El viernes por la noche, Tom Lynch pensaba ir a tomar una copa con su prima Kate después del teatro. Era la última actuación en Mineápolis y quería despedirse de ella. Además, esperaba que le levantara un poco el ánimo.
Desde que Alice Carroll le había dicho que había otro hombre en su vida, estaba deprimido y todo parecía salirle mal. El productor de su programa de radio le había tenido que indicar varias veces que hablara, y hasta él mismo se había sentido mentalmente aburrido en varias entrevistas a autores.
Una compañía de gira estrenaba Show Boat en el Orpheum el sábado por la noche y Tom tenía ganas de invitar a Alice a que lo acompañara. Hasta había pensado lo que le diría: «Esta vez te toca a ti la última porción de pizza».
El viernes por la noche decidió ir al gimnasio a hacer un poco de ejercicio. No vería a Kate hasta las once, y no se le ocurría otra cosa que hacer hasta esa hora. Albergaba la secreta esperanza de que Alice apareciera por el gimnasio, empezaran a hablar y ella admitiera que tenía serias dudas respecto a ese otro hombre.
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Cuando salió del vestuario, Tom miró alrededor. Alice no estaba allí; de hecho, sabía que no había aparecido en toda la semana.
A través del cristal de la oficina vio a Ruth Wilcox conversando muy interesada con un hombre de cabello gris. Mientras la observaba, Ruth meneó varias veces la cabeza y esbozó una ligera expresión de preocupación.
¿Qué querrá? ¿Un descuento? se preguntó Tom. Iba a empezar a hacer gimnasia, pero antes quería preguntarle a Ruth si sabía algo de Alice.
—Tom, tengo noticias para ti —le dijo Ruth— pero cierra la puerta porque no quiero que las oiga nadie.
Por alguna razón, él supo que las noticias tenían que ver con Alice y el hombre canoso que acababa de irse.
—Ese hombre está buscando a Alice —le dijo Ruth con voz excitada—. Es su padre.
—¿Su padre? Pero Alice me dijo que su padre murió hace años.
—Quizás eso fue lo que te dijo, pero ese hombre es su padre. O al menos eso dice. Incluso me ha mostrado una foto de ella y me ha preguntado si la había visto.
El instinto periodístico de Tom despertó.
—¿Y qué le has dicho? —preguntó.
—Absolutamente nada. Después de todo ¿cómo sé que no es el cobrador del frac o algo así? Le dije que no estaba segura. Entonces me contó que su hija y su mujer habían tenido un terrible altercado, y que sabía que su hija se había trasladado a Mineápolis hacía cuatro meses. Su mujer está muy enferma y quiere hacer las paces antes de morir.
—Me suena a mentira como una casa —dijo Tom—. Espero que no le hayas dado ninguna información.
—En absoluto. Lo único que le dije era que me dejara su nombre y su teléfono, y si por casualidad veía que la chica era una de nuestras socias, le diría que llamara a su casa.
—¿Y no te dio el nombre ni te dijo dónde se alojaba?
—No.
—¿No te resultó extraño?
—Me dijo que prefería que no le dijera a su hija que la estaba buscando, que no quería que volviera a desaparecer. Me dio lástima, tenía lágrimas en los ojos.
Si hay algo que sé de Alice, pensó Tom, es que no es la clase de persona que le daría la espalda a una madre gravemente enferma, por muy grande que hubiera sido el altercado. En ese momento se le ocurrió una posibilidad muy interesante: si ella no le había dicho la verdad respecto a su historia, a lo mejor su supuesto novio tampoco existía. La idea lo hizo sentir mejor.