—Espero que no tengas mucha hambre, Alex —dijo Jay Taylor mientras volvía a consultar su reloj—. Lacey no suele llegar tan tarde.
Era obvio que estaba irritado.
Mona Farrell saltó en defensa de su hija.
—El tráfico a estas horas siempre es terrible, es posible que incluso haya tenido que salir un poco más tarde.
Kit le lanzó una mirada de advertencia a su marido.
—Creo que con lo que le ha pasado, nadie debería molestarse porque llegue un poco tarde. Dios mío, se salvó por los pelos de que la mataran hace dos días; después, anoche, le revolvieron todo el apartamento. Creo que no necesita que la agobien más, Jay.
—Ya —dijo Alex Carbine—. Ha pasado unos días terribles.
Mona Farrell miró a Carbine con una sonrisa agradecida. Nunca estaba del todo a gusto con su yerno, a menudo tan pretencioso. Se irritaba con facilidad y tenía muy poca paciencia, pero Mona había notado que a Alex lo trataba con deferencia.
Esa noche, mientras ellos tomaban el aperitivo en la sala, los niños miraban la televisión en el cuarto. Bonnie, sin embargo, estaba con los adultos; había rogado que la dejaran un rato más levantada para ver a Lacey. Esperaba a su tía de pie ante la ventana.
Son las ocho y cuarto, pensó Mona. Lacey tenía que llegar a las siete y media. Es muy raro en ella. ¿Qué la habrá demorado?
*****
El peso de todo lo ocurrido cayó sobre Lacey cuando llegó a su casa a las cinco y media y se dio cuenta de que, a efectos prácticos, estaba sin trabajo. Parker padre le había prometido que continuaría pagándole el salario base… «Al menos durante el futuro inmediato», le había dicho.
Va a despedirme, pensó Lacey. Pondrá como excusa que metí en problemas a la empresa al copiar y ocultar una prueba allí. Pero hace ocho años que trabajo para él y soy una de las mejores vendedoras ¿Por qué quiere deshacerse de mí? Su propio hijo me dio el nombre de Curtis Caldwell y me dijo que fijara una cita. Y estoy segura de que no piensa pagarme la indemnización que me corresponde por tantos años de trabajo. Dirá que es un despido procedente. Y quién sabe si no se saldrá con la suya. Por lo que parece, empiezo a tener problemas en varios frentes, se dijo meneando la cabeza. Tengo que hablar con un abogado, pero ¿con cuál?
De pronto le vino un nombre a la cabeza: Jack Regan.
Él y su esposa Margaret, una pareja de más de cincuenta años, vivían en el piso 15 de su edificio. Había hablado con ellos en una fiesta durante la última Navidad y recordó que la gente le preguntaba por un caso penal que acababa de ganar.
Decidió llamarlo sin más demora, pero el teléfono no figuraba en la guía.
Lo peor que me puede pasar es que me den con la puerta en las narices, decidió mientras tomaba el ascensor hasta el piso 15. Al pulsar el timbre, se dio cuenta de que miraba nerviosa de un lado a otro del corredor.
La sorpresa del matrimonio al verla dio paso a una cálida bienvenida. Estaban tomando un jerez e insistieron en invitarla. Ya sabían lo del robo en su casa.
—Es parte del motivo por el que he venido —empezó.
Al cabo de una hora se marchaba, después de contratar a Regan para que la representara en el hipotético caso de que tuviera que enfrentarse a una acusación por llevarse las hojas del diario.
—El menor de los cargos sería obstrucción de la justicia —le había dicho Regan—. Pero si creen que tenías otros motivos para llevarte el diario, podría ser muy grave.
—El único motivo era cumplir la promesa que le había hecho a una moribunda —explicó Lacey.
Regan sonrió, pero sus ojos siguieron serios.
—No es a mí a quien tienes que convencer, Lacey. Pero no fue lo más inteligente que podías hacer.
Lacey guardaba el coche en el garaje del sótano de su edificio, un lujo que, si las cosas iban como se temía, probablemente no podría seguir permitiéndose.
La hora punta había pasado, pero el tráfico aún seguía colapsado. «Llegaré una hora tarde», pensó mientras cruzaba a paso de tortuga el puente George Washington, que estaba colapsado porque tenía un carril bloqueado. Jay estará de un humor maravilloso, sonrió con ironía, preocupada de verdad por hacer esperar a su familia.
Mientras avanzaba por la carretera 4, caviló sobre lo que debía contar a los suyos. Creo que todo, decidió al fin. Si mamá o Kit me llaman a la oficina y no estoy, igualmente se enterarán.
Jack Regan es un buen abogado, se tranquilizó mientras enfilaba la carretera 17. Arreglará todo esto.
Echó un vistazo al retrovisor. ¿Ese coche la seguía? se preguntó mientras cogía la avenida Sheridan. Basta, se reprendió. Te estás poniendo paranoica.
*****
Kit y Jay vivían en una calle tranquila de un barrio residencial bastante caro. Lacey aparcó delante de la casa, bajó del coche y echó a andar por el camino.
—¡Aquí está! anunció Bonnie ¡Ha llegado Lacey! —Y salió corriendo hacia la puerta.
—Ya era hora —gruñó Jay.
—Gracias a Dios —murmuró Mona Farrell, quien sabía que, a pesar de la presencia de Alex Carbine, Jay estaba a punto de explotar de rabia.
Bonnie abrió la puerta. De pronto, cuando la niña levantaba los brazos para abrazar a Lacey, se oyeron unos disparos y las balas les pasaron rozando. Lacey, que se lanzó hacia delante para cubrir a Bonnie, sintió una punzada de dolor que le atravesaba la cabeza. Aunque aparentemente los gritos procedían de la casa, en aquel momento su cabeza también era sólo un grito.
En el silencio súbito que siguió a los disparos, Lacey sopesó rápidamente la situación. El dolor que sentía era real, pero los borbotones de sangre de su cuello provenían del pequeño cuerpo de su sobrina.