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Jimmy Landi pensaba pasar el fin de semana en Atlantic City para comprobar personalmente que todo estaba listo para la inauguración del casino. Era un momento importante para él y le costaba mantenerse alejado. Ganaría millones; además, le entusiasmaba estrechar la mano de los peces gordos y le emocionaba oír el ruido de las tragaperras cuando lanzaban un premio de cien dólares en monedas de veinticinco céntimos para que los jugadores se sintieran extraordinarios ganadores.

Jimmy sabía que los auténticos jugadores despreciaban a la gente que jugaban con esas máquinas. Él no. Él sólo despreciaba a la gente que jugaba con el dinero de los demás. Por ejemplo, los tipos que se jugaban el sueldo con el que tenían que pagar la hipoteca y el colegio de los niños.

Su casino estaba destinado para la gente que podía permitirse jugar. Lo veía de esa manera. Los periódicos habían citado sus jactanciosas declaraciones «Las habitaciones, el servicio, la comida y los espectáculos serán mejores que en ninguna otra parte, tanto en Atlantic City como en Las Vegas e incluso en Mónaco». El hotel ya estaba completo para las semanas de inauguración. Sabía que alguna gente iría sólo para lanzarse sobre cualquier cosa que no le gustara y quejarse de todo. Muy bien, cambiarían de idea. Lo había prometido.

Jimmy sabía que siempre era importante tener algún reto, pero reconocía que para él nunca había sido tan importante como ahora. Steve Abbott se ocupaba de dirigir las cuestiones de rutina, por lo que él podría ocuparse de las cosas generales. A Jimmy no le interesaba quién imprimía los menús ni planchaba las servilletas. Sólo quería saber cómo quedaban y cuánto costaban.

Pero, por mucho que lo intentara, no conseguía centrarse en el casino. Estaba así desde que le habían devuelto la copia del diario de Heather el lunes anterior, obsesionado con el tema, sin parar de releerlo. Era como un puente hacia recuerdos que no sabía muy bien si quería volver a experimentar. Lo más enloquecedor, para él, era que aunque el diario empezaba cuando Heather se había trasladado a Nueva York para probar suerte en el mundo del espectáculo, mencionaba en todo el texto cosas del pasado, actividades que había hecho con él o con su madre. Era, al mismo tiempo, un diario del presente y un libro de recuerdos.

Una de las cosas que le molestaban era ver que su hija le tenía miedo ¿Qué le daba miedo? Bueno, sí, le había echado alguna que otra bronca, como a todo el mundo que se pasaba de la raya, pero eso no era suficiente para asustarla tanto. Le resultaba terrible pensar en eso.

¿Qué había pasado hacía cinco años que ella se afanaba tanto en ocultarle? No podía dejar de pensar en esa parte del diario. La idea de que alguien le hubiera hecho alguna trastada y salido airoso inflamaba su ira. A pesar de que había pasado mucho tiempo, debía llegar al fondo del asunto.

También lo atormentaba la cuestión de las páginas lisas.

Podía jurar que las había visto, aunque sólo había echado un vistazo al diario la noche que se lo había llevado Lacey Farrell y la siguiente, cuando, al intentar leerlo se había emborrachado por primera vez en muchos años. Aun así, tenía la casi certeza de haberlas visto.

La policía afirmaba que nunca había recibido ninguna página sin renglones. Puede que sea cierto, se dijo, pero si tengo razón y esas hojas estaban, seguro que no habrían desaparecido si no hubiesen contenido algo importante. Hay una sola persona que puede decirme la verdad: Lacey Farrell.

Cuando hizo la copia del diario para mí, sin duda notó si todas las páginas eran iguales o había algunas diferentes.

Jimmy recordó vagamente que eran unas hojas manchadas. Decidió llamar a la madre de Lacey y pedirle otra vez que le hiciera a su hija la pregunta para la que necesitaba una respuesta ¿existían esas páginas?