo contó esta mañana, antes de irse —respondió Bobby bostezando—. Dijo que esta noche le escribiría una tarjeta y se la enviaría.

—Bueno, resulta que la señora Reilly necesita la ayuda de vuestra mamá —dijo Alvirah con dulzura—. Así que ha dicho que os metáis en la cama. Ella volverá en cuanto pueda.

—Quiero que vuelva ahora —balbuceó Bobby al borde de las lágrimas.

—La señora Reilly es muy buena —dijo Chris—. Está bien que mamá la cuide cuando se enferma.

—Pero ¿cuándo vamos a decorar el árbol? —preguntó Bobby con tono plañidero.

—A tiempo para Navidad —les aseguró Alvirah.

Regan observaba la escena. Alvirah sabe cómo manejar a los niños, pensó. Se acercó a ellos y dijo:

—Yo soy la hija de la señora Reilly y me alegro de que vuestra madre esté con la mía en estos momentos. Me tranquiliza mucho.

—Entonces su padre es el señor Reilly —dijo Chris—. Me gustan sus coches.

—Sobre todo los laaargos —añadió Bobby, bostezando otra vez.

—Tengo la impresión de que los dos estáis muy cansados —señaló Alvirah—. Y yo también.

Fred sabía bien lo que estaban haciendo las mujeres: querían tranquilizar a los niños y mandarlos a acostarse para que no oyesen lo que tenían que decir.

—Muy bien, colegas, a la cama —dijo rodeando los dos pequeños pares de hombros.

Bobby lo miró con nerviosismo.

—No te marcharás, ¿no, Fred?

Fred se acuclilló y miró las caritas angustiadas. Titubeó y luego dijo con firmeza:

—No me iré hasta que vuelva mamá.

Mientras acostaba a los niños, Alvirah entró en la pequeña cocina y encendió el hervidor eléctrico.

—Necesito una taza de té —anunció—. ¿Y tú, Regan?

—Buena idea. Me vendría muy bien.

Regan observó el apartamento, ligeramente desordenado pero acogedor. El sofá, cubierto con una funda de vivos colores, y el sillón a juego, ambos con brazos redondeados y mullidos cojines, parecían maravillosamente cómodos. En un rincón había una estantería llena de juguetes y vídeos infantiles. Pero lo que le oprimió el corazón fue la visión del árbol de Navidad, montado ya sobre un pedestal y esperando a que lo decoraran.

Cuando el hervidor empezó a silbar, Fred Torres salió de la habitación de los niños.

—Os prometo que me quedaré aquí, chicos —dijo mientras cerraba la puerta.

Alvirah asomó la cabeza por la puerta de la cocina.

—¿Quiere una taza de té, Fred?

—Sí, gracias. —Miró a Regan—. Dígame que está pasando.

—¿Cuál es su relación con Rosita?

—Hemos salido un par de veces. —Le enseñó la chapa—. Soy policía y sé que Rosita tiene problemas. ¿Qué ha pasado?

Alvirah entró en el salón con una bandeja.

—La dejaré en la mesa. ¿Por qué no nos sentamos?

Fred se sentó en el brazo del sillón, con la espalda rígida, Alvirah y Regan se acomodaron frente a él, en el sofá.

—Fred es agente de policía, Alvirah —dijo Regan, y luego lo miró a él—. Rosita y mi padre fueron secuestrados esta mañana. Creemos que ocurrió entre las diez, cuando mi padre salió del hospital donde está mi madre, y las doce, hora en que debía asistir a un entierro. —Miró la taza que tenía en las manos—. A las cuatro y media me llamaron pidiendo un rescate de un millón de dólares para mañana por la tarde. Ya hemos hablado con el jefe de la Brigada de Casos prioritarios de Nueva York.

Fred sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.

—¿Secuestrada? —dijo con voz incrédula y cara de horror. Miró hacia la puerta del dormitorio—. Pobres niños.

Alvirah se volvió hacia Fred y puso la mano en el broche con forma de sol de su chaqueta; en el viaje hacia el apartamento de Rosita, había puesto una cinta nueva.

—¿Le importa si grabo nuestra conversación, Fred? A veces decimos cosas que no parecen importantes en el momento, pero luego resultan serlo. En algunos casos en los que he trabajado, escuchar las cintas una y otra vez ha ayudado a encontrar pistas.

—Adelante —dijo. Haciendo caso omiso de la taza de té, que se enfriaba frente a él, escuchó atentamente el detallado informe de Regan y Alvirah.

—¿Tienen alguna idea de quién está detrás de esto? —preguntó.

—Ninguna —respondió Regan—. Pero creemos que el único móvil es el dinero. Que nosotros sepamos, mi padre no tiene enemigos.

—¿Rosita le habló de su ex marido? —preguntó Alvirah—. Por lo que nos ha dicho Nora, es un vago al que le vendría bien un poco de dinero.

—Conocí a Rosita hace sólo un mes, en una fiesta. Salimos a cenar un par de veces. Ella no quiso hablar de él. Hoy los niños me contaron que hace mucho que no lo ven.

—Parece encantador —dijo Regan—. La policía lo investigará.

Fred cabeceó.

—Por el bien de los niños, espero que no esté involucrado. Rosita no me dio a entender que hubiera tenido problemas con él recientemente. Cuando salimos a cenar, hablamos de lo normal en esos casos. Le gusta mucho su trabajo —observó, mirando a Regan—. Dijo que su padre es el mejor jefe del mundo, y que mantiene la calma pase lo que pase. Pero no mencionó nada que me indujera a pensar que tenía dificultades con alguien.

Regan dejó la taza sobre la mesa.

—Al salir de aquí, Alvirah y yo iremos al des­pacho de mi padre para hablar con su ayudante. Averiguaremos si había algún problema importan­te en el negocio. Cabe la posibilidad de que el se­cuestrador sea una persona contrariada, quizá un ex empleado que guardaba rencor a mi padre.

—Es razonable, y prácticamente lo único que pueden hacer. Lo peor de un secuestro es esperar a que los secuestradores den el siguiente paso —añadió Fred con indignación.

—Tengo que mantenerme ocupada —declaró Regan con firmeza, y ella y Alvirah se levantaron.

—Mi cuñada es monja —le dijo Alvirah a Fred mientras recogía las tazas—. En su convento hay una joven, la hermana Maeve Marie, que fue policía antes de descubrir su vocación religiosa. Es maravillosa, y tardará menos de una hora en llegar si usted quiere irse a casa.

Fred pensó en la fiesta que se estaba perdiendo, en el avión que supuestamente debía tomar a la mañana siguiente, en el viaje en velero con sus amigos, que llevaba planeando desde hacía tiempo. Ahora todo le parecía intrascendente. Pensó en Rosita, en la cascada de pelo que le caía sobre los hombros y en su dulce sonrisa cuando había dicho, bromeando: «Llámame Cenicienta».

No todos los secuestros terminan bien, pensó. De hecho, muchos terminan mal. Negó con la ca­beza.

—Ya oyeron lo que le dije a los niños: no pien­so dejarlos.

A Alvin Luck le habían dicho más de una vez que su apellido, que significaba «suerte», no era apro­piado para él. Con cincuenta y dos años, una cabellera castaña que empezaba a ralear, constitución delgada y una sonrisa amable pero tímida, vivía con su madre en un apartamento de renta limitada situado en la calle Ochenta y seis Este de Manhattan. Autor de una docena de novelas de suspense inéditas, se ganaba la vida haciendo trabajos temporales mientras aguardaba la oportunidad de publicar su obra.

Dada la temporada, su actual empleo consistía en ponerse un traje rojo y una falsa barba blanca y pasearse por la planta de juguetería de unos almacenes baratos cercanos a Herald Square, soltando los típicos «jo, jo, jo».

—¡No camine con los hombros encorvados, Alvin! —le gritaba su jefe de vez en cuando—. Papá Noel ha de tener cierta autoridad.

Cualquiera diría que trabajo en las Naciones Unidas, y no en una tienda de baratijas, pensaba él.

A Alvin no le faltaba sentido del humor.

Y su nulo éxito en el mundo editorial tampoco se debía a una falta de rigor en el campo de la investigación. Había diseccionado todas las novelas de misterio y suspense que habían aparecido en la lista de éxitos del New York Times en los últimos veinte años. Era una enciclopedia ambulante en lo referente a las tramas, los personajes y los escenarios usados por centenares de novelistas del género. Tenía libretas llenas de argumentos, y las consultaba a menudo mientras escribía sus historias. Había ordenado los temas por categorías, como espionaje, robos de bancos, asesinatos, extorsión, crímenes domésticos, secuestros de aviones, incendios, juicios y raptos.

El único lujo que se daba era asistir a talleres literarios y a congresos de autores de misterio, don­de escuchaba con atención los sabios consejos de los escritores y más tarde, a la hora de los cócteles, intentaba arrinconar a los editores.

El jueves, antes de ir a trabajar, había oído por la radio que Nora Regan Reilly se había roto una pierna. Mientras comía las gachas de avena que su madre le preparaba todas las mañanas, comentó la noticia con ella.

—Recuerda lo que te digo: el próximo libro de Nora estará ambientado en un hospital —dijo—. Sacará el máximo provecho de la situación.

—Cómete las gachas. Se están enfriando —le reprendió su madre.

Alvin levantó obedientemente la cuchara y sorbió la grumosa pasta.

—Creo que le enviare una tarjeta.

—¿Por qué no le mandas también la foto que le sacaste a su marido en el último banquete de escritores de misterio?

—Tienes razón. Hice una buena foto —recor­dó Alvin—. Aunque sólo una. En la otra me salió la cabeza cortada, como es tan alto…

—Me gustan los hombres altos. Tu padre, que Dios lo tenga en la Gloria, era un canijo.

—Podría poner la foto en un marco navideño y dejarla en el hospital después del trabajo. En la tienda hay algunos marcos con bonitas frases navideñas.

—No gastes demasiado —le advirtió su madre.

—Están en oferta —replicó Alvin con un dejo de irritación—. Nora Regan Reilly siempre habla conmigo en las fiestas, y eso me da muchos ánimos.

—No como esos editores… —dijo su madre con un suspiro.

Alvin se marchó a trabajar ilusionado con la sor­presa que pensaba darle a Nora Regan Reilly. Sufrió una decepción al comprobar que los mejores mar­cos navideños ya se habían vendido. Finalmente se decidió por uno que decía: «Estaré en casa en Navi­dad… aunque sólo sea en sueños». Considerando que está confinada en el hospital, sería más apropia­do para ella que para su marido, pensó, pero servirá.

Descubrió con disgusto que los empleados no se beneficiaban de ningún descuento al comprar artículos de oferta.

—¿Qué esperaba? —preguntó la dependienta después de hacer un globo con el chicle—. Prácticamente los están regalando. —Estudió el marco antes de meterlo en la bolsa—. Quizá no sería tan mala idea regalarlos —masculló mientras Alvin guardaba cuidadosamente su cartera en el profun­do bolsillo del traje de Papá Noel.

Al parecer, el Papá Noel del turno vespertino no había conseguido llegar desde el Polo Norte, así que el jefe le dijo a Alvin que debía trabajar hasta las ocho, hora en que pondrían un cartel que decía que Papá Noel había regresado a su taller. A esas alturas Alvin tenía dolor de oídos. Estaba harto de oír los incesantes pedidos de un constante tropel de niños, todos los cuales parecían obtener un sádico placer golpeando sus huesudas rodillas.

—No te pareces a Papá Noel —habían dicho con tono acusador varios chiquillos encantadores.

Aunque había sido una jornada larga y agota­dora, no evitó que Alvin cumpliera con su planeado peregrinaje al Upper East Side. Puesto que era su responsabilidad mantener el traje de Papá Noel planchado, lo llevaba a casa después del trabajo. Ahora estaba escrupulosamente doblado en una bolsa, junto con el retrato de Luke Reilly, enmarcado y envuelto para regalo.

Había escogido una tarjeta de felicitación y escrito en ella: «Nora, pensé que le gustaría tener una foto de su cariñito». Movido por un impulso, firmó: «Su mayor admirador».

Ahora tendría algo de qué hablar con ella la próxima vez que la viese en un congreso de escri­tores de misterio. Se revelaría como el misterioso benefactor que le había enviado la bonita foto en­marcada.

Una vez en el vestíbulo del hospital, Alvin re­paró en una tienda de regalos, en cuyo escaparate había un cartel de «OFERTAS». Debajo vio una serie de adorables ositos de peluche vestidos con sombreros navideños. Entró justo cuando estaban a punto de cerrar. No se lo contaré a mamá, pensó, pero ¿no sería fantástico que el oso sujetara la foto de Luke Reilly?

La dependienta aguardó pacientemente a que él desenvolviera el marco y lo metiera entre los brazos del oso que había elegido. Luego ató un enorme lazo alrededor de la caja mientras Alvin contaba cuidadosamente las monedas para pagar la factura, que ascendía a catorce dólares y noventa y dos centavos.

Después de darle las gracias a la dependienta, salió de la tienda y se dirigió al mostrador de recepción. Le aseguraron que la señora Reilly recibiría el paquete de inmediato.

—Oh, no, no se lo lleven hasta mañana —dijo con firmeza—. No quisiera molestarla. Es tarde.

—Es usted muy considerado —dijo la mujer con cortesía—. Felices fiestas.

Alvin salió al frío aire de la noche y subió por York Avenue hasta la calle Ochenta y seis, donde tomaría el autobús. Rebosando espíritu navideño, sonrió alegremente a los transeúntes que salían de las tiendas y los restaurantes.

Nadie le hizo el menor caso.

El principal ayudante de Jack Reilly, el sargento Keith Waters, y el jefe de la Unidad de Asistencia Técnica, el teniente Gabe Klein, esperaban en el despacho de Reilly cuando este llegó.

—Cuanto tiempo sin verte —dijo Waters lacónicamente—. No puedes estar lejos de aquí, ¿eh? —El apuesto negro de treinta y tantos años y ojos inteligentes irradiaba una energía sin límites.

—Es que te echo de menos —dijo Jack. Pero los dos abandonaron el tono frívolo en cuanto se concentraron en el trabajo.

—¿Qué sabes del coche? —preguntó Jack.

Gabe Klein comenzó:

—Los registros del pase de peaje demuestra que el coche entró en Manhattan por el túnel Lincoln a las nueve y cuarto de la mañana. Debió de ser cuando la chica fue a recoger a Luke Reilly al hospital. En algún momento lo llevaron de vuelta a Nueva Jersey, ya que cruzó el puente George Washington en dirección a Nueva York a las once y dieciséis de la mañana. Luego pasó por el puente Triborough, por el carril que conduce a Queens, a las once y cuarenta y cinco. Esa fue la última vez que el pase quedó registrado.

—Eso significa que podrían haber llegado a Nueva Jersey antes de que los secuestraran —dijo Jack—. O a lo mejor los secuestraron en Nueva York y los llevaron a Nueva Jersey. Lo más proba­ble es que hayan abandonado el coche en cualquier parte. Las limusinas no son fáciles de esconder.

—Hemos radiado una orden de búsqueda —respondió Keith—, pero aún no sabemos nada de ella.

—¿Habéis avisado de que tengan cuidado con las huellas?

Era una pregunta retórica. Eso era lo primero que haría Keith ante un secuestro. Si localizaban el coche, nadie lo tocaría hasta que llegaran los técnicos del laboratorio.

A continuación, Fred los puso al corriente de todo lo que sabía.

Los otros dos hombres tomaban notas mientras escuchaban.

Gabe Klein, un cincuentón casi calvo, llevaba las gafas precariamente apoyadas en la punta de la nariz, lo que le daba un aire intelectual y distraído. Un observador casual había pensado que era incapaz de cambiar una bombilla.

Era una impresión totalmente equivocada: Gabe era un mago de la técnica y dirigía una uni­dad de avanzada, que se había convertido en una herramienta vital para resolver delitos.

—Estas son las líneas intervenidas, ¿de acuer­do? —Gabe recitó los números que Jack le había transmitido por teléfono. El de la casa de los Reilly, el del apartamento de Rosita González, el de la funeraria y el de la habitación de Nora Reilly en el hospital—. Y si vuelven a llamar al móvil de la hija, ella sabe que debe hacerlos hablar para que poda­mos localizar la llamada —confirmó.

—Regan es investigadora privada en Los Ángeles —dijo Jack—. Conoce el oficio.

—Toda una novedad —observó Keith—. En­tonces, ¿crees que no hay problema en que con­duzca hasta el lugar donde debe entregar el dinero del rescate?

—Es lista —se limitó a responder Jack. Y muy atractiva, pensó.

—¿Cuándo empezaremos a trabajar en el coche que llevará? —preguntó Gabe.

—Lo traerá esta noche. Sabe que tenemos que ponerle un localizador.

—Hemos avisado al banco de la Reserva Fede­ral de que necesitamos un millón de dólares antes de la tarde de mañana. Están en ello —informó Keith—. ¿La familia tiene idea de quién puede ser el culpable?

—La esposa y la hija de Reilly no sospechan de nadie. El ex marido de Rosita González parece un buscapleitos. Se llama Ramón. La señora Reilly cree que vive en Bayonne.

—Lo investigaremos —dijo Keith.

—Rosita tiene dos hijos pequeños. Regan Rei­lly ha ido a verlos y a averiguar quién los está cui­dando. Luego irá a la funeraria de su padre para hablar con el ayudante de este. —Jack consultó su reloj de pulsera—. Es una larga historia, pero Re­gan conoció a Alvirah Meehan hoy mismo y ella también está metida en el caso. ¿La recordáis? Es la mujer que ganó la lotería y que dio una conferencia en el John Jay.

—Claro —dijo Keith—. Fue la que recuperó a aquella niña después de que todos los polis de Nueva York fracasaran en el intento.

Jack sacó la cinta magnetofónica del bolsillo.

—Pues sigue igual de lista. Consiguió grabar la llamada de los secuestradores.

Gabe miró fijamente la diminuta casete.

—¿Bromeas? —La levantó—. ¿No necesita un trabajo? Me vendría bien tenerla en mi equipo.

—Me arrancará la cabeza si no le haces una copia. Pero ahora escuchemos la cinta con el sonido amplificado. Tal vez descubramos alguna pista por los ruidos de fondo.

Mientras preparaban el aparato, Jack experimentó una creciente frustración. Podían examinar la cinta. Podían meter un dispositivo electrónico en el bolso del dinero para seguirle el rastro. Podían conectar un localizador en el coche. Pero hasta que llegara el momento de seguir el coche de Regan hasta el lugar de encuentro con los secuestradores, no les quedaba más remedio que esperar.

Sonó el teléfono que estaba sobre el escritorio de Jack. Levantó el auricular.

—Jack Reilly. —Hubo una pausa—. Buen trabajo —dijo con decisión y luego miró a Gabe y a Keith—. Han encontrado la limusina en el aeropuerto Kennedy.

A las nueve y media de esa noche Austin Grady cerró las puertas de la funeraria Reilly detrás del último de los deudos de Maude Gherkin, una arpía de ciento tres años. En toda su trayectoria en el negocio de pompas fúnebres, Austin nunca había oído repetir tantas veces y con tanto fervor la frase: «¡Qué bendición!».

Desde su centésimo cumpleaños, Maude había escapado cuatro veces de la garras de la muerte. Durante su última estancia en el hospital, encima de su cama había aparecido un letrero casero que decía: «NO REANIMAR, PASE LO QUE PASE». Los médicos sospecharon que era obra del hijo de Maude, un hombre de ochenta años que después del cuarto y milagroso retorno de su madre desde el largo túnel blanco, había gritado: «¡Por favor! ¡Denme un respiro!».

Austin apagó las luces de la sala donde ahora descansaba la anciana. Suspiró. Por mucho que lo habían intentado, los maquilladores no habían conseguido borrar la avinagrada expresión de la mujer.

—Buenas noches, Maude —murmuró.

Pero esta noche el pequeño rito que solía practicar con sus clientes a la hora del cierre no le hizo sonreír… Estaba demasiado preocupado por Luke y Rosita.

Desde que Regan había llamado, unas horas antes, la sospecha de que los habían secuestrado se había convertido casi en certeza. ¿Por qué iba a pedirle Regan la matrícula del coche y el número de cuenta de la tarjeta de peaje? ¿Por qué se había negado a darle explicaciones por teléfono?

Una hora después, cuando Regan llegó con Alvirah Meehan, sus sospechas se confirmaron.

—La policía ha intervenido el teléfono —dijo Regan—. Cabe la posibilidad de que los secuestradores llamen aquí.

Los sobresaltó un súbito golpe en la ventana.

—¿Qué diablos…? —murmuró Austin.

Entonces reconoció la cara con la nariz aplastada contra el cristal: era nada más y nada menos que Ernest Bumble, sonriendo y agitando el mismo paquete que había llevado antes.

Austin se acercó y abrió laboriosamente la ventana.

—Lamento molestar —dijo Ernest, con evidente falta de sinceridad—. Vi la luz encendida y pensé que tal vez hubiera llegado ya el señor Reilly.

Esta vez Austin no trató de ocultar su irritación.

—¡No! Si quiere dejar el paquete, me asegura­ré de que lo reciba. Mejor aún, su hija se lo llevara a casa. Esta aquí. —Señalo a Regan.

Ernest introdujo la cabeza por la ventana.

—Es un placer conocerla. Su padre es un hom­bre maravilloso.

No puedo creerlo, pensó Regan.

Alvirah se había girado hacia la ventana para que su broche con forma de sol grabara hasta la última palabra.

—Siento no poder entrar, pero Dolly, mi mujer, me está esperando en el coche. No se encuen­tra muy bien. Fuimos a cantar villancicos y forzó demasiado la garganta con el último tra–la–la–la–la de Días de Navidad.

Era mi villancico favorito, pensó Regan. Pero ya no lo es.

—Volveré mañana. Quiero darle esto a su pa­dre personalmente. Adiós. —Ernest desapareció como un concursante que falla la última pregunta en un programa de televisión.

Austin cerró la ventana con un expeditivo golpe.

—Ese tipo está como una cabra.

—¿Quién es? —preguntó Regan.

—EI presidente de una asociación de floristas —respondió Austin—. Hace unos años le dieron un homenaje a tu padre.

—Lo recuerdo muy vagamente —dijo Regan—. Papá es miembro de tantas asociaciones que siem­pre le están dando homenajes.

Se dio cuenta de que ya había dicho todo lo que tenía que decir y no tenía nada más que hacer allí. Austin no sabía de nadie que pudiera desearle algún mal a Luke. Que él recordara, en ninguna de las tres funerarias había ocurrido nada fuera de lo normal.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Regan—. Esta noche dormiré en el hospital, en la habitación de mamá, pero antes tengo que llevar el coche a Manhattan para que la policía lo prepare. Hablaremos por la mañana.

—Vendré temprano y me pondré a revisar los papeles de los últimos meses, por si hubiera habido algún problema del que no estoy al tanto —prometió Austin—. No creo que encuentre nada, pero vale la pena echar un vistazo.

Mientras los tres se dirigían a la puerta, Alvirah se fijó en el discreto cartel con el nombre de Mau­de Gherkin y una fecha que señalaba la sala don­de la habían velado.

—Descanse en paz —dijo persignándose—. ¿Conocen la anécdota de la mujer que se dio cuenta de que necesitaba ir urgentemente al lavabo justo cuando pasaba enfrente de la funeraria de Frank Campbell, en Nueva York? Entró, fue al baño y al salir tuvo la sensación de que no podía marcharse sin presentar sus respetos a alguien. Así que se metió en una sala desierta, donde nadie visitaba al pobre desgraciado que estaba en el ataúd, rezó rápidamente una oración y firmó el registro. Resulta que ese tipo había dispuesto en su testamento que cualquiera que fuese a su velatorio recibiría diez mil dólares.

—Alvirah, usted ya ha ganado la lotería —dijo Regan con una sonrisa.

—Y créame, perdería el tiempo firmando en el registro de Maude —aseguró Austin mientras cerraba la puerta con llave. Protege el fuerte, Maude, pensó.