Ed Sloane se percató de que su compañero estaba asustado. Aunque en el coche hacía frío, Nick Mars despedía un olor acre a sudor y unas gotas brillantes le perlaban la frente de su cara infantil.
El instinto de Sloane, que no fallaba, le indicó que algo iba mal.
—Creo que ha llegado el momento de que vayamos a buscar a esa Farrell —le dijo.
—¿Para qué, Ed? —preguntó Mars, sorprendido—. Podemos cogerla cuando salga.
Sloane abrió la puerta del coche y sacó la pistola.
—Vamos.
*****
Lacey no estaba segura de haber oído un ruido en la escalera. Las casas viejas a veces parecían tener vida propia. Era consciente, sin embargo, de que la atmósfera había cambiado, como si un termómetro descendiera súbitamente. Lottie Hoffman también lo sintió; Lacey se lo notó en los ojos.
Más tarde se dio cuenta de que era la presencia del mal que se arrastraba insidioso y la envolvía de una forma casi tangible. Había sentido el mismo frío al encerrarse en el armario mientras Curtis Caldwell bajaba la escalera después de matar a Isabelle.
Entonces volvió a oírlo: un ruido de lo más sutil pero espantosamente claro. No era producto de su imaginación.
Ahora estaba segura, y en ese instante se le aceleró el corazón ¡Había alguien en la escalera! Voy a morir, pensó.
Al ver el terror que asomaba en la mirada de la señora Hoffman, se llevó el índice a los labios para indicarle que no hablara. El hombre bajaba por la escalera muy despacio, jugando con ellas al gato y al ratón. Lacey miró alrededor. Había sólo una puerta y daba a la escalera. No había escapatoria ¡Estaban atrapadas!
Clavó la mirada en un pisapapeles de cristal que había sobre la mesa de centro; era del tamaño de una pelota de béisbol y parecía pesado. No podía cogerlo sin ponerse de pie, y le daba miedo hacerlo. En cambió, le tocó la mano a la señora Hoffman y lo señaló.
Desde donde estaban se veía la parte inferior de la escalera. Ahí estaba él. A través de los barrotes de madera, Lacey vio un zapato lustroso.
La frágil y temblorosa mano de la anciana cogió el pisapapeles y se lo entregó a Lacey, que se puso de pie y, en el momento en que el asesino que conocía como Caldwell quedó completamente a la vista, se lo arrojó con todas sus fuerzas.
El pesado trozo de cristal le dio encima del estómago justo cuando se disponía a bajar rápidamente los escalones finales. El impacto lo hizo tropezar y soltar la pistola. Lacey se abalanzó para alejar la pistola de una patada, mientras la señora Hoffman con pasos vacilantes conseguía llegar a la puerta principal y abrirla de par en par para gritar pidiendo ayuda.
El detective Sloane pasó corriendo por el recibidor. En aquel momento los dedos de Savarano volvían a cerrarse sobre la pistola, pero Sloane le dio una violenta patada en la muñeca. Nick Mars, detrás de él, apuntó a la cabeza de Savarano y empezó a apretar el gatillo.
—¡No! —gritó Lacey.
Sloane giró de repente y le dio un empujón a su compañero, de modo que la bala dirigida a la cabeza de Savarano le dio en la pierna. El asesino soltó un grito de dolor.
Lacey, aturdida, vio cómo Sloane esposaba al asesino de Isabelle Waring mientras unas sirenas estridentes se acercaban. Al fin bajó la vista y se encontró con la mirada que la había perseguido todos esos meses. Unos ojos azul hielo y unas pupilas negras… los ojos de un asesino. Pero de pronto advirtió que había algo nuevo en ellos: miedo.
El fiscal Gary Baldwin entró en la casa rodeado por sus agentes. Miró a Sloane, a Lacey y después a Savarano.
—Bien, ha logrado atraparlo antes que nosotros —dijo a su pesar—. Esperaba ser yo quien le ganara por la mano… En fin, no importa… Buen trabajo, Sloane, lo felicito. —Se agachó sobre Savarano—. Hola, Sandy. Te he estado buscando. Te tengo preparada una jaula con tu nombre, la más pequeña y oscura de Marion, la peor de las prisiones federales del país. Encerrado veintitrés horas por día. Incomunicado, por supuesto. Es posible que no te guste, aunque nunca se sabe. Alguna gente, en solitario, no dura mucho tiempo cuerda, así que no importa. De todas formas, piénsatelo, Sandy. Una jaula sólo para ti. Una celda diminuta, minúscula, toda tuya para el resto de tu vida. —Se enderezó y miró a Lacey—. ¿Está bien, señorita Farrell?
Lacey asintió con la cabeza.
—Hay alguien que no lo está. —Sloane se inclinó sobre Nick Mars, que estaba blanco como un papel. Le quitó la pistola, le abrió la chaqueta y le sacó las esposas—. Robar pruebas es bastante malo, pero un intento de asesinato es mucho peor. Ya conoces el procedimiento, Nick.
Nick puso las manos detrás y se dio la vuelta. Sloane le colocó sus propias esposas.
—Ahora se puede decir que son realmente tuyas, Nick —dijo con una sonrisa de tristeza.