3

A las seis de la tarde, Lacey cruzó los dedos y llamó a Isabelle Waring. Se sintió aliviada al comprobar que estaba tranquila.

—Ven, Lacey, y hablaremos del asunto. Todavía no puedo dejar el apartamento, aunque signifique sacrificar la venta. Hay algo en el diario de Heather que podría ser muy importante.

—Pasaré a las siete —le dijo Lacey.

—Quiero enseñarte lo que he descubierto. Verás a qué me refiero. Entra con tu llave. Estaré en la salita de arriba.

Rick Parker, que en aquel momento pasaba por delante del despacho de Lacey, entró y se sentó.

—¿Algún problema?

—Uno bastante grave.

Le habló del extraño comportamiento de Isabelle Waring y de la posibilidad de perder una venta.

—¿Puedes convencerla de que cambie de idea? —preguntó Rick.

Lacey vio la preocupación en su rostro, preocupación que estaba bastante segura no era por ella ni por Isabelle. Parker & Parker perdería una suculenta comisión si se rechazaba la oferta de Caldwell, pensó. Eso era lo que le fastidiaba.

Se puso de pie y cogió la chaqueta. Había sido una tarde templada, pero las previsiones anunciaban un brusco descenso de las temperaturas por la noche.

—Veremos qué pasa —dijo.

—¿Ya te vas? Creí que me habías dicho que ibas a verla a las siete.

—Iré andando. Es probable que me tome un café por el camino, para poner un poco de orden en mi cabeza. Hasta luego, Rick.

*****

Lacey llegó veinte minutos antes. Patrick, el portero, estaba ocupado con unos envíos, pero al verla le sonrió cuando señaló el ascensor.

Cuando abría la puerta y llamaba a Isabelle, oyó un grito y un disparo. Entró y se quedó inmóvil durante una milésima de segundo y, por puro instinto, cerró de un portazo y se metió en el armario antes de ver a un hombre bajar corriendo la escalera y salir al pasillo con una pistola en la mano y una carpeta de piel debajo del brazo.

Después se preguntaría si había imaginado la voz de su padre diciéndole: ¡Cierra, Lacey! ¡Déjalo fuera! ¿Había sido su espíritu protector el que le había dado fuerzas para cerrar la puerta y echar el cerrojo mientras Caldwell empujaba del otro lado?

Se apoyó contra la puerta mientras oía cómo Caldwell intentaba abrir la cerradura para volver a entrar. Recordó el brillo de depredador hambriento en sus ojos azules en el instante en que se habían mirado el uno al otro.

¡Isabelle! pensó. Debía llamar a la policía, pedir ayuda…

Subió jadeando la escalera de caracol y cruzó la salita hasta el dormitorio, donde Isabelle yacía sobre la cama. Había sangre en el suelo…

Isabelle intentaba sacar un fajo de hojas de debajo de la almohada, también ensangrentado.

Lacey quiso decirle que pediría ayuda, que todo iría bien, pero Isabelle balbuceó:

—Lacey… dale este… diario de Heather… a su padre —le faltaba el aire—. Sólo a él… Júrame que… sólo… a él. Léelo… muéstrale… dónde… el hombre… —Su voz se apagó.

Isabelle se estremeció y respiró hondo, como si tratara de conjurar a la muerte. Los ojos empezaron a desenfocarse. Lacey se arrodilló a su lado, e Isabelle, con sus últimas fuerzas, le apretó el brazo.

—Júralo… por favor…

—Sí, Isabelle, lo juro —dijo Lacey con la voz quebrada por el llanto.

De repente, la presión de la mano cedió y Lacey supo que Isabelle había muerto.

*****

—¿Te encuentras bien, Lacey?

—Creo que sí.

Estaba en la biblioteca del apartamento, sentada en un sillón de piel delante del escritorio en el que Isabelle había estado leyendo unas horas antes el contenido de la carpeta de piel.

Curtis Caldwell tenía esa carpeta en la mano, pensó. Cuando me oyó llegar, debió de cogerla sin darse cuenta de que Isabelle había sacado unas hojas. Lacey no la había visto de cerca, pero le pareció pesada y bastante incómoda.

Las hojas que había recogido en la habitación de Isabelle estaban ahora en su maletín. Isabelle había hecho jurar que se las daría sólo al padre de Heather. La mujer había querido enseñarle algo escrito en esas páginas. Pero ¿qué podía mostrarle ella al padre? se preguntó ¿Y no debía decírselo a la policía?

—Lacey, toma un poco de café. Lo necesitas.

Rick, agachado a su lado, le ofrecía una taza de café humeante. Ya le había explicado a los detectives que no se le había ocurrido dudar de un hombre que había llamado diciendo que era un abogado de Keller, Roland y Smythe a punto de que lo trasladaran de Texas.

—Tenemos muchos tratos con ese bufete —explicó Rick—. No vi motivos para confirmarlo.

—¿Y está segura, señorita Farrell, de que ese Caldwell era el hombre que salió corriendo?

El mayor de los dos detectives era un hombre robusto de unos cincuenta años. Pero se nota que es ágil, pensó Lacey. Se parece a ese actor amigo de papá, el que hacía el papel de padre en la reposición de My Fair Lady. El que cantaba Get Me to the Church on Time. ¿Cómo se llamaba…?

—¿Señorita Farrell? —dijo el detective con cierta impaciencia.

Lacey volvió a mirarlo. Detective Ed Sloane, ése era el nombre del policía. Pero no conseguía recordar el del actor. ¿Qué le había preguntado Sloane? Ah, sí. Si era Curtis Caldwell el hombre que había bajado corriendo del cuarto de Isabelle.

—Estoy segura de que era el mismo hombre —dijo—. Llevaba una pistola y la carpeta de piel.

Se dio mentalmente una bofetada. Había mencionado sin querer el diario. Antes de hablar del tema tenía que pensar muy bien en todo eso.

—¿La carpeta de piel? —Repitió el detective Sloane—. ¿Qué carpeta de piel? Es la primera vez que la menciona.

Lacey suspiró.

—La verdad es que no lo sé. Isabelle la tenía abierta esta tarde sobre el escritorio. Es una carpeta de anillas. Estaba leyéndola mientras yo le enseñaba el apartamento a Caldwell.

¿Debía hablarles de las hojas que se había llevado el asesino? ¿Por qué no lo decía? Porque había jurado a Isabelle que se las daría al padre de Heather. Isabelle había luchado para mantenerse con vida hasta oír la promesa de Lacey.

No podía faltar a su palabra…

De repente empezaron a temblarle las piernas. Se sujetó las rodillas con las manos, pero no podía dejar de temblar.

—Será mejor que llamemos a un médico para que la vea, señorita Farrell —dijo Sloane.

—Sólo quiero irme a casa —murmuró ella—. Por favor, dejen que me vaya a casa.

Se dio cuenta de que Rick le estaba diciendo algo al detective, algo que no distinguía ni quería oír. Se frotó las manos; tenía los dedos pegajosos. Bajó la mirada y se sobresaltó: tenía las manos manchadas de sangre de Isabelle.

—El señor Parker la acompañará a su casa, señorita Farrell —le decía el detective Sloane—. Mañana, cuando haya descansado, volveremos a hablar.

Hablaba demasiado alto, pensó Lacey. ¿De verdad? No. Lo que oía era a Isabelle gritando ¡No…! ¿Aún seguía el cuerpo de Isabelle en la cama?, se preguntó.

Sintió unas manos debajo de sus brazos que la obligaban a ponerse de pie.

—Vamos, Lacey —le decía Rick.

Se levantó dócilmente, dejó que la llevara primero hasta la puerta y después hasta el recibidor. Curtis Caldwell había estado esa tarde en ese mismo recibidor. Desde allí había oído a Isabelle decir que no iba a vender el apartamento.

—No esperó en la sala —dijo.

—¿Quién? —preguntó Rick.

Lacey no contestó. De repente recordó su maletín. Ahí estaban las hojas del diario.

Volvió a sentir el tacto de los papeles, arrugados y manchados de sangre. De ahí venía la sangre. El detective Sloane le había preguntado si había tocado a Isabelle, y ella contestó que le había cogido la mano mientras se moría.

Debió de notar la sangre en sus dedos. Seguramente también había sangre en el maletín. Lacey tuvo un instante de súbita claridad. Si le pedía a Rick que lo sacara del armario, éste vería la sangre en el asa. Debía sacarlo ella y evitar que lo viesen hasta que pudiera limpiarlo.

Había mucha gente arremolinada en el lugar y destellos de luz. Estaban haciendo fotos, tomando huellas dactilares, echando polvos sobre las mesas. A Isabelle no le habría gustado, pensó Lacey. Era tan ordenada…

Lacey se detuvo al pie de la escalera y miró arriba. ¿Isabelle aún estaba allí? se preguntó. ¿Habían cubierto el cuerpo?

Rick la acompañaba.

—Vamos, Lacey —le dijo llevándola hacia la puerta.

Pasaron delante del armario donde había guardado el maletín. No puedo pedirle que me lo alcance, se repitió, y abrió el armario y lo cogió con la mano izquierda.

—Yo te lo llevo —se ofreció Rick.

Lacey, a propósito, se apoyó contra él y le bajó el brazo con la mano derecha, obligándolo a sostenerla mientras ella sujetaba con fuerza el maletín.

—Vamos, te llevaré a casa —le dijo Rick.

Sentía que todos los ojos la miraban, que todo el mundo tenía la vista fija en el maletín manchado de sangre. ¿Era así como se sentía un ladrón?, se preguntó. Vuelve y entrégales el diario. No es tuyo, no puedes llevártelo, insistía una voz dentro de ella.

La sangre de Isabelle estaba en esas hojas. Tampoco es mío para disponer de él, pensó desesperada.

Cuando llegaron al vestíbulo, un joven policía se acercó a ellos.

—La llevaré a su casa, señorita Farrell. El detective Sloane quiere asegurarse de que llegue bien.

*****

El apartamento de Lacey quedaba en la avenida East End y la calle 79. Cuando llegaron, Rick quiso subir con ella, pero Lacey puso reparos.

—Quiero irme a la cama —dijo sin dejar de menear la cabeza ante las protestas del joven de que no debía quedarse sola.

—Bueno, te llamaré por la mañana —le prometió.

Lacey vivía en el octavo piso y subió sola en el ascensor; un trayecto que le pareció interminable. El pasillo le recordó al del edificio de Isabelle, y miró alrededor temerosa mientras lo cruzaba presurosa.

Una vez dentro, lo primero que hizo fue meter el maletín debajo del sofá. Las ventanas de la sala daban al East River. Durante un rato se quedó mirando las luces que parpadeaban sobre el agua. Al fin, abrió la ventana y aspiró profundamente el aire de la noche, pese a que estaba temblando. La sensación de irrealidad que se había apoderado de ella durante las últimas horas empezaba a disiparse, pero en su lugar se instalaba la dolorosa certidumbre de que nunca en su vida había estado tan cansada. Se volvió y miró el reloj. Las diez y media. Apenas veinticuatro horas antes se había negado a atender la llamada de Isabelle. Ahora ya no volvería a llamarla nunca…

Lacey se quedó helada. ¡La puerta! ¿La había cerrado con dos vueltas? Corrió a comprobarlo.

Sí, la había cerrado, pero ahora echó el cerrojo y encajó una silla debajo del pomo. Estaba temblando otra vez. Tengo miedo, pensó, y tengo las manos pegajosas… manchadas de sangre de Isabelle Waring.

El cuarto de baño era grande para ser un apartamento de Nueva York. Hacía dos años, al modernizar el lugar, le había añadido un jacuzzi amplio y hondo. Nunca había estado tan feliz de ese gasto como esa noche, pensó, mientras el vapor empañaba el espejo.

Se desnudó y arrojó la ropa al suelo. Entró en la bañera y suspiró aliviada mientras se sumergía en el agua caliente. Puso las manos debajo del grifo y se las restregó con fuerza. Por último apretó el botón para que el agua burbujeara sobre su cuerpo.

Más tarde, una vez abrigada y envuelta en el albornoz, se permitió pensar en las hojas del maletín.

Ahora no, pensó.

Incapaz de sacudirse la aterradora sensación que la había perseguido toda la noche, recordó que tenía una botella de whisky en el mueble bar. La sacó, se sirvió dos dedos, llenó el resto de la copa con agua y la puso en el microondas.

Papá decía que no había nada como un whisky caliente para sacarse el frío, recordó. Sólo que su versión era más elaborada: con clavo de olor, azúcar y una barrita de canela.

La copa, incluso sin los aditamentos, cumplió su objetivo. A medida que tomaba la bebida a sorbitos en la cama, la calma empezó a embargarla y se quedó dormida en cuanto apagó la luz.

Casi enseguida se despertó con un grito. Abría la puerta del apartamento de Isabelle Waring; se agachaba sobre el cadáver de la mujer; Curtis Caldwell le apuntaba a la cabeza con una pistola… La imagen era tan real e inmediata.

Tardó en darse cuenta de que ese sonido agudo era la campanilla del teléfono. Sin dejar de temblar, levantó el auricular. Era Jay, su cuñado.

—Acabamos de volver de una cena y hemos oído en las noticias que han asesinado a Isabelle Waring —dijo—. Han dicho que hay una testigo, una mujer joven, que puede identificar al asesino. Lacey, espero que no seas tú.

La preocupación de Jay era reconfortante.

—Pues sí, soy yo —respondió.

Hubo un silencio.

—Nunca es bueno ser testigo —dijo él en voz baja.

—¡Pues no me lo he buscado yo! —replicó ella.

—Kit quiere hablar contigo.

—Ahora no puedo hablar. —Lacey sabía muy bien que Kit, cariñosa y preocupada, le haría preguntas que la obligarían a contar todo otra vez: su entrada en el apartamento, el grito, el asesino de Isabelle—. Jay, ahora sencillamente no puedo hablar —rogó—. Kit lo entenderá.

Colgó y se quedó acostada en la oscuridad, tratando de conciliar el sueño, hasta que oyó otro grito, seguido del ruido de unos pasos que corrían hacia ella.

Los pasos de Caldwell.

Lo último que pensó mientras se dormía fue algo que había comentado Jay: que nunca era bueno ser testigo. ¿Por qué lo diría?, se preguntó.

*****

Rick Parker, después de dejar a Lacey en el vestíbulo de su edificio, había ido en taxi a su casa, en la calle 67 y Central Park West. Sabía lo que se encontraría allí y tenía miedo. Para entonces, el asesinato de Isabelle Waring ya había aparecido en todos los programas informativos. Cuando salieron del edificio había periodistas en la puerta y era posible que hasta lo hubieran filmado subiendo al coche patrulla con Lacey. En ese caso su padre lo habría visto, porque siempre veía las noticias de las diez. Rick comprobó la hora en su reloj: las once menos cuarto.

Tal como esperaba, al entrar en el apartamento a oscuras el contestador automático parpadeaba. Pulsó el botón para escuchar los mensajes. Había sólo uno, de su padre.

«¡No importa qué hora sea, llámame en cuanto llegues!».

Tenía las palmas tan húmedas que tuvo que secárselas con un pañuelo para coger el teléfono. Su padre contestó sin demora.

—Antes de que preguntes nada —dijo Rick con voz entrecortada y extrañamente aguda— has de saber que no tuve alternativa. Me vi obligado a ir porque Lacey le dijo a la policía que yo le había dado el número de Caldwell, así que vinieron a buscarme.

Rick escuchó durante un minuto la voz enfadada de su padre, hasta que al fin pudo responder:

—Padre, ya te he dicho que no te preocupes. No hay problema. Nadie sabe que tuve una aventura con Heather Landi.