7

Cuando regresaron de hacer los preparativos para la cremación de Isabelle, Jimmy Landi y Steve Abbott se dirigieron al despacho de aquél. Steve sirvió dos generosos vasos de whisky y puso uno de ellos sobre el escritorio de Jimmy.

—Creo que los dos lo necesitamos —comentó.

Landi cogió el suyo.

—Desde luego que sí —dijo—. Ha sido un día espantoso.

Los restos de Isabelle serían incinerados en cuanto les entregaran el cuerpo, y las cenizas enterradas en el Cementerio Puerta del Cielo de Westchester, en el mausoleo de la familia.

—Mis padres, mi hija, mi ex mujer, todos descansarán en el mismo lugar —dijo Jimmy mirando a Abbott—. No tiene sentido, Steve. Aparece un tipo que dice querer comprar un apartamento, y después vuelve y mata a Isabelle, una mujer indefensa. Y no precisamente porque llevara joyas valiosas. No tenía ninguna; nunca le importaron. —Landi tenía el rostro contraído con una mezcla de ira y angustia—. ¡Le dije que se deshiciera de ese apartamento! Pero no paraba de darle vueltas a la muerte de Heather y de preocuparse de que no había sido un accidente. Se estaba volviendo loca con todo eso, y a mí también me estaba desquiciando, y estar en ese apartamento no hacía más que empeorar el asunto. Además, necesitaba el dinero. Ese Waring con quien se casó no tenía un céntimo. Yo sólo quería que siguiera adelante con su vida ¡Y van y la asesinan! —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Bueno, ahora está con Heather. Quizás era donde quería estar…

Abbott, con un evidente esfuerzo por cambiar de tema, se aclaró la garganta y dijo:

—Jimmy, Cynthia vendrá a eso de las diez. ¿Por qué no cenas con nosotros?

Landi sacudió la cabeza.

—No; pero te lo agradezco. Hace casi un año que me cuidas como a un niño, Steve, desde la muerte de Heather, pero esto no puede continuar. Lo superaré. Deja de preocuparte por mí y atiende a tu novia. ¿Vas a casarte con ella?

—No quiero precipitarme —respondió Abbott con una sonrisa—. Dos divorcios son más que suficientes.

—Tienes razón. Por eso he estado soltero todos estos años. Y todavía eres joven, tienes mucha vida por delante.

—No tanta. No olvides que la primavera pasada cumplí cuarenta y cinco.

—¿Ah sí? Bueno, yo voy a cumplir sesenta y ocho el mes que viene —dijo Jimmy suspirando—. Y no creas que te vas a librar de mí tan pronto. Pienso dar mucha guerra antes de palmarla. ¡No lo olvides! —Le guiñó un ojo y los dos son rieron.

Steve se terminó el whisky y se puso de pie.

—Eso espero; además, no me cabe la menor duda. Cuando inauguremos en Atlantic City, será mejor que la competencia empiece a cerrar sus puertas, ¿no? —Abbott notó que Landi echaba un vistazo al reloj. Bueno, será mejor que baje y empiece a saludar a la clientela.

Poco después de que Abbott se marchara, lo llamó la recepcionista.

—Señor Landi, la señorita Farrell quiere hablar con usted. Me ha dicho que es la agente inmobiliaria que trabajaba para la señora Waring.

—Pásemela.

Al llegar a la oficina, Lacey había respondido con evasivas a las preguntas de Rick Parker sobre el interrogatorio del detective Sloane. «Me enseñó fotos; pero ninguno se parecía a Caldwell». Rechazó una vez más la invitación de Rick a cenar. «Tengo que ponerme al día con el papeleo», dijo con una sonrisa lánguida. Y es verdad, pensó.

Esperó a que todos se marcharan del departamento de inmuebles familiares y llevó la bolsa a la fotocopiadora. Hizo dos copias del diario; una para el padre de Heather y otra para ella. Después llamó al restaurante de Landi.

La conversación fue breve; Jimmy Landi la estaría esperando.

Era difícil encontrar un taxi a la hora del aperitivo, pero tuvo suerte: justo quedó libre uno en la puerta de su oficina. Lacey cruzó la acera corriendo y se metió en el coche antes de que alguien se lo quitara. Le dio la dirección del Venecia, en la calle 56 Oeste, se reclinó contra el respaldo y cerró los ojos. En aquel momento aflojó la bolsa que llevaba apretada debajo del brazo, pero no la soltó. ¿Por qué estaba tan intranquila? ¿Y por qué tenía la sensación de que la vigilaban?

En el restaurante, el comedor estaba lleno y la barra repleta. En cuanto dio su nombre, la recepcionista llamó al maitre.

—El señor Landi la espera, señorita Farrell —dijo éste.

Ella sólo le había adelantado que Isabelle había encontrado el diario de Heather y quería que él lo leyese. Pero cuando entró en su despacho y se sentó delante de ese hombre corpulento e inquietante, a Lacey le pareció un animal herido. Sintió que debía contarle con franqueza las últimas palabras de Isabelle Waring.

—Le prometí que le entregaría el diario a usted —dijo— y que también lo leería yo. No sé por qué quería que lo leyese yo. Sus palabras exactas fueron: «Muéstrale… dónde». Quería que yo le enseñase algo escrito. Por alguna razón suponía que yo encontraría algo que confirmara sus sospechas de que la muerte de su hija no fue un simple accidente. Estoy tratando de cumplir sus deseos. —Abrió la bolsa y sacó el fajo de hojas.

Landi las miró y apartó la vista.

Lacey estaba segura de que ver la letra de su hija resultaba muy doloroso para el hombre, pero su único comentario fue un irritado:

—Éste no es el original.

—No he traído el original. Mañana por la mañana voy a dárselo a la policía.

—Eso no fue lo que Isabelle le pidió —repuso con súbita ira.

Lacey se puso de pie.

—Señor Landi, no tengo alternativa. Seguramente comprenderá que no me resultará fácil que la policía entienda por qué me llevé pruebas de la escena del crimen. Estoy segura de que a la larga le devolverán el original, pero de momento tendrá que conformarse con una copia.

Como yo, se dijo mientras se volvía.

Landi ni siquiera levantó la mirada en el momento en que ella salió.

*****

Cuando Lacey entró en su apartamento, encendió la luz de la entrada y tardó un instante en percatarse del caos que tenía delante: los cajones volcados, los armarios revueltos, los cojines de los muebles diseminados por el suelo. Hasta habían vaciado la nevera y la habían dejado abierta. Se quedó mirando el destrozo consternada y aterrorizada y cruzó a trompicones entre los objetos desparramados para llamar al portero. Mientras éste telefoneaba a la policía, ella se puso en contacto con el detective Sloane.

Éste llegó poco después que los policías del distrito.

—Sabe lo que estaban buscando, ¿verdad? —dijo Sloane.

—Sí —respondió Lacey— el diario de Heather Landi. Pero no está aquí. Lo tengo en la oficina. Espero que el responsable de esto no haya ido allí.

*****

En el coche patrulla camino de la oficina, Sloane le recriminó su comportamiento.

—Me limité a cumplir la promesa que le había hecho a una moribunda —protestó Lacey—. Me pidió que leyera el diario y que después se lo diera al padre de Heather Landi, y es lo que he hecho. Esta noche le he llevado una copia.

Una vez en la oficina, Lacey abrió el armario y sacó el sobre marrón en el que había metido el original del diario.

El policía lo abrió, sacó unas hojas y las estudió.

—¿Está segura de que esto es todo? —le preguntó mirándola a los ojos.

—Es todo lo que tenía Isabelle Waring en el momento de su muerte —dijo Lacey, esperando que no la presionara.

Era la verdad, pero no toda: la copia del diario que se había hecho para ella estaba en el cajón de su escritorio.

—Creo que será mejor que vayamos a comisaría, señorita Farrell. Me parece que tenemos que hablar de todo esto un poco más.

—Pero ¿y mi apartamento? —Protestó—. Tengo que ordenarlo…

Qué ridícula, pensó. Es posible que asesinaran a Isabelle por el diario de Heather, y, si hubiera estado en casa esa noche, también me habrían matado a mí… ¡y se me ocurre pensar en el desorden! Le dolía la cabeza. Eran más de las diez y hacía horas que no comía nada.

—Su apartamento puede esperar —replicó Sloane bruscamente—. Tenemos que repasar todo esto ahora.

Pero cuando llegaron a la comisaría del distrito, mandó al detective Nick Mars a buscarle un bocadillo y un café antes de empezar el interrogatorio.

—Muy bien, volvamos al principio, señorita Farrell —le dijo.

Otra vez las mismas preguntas, pensó Lacey meneando la cabeza. ¿Conocía a Heather Landi? ¿No era extraño que la señora Waring le hubiera dado la exclusiva de la venta del apartamento sólo por haberla visto una vez en un ascensor? ¿Cuántas veces había visto a la señora Waring durante las últimas semanas? ¿Se citaban para almorzar? ¿Cenar? ¿Una visita al final de la jornada?

—Al atardecer lo llamaba «luz sobria» —se oyó decir Lacey, mientras buscaba en su mente algo que ellos no hubieran oído—. Decía que así lo llamaban los peregrinos y que ella se sentía muy sola a esa hora.

—¿Y no tenía amigas para llamar?

—Sólo sé que me llamaba a mí. A lo mejor pensaba que como soy una chica soltera de Manhattan, podría ayudarla a comprender un poco la vida de su hija —explicó Lacey— y su muerte —añadió. Volvió a ver el rostro triste de Isabelle, los pómulos altos y los ojos grandes que insinuaban lo bella que había sido en su juventud—. Creo que hablaba conmigo como se habla con un taxista o un camarero. Uno encuentra un oído comprensivo y sabe que, una vez superado el momento difícil, no tiene que preocuparse de lo que le ha contado a esa persona. ¿Es coherente lo que digo? se preguntó.

La actitud de Sloane era inescrutable; sólo se limitó a decir:

—Hablemos ahora de la vuelta de Curtis Caldwell al apartamento. No encontramos signos de que se haya forzado la puerta. Es evidente que Isabelle Waring no lo dejó entrar; simplemente estaba en la cama, se incorporó y se lo encontró allí. ¿Le dio usted una llave?

—No… —protestó Lacey—. Alto. Isabelle siempre dejaba una llave en un bol de la mesa del recibidor. Me dijo que siempre la dejaba allí, pues si bajaba a recoger el correo no tenía que molestarse en buscar el llavero. Quizá Caldwell la vio y la cogió. Y mi apartamento ¿qué? —se quejó—. ¿Cómo entraron? En el edificio hay portero.

—Y un garaje con mucho movimiento y entrada de servicio. Los llamados edificios vigilados son una broma, señorita Farrell. Usted que está en el negocio inmobiliario lo sabe.

Lacey recordó a Curtis Caldwell, pistola en mano, dispuesto a matarla.

—Una broma de mal gusto. —Se dio cuenta de que estaba reprimiendo las lágrimas—. Por favor, quiero irme a casa…

Por un instante pensó que la iban a retener más tiempo, pero Sloane se levantó.

—De acuerdo, puede marcharse, señorita Farrell, pero debo advertirle que es posible que se presenten cargos formales contra usted por llevarse pruebas de la escena del crimen y ocultarlas.

Tendría que haber llamado a un abogado, pensó Lacey. ¿Cómo he podido ser tan tonta?

*****

Ramón García, el portero del edificio, y su esposa Sonia estaban arreglando el apartamento cuando llegó Lacey.

—No queríamos que volviera y se encontrara con la casa patas arriba —le dijo Sonia mientras pasaba un paño por la cómoda de su dormitorio—. Hemos guardado las cosas en los cajones. Seguro que no en su sitio, pero al menos no está todo por el suelo.

—Gracias —dijo Lacey.

Al marcharse, el apartamento estaba lleno de policías y temía lo que iba a encontrarse al regresar.

Ramón acababa de cambiar la cerradura.

—La desmontó un experto —explicó— con herramientas apropiadas ¿Cómo es posible que no se haya llevado sus joyas?

Había sido lo primero que la policía le había pedido que comprobara. Las pulseras de oro, los pendientes de brillantes y el collar de perlas de su abuela estaban allí, como siempre.

—Creo que no era eso lo que buscaba —respondió Lacey. Su voz le sonó débil y cansada.

Sonia la miró fijamente.

—Vendré mañana por la mañana, no se preocupe. Cuando vuelva del trabajo, todo estará limpio y ordenado.

Lacey los acompañó a la puerta.

—¿Todavía funciona el cerrojo? —le preguntó a Ramón.

—Nadie podrá entrar si está puesto —le respondió después de probarlo— al menos sin un ariete. No se preocupe, está segura.

Lacey cerró la puerta cuando se marcharon. Después echó un vistazo al apartamento y tuvo un escalofrío. ¿En qué me he metido? pensó.