¿Qué había pasado entre Heather Landi y Rick Parker?
Lacey estaba perpleja de que se conocieran. El viernes por la noche, después de que se marcharan Tom Lynch y Kate Knowles, incapaz de dormir, se había quedado levantada durante horas tratando de descifrar el significado de todo aquello.
Durante el fin de semana había repasado una y otra vez la noche de la muerte de Isabelle Waring. ¿Qué pensaba Rick mientras presenciaba cómo la interrogaban y le preguntaban qué sabía de Isabelle, si había conocido a Heather? ¿Por qué no había dicho nada?
Según Kate, el último día de su vida Heather se disgustó profundamente al ver a Rick en la estación de esquí de Stowe. Kate se había referido a él como un «capullo que tiene una inmobiliaria en Nueva York» y había dicho que «le había hecho alguna trastada a Heather cuando ésta acababa de llegar a la ciudad». Lacey recordó que Heather hacía referencia en el diario a un desagradable incidente ocurrido cuando buscaba apartamento en el West Side. ¿Acaso Rick tenía algo que ver con eso? Antes de que lo trasladaran a la avenida Madison, Rick había estado cinco años en las oficinas de Parker & Parker del West Side. Había cambiado de sucursal hacía unos tres años.
Lo que significa, pensó Lacey, que trabajaba en el West Side cuando Heather Landi llegó a Nueva York y buscaba apartamento. ¿Fue a Parker & Parker y conoció a Rick?
Y si fue así, ¿qué sucedió entre ellos?
Lacey meneó la cabeza, enfadada. ¿Podría ser que Rick tuviese parte en todo ese lío y que ella estuviera inmoviliza da allí por su culpa? Rick fue quien me dio el nombre de Curtis Caldwell como posible comprador del apartamento de Isabelle, recordó. Fue culpa suya que yo llevara a Caldwell. Si Rick conoce a Caldwell de algo la policía podría dar con él. Y si lo detienen yo podré irme a casa.
Lacey se puso de pie y empezó a pasearse entusiasmada. A lo mejor era parte de lo que Isabelle había visto en el diario. Tenía que hacer llegar esa información a la oficina del fiscal Gary Baldwin.
Tuvo que refrenarse para no llamar por teléfono. El contacto directo estaba absolutamente prohibido. Tendría que dejar un mensaje para que George Svenson la llamara, y después escribir o hablar con Baldwin a través de canales seguros.
Tengo que hablar de nuevo con Kate, pensó. Debo averiguar más sobre Bill Merrill, el novio que le contó cómo reaccionó Heather al ver a Rick Parker, y enterarme de dónde vive. Baldwin querrá hablar con él, estoy segura, porque puede confirmar que Rick Parker estuvo en Stowe pocas horas antes de la muerte de Heather.
Kate había mencionado que el elenco estaría toda la semana en el hotel Radisson Plaza. Echó un vistazo al reloj. Eran las diez y media; aunque Kate durmiera hasta tarde, como la mayoría de la gente del mundo del espectáculo, se estaría levantando en aquel momento.
Una voz ligeramente adormilada atendió al teléfono, pero cuando Kate supo quién llamaba, se despejó al instante y aceptó encantada la invitación de Lacey para almorzar juntas el día siguiente.
—A lo mejor tendríamos que decírselo a Tom, Kate —sugirió Lacey—. Ya sabes lo encantador que es. Nos llevará a un buen restaurante y encima pagará la cuenta. —Después, riéndose, añadió—: No, olvídalo. Acabo de acordarme de que su programa empieza al mediodía.
Perfecto, seguro que Tom pensaría que ella quería sonsacarle información a Kate sobre él. Pero de todas formas es agradable, pensó al recordar lo preocupado que se sentía de no haberle prestado suficiente atención en la fiesta.
Se citó con Kate al mediodía del día siguiente en el Radisson. Mientras colgaba el auricular sintió una nueva oleada de esperanza. Se acercó a la ventana, abrió las cortinas para mirar fuera y decidió que era el primer rayo de sol después de una tormenta larga y terrible.
Era un día perfecto del Medio Oeste. La temperatura exterior era sólo de dos grados bajo cero, pero el sol brillaba tibio en un cielo sin nubes. No había viento y Lacey notó que no había nieve en las aceras.
Hasta ese día había estado demasiado nerviosa para salir a correr de verdad, temerosa de volverse y ver a Caldwell detrás, con sus ojos claros y helados clavados en ella. Pero de pronto, al sentir que cabía la posibilidad de algún avance en el caso, decidió que debía intentarlo, al menos para retomar cierto tipo de vida normal.
Al preparar el equipaje para el traslado, había puesto un grueso chándal de invierno, mitones, una gorra y una bufanda. Se cambió rápidamente y se dirigió hacia la puerta. En el momento en que giraba el pomo sonó el teléfono. Su primera reacción fue dejarlo sonar, pero al punto decidió contestar.
—Señorita Carroll, usted no me conoce —dijo una voz enérgica—. Soy Millicent Royce. Me he enterado de que está buscando trabajo en el negocio inmobiliario. Wendell Woods me habló de usted esta mañana.
—Sí, estoy buscando; mejor dicho, iba a empezar a buscar —respondió Lacey.
—Wendell se quedó bastante impresionado con usted y me sugirió que la entrevistara. Mi agencia está en Edina.
Edina estaba a quince minutos de la ciudad.
—Sí, sé dónde está.
—Muy bien. Tome nota de la dirección. ¿Está libre esta tarde?
*****
Cuando Lacey salió del apartamento y empezó a correr por la calle, tuvo la sensación de que por fin su suerte empezaba a cambiar. Si Millicent Royce la contrataba, tendría algo que hacer para ocupar el tiempo hasta volver a casa.
Después de todo, pensó irónicamente, como acaba de decirme la señora Royce, el negocio inmobiliario puede ser muy interesante. ¡Y apuesto a que no sabe ni la mitad de lo interesante que puede ser!
*****
El programa de cuatro horas de Tom Lynch era una mezcla de noticias, entrevistas y humor poco convencional. Se emitía de lunes a viernes de doce a cuatro de la tarde, y los invitados abarcaban un amplio espectro que iba desde figuras políticas hasta importantes personajes locales, pasando por escritores y famosos de visita en la ciudad.
Antes del programa, Tom pasaba la mayor parte de la mañana en su despacho de la emisora navegando por Internet u hojeando periódicos y revistas de todo el país en busca de temas de interés o de discusión poco corrientes.
El lunes por la mañana, después del estreno de El rey y yo, se sentía intranquilo porque se había pasado todo el fin de semana pensando en Alice Carroll. Había estado tentado de llamarla varias veces, pero colgaba antes de que se estableciera la comunicación.
Recordó que seguramente la vería en el gimnasio durante la semana, entonces podría invitarla a cenar o al cine sin darle mayor trascendencia. Llamarla y quedar para verse podía convertir la cita en algo de excesiva importancia, y después, si no volvía a invitarla o si ella rechazaba una invitación y seguían cruzándose en el gimnasio, se crearía una situación incómoda.
Sabía que su preocupación sobre ese tema era motivo permanente de bromas entre sus amigos. «Tom, eres un tipo agradable, pero si no vuelves a llamar a esa chica, pasará de ti».
Al recordar esa conversación, Tom reconoció que si salía algunas veces con Alice Carroll y después no volvía a llamarla, era evidente que ella se las arreglaría perfectamente sin él.
Alice tenía algo tan silencioso y reservado, pensó mientras se daba cuenta de que le faltaba una hora para empezar el programa. No hablaba mucho de ella y se notaba que no le gustaba mucho que le hicieran preguntas. Esa primera tarde, mientras tomaban un café en el gimnasio, ella no pareció muy contenta de las bromas que él había hecho sobre su traslado a Mineápolis. Y el viernes por la noche, durante la obertura de El rey y yo, había tenido la sensación de que Alice había estado a punto de echarse a llorar.
Algunas chicas tienen un arrebato si su compañero no les presta mucha atención en una fiesta. Pero a Alice no le había molestado que él la hubiera dejado sola cuando la gente se acercaba a saludarlo.
La ropa que se había puesto para el estreno era cara, hasta un ciego podía verlo.
Había oído por casualidad que le contaba a Kate que había visto El rey y yo tres veces. Y cuando hablaban de la reposición de El novio, sabía lo que decía.
Trajes caros. Viajes a Nueva York desde Hartford para ir al teatro. No era el tipo de cosas que se podían hacer con el sueldo de empleada de médico.
Tom se encogió de hombros. Era inútil. Sus preguntas no eran más que un signo de su interés por Alice, y, la verdad, no podía dejar de pensar en ella. La llamaría y le preguntaría si quería ir a cenar con él esa noche. Quería verla. Cogió el teléfono, marcó y esperó. Después de cuatro llamadas se puso en marcha el contestador automático. La voz grave y agradable de Alice, dijo: «Ha llamado al 555 12 47. Deje un mensaje y lo llamaré lo antes posible».
Tom dudó, y, después de decidir que llamaría más tarde, colgó. Se sintió más incómodo que nunca con el hecho de estar tan desilusionado por no haberla encontrado.