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Cuando se reanudaron los vuelos desde el aeropuerto de Mineápolis, Sandy Savarano cogió el primero a Nueva York. Dedujo que Lacey Farrell habría tomado el primer vuelo que salía, por eso se había ido a Chicago. Estaba seguro de que de allí iría a Nueva York.

Mientras esperaba a que saliera su avión, pidió el horario de los vuelos a Nueva York de las compañías más importantes de Chicago. Estaba seguro de que Lacey Farrell seguiría con Northwest. Lo lógico era que cuando aterrizara se dirigiera al mostrador de Northwest más cercano.

Aunque su instinto le decía que volaría con esa compañía, Sandy se las arregló para estudiar la mayoría de las zonas por las que tenían que pasar los pasajeros procedentes de Chicago.

Buscar y matar a Lacey Farrell se había convertido en algo más que un mero trabajo. A esas alturas, empezaba a agotarse. Lo que estaba en juego era mucho más de lo que quería apostar en un principio. Le gustaba su nueva vida en Costa Rica, su nueva cara, su joven esposa. El dinero que le pagaban por deshacerse de Lacey Farrell era una fortuna, pero, con su estilo de vida, no le hacía demasiada falta. Lo que sí resultaba imperioso era no vivir con la sensación de que su último trabajo había sido una chapuza… eso y eliminar a la persona que podía mandarlo a la cárcel para siempre.

Después de comprobar todos los vuelos a Nueva York durante un lapso de cinco horas, decidió dejarlo. Temía que si seguía dando vueltas lo único que haría sería llamar la atención. Tomó un taxi hasta el apartamento que habían alquilado para él en el edificio de piedra rojiza de la calle 10 Oeste. Esperaría allí hasta tener nueva información sobre Lacey Farrell.

No tenía la menor duda de que a media tarde del día siguiente volvería a estar cerca de su presa.