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—¿Para qué ha venido? —preguntó Lottie Hoffman después de dejar entrar de mala gana a Lacey en su casa—. No puede quedarse aquí. Llamaré otro taxi para que venga a buscarla ¿Adónde quiere ir?

Ahora que estaba cara a cara con la única persona que podía ayudarla, Lacey se sintió al borde de la histeria. Todavía no estaba segura de si la habían seguido o no, pero ya no importaba. Lo único que sabía era que ya no podía seguir huyendo.

—Señora Hoffman, no tengo dónde ir —declaró angustiada—. Alguien está tratando de matarme, y creo que lo ha enviado la misma persona que hizo matar a su marido, a Isabelle Waring y a Heather Landi. Usted es la única que puede detenerlo ¡Por favor, ayúdeme!

Los ojos de Lottie Hoffman se ablandaron. Notó que Lacey cojeaba y que evitaba apoyar un pie.

—Estás lesionada. Ven, siéntate.

La sala era pequeña pero estaba exquisitamente ordenada. Lacey se sentó en el sofá y se quitó el pesado abrigo que llevaba.

—No es mío —dijo— pero no puedo ir a casa a buscar mi propia ropa. No puedo acercarme a mi familia. Casi mataron a mi sobrinita por mí. Voy a tener que vivir así el resto de mi vida si no identifican y arrestan a quien está detrás de todo esto. Por favor, señora Hoffman, dígame… ¿sabía su marido quién estaba detrás?

—No puedo hablar de ello. —Lottie Hoffman, con la cabeza gacha, miraba al suelo y hablaba casi con un susurro—. Si Max hubiera mantenido la boca cerrada, aún estaría vivo.

Lo mismo que Heather y su madre. —Levantó la cabeza y miró a Lacey—. ¿Acaso valen la pena tantas muertes para saber la verdad? Creo que no.

—Usted se despierta asustada todas las mañanas ¿verdad? —preguntó Lacey. Estiró el brazo y cogió la mano delgada y llena de venas de la anciana—. Por favor, señora Hoffman, dígame lo que sabe ¿Quién está detrás de todo esto?

—La verdad es que no lo sé. Ni siquiera sé su nombre. Max sí lo sabía. Había trabajado para Jimmy Landi y conocía a Heather. Ojalá no la hubiera visto ese día en Mohonk.

Se lo conté a Max y le describí al hombre que estaba con ella. Se disgustó mucho. Me dijo que era un traficante de drogas y un mafioso, pero que nadie lo sabía, que todo el mundo lo consideraba un hombre respetable, una buena persona. Quedó para almorzar con Heather para advertirle… y dos días después estaba muerto. —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Lo echo mucho de menos y estoy muy asustada.

—Y tiene razón en estarlo —le dijo Lacey con amabilidad— pero cerrar la puerta con llave no es la solución. Algún día, esa persona decidirá que usted también es una amenaza en potencia.

*****

Sandy Savarano enroscó el silenciador a la pistola. Entrar en la casa había sido un juego de niños, y podía irse de la misma manera: por la ventana trasera de ese cuarto. El árbol de fuera era como una escalera. Había aparcado el coche en la calle lateral, a la que se accedía a través del jardín del vecino. Estaría a kilómetros de distancia antes de que los polis que había sentados fuera sospecharan algo. Consultó su reloj; había llegado el momento.

La vieja sería la primera; sólo era un incordio. Lo que de verdad quería ver era la expresión de los ojos de Lacey Farrell cuando la encañonara con la pistola. No le daría tiempo de gritar. Apenas tendría un instante para lanzar ese breve gemido, que él tenía tantas ganas de oír y que indicaría que lo había reconocido y que sabía que iba a morir.

Ahora.

Sandy apoyó el pie derecho en el primer escalón, y después, con extremo cuidado, empezó a bajar.