Al llegar al aeropuerto de Mineápolis, Sandy Savarano fue directamente del avión a recoger su pesada maleta negra.
Después buscó los lavabos y se encerró en una cabina. Apoyó la maleta en el inodoro y la abrió.
Sacó un espejo de mano y abrió la cremallera de un maletín que contenía una peluca gris, unas espesas cejas grises y unas gafas redondas de montura de concha.
Se quitó las lentes de contacto, que dejaron al descubierto unos ojos marrón oscuro, y después, con movimientos diestros, se puso la peluca, se la peinó para taparse parte de la frente, se pegó las cejas y se puso las gafas.
Con un lápiz cosmético se pintó manchas de edad en la frente y el dorso de las manos. Se cambió los mocasines Gucci que llevaba por un par de zapatos ortopédicos abotinados que sacó de la maleta.
Por último retiró un abrigo de tweed con hombreras y guardó en la maleta la gabardina Burberry con la que había bajado del avión.
El hombre que salió del lavabo parecía veinte años mayor y completamente diferente del que había entrado.
A continuación se dirigió al mostrador de Avis, donde tenía reservado un coche a nombre de James Burgess de Filadelfia. Sacó un carnet de conducir y una tarjeta de crédito.
El primero era una buena falsificación; la tarjeta, en cambio, era auténtica, pues le habían abierto una cuenta a nombre de Burgess.
Un frío tonificante lo recibió al salir de la terminal y sumarse al grupo que esperaba junto al bordillo al vehículo que los llevaría al aparcamiento de coches de alquiler.
Mientras aguardaba, estudió el mapa que le había marcado la empleada, empezó a memorizar las rutas de acceso a la ciudad y a calcular el tiempo que cada una requería. Le gustaba planificar todo con cuidado. Nada de sorpresas, ése era su lema. Razón por la cual la inesperada llegada de la Farrell al apartamento de Isabelle Waring había sido de lo más irritante. Lo había pillado por sorpresa y él había cometido el error de dejarla escapar.
Sabía que su meticulosidad con los detalles era la razón principal de que aún fuera un hombre libre, mientras muchos de sus ex compañeros del reformatorio se pudrían en la cárcel con largas condenas. La sola idea le daba escalofríos: la puerta de la celda que se cerraba… Despertar y saber que estaba allí atrapado, que siempre sería igual… Sentir que el techo y las paredes se cerraban sobre él, lo apretaban, lo ahogaban…
Sobre la frente, debajo de los mechones que se había peinado con esmero, Sandy sintió gotas de sudor. A mí no me pasará, se prometió. Antes prefiero morir.
El vehículo se acercaba. Levantó el brazo impaciente para asegurarse de que se detuviera. Estaba ansioso por empezar la búsqueda de Lacey Farrell. Mientras estuviera viva, sería una amenaza constante para su libertad.
En el momento en que el vehículo se detuvo para que subiera, Sandy sintió un golpe en la parte posterior de las piernas. Se giró rápidamente y se encontró cara a cara con la compañera de asiento del avión. Lo había golpeado sin querer con la maleta.
Sus miradas se encontraron, y Sandy respiró profundamente. Estaban a pocos centímetros de distancia, pero la joven no lo reconoció.
—Lo siento —dijo ésta.
Se abrió la puerta del vehículo y Savarano subió con la certeza de que esa torpe mujer acababa de confirmarle que, con ese disfraz, podría acercarse a la Farrell sin temor a que lo reconociera. Esta vez no iba a darle la oportunidad de escapar. Había sido un error que no repetiría.