22

Hacía casi cuatro meses que Lacey no tenía motivos para arreglarse. Y no me he traído ropa de vestir, pensó mientras buscaba en el armario algo apropiado que ponerse. No me traje muchas cosas porque pensaba que a estas alturas ya habrían cogido a Caldwell, o como quiera se llame, y éste habría hecho un trato con la fiscalía para aportar pruebas, con lo cual yo estaría de nuevo libre para retomar mi vida.

Éste es el tipo de pensamientos que te causa problemas, se recordó mientras sacaba la falda larga de lana negra y el jersey de noche que había comprado en las rebajas de invierno de Saks la primavera pasada y que no había tenido ocasión de estrenar en Nueva York.

—Te queda muy bien, Alice —se dijo en voz alta al cabo de unos minutos mientras se estudiaba en el espejo.

La falda y el jersey, incluso en las rebajas, le habían costado muy caros. Pero valían su precio, decidió. La sobria elegancia que le daban le levantó el ánimo. Y sin duda lo necesito, pensó mientras buscaba en el joyero unos pendientes y las perlas de su abuela.

A las seis y media en punto, Tom Lynch la llamó desde abajo por el Interfono. Ella lo esperaba con la puerta abierta cuando él salió del ascensor y cruzó el pasillo.

La admiración en la cara de Tom mientras se acercaba fue evidente y de lo más halagadora.

—Alice, estás guapísima —dijo.

—Gracias, tú también estás muy elegante. Pasa…

No terminó la frase. La puerta del ascensor volvió a abrirse ¿Alguien lo había seguido? Lo cogió del brazo, lo hizo entrar de un tirón y echó el pestillo.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.

Lacey trató de reír pero se dio cuenta de que su risa sonaba falsa y nerviosa.

—Soy una tonta —balbuceó—. Hace un par de horas tocaron el timbre para entregar algo, pero el mensajero se había equivocado de piso… El año pasado entraron a robar en mi apartamento en Hartford —añadió con presteza—. Como vi que la puerta del ascensor volvía a abrirse… yo… eh… creo que todavía me asusto.

Nadie vino a entregar nada, pensó. Y entraron en mi apartamento, pero no fue en Hartford. Y no es que me asuste, sino que me aterrorizo. Cada vez que se abre la puerta de un ascensor pienso que veré salir a Caldwell.

—Comprendo que estés nerviosa —dijo Tom—. Estuve en Amherst y solía visitar amigos en Hartford de vez en cuando ¿En qué parte vivías, Alice?

—En Lakewood Drive. —Visualizó las fotos de un complejo de apartamentos grandes que había estudiado como parte de su preparación rogando que Tom Lynch no dijera que sus amigos también vivían allí.

—No lo conozco —dijo él. Echó un vistazo alrededor y añadió—. Me gusta cómo has arreglado la casa.

Había que reconocer que el apartamento, por fin, tenía un aspecto acogedor y cómodo. Lacey había pintado las paredes de un color crudo con una textura de mármol. La alfombra, una imitación de una auténtica Chelsea comprada de segunda mano, era lo suficientemente vieja como para tener cierta pátina. El sofá de terciopelo azul y el confidente a juego estaban bastante gastados, pero aún eran bonitos y cómodos. La mesa de centro, que le había costado veinte dólares, tenía una cubierta de piel rayada y patas estilo Regencia. Era idéntica a una que había en casa de sus padres y le producía una sensación hogareña. La estantería, junto al televisor, estaba llena de libros y chucherías, todas cosas de segunda mano.

Lacey estaba a punto de comentar que le encantaba comprar cosas de segunda mano, pero se contuvo. La mayoría de la gente no amueblaba la casa sólo con cosas de segunda mano. No, pensó, la mayoría, cuando se trasladaba, también mudaba los muebles. Se limitó a agradecer el cumplido de Tom y se alegró de que él sugiriera que se marcharan.

*****

Esta noche está diferente, pensó Lacey una hora más tarde mientras charlaban con un vino y una pizza de por medio.

En el gimnasio, cuando se cruzaban, era cordial pero reservado, y ella supuso que la invitación al estreno de esa noche había sido fruto de un impulso.

Pero ahora, el estar con él le resultaba agradable e interesante. Lacey se dio cuenta de que disfrutaba por primera vez desde la noche de la muerte de Isabelle. Tom Lynch respondía con naturalidad a las preguntas que ella le hacía.

—Me crié en Dakota del Norte —le explicó—. Bueno, eso ya te lo he contado, pero me marché a la universidad y ya no volví a vivir en mi pueblo. Cuando terminé los estudios, me trasladé a Nueva York pensando que iba a revolucionar el mundo de la radio. Naturalmente no sucedió así, y un hombre muy sensato me aconsejó que empezara en una emisora más pequeña, que me hiciera un nombre y poco a poco pasara a mercados más grandes. Así que en los últimos nueve años estuve en Des Moines, Seattle, San Luis y ahora aquí.

—¿Siempre en radio?

—La eterna pregunta ¿Por qué no televisión? Pero quería hacer algo personal, crear un estilo de programa, tener la oportunidad de ver qué funciona y qué no. Sé que he aprendido mucho, y últimamente he recibido ofertas de un buen canal de televisión por cable de Nueva York, pero creo que es un poco pronto para lanzarme a esa aventura.

—Larry King pasó de la radio a la televisión —dijo Lacey—. Y sin duda fue una buena transición.

—Vaya, ése soy yo, el próximo Larry King.

Habían pedido una pizza pequeña para los dos. Lynch miró el último trozo y empezó a servírselo a ella.

—No; es para ti —protestó Lacey.

—No, de veras, no quiero más…

—Venga, si lo miras y se te hace la boca agua.

Rieron.

Al cabo de un rato, cuando salieron del restaurante y cruzaron la calle hacia el teatro, él la cogió del codo.

—Ten cuidado —le dijo— hay trozos de hielo ennegrecidos por todas partes.

Si tú supieras, pensó Lacey. Mi vida entera es un trozo de hielo negro.

*****

Era la tercera vez que Lacey veía un montaje de El rey y yo. La última vez, acababa de entrar en la universidad. Era una producción de Broadway y su padre estaba en el foso de la orquesta. Ojalá tocaras esta noche, Jack Farrell, pensó. En el momento de la obertura sintió un nudo en la garganta.

—¿Estás bien, Alice? —preguntó Tom en voz baja.

—Sí, muy bien.

¿Cómo se había dado cuenta de que estaba alterada? se preguntó. A lo mejor tiene poderes; espero que no.

Kate Knowles, la prima de Tom, interpretaba el papel de Tuptium, la esclava que trata de escapar del palacio del rey.

Era buena actriz y tenía una voz excepcional. Debe de tener mi edad, o quizás un poco menos, pensó Lacey. En el intermedio, la alabó con entusiasmo y le preguntó a Tom:

—¿Vendrá con nosotros a la fiesta de esta noche?

—No; irá con el elenco. Nos veremos allí.

*****

Lacey se dio cuenta de que Kate y el resto de los protagonistas de la obra no eran las únicas estrellas de la fiesta. Tom Lynch estaba constantemente rodeado de gente. Lacey se apartó de su lado para cambiar la copa de vino por un agua de Perrier, y no volvió a acercarse cuando vio que conversaba con una atractiva joven del elenco. La chica, obviamente impresionada por él, hablaba animadamente.

No la culpo, pensó Lacey. Es guapo, inteligente y agradable. A Heather Landi aparentemente también le gustaba, aunque la segunda vez que escribió sobre él en el diario daba la impresión de que alguno de los dos salía con otra persona.

Mientras bebía poco a poco el agua de Perrier, se acercó a la ventana. La fiesta se celebraba en una mansión en Wayzata, un barrio muy elegante a veinte minutos del centro de Mineápolis. Lacey vio por la ventana que el jardín bien iluminado daba al lago Minnetonka y que, más allá del césped cubierto de nieve, se veía la superficie helada del agua.

Se dio cuenta de que la agente inmobiliaria que tenía dentro estaba examinando todos los detalles del lugar: la fabulosa ubicación, el elegante mobiliario de una casa de ochenta años de antigüedad. Había detalles en el diseño y la construcción que ya no se encontraban en las casas nuevas, pensó mientras se volvía para estudiar el salón que albergaba a unas cien personas sin que pareciera abarrotado.

Recordó con nostalgia su oficina de Nueva York: encargos nuevos, hacer coincidir casas y clientes, la emoción de realizar una venta. Quiero irme a casa, pensó.

Wendell Woods, el anfitrión de la fiesta, se acercó a ella.

—La señorita Carroll ¿no?

Era un hombre imponente de unos sesenta años de pelo gris oscuro.

Va a preguntarme de dónde soy, pensó Lacey. Así fue, y ella le respondió su bien ensayada versión de los orígenes en Hartford esperando sonar convincente.

—Ahora ya estoy instalada y lista para empezar a buscar trabajo —le explicó.

—¿Qué tipo de trabajo? —preguntó él.

—Bueno, no quiero trabajar otra vez en una consulta médica. Me gustaría probar el terreno inmobiliario, siempre he querido hacerlo.

—Sabe que se trabaja fundamentalmente a comisión ¿no? Además, tendría que familiarizarse con el negocio.

—Sí, lo sé, señor Woods. Pero aprendo rápido —añadió con una sonrisa. Va a ponerme en contacto con alguien. Lo sé.

Woods sacó una pluma y una tarjeta.

—Deme su número de teléfono. Se lo pasaré a una de mis clientas. Millicent Royce tiene una pequeña agencia en Edina; su secretaria acaba de dejarla porque va a tener un hijo. A lo mejor se llevan bien.

Lacey le dio con gusto el número. Me recomienda el presidente de un banco y se supone que soy nueva en el terreno inmobiliario, pensó. Si Millicent Royce está interesada en conocerme, no va a molestarse en comprobar mis referencias.

Woods se volvió para hablar con otro invitado y Lacey echó un vistazo por el salón. Al ver que Kate Knowles estaba momentáneamente sola, se acercó a ella.

—Has estado maravillosa —le dijo—. He visto tres montajes de El rey y yo, y tu interpretación de Tuptium es fabulosa.

—Veo que ya os habéis presentado —dijo Tom Lynch, acercándose a las dos—. Alice, lo siento —se disculpó— me entretuvieron. No era mi intención dejarte sola tanto tiempo.

—No te preocupes, me las he arreglado muy bien —respondió Lacey. Y no sabes lo bien que lo he hecho, añadió para si.

—Tom, tenía ganas de charlar un poco contigo —le dijo la prima—. Ya estoy cansada de esta fiesta ¿Por qué no vamos a tomar un café a alguna parte? —Kate sonrió a Lacey—. Tu amiga me estaba diciendo lo fabulosa que soy, y quiero más halagos.

Lacey consultó el reloj: la una y media. Como no quería pasarse la noche levantada, los invitó a tomar el café en su casa.

Para el camino de regreso a Mineápolis insistió en que Kate se sentara en el asiento del pasajero, al lado de Tom. Estaba segura de que no se quedarían mucho rato en el apartamento.

¿Cómo puedo sacar el nombre de Heather Landi delicadamente? se preguntó mientras se recordaba que Kate estaría sólo una semana en la ciudad.

*****

—Preparé estas galletas esta mañana —dijo Lacey mientras dejaba un plato sobre la mesa de centro—. Probadlas bajo vuestra responsabilidad. No las hacía desde que terminé la escuela.

Después de servir el café, trató de desviar la conversación hacia algún tema mediante el cual introducir el nombre de Heather. Ésta, en su diario, mencionaba que había conocido a Tom Lynch después de una actuación. Pero si digo que vi la función, tendría que acordarme si actuaba Kate, pensó Lacey.

—Hace un año y medio fui a Nueva York y vi una reposición de El novio. He leído en la reseña del programa de esa noche que tú estabas en el elenco. Pero, la verdad, no estoy muy segura de haberte visto.

—Seguramente fuiste la semana que estuve con gripe —respondió Kate—. Fueron las únicas funciones en las que no actué.

—Recuerdo que había una actriz joven en el papel protagonista con una voz muy bonita —dijo Lacey tratando de sonar natural—. No consigo recordar su nombre…

—Heather Landi —se apresuró a decir Kate, y se volvió hacia su primo—. Tom, ¿te acuerdas de ella? Te iba detrás. Se mató en un accidente de coche —dijo sacudiendo la cabeza—. Una lástima, fue terrible.

—¿Qué pasó? —preguntó Lacey.

—Volvía de una estación de esquí en Stowe y se salió de la carretera. Su madre, pobrecilla, no lograba aceptarlo. Venía a vernos al teatro para hablar con nosotros sobre alguna probable explicación del accidente. Decía que Heather, justo antes de ese fin de semana, estaba muy preocupada por algo y quería saber si estábamos al corriente.

—¿Y lo estabais? —preguntó Tom.

Kate se encogió de hombros.

—Le dije que había notado a Heather muy callada la semana anterior a su muerte, y coincidí en que parecía preocupada por algo. Sugerí que quizá por esa razón conducía distraída y el coche derrapó.

Bueno, esto es todo. Kate no sabe nada que yo no sepa, pensó Lacey.

Kate Knowles dejó la taza de café.

—Me lo he pasado muy bien, Lacey, pero es muy tarde y tengo que irme. —Se puso de pie y se volvió otra vez hacia Lacey—. Es curioso que haya salido el nombre de Heather Landi, porque he estado pensando en ella. Esta mañana recibí una carta que la madre de Heather me había escrito preguntándome si no se me ocurría nada que explicara el comportamiento de su hija ese fin de semana. La carta tardó en llegarme porque fue a otras dos ciudades antes de que la mandaran aquí. —Meneó la cabeza—. Podría explicarle una cosa, aunque probablemente no sea muy importante. Resulta que Bill Merrill, el chico con el que salgo, tú lo conoces Tom, también conocía a Heather y me comentó que la vio la tarde antes del accidente en el bar de la estación de esquí. Bill había ido con un grupo de amigos, incluido un capullo llamado Rick Parker que tiene una inmobiliaria en Nueva York y que aparentemente le había hecho alguna trastada a Heather cuando ésta acababa de llegar a la ciudad. Bill me dijo que cuando Heather vio a Parker, prácticamente salió corriendo del albergue. Quizá no tiene importancia, pero la madre de Heather está tan ansiosa de obtener cualquier información sobre ese fin de semana, que seguramente querrá saberlo. Mañana por la mañana le escribiré.

El ruido de la taza de café haciéndose añicos contra el suelo interrumpió el estupor en el que había entrado Lacey al oír mencionar la carta de Isabelle y después el nombre de Rick Parker. Para ocultar su confusión, y sin aceptar ayuda, se puso a recoger la taza rota mientras les daba las buenas noches a Kate y Tom, que se marcharon.

Una vez sola en la cocina, Lacey se apoyó contra la pared para tratar de calmarse y de reprimir la necesidad de asomarse por la ventana y gritarle a Kate que no se molestara en escribir a Isabelle Waring, que a ella ya no le importaría porque era demasiado tarde.