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Cada fibra de su ser le gritaba a Tom Lynch que no dejara sola a Alice. Condujo ocho kilómetros en dirección a su casa de Saint Paul y decidió dar la vuelta. Le diría claramente que no pensaba estar presente mientras hablaba con su madre y con los miembros de la familia implicados en el distanciamiento, pero, razonó, no podía objetar nada a que él esperara en el vestíbulo o en su coche incluso, hasta que ella terminara y él pudiera subir. Es evidente que está en apuros, pensó. Y quiero estar a su lado para ayudarla.

Una vez tomada la decisión de regresar, le cogió una impaciencia terrible con los conductores precavidos que avanzaban a paso de tortuga por la nieve.

Tuvo el primer indicio de que algo no iba bien al ver los coches de policía con las luces encendidas aparcados delante del edificio de Alice. Un agente dirigía el tráfico e impedía que se detuvieran los conductores curiosos.

Una espantosa sensación de inevitabilidad le dijo que la presencia de la policía tenía algo que ver con Alice. Consiguió un sitio para aparcar a una manzana de distancia y volvió corriendo. Un policía lo detuvo a la entrada del edificio.

—Tengo que subir —le dijo al agente—. Una amiga mía vive aquí y quiero comprobar si está bien.

—¿Cómo se llama?

—Alice Carroll, vive en el cuarto F.

El cambio de actitud en el policía le confirmó a Tom que algo le había pasado a Alice.

—Venga conmigo. Lo llevaré arriba.

En el ascensor, Tom se obligó a hacer la pregunta que temía formular.

—¿Ella está bien?

—Espere a hablar con la persona que está a cargo de la operación, señor.

La puerta del apartamento de Alice estaba abierta. Dentro había tres policías uniformados que recibían instrucciones de un hombre mayor, al que Tom reconoció como el que había llevado a Alice a su casa la otra noche.

—¿Qué le ha pasado a Alice? —preguntó Tom—. ¿Dónde está?

Por la cara de sorpresa del policía vio que lo había reconocido, pero no perdió tiempo en presentarse.

—¿Cómo es que conoce a Alice, señor Lynch? —preguntó George Svenson.

—No pienso contestar a sus preguntas hasta que usted conteste las mías ¿Dónde está Alice? ¿Por qué está la policía aquí? ¿Quién es usted?

Svenson respondió sucintamente:

—Soy agente federal. No sabemos dónde está Alice, pero lo que sí sabemos es que la han amenazado.

—Entonces ese hombre que vino ayer al gimnasio y que dijo ser su padre es un impostor —repuso Tom acaloradamente—. Lo pensé, pero cuando se lo conté a Alice me dijo que tenía que llamar a su madre.

—¿Qué hombre? —Preguntó Svenson—. Dígame todo lo que sepa sobre él, señor Lynch. Podría salvarle la vida a Alice Carroll.

*****

Cuando Tom finalmente llegó a su casa, eran más de las cuatro y media. El parpadeo del contestador automático indicaba que había recibido cuatro mensajes. Tal como imaginaba, ninguno era de Alice.

Sin sacarse siquiera la chaqueta, se sentó a la mesa junto al teléfono y se cogió la cabeza entre las manos. Lo único que le había dicho Svenson era que Alice había recibido llamadas amenazadoras y se había puesto en contacto con ellos. Aparentemente esa mañana debió de asustarse bastante por algo; por eso la policía estaba allí. «Habrá ido a casa de alguna amiga» le había dicho Svenson con tono poco convincente. O quizá la raptaron, pensó Tom. Hasta un niño podía darse cuenta de que la policía no le había dicho lo que pasaba realmente. Habían intentado localizar a Ruth Wilcox en el gimnasio Ciudades Gemelas, pero tenía el día libre. Decían que querían una descripción completa del hombre que se había hecho pasar por su padre.

Tom le había dicho a Svenson que Alice había prometido llamarlo «Si lo llama, dígale que se ponga en contacto conmigo inmediatamente», había replicado Svenson con firmeza.

Tom volvió a ver mentalmente a Alice, callada y adorable, junto a la ventana de la casa del banquero en Wayzata, hacía apenas una semana ¿Por qué no confiaste en mí? le preguntó enfadado a esa imagen. ¡Y esta mañana lo único que querías era que me largara!

Había una posible pista que la policía le había explicado: una vecina creía haber visto a Alice entrar en su coche a eso de las once. Yo me fui a eso de las once menos cuarto, pensó Tom. Si esa vecina no se equivoca, entonces se marchó sólo diez minutos después ¿Adónde iría? ¿Dónde estará?

Miró el antiguo teléfono negro. Llámame, Alice, pensó con una mezcla de exigencia y súplica. Pero pasaron las horas, la luz del amanecer hizo su débil aparición mientras la nieve seguía cayendo copiosamente, y el teléfono no sonó.