—Espero que mamá llegue antes de que vuelva a llamar Lacey —dijo Kit, nerviosa.
Estaban tomando café con el sacerdote en el despacho de la parroquia. Kit tenía el teléfono al lado.
—Pero si han pasado sólo diez minutos —le dijo Jay para tranquilizarla—. Estaba a punto de salir para ir a desayunar con Alex en Nueva York.
—Mamá está desesperada por todo esto —le explicó Kit al sacerdote—. Sabe que la fiscalía la culpa de la filtración, lo que es ridículo. Si ni siquiera me dijo a mí dónde estaba Lacey. Le dará un ataque si ahora no puede hablar con ella cuando vuelva a llamar.
—Si es que llama —le advirtió Jay—. Quizá no pueda volver a hacerlo.
*****
¿La seguían? se preguntó Lacey. No lo sabía. Un Toyota negro parecía mantener una distancia constante detrás del taxi. Suspiró de alivio cuando el coche abandonó la autovía en la primera salida después del túnel Midtown.
Tim había pegado con cinta adhesiva el código para desbloquear el teléfono móvil que le había dejado. Lacey sabía que Kit y Jay estaban esperando su llamada en la parroquia, pero si podía conseguir la información que necesitaba de otra manera, lo prefería. Tenía que averiguar la dirección de Max Hoffman, en la que, si tenía suerte, seguiría viviendo su mujer. Debía hablar con ella y averiguar todo lo que supiera de la conversación de su marido con Heather Landi.
Lacey decidió primero llamar a información y pedir la dirección de la señora Hoffman. Marcó el número y le preguntaron qué deseaba.
—Necesito la dirección de Max Hoffman, en Great Neck.
Hubo una pausa.
—A pedido del cliente, no podemos dar esa información.
Había poco tráfico y Lacey se dio cuenta de que se acercaban a Little Neck. Great Neck era el siguiente pueblo.
¿Qué haría si llegaban y no tenía ninguna dirección que darle al taxista? Sabía que, para empezar, el hombre no quería irse tan lejos de Manhattan. Y si llegaba a casa de la señora Hoffman y la mujer no estaba o no quería abrirle la puerta, ¿qué haría entonces? ¿Y si la seguían?
Llamó otra vez a la parroquia. Kit atendió de inmediato.
—Mamá acaba de llegar, Lacey. Se muere por hablar contigo.
—Kit, por favor…
Su madre cogió el teléfono.
—Lacey ¡no le he dicho a nadie dónde vivías!
Está desesperada, pensó Lacey. Es terrible para ella, pero ahora no puedo hablar de todo esto.
—Jay quiere hablar contigo —le dijo su madre.
Estaban entrando en Great Neck.
—¿A qué dirección vamos? —le preguntó el taxista.
—Pare un minuto —pidió Lacey.
—Señora, no quiero pasar todo el domingo aquí.
Lacey estaba al borde del ataque de nervios. Un Toyota negro disminuyó la velocidad y entraba en un aparcamiento. La seguían. Sintió un sudor frío por todo su cuerpo, pero suspiró aliviada al ver que del coche descendía un hombre joven con un niño.
—¿Lacey? —preguntaba Jay.
—Jay, ¿me has conseguido la dirección de Hoffman en Great Neck?
—No tengo ni idea de dónde sacarla. Tendría que ir a la oficina y hacer un par de llamadas para ver si alguien la sabe.
He llamado a Alex, que conocía muy bien a Max. Dice que tiene la dirección en alguna parte, en un fichero de direcciones a las que envía tarjetas de Navidad. La está buscando.
Por primera vez en esos espantosos meses, Lacey sintió una desesperación total. Tenía al alcance de la mano la información que con toda certeza era la clave, y ahora estaba otra vez empantanada. En aquel momento oyó a Jay preguntar:
—¿Qué dice que puede hacer, padre? No, no sé en qué funeraria.
El padre Edwards se hizo cargo de la situación. Mientras Lacey hablaba otra vez con su madre, el sacerdote llamó a dos funerarias de Great Neck por la otra línea. Se presentó con una mentirijilla y dijo que uno de sus feligreses quería enviar una carta de pésame por la muerte del señor Max Hoffman, que había fallecido en diciembre del otro año. La segunda funeraria a la que llamó era la que se había ocupado del funeral y le proporcionaron amablemente la dirección.
Jay se la pasó a Lacey.
—Hablaré con todos vosotros más tarde —dijo—. Y, por el amor de Dios, no le digáis a nadie a dónde voy.
Al menos espero poder hablar con vosotros más tarde, pensó mientras el taxi arrancaba y entraba en una estación de servicio para preguntar por el número 10 de Adams Place.