Después de registrarse en el hotel Radisson Plaza, a media manzana del centro comercial Nicollet, Sandy Savarano pasó el resto de su primer día en Mineápolis estudiando minuciosamente los gimnasios del área metropolitana en la guía telefónica.
Hizo una segunda lista de todas las agencias inmobiliarias, poniendo en una columna separada las especializadas en ventas de locales comerciales. Sabía que Lacey Farrell intentaría buscar trabajo sin referencias; lo más probable era que esas agencias no contrataran a nadie sin comprobar sus antecedentes. Al día siguiente empezaría a llamar a las otras.
Su plan era sencillo: diría que estaba llevando a cabo una encuesta informal para la Asociación Nacional de Agentes de la Propiedad Inmobiliaria para calcular el porcentaje de empleadas entre veinticinco y treinta y cinco años. Haría sólo una pregunta: ¿La agencia había contratado alguna agente, secretaria o recepcionista durante los últimos seis meses? Si era así ¿qué edad tenía?
Para los gimnasios necesitaba otro plan. Esas preguntas no servirían, puesto que la mayoría de las personas que se hacían socias tenían entre veinticinco y treinta y cinco años; lo que significaba que localizar a Farrell en los gimnasios sería más arriesgado. Podía ir y fingir que se quería hacer socio, y después sacar una foto de Farrell. Era una foto vieja, de final de carrera en la universidad, pero aun así se la reconocía. Diría que era su hija que se había marchado de casa después de un malentendido familiar y que la buscaba porque él y su mujer estaban destrozados.
Comprobar los gimnasios le llevaría tiempo, pero afortunadamente no había demasiados en el área metropolitana.
A las diez menos cinco, Sandy Savarano estaba preparado para salir a dar un paseo. El centro comercial estaba a oscuras, los escaparates de las tiendas ya no brillaban.
Sandy sabía que se podía ir andando hasta el río Misisipí. Giró a la derecha y enfiló en esa dirección. Era una figura solitaria, y para cualquier transeúnte parecía un hombre de más de sesenta años que no debería ir solo a esas horas de la noche. Un observador fortuito jamás hubiera imaginado lo equivocado que estaba, porque, en ese paseo, Sandy Savarano empezaba a experimentar la morbosa emoción que sentía cada vez que acechaba a una víctima y se acercaba a su hábitat.