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El lunes por la mañana, Sandy Savarano tomó el vuelo 1703 de Northwest de Nueva York a Mineápolis. Iba en primera clase, tal como había viajado desde Costa Rica, donde vivía ahora. Los vecinos lo conocían como Charles Austin, un norteamericano próspero que había vendido su empresa hacía dos años y se había retirado a los cuarenta años a la buena vida tropical.

Su mujer, de veinticuatro años, lo había llevado al aeropuerto de Costa Rica y le había hecho prometer que no se quedaría mucho tiempo.

—Ahora ya estás retirado —le había dicho haciendo pucheros cariñosos mientras le daba un beso de despedida.

—Eso no significa que rechace una oferta de dinero.

Era la misma justificación que daba para los otros trabajos realizados en los últimos dos años, desde que se hacía pasar por muerto.

—Bonito día para volarle dijo ahora la pasajera que iba sentada al lado, una mujer de cerca de treinta años. En algo le recordaba un poco a Lacey Farrell. Pero claro, tenía a Farrell en la cabeza, puesto que ella era la razón de ese viaje a Mineápolis. La única persona en el mundo que puede identificarme como un asesino, pensó. No merece vivir. Y no vivirá mucho.

—Sí, muy bonito —coincidió con cierta aspereza.

Le divirtió ver la mirada de interés de la joven. Las mujeres lo encontraban atractivo. El doctor Ivan Yenkel, un inmigrante ruso que le había hecho la cara nueva hacía dos años, sin duda era un genio. La nariz arreglada era más fina y el bulto que tenía desde que se la había roto en el reformatorio había desaparecido. Le había esculpido la pesada barbilla, y reducido las orejas que ya no sobresalían de la cabeza. Las cejas, antes pobladas incluso en el entrecejo, ahora eran más delgadas y simétricas. Yenkel también le había arreglado los párpados caídos y eliminado las bolsas debajo de los ojos. El pelo castaño oscuro tenía ahora el color de la arena, un capricho en honor a su apodo. Unas lentes de contacto azules claras completaban la transformación.

—Tienes un aspecto fabuloso, Sandy —se había jactado Yenkel al retirarle el último vendaje—. Jamás te reconocerá nadie.

—De eso no hay duda.

Sandy siempre se estremecía al recordar la expresión de sorpresa en los ojos de Yenkel mientras moría.

No pienso volver a pasar por todo aquello, pensó Sandy con una sonrisa de despedida hacia su compañera de asiento mientras cogía una revista y la abría.

Fingiendo que leía, repasó su plan de acción. Tenía una reserva de dos semanas en el hotel Radisson Plaza a nombre de James Burgess. Si para entonces no había encontrado a Farrell, se cambiaría de hotel. No valía la pena despertar sospechas con una estancia prolongada.

Le habían dado algunas sugerencias de dónde encontrarla. En Nueva York, la chica solía ir regularmente a un gimnasio. Era lógico suponer que haría lo mismo en Mineápolis. Así que empezaría dándose una vuelta por los gimnasios del lugar. La gente no cambiaba tanto de costumbres.

Además, era una aficionada al teatro. Pues bien, el Orpheum de Mineápolis estrenaba obra prácticamente todas las semanas; el teatro Tyrone Guthrie era otro sitio en el que buscar.

El único empleo que Lacey había tenido era en el negocio inmobiliario. Así que si trabajaba, lo más probable era que lo hiciera en alguna agencia inmobiliaria.

Savarano ya había localizado y eliminado a otras dos personas que estaban en el programa de protección a testigos. Sabía que el gobierno no daba falsas referencias de trabajo, por lo tanto, la mayoría encontraba empleo en pequeños negocios que los contrataban de buena fe.

El oficial de vuelo avisaba a los pasajeros: «Comenzamos el descenso… Pongan sus asientos en posición vertical… Abróchense los cinturones…».

Sandy Savarano empezó a imaginar la expresión que vería en la mirada de Lacey Farrell cuando le disparara.