Sandy Savarano empezó a darse cuenta de que la búsqueda le llevaría más tiempo del que esperaba. Algunas agencias inmobiliarias respondían sin problemas a sus preguntas, pero tendría que vigilar todas las que habían contratado personal femenino entre veinticinco y treinta y cinco años. Otras agencias se habían negado a dar información por teléfono, lo que significaba que también tendría que vigilarlas.
Por las mañanas iba a las agencias y echaba un vistazo, prestando especial atención a los pequeños negocios familiares. Por lo general eran locales que daban a la calle, por lo que le bastaba caminar por la acera y echar un vistazo. Algunos eran empresas de apenas dos personas. A las que parecían más grandes y prósperas les prestaba escasa atención; no eran la clase de inmobiliarias que contratarían a alguien sin comprobar sus antecedentes.
Las últimas horas de la tarde las pasaba recorriendo gimnasios. Antes de entrar, aparcaba en la puerta y se quedaba un rato viendo a la gente que entraba y salía.
Sandy no dudaba de que a la larga encontraría a Lacey Farrell. La clase de trabajo que buscaría y la actividad recreativa que elegiría eran más que suficientes para llegar a ella. Una persona no cambiaba de costumbres sólo por cambiar de nombre. Había localizado a sus anteriores presas con menos información que ésa. La encontraría. Era sólo cuestión de tiempo.
A Sandy le gustaba pensar en Junior, un informador del FBI al que había seguido hasta Dallas.
La única pista segura que tenía era que el tío era un fanático del sushi. El problema era que el sushi se había puesto de moda y habían abierto muchos restaurantes japoneses en Dallas. Sandy aparcó en la puerta del restaurante Sushi Zen y esperó hasta que Junior salió por la puerta.
Le gustaba recordar la expresión de Junior al ver avanzar lentamente el coche de cristales ahumados y darse cuenta de lo que iba a suceder. Sandy dirigió la primera bala al estómago, quería revolver todos esos pescaditos crudos. La segunda había ido directa al corazón. La tercera, en la cabeza, había sido un mero capricho.
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A última hora de la mañana del viernes Sandy fue a comprobar la inmobiliaria Royce de Edina. La mujer con quien había hablado por teléfono le había parecido una de esas maestras regañonas. Le había contestado las primeras preguntas sin problemas. Sí, tenía una joven de veintiséis años trabajando para ella que pensaba obtener el título de agente de propiedad inmobiliaria pero que estaba de baja por maternidad.
Sandy le preguntó si la había reemplazado.
Fue la pausa lo que le interesó. «Tengo una candidata en mente» le había dicho al fin la señora Royce. Y sí, tenía entre veinticinco y treinta y cinco años.
Cuando llegó a Edina, paró el coche en el aparcamiento del supermercado enfrente de la agencia. Se quedó sentado durante unos veinte minutos examinando la zona. Al lado de la agencia había una tienda de delicatessen con bastante movimiento. Una ferretería, en la misma manzana, también parecía muy activa. Sin embargo, no vio entrar ni salir a nadie de la inmobiliaria Royce.
Al fin bajó del coche, cruzó la calle y pasó por delante de la agencia. Se detuvo para leer un cartel pegado en el escaparate. Dentro había un escritorio de recepción. Más allá en un despacho, había una mujer rellenita de cabello gris.
Sandy decidió entrar.
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Millicent Royce levantó la mirada cuando las campanitas de la puerta indicaron la llegada de un cliente. Vio un hombre canoso, vestido de manera conservadora, de cerca de sesenta años. Se levantó para recibirlo.
Su historia era sencilla. Dijo llamarse Paul Gilbert y estar en viaje de negocios para 3M…
—Es decir, Minería y Manufacturas de Minnesota —explicó con una sonrisa de disculpa.
—Mi marido trabajó allí toda su vida —respondió Millicent, sin entender muy bien por qué la irritaba que ese desconocido supusiera que ella no sabía lo que significaba 3M.
—Van a trasladar aquí a mi yerno, y a mi hija le dijeron que Edina es un sitio muy bonito para vivir —le dijo—. Está embarazada, así que pensé que durante mi estancia podía ayudarla a buscar casa.
Millicent Royce decidió no hacer caso de su sensación de incomodidad.
—Vaya, esto sí que es un buen abuelo —dijo—. Permítame hacerle unas preguntas para ver qué está buscando su hija exactamente.
Sandy dio las respuestas apropiadas sobre el nombre de su supuesta hija, dirección, necesidades de la familia, que incluía un parvulario para su hijo de cuatro años, un jardín y una cocina grande, pues «le encanta cocinar». Se marchó al cabo de media hora con la tarjeta de Millicent en el bolsillo y la promesa de que le encontraría la casa que buscaba, ya que pronto tendría una que quizás era la adecuada.
Sandy cruzó la calle y volvió a sentarse en el coche con los ojos fijos en la puerta de la agencia. Si alguien usaba ese escritorio de recepción, probablemente estaba comiendo y volvería pronto.
Al cabo de diez minutos, una joven rubia de veintitantos entró en la agencia. ¿Clienta o recepcionista? se preguntó Sandy. Bajó otra vez del coche y cruzó la calle, cuidando de que no lo vieran desde dentro de la agencia. Se quedó unos minutos delante de la tienda de delicatessen, leyendo el menú. Con el rabillo del ojo echaba vistazos a la inmobiliaria.
La joven rubia, sentada al escritorio de recepción, hablaba animadamente con la señora Royce. Desgraciadamente, Sandy no sabía leer los labios. De haberlo sabido, habría oído a Regina decir:
—Millicent, ¡no sabe cuánto más fácil es estar sentada al escritorio que cuidar a un bebé con dolor de barriga! Tengo que reconocer que la nueva secretaria es mucho más ordenada que yo.
Finalmente, Sandy volvió al coche y se marchó. Otro fiasco, pensó. Como había otras posibilidades por la zona, decidió dar unas vueltas por las agencias suburbanas. Pero quería volver al centro de Mineápolis a última hora de la tarde. Era la buena hora para ir a los gimnasios. El siguiente de la lista era el Ciudades Gemelas de la avenida Hennepin.