Tal como el fiscal general del estado Gary Baldwin le dijo al detective Ed Sloane del departamento de policía de Nueva York, no soportaba muy bien a los imbéciles. La tarde anterior lo había llamado Sloane para informarle que habían desaparecido de la comisaría varias hojas de la copia de Jimmy Landi del diario de su hija, y Baldwin estaba furioso.
—¿Y cómo se las ha arreglado para no perderlo todo como le pasó con el original? —le había dicho enfurecido.
Cuando Sloane volvió a llamarlo veinticuatro horas después, le dio una segunda oportunidad para airear sus quejas.
—Nos estamos matando para estudiar la copia del diario que nos dio, y resulta que faltan páginas que evidentemente tienen importancia, puesto que alguien se ha arriesgado a robárselas delante de sus narices ¿Dónde dejó el diario cuando se lo dieron? ¿En el tablero de anuncios? ¿Y la copia? ¿En la calle? No habrá colgado un cartel que dijera «Prueba de un caso de asesinato. Sírvase una» ¿verdad?
Mientras escuchaba el ácido discurso, los pensamientos de Ed Sloane sobre lo que le gustaría hacerle a Baldwin, lo retrotrajeron a su clase de latín III. San Pablo, cuando predicaba sobre un pecado grave, advertía: ne nominatur in vobis (ni siquiera lo mencionéis). Va perfecto, porque es mejor no mencionar lo que me gustaría hacer contigo, pensó. Pero él también estaba indignado de que el diario original, y posiblemente algunas hojas de la copia, hubieran desaparecido del armario cerrado donde guardaba las pruebas en su despacho de la comisaría.
Evidentemente era culpa suya. Llevaba las llaves del armario y el despacho en un llavero grueso en el bolsillo de la chaqueta. Y siempre se sacaba la chaqueta. Por lo tanto, prácticamente cualquiera podía habérselas quitado, hacer duplicados y volver a ponerlas en su sitio.
Después de la desaparición del original, se habían cambiado las cerraduras. Pero él no había cambiado la costumbre de olvidarse las llaves en la chaqueta colgada en el respaldo de la silla.
Volvió a centrarse en la conversación telefónica. Baldwin, por fin, se había quedado sin aliento, de modo que Sloane aprovechó la oportunidad para decir algo.
—Señor, ayer le informé de lo sucedido porque pensé que debía saberlo. Pero ahora lo llamo porque francamente no estoy muy seguro de que Jimmy Landi sea un testigo muy fiable. Ayer admitió que apenas había hojeado el diario cuando se lo dio la señorita Farrell. Además, sólo lo tuvo poco más de un día.
—Pero el diario no es tan largo —espetó Baldwin—. Se puede leer detenidamente en un par de horas.
—Pero no lo hizo, y eso es lo que importa —repuso Sloane con vehemencia mientras le daba las gracias a Nick Mars con la cabeza por la taza de café que acababa de dejarle sobre el escritorio—. También amenaza con ponerse difícil. Dijo que va a contratar a un investigador. Y el socio de Landi, Steve Abbott, lo acompañó a la reunión y estuvo de lo más prepotente para apoyar a Jimmy.
—No culpo a Landi —soltó Baldwin—. Y quizá sea buena idea poner otro investigador en este caso, ya que usted no llega a ninguna parte.
—Usted sabe que no es así. Otro no haría más que entrometerse. Abbott acaba de llamarme. En cierto modo se disculpó. Dijo que, pensándolo mejor, es posible que Landi se haya equivocado sobre esas páginas que cree que faltan. Me explicó que la noche que Lacey Farrell le llevó el diario, le resultaba tan duro leerlo que no lo hizo. A la noche siguiente se emborrachó antes de abrirlo. Después, al día siguiente fuimos a pedirle la copia y nos la llevamos.
—Es posible que se haya equivocado con lo de las páginas que faltan, pero nunca lo sabremos ¿no cree? —dijo Baldwin con tono frío—. Y aunque se equivoque, es evidente que el original se lo llevaron mientras lo tenía usted, lo que significa que en la comisaría alguien trabaja para ambos bandos. Le sugiero que haga un poco de limpieza en su casa.
—Estamos en ello.
Ed Sloane no creyó necesario decirle a Baldwin que le había tendido una trampa al culpable. Había comentado enigmáticamente en la comisaría que tenía nuevas pruebas del caso Waring guardadas en su despacho.
—Bueno, manténgame informado —concluyó Baldwin—. Y trate de seguir cualquier prueba que surja. ¿Podrá hacerlo?
—Sí, por supuesto. Y, por lo que recuerdo, señor, fuimos nosotros los que descubrimos la huella dactilar de Savarano en la puerta del apartamento de Farrell —le soltó Sloane—. Creo que sus investigadores fueron los que certificaron que estaba muerto.
Un clic en la línea le indicó a Ed Sloane que había dado en el blanco del susceptible Baldwin. Uno a cero a favor de los buenos, pensó.
Pero era una victoria frágil, y lo sabía.
*****
El equipo de Gary Baldwin soportó durante el resto de la tarde las secuelas de su frustración por la fallida investigación. Pero el humor le cambió cuando le comunicaron que la testigo protegida, Lacey Farrell, tenía nueva información para él.
—Esperaré todo el tiempo que haga falta, pero asegúrese de que hable conmigo esta misma noche le dijo a George Svenson en Mineápolis.
Después de la llamada, Svenson se dirigió al edificio de Lacey y la esperó en el coche. Cuando ella llegó del trabajo, ni siquiera la dejó entrar en la casa.
—Baldwin está esperando ansioso su llamada —le dijo— así que vamos a hacerla ahora mismo. Fueron en el coche de él. Svenson era un hombre reservado por naturaleza, y aparentemente no tenía necesidad de hablar por cortesía. Durante su período de preparación en la casa franca de Washington, Lacey se había enterado de que los agentes federales odiaban el programa de protección a testigos, detestaban tratar con todas esas personas perdidas. Se sentían como si los hubieran puesto a trabajar de niñeras. Desde su primer día en Mineápolis, Lacey había decidido que, puesto que no era agradable depender de un desconocido, trataría de hacer todo lo posible para que Svenson la considerara una molestia mínima. En los cuatro meses que llevaba allí, el único pedido extraordinario que le había hecho había sido comprar los muebles en tiendas de segunda mano en lugar de ir a unos grandes almacenes.
Lacey tenía la sensación de que se había ganado su arisco respeto. Mientras avanzaban por el denso tráfico de la tarde hacia el teléfono seguro, Svenson le preguntó por su trabajo.
—Me gusta —contestó Lacey—. Cuando trabajo me siento una persona de verdad.
Tomó el gruñido del policía como un signo de aprobación.
Svenson era la única persona de la ciudad a la que le hubiera podido contar que había estado a punto de echarse a llorar cuando Millicent Royce le había enseñado la foto de su nieta de cinco años vestida con un traje de ballet. Le había recordado tanto a Bonnie que había tenido un arrebato de nostalgia abrumador. Pero, por supuesto, no se lo diría.
Al ver la foto de una niña de la edad de Bonnie había tenido muchas ganas de volver a ver a su sobrina, y desde aquel momento no podía quitarse de la cabeza una vieja canción de principios de siglo: «Bonnie, mi barquito, navega por el mar. Bonnie mi barquito…». Pero Bonnie no está en el mar, se dijo Lacey, sino a tres horas de avión, y ahora voy a hablar con el fiscal del estado para transmitirle información que quizá me ayude a regresar pronto a casa.
Pasaron por delante de uno de los muchos lagos desperdigados por la ciudad. La última nevada había caído hacía casi una semana, pero aún estaba inmaculadamente blanca.
Empezaban a aparecer las estrellas, claras y brillantes, en el aire fresco del atardecer. Es un sitio precioso, pensó Lacey; en otras circunstancias entendería muy bien por qué a alguna gente le gusta vivir aquí. Pero quiero irme a casa. Necesito regresar a casa.
*****
Para la llamada de esa noche utilizaban una línea segura de una habitación del hotel. Antes de establecer la conferencia, Svenson le dijo que esperaría en el vestíbulo mientras ella hablaba con Baldwin.
En el otro extremo atendieron a la primera llamada. Svenson le pasó el teléfono.
—Buena suerte —murmuró antes de salir.
—Señor Baldwin —dijo ella— tengo cierta información que creo puede ser muy importante.
—Bien, señorita Farrell ¿De qué se trata?
Lacey sintió una punzada de irritación y resentimiento. No le costaría nada preguntarme cómo me va y ser un poco amable, pensó. No estoy aquí porque quiero, sino porque él no ha podido atrapar al asesino. No es culpa mía ser testigo de un asesinato.
—Resulta que —dijo pronunciando clara y lentamente las palabras— me he enterado de que Rick Parker… ¿lo recuerda? uno de los de Parker & Parker donde trabajaba, estaba en la misma estación de esquí que Heather Landi unas horas antes de su muerte, y que ella pareció asustarse, o al menos alterarse mucho, cuando lo vio.
Hubo una larga pausa. Al cabo, Baldwin preguntó:
—¿Se puede saber cómo ha hecho para obtener esa información en Minnesota, señorita Farrell?
Lacey se dio cuenta de que no había pensado bien, antes de hacer la llamada, en la información que iba a dar. No le había dicho a nadie que se había hecho una copia del diario antes de entregárselo al detective Sloane. La habían amenazado con procesarla por haberse llevado el diario. Sabía que nunca creerían que se había hecho una copia en secreto sólo para cumplir con la promesa de leer el diario.
—Le he preguntado de dónde ha sacado esa información, señorita Farrell —insistió Baldwin con un tono que a ella le recordó a un director especialmente quisquilloso de su escuela.
Lacey habló con cuidado, como si cruzara un campo de minas.
—He hecho algunos amigos por aquí, señor Baldwin. Uno de ellos me invitó a una fiesta de la compañía teatral de El rey y yo que está de gira en Minnesota. Hablé con Kate Knowles, una actriz, y…
—Y resulta que le dijo que Rick Parker estaba en la estación de esquí de Vermont unas horas antes de la muerte de Heather Landi ¿Es eso lo que me está diciendo, señorita Farrell?
—Señor Baldwin —replicó, consciente de que empezaba a levantar la voz— ¿puede hacer el favor de explicarme qué insinúa? No sé qué sabe de mí, pero mi padre era músico de Broadway. Y he asistido a muchísimas obras musicales. Conozco los musicales y a mucha gente del teatro. Cuando hablé con Kate Knowles me contó que había trabajado en una reposición de El novio que pusieron en el off-Broadway hace dos años. Hablamos del espectáculo, que yo había visto con Heather Landi como protagonista.
—Nunca nos dijo que conociera a Heather Landi —la interrumpió Baldwin.
—No había nada que decir —protestó Lacey—. El detective Sloane me preguntó si conocía a Heather Landi. La respuesta que le di, y que resulta ser la verdad, es que no, que no la conocía. Yo, como cientos o quizá miles de aficionados al teatro, la vimos actuar en un musical. Si veo a Robert de Niro esta noche en una película, ¿tengo que decir que lo conozco?
—De acuerdo, señorita Farrell, en eso tiene razón —coincidió Baldwin sin rastro de humor en su voz—. Bueno, salió el tema de El novio, ¿y?
Lacey tenía el auricular apretado con la mano derecha. Se hincó las uñas de la izquierda en la palma para no perder la calma.
—Como Kate estaba en la compañía, me pareció evidente que conocería a Heather Landi. Así que se lo pregunté y después la dejé hablar de Heather. Me contó que Isabelle Waring le había preguntado a todo el elenco si su hija estaba preocupada antes de su muerte, y si era así, si sabían el motivo.
Baldwin parecía sosegarse.
—Muy agudo de su parte. ¿Y qué le dijo ella?
—Lo mismo que Isabelle me contó que habían dicho todos los amigos de Heather. Sí, estaba preocupada, pero nadie sabía por qué. Pero entonces, y ésa es la razón de mi llamada, Kate me dijo que estaba pensando en llamar a la madre de Heather para contarle algo que había recordado. Como está de gira no sabe que Isabelle ha muerto. El novio de Kate Knowles vive en Nueva York y se llama Bill Merrill. Trabaja en el departamento de inversiones del Chase Manhattan. Aparentemente es amigo de Rick Parker, o al menos lo conoce. Bill le contó a Kate que estuvo charlando con Heather en el bar de la pista del hotel de Stowe la tarde anterior a su muerte. Cuando Rick entró, parece que ella interrumpió con brusquedad la conversación y se marchó casi de inmediato.
—¿Está segura de que fue la tarde anterior a la muerte de Heather?
—Eso me dijo Kate. Ella cree que se alteró mucho al ver a Rick. Le pregunté si sabía por qué Heather había reaccionado así, y me dijo que aparentemente Rick le había hecho una trastada cuando Heather acababa de llegar a Nueva York, hace cuatro años.
—Señorita Farrell, déjeme preguntarle algo. Usted trabajó para Parker & Parker unos ocho años. Con Rick Parker ¿no?
—Así es, pero Rick estaba en el West Side hasta hace tres años.
—Comprendo. Y con todo este asunto de Isabelle Waring ¿nunca le dijo que conociera, o que hubiera conocido, a Heather Landi?
—No, nunca. Permítame recordarle, señor Baldwin, que estoy donde estoy porque Rick Parker me dio el nombre de Curtis Caldwell, un supuesto abogado de un prestigioso bufete. Rick es la única persona de la oficina que habló, o que supuestamente habló, con el hombre que asesinó a Isabelle Waring. ¿No le parece que durante las semanas que enseñé el apartamento y hablé con Rick sobre la obsesión de Isabelle Waring con la muerte de su hija, lo normal habría sido que me dijera que conocía a Heather? Yo creo que sí —añadió con énfasis.
Entregué el diario a la policía al día siguiente de la muerte de Isabelle, pensó Lacey. Les expliqué que le había dado una copia a Jimmy Landi, como había prometido. ¿Les dije también que Isabelle me había pedido que lo leyera? ¿O dije que le había echado un vistazo? Se frotó la frente tratando de recordar. Que no me pregunten con quién fui a ver el espectáculo. El nombre de Tom Lynch está en el diario y seguro que se darán cuenta. No tardarán mucho en descubrir que todo esto no es pura coincidencia.
—A ver si lo he entendido bien —dijo Baldwin—. ¿Dice que el hombre que vio a Rick Parker en Stowe se llama Bill Merrill y trabaja para el Chase?
—Sí.
—¿Y consiguió toda esta información en un encuentro fortuito con la señorita Knowles?
A Lacey se le acabó la paciencia.
—Señor Baldwin, para conseguir toda esta información para usted, manipulé un almuerzo con una joven y talentosa actriz a la que me gustaría tener como amiga. Le he mentido a ella, como a todos los que he conocido en Mineápolis, con excepción de George Svenson. Trato de recoger cualquier información que me permita tener la oportunidad de volver a ser una persona normal, o sea, lo hago por mí. Yo de usted, me preocuparía más por investigar el vínculo entre Rick Parker y Heather Landi que en actuar como si me lo estuviera inventando todo.
—Yo no he dicho eso, señorita Farrell. Investigaremos toda esta información. Sin embargo, reconozca que no muchos testigos del programa de protección se las arreglan para toparse con la amiga de una muerta, cuya madre asesinada sea el motivo de que estén en el programa.
—Tampoco se asesina a muchas madres por no creer que la muerte de su hija haya sido un accidente.
—Muy bien, señorita Farrell, investigaremos todo esto. Estoy seguro de que ya se lo han dicho, pero es muy importante: tenga mucho cuidado y no baje la guardia. Me ha contado que tiene amigos nuevos, y me parece bien, pero atención con lo que les dice. Tenga cuidado siempre, siempre. Si una sola persona sabe dónde está usted, tendremos que trasladarla.
—No se preocupe por mí, señor Baldwin —dijo Lacey mientras se le encogía el corazón al recordar que le había dicho a su madre que estaba en Mineápolis.
Cuando colgó y se dispuso a salir de la habitación, sintió un peso enorme sobre los hombros. Baldwin prácticamente había desechado lo que ella le había dicho. Parecía no darle mucha importancia al vínculo de Rick Parker con Heather Landi.
Lacey ignoraba que el fiscal Gary Baldwin, nada más colgar el auricular, le dijo a sus ayudantes que habían escuchado la conversación:
—¡La primera pista de verdad! Parker está metido hasta el cuello. —Hizo una pausa y añadió—: Y Lacey Farrell sabe más de lo que dice.