Después de darle a la encargada del Centro Deportivo Edina los formularios de inscripción y el cheque, Lacey fue a la pista de squash y empezó a tirar pelotas contra la pared. Enseguida comprobó que la noche anterior en vela y el footing de primera hora de la mañana la habían dejado exhausta. Se le escapaban las pelotas fáciles, y se dobló el tobillo tratando de devolver una pelota difícil. Era el reflejo de su vida actual. Al borde de las lágrimas, salió de la pista cojeando y cogió el abrigo y la bolsa de la taquilla.
La puerta de la oficina de la encargada estaba semiabierta. Lacey vio a una pareja joven sentada al escritorio y a un hombre canoso que esperaba para hablar con ella.
Lacey sintió que se le empezaba a hinchar el tobillo y se detuvo un instante en la puerta. Iba a preguntar si en el gimnasio tenían vendas elásticas, pero decidió irse a casa y ponerse hielo. Así como esa mañana sólo quería salir del apartamento, lo único que deseaba ahora era volver y quedarse allí con la puerta bien cerrada.
*****
Esa mañana, cuando Lacey había salido a hacer footing, algunas nubes dispersas cubrían el cielo, que ahora se habían convertido en una masa compacta. Mientras Lacey conducía de Edina a Mineápolis, una fuerte nevada era inminente.
Tenía una plaza de aparcamiento detrás del edificio. Estacionó el coche allí y se quedó sentada en silencio. Su vida era un caos absoluto. Estaba a miles de kilómetros de su familia, viviendo una existencia que no podía ni llamarse vida, sola y aislada. Se hallaba atrapada en una mentira y debía fingir ser quien no era… ¿y por qué? Sólo porque había sido testigo de un crimen. A veces deseaba que el asesino la hubiera descubierto en el armario. No quería morir, pero habría sido más fácil que vivir así, pensó desesperada.
Tengo que hacer algo, se dijo.
Abrió la puerta y salió con cuidado, tratando de no forzar el tobillo dolorido. Mientras se volvía para cerrar la puerta, sintió una mano en el hombro. Tuvo la misma sensación que en la pesadilla: la vida que se desarrollaba en cámara lenta mientras trataba de gritar, pero ningún sonido acudió a su garganta. Se inclinó intentando soltarse, jadeó y tropezó al tiempo que una aguda punzada le traspasaba el tobillo como un hierro candente.
Un brazo la sostuvo mientras oía una voz conocida.
—¡Alice, lo siento! No quería asustarte. Perdóname.
Era Tom Lynch.
Lacey se apoyó en él, aliviada.
—Ay Tom… Dios mío… Estoy… Estoy bien, pero… creo que me has asustado.
Y se echó a llorar. Era tan agradable sentirse protegida entre sus brazos. Se quedó inmóvil durante un momento, mientras una sensación de alivio la embargaba. Luego se enderezó y lo miró. No, no podía hacerle eso… ni a él ni a ella misma.
—Lamento que te hayas molestado en venir, Tom. Pero tengo que subir —dijo obligándose a respirar con normalidad mientras se secaba las lágrimas.
—Voy contigo. Tenemos que hablar.
—No, no tenemos nada que hablar.
—Por supuesto que sí —repuso él—. Empezando por el hecho de que tu padre te está buscando por todo Mineápolis porque tu madre se está muriendo y quiere hacer las paces contigo.
—¿De qué… estás hablando? —Lacey sintió la boca pastosa y la garganta atenazada.
—Estoy hablando de que Ruth Wilcox me dijo que ayer a la tarde apareció un hombre por el gimnasio con tu foto. Dijo que era tu padre y te estaba buscando.
¡Está en Mineápolis!, pensó Lacey, súbitamente presa del pánico.
—¡Alice, mírame! ¿Es verdad? ¿Era tu padre y te está buscando?
Lacey sacudió la cabeza desesperada por soltarse de Tom.
—Por favor, vete.
—No pienso irme. —Le cogió la cara con las manos, obligándola a mirarlo.
Una vez más, la voz de Jack Farrell resonó en la cabeza de Lacey «Pones mi cara delante de la que realmente quieres —le dijo—. Admítelo».
Lo admito, sí, se dijo mientras miraba la firme mandíbula de Tom, la frente arrugada por la preocupación y la expresión de sus ojos. Lo miró como se mira a alguien especial. Pues bien, no permitiré que te pase nada por culpa de todo esto, se prometió.
Si el asesino de Isabelle Waring había logrado sacarle su dirección a Ruth Wilcox en el gimnasio, seguramente a estas alturas ya estaría muerta. Hasta ahora, todo iba bien. Pero ¿a quién más le estaba enseñando esa foto?
—Alice, sé que estás en apuros; sea lo que sea, puedes contar conmigo. Pero ya no puedo seguir en la oscuridad ¿No lo comprendes? —le suplicó Tom.
Lacey lo miró. Era una sensación tan extraña ver a ese hombre que evidentemente sentía algo por ella… ¿Amor? Quizá. Era exactamente el tipo de persona a la que le habría gustado conocer algún día ¡Pero no ahora! ¡No allí! No en esa situación. No puedo hacerle esto, pensó.
Un coche entró en el aparcamiento. Lacey instintivamente quiso empujar a Tom, esconderlo detrás de su coche.
Tengo que irme, pensó. Y conseguir que Tom se vaya.
Mientras el coche se acercaba, vio que la conductora era una mujer que vivía en el edificio. Pero ¿quién sería el conductor del siguiente vehículo que entrara? se preguntó.
Podría ser él.
Empezaron a caer los primeros copos de nieve.
—Tom, por favor, vete —le rogó—. Tengo que llamar a casa y hablar con mi madre.
—Entonces esa historia es verdad.
Lacey asintió sin mirarlo a los ojos.
—Tengo que hablar con ella y arreglar las cosas ¿Puedo llamarte más tarde? —preguntó al fin levantando la mirada.
Tom, preocupado y confundido, la miró a la cara.
—¿Me llamarás?
—Te lo prometo.
—Si puedo ayudar, ya sabes…
—No, ahora no puedes.
—¿Puedes contestarme con franqueza sólo una cosa?
—Por supuesto.
—¿Hay otro hombre en tu vida?
—No.
Tom asintió.
—Es lo único que necesito saber.
Otro coche entraba en el aparcamiento.
—Tom, tengo que llamar a casa.
—Déjame al menos acompañarte hasta la puerta —repuso él tomándola del brazo, y al cabo de unos pasos se detuvo—. Estás cojeando.
—No es nada… Tropecé. —Lacey rogó que su cara no demostrara el dolor que sentía al caminar.
Tom le abrió la puerta del vestíbulo.
—¿Cuándo me llamarás?
—Dentro de una hora más o menos. —Lo miró y se obligó a sonreír.
Tom le dio un beso suave en la mejilla.
—Estoy preocupado por ti. —Le cogió las manos y la miró intensamente a los ojos—. Pero esperaré tu llamada. Me has dado una nueva esperanza.
Lacey aguardó en el vestíbulo hasta ver que se alejaba el BMW azul oscuro y luego se precipitó hacia el ascensor.
*****
Sin quitarse el abrigo, telefoneó al nuevo gimnasio. Atendió la encargada con su voz alegre.
—Centro Deportivo Edina, un momento por favor.
Pasó un minuto y después otro. Maldita sea, pensó Lacey al cortar la comunicación bruscamente con la otra mano. Era sábado y cabía la posibilidad de que su madre estuviera en casa. Por primera vez en meses marcó directamente el conocido número.
Su madre atendió a la primera llamada. Lacey sabía que no podía perder tiempo.
—Mamá, ¿a quién le has dicho que yo estaba aquí?
—¿Lacey? No se lo he dicho a nadie ¿Por qué? —respondió su madre alarmada.
—¿Quiénes estaban en la cena de anoche?
—Alex, Kit, Jay, Jimmy Landi y su socio, Steve Abbott, y yo ¿Por qué?
—¿Dijiste algo sobre mí?
—Nada importante. Sólo que te habías apuntado a gimnasio nuevo con pista de squash. No hay problema con eso, ¿no?
Dios mío, pensó Lacey.
—Lacey, el señor Landi quiere hablar contigo. Me preguntó si las últimas páginas del diario de su hija estaban escritas en hojas lisas.
—¿Y por qué quiere saber eso? Le di una copia completa del diario.
—Porque dice que alguien robó esas hojas de la comisaría, y también robaron el original. Lacey, ¿me estás diciendo que la persona que intentó matarte está en Mineápolis?
—Mamá, no puedo hablar. Te llamo más tarde.
Colgó. Llamó una vez más al gimnasio. Esta vez, no le dio tiempo a la encargada de hacerla esperar.
—Soy Alice Carroll —la interrumpió—. ¿No…?
—Hola, Alice. —La voz de la mujer se tornó muy solícita Ha venido tu padre a buscarte. Lo llevé a la pista de squash pensando que estabas allí, pero ya te habías marchado. Alguien nos dijo que te torciste el tobillo. Tu padre estaba muy preocupado. Le he dado tu dirección. He hecho bien ¿no? Se ha ido hace unos minutos.
*****
Lacey metió el diario de Heather en su bolsa y medio corriendo medio saltando llegó a su coche y enfiló hacia el aeropuerto. Un viento recio hacía que la nieve golpeara el parabrisas. Por suerte tardará un rato en darse cuenta de que me he largado, pensó.
Había un vuelo a Chicago doce minutos después de que llegara al mostrador. Se las arregló para entrar justo antes de que cerraran las puertas de embarque.
A partir de ese momento, el avión se quedó en la pista durante tres horas, esperando el permiso para despegar.