Durante las semanas siguientes, Lacey llevó a ocho interesados a ver el apartamento. Dos eran de los que se entretienen haciendo perder el tiempo a los agentes inmobiliarios.
—Pero, por otro lado, nunca se sabe —le dijo a Rick Parker cuando se detuvo junto a su escritorio una tarde mientras ella se preparaba para irse a casa—. Llevas a una persona de aquí para allá durante un año, prefieres matarte antes que volver a salir con ella ¿y qué pasa? Un buen día, cuando ya estás a punto de abandonar, firma un cheque por un piso de un millón de dólares.
—Tienes más paciencia que yo —le dijo Rick. Sus rasgos, cincelados a imagen y semejanza de sus antepasados aristocráticos, mostraron una expresión de desdén—. No puedo soportar a la gente que me hace perder el tiempo. RJP quiere saber si tienes algunos candidatos serios para el apartamento Waring.
El RJP al que Rick se refería era su padre.
—No lo creo. Pero… bueno, acabamos de ponerlo a la venta y mañana será otro día.
—Gracias, Escarlata O'Hara. Le pasaré la información a mi padre. Nos vemos.
Lacey hizo una mueca cuando Rick se marchó. Este tenía uno de esos días sarcásticos y con los nervios a flor de piel ¿Y ahora qué le fastidia? se preguntó ¿Y por qué se molestaría su padre en pensar en el apartamento Waring si está negociando la venta del hotel Plaza? ¡Por favor!
Cerró el escritorio y se frotó la frente donde un dolor de cabeza amenazaba con dispararse. De repente se dio cuenta de que estaba muy cansada. Desde que había vuelto de las vacaciones no paraba: organizar viejos proyectos, conseguir nuevas propiedades, ponerse al día con los amigos, ocuparse de los hijos de Kit un fin de semana… y dedicarle muchísimo tiempo a Isabelle Waring.
La mujer se había acostumbrado a llamarla a diario y muchas veces le insistía para que fuera al apartamento «Lacey, ven a almorzar conmigo. Algo tendrás que comer ¿no?» decía. O: «Lacey, de camino a tu casa ¿por qué no pasas a tomar una copa de vino conmigo? Los colonos de Nueva Inglaterra solían llamar al atardecer "la hora sobria". Es un momento muy bonito del día».
Lacey miró fuera, a la calle. Las sombras se alargaban por la avenida Madison, un signo visible de que los días empezaban a acortarse. Es una hora bonita, pensó. Isabelle es una persona tan triste. Ahora se está obligando a ordenar todo el apartamento y a deshacerse de la ropa y efectos personales de Heather. Vaya trabajo. Aparentemente Heather lo guardaba todo.
No es mucho pedir que pase un rato con ella y la escuche, pensó Lacey. En realidad no me importa, me cae muy bien. Nos hemos hecho amigas. Pero, admitió, compartir el dolor de Isabelle me hace revivir todo lo que sentí cuando murió papá.
Se puso de pie. Si no me voy a casa voy a desmayarme. Lo necesito.
*****
A las nueve, al cabo de dos horas, Lacey, recién salida de un burbujeante jacuzzi de veinte minutos, se preparaba un BLT. Había sido el bocadillo favorito de su padre, que solía decir que el de beicon, lechuga y tomate era definitivamente el mejor bocadillo para tomar en una barra de Nueva York.
Sonó el teléfono y dejó que atendiera el contestador. Oyó la conocida voz de Isabelle Waring. No voy a responder, decidió Lacey. Ahora no tengo ganas de hablar con ella durante veinte minutos.
La voz titubeante de Isabelle Waring empezó a hablar en voz baja pero con vehemencia.
«Lacey, supongo que no estás en casa. Tengo que contarte algo. Encontré el diario de Heather en el armario del trastero. Hay algo escrito que me hace pensar que no estoy loca por creer que su muerte no fue un accidente. Creo que puedo demostrar que alguien quería quitarla de en medio. De momento no diré nada más. Te llamo mañana».
Lacey sacudió la cabeza y a continuación, impulsivamente, apagó el contestador y desenchufó el teléfono. Deseaba tener el resto de la noche para sí misma.
Una noche tranquila. Un bocadillo, un vaso de vino y un libro ¡Me lo he ganado! se dijo.
*****
Por la mañana, en cuanto llegó a la oficina, pagó el precio por haber apagado el contestador la noche anterior. La llamó su madre y, al cabo de un instante, Kit; las dos querían saber cómo estaba, preocupadas porque no habían obtenido respuesta a sus llamadas. Mientras trataba de tranquilizar a su hermana, Rick apareció en su despacho. Parecía muy irritado.
—Isabelle Waring quiere hablar contigo. Me han pasado la llamada a mí.
—Kit, tengo que ir a ganarme la vida. —Colgó y fue a la oficina de Rick a atender la otra llamada—. Siento no haber podido llamarla anoche —empezó.
—No importa, de todas formas yo no debería hablar de todo esto por teléfono. ¿Vas a traer alguien hoy?
—De momento no tengo a nadie en vista.
Mientras lo decía, Rick le pasó una nota sobre el escritorio: A Curtis Caldwell, un abogado, lo trasladan de Texas la semana que viene. Quiere un apartamento de un dormitorio en la Quinta Avenida entre las calles 65 y 72. ¿Puedes ocuparte hoy del asunto?
Lacey le dio las gracias a Rick y le dijo a Isabelle:
—Quizá pase con alguien. Cruce los dedos. No sé por qué, pero tengo el presentimiento de que ésta puede ser nuestra venta.
*****
—El señor Caldwell la está esperando, señorita Farrell —le dijo Patrick, el portero, mientras ella salía de un taxi.
Lacey, a través de la puerta de cristal facetado, vio un hombre delgado de unos cuarenta y cinco años que tamborileaba los dedos sobre el mostrador del vestíbulo. Por fortuna he llegado diez minutos antes, pensó.
Patrick se adelantó para abrirle la puerta.
—Hay un problema que debe saber —le dijo con un suspiro—. Se ha averiado el aire acondicionado. Lo están arreglando, pero dentro hace bastante calor. Por suerte me jubilo el primero de enero; ya es hora. Cuarenta años en este trabajo son suficientes.
Vaya, lo que faltaba, pensó Lacey. Sin aire acondicionado en uno de los días más calurosos del año. No me sorprende que ese Caldwell esté impaciente. No es muy buen augurio para la venta.
En el momento en que cruzaba el vestíbulo no tenía una impresión muy clara de aquel hombre bronceado, de cabello rubio oscuro y ojos azules. Involuntariamente empezó a prepararse para que él le dijera que no le gustaba que lo hicieran esperar.
Pero cuando se presentó a Curtis Caldwell, una sonrisa iluminó el rostro de éste e incluso bromeó:
—Dígame la verdad, señorita Farrell. ¿Es muy caprichoso el aire acondicionado de este edificio?
*****
Lacey había llamado antes a Isabelle Waring para confirmar la hora de la cita, pero la mujer parecía distraída. Le dijo que estaría ocupada en la biblioteca y que entrara con su llave.
Lacey la llevaba en la mano cuando salió con Caldwell del ascensor. Abrió la puerta y llamó:
—Isabelle, soy yo. —Y se dirigió a la biblioteca seguida de Caldwell.
Isabelle estaba sentada al escritorio de la pequeña habitación, de espaldas a la puerta. Tenía una carpeta de piel a un lado y algunas hojas desparramadas delante. No levantó la vista ni se volvió a saludar, sino que se limitó a decir en voz baja:
—Olvídense de que estoy aquí, por favor.
Mientras Lacey le mostraba la casa a Caldwell, le explicó brevemente que se vendía porque la propietaria, la hija de Isabelle Waring, había muerto el invierno anterior en un accidente.
Caldwell no pareció interesado en la historia de la casa. Era evidente que le había gustado y no pestañeó cuando ella le dijo que el precio era seiscientos mil dólares. Después de inspeccionar concienzudamente el primer piso, miró por la ventana de la salita y se volvió hacia Lacey.
—¿Dice que estará libre el mes que viene?
—Absolutamente —le respondió Lacey mientras pensaba: Bien, ahora va a hacer una oferta.
—No suelo regatear, señorita Farrell. Estoy dispuesto a pagar lo que piden siempre y cuando pueda mudarme a principios del mes próximo.
—¿Qué le parece si hablamos con la señora Waring? —propuso Lacey tratando de disimular su asombro. Pero, se recordó, así suelen pasar las cosas, como le dije ayer a Rick.
Isabelle Waring no contestó cuando Lacey llamó a la puerta de la biblioteca.
—Señor Caldwell —dijo Lacey volviéndose hacia él— ¿tendría la amabilidad de esperarme un instante en la sala? Voy a hablar un momento con la señora Waring y enseguida vuelvo.
—Por supuesto.
Lacey abrió la puerta y miró dentro. Isabelle Waring seguía sentada al escritorio, aún más ensimismada que antes.
—Vete —murmuró—. Estoy ocupada.
Sostenía una estilográfica verde en la mano derecha que estampó contra el escritorio.
—Vete.
—Isabelle… —dijo Lacey con suavidad— es importante. Tenemos una oferta para el apartamento, pero hay una condición que he de discutir con usted.
—¡Olvídalo! No voy a vender. Necesito más tiempo aquí. —Su voz era un sollozo agudo—. Lo siento, Lacey, pero ahora no quiero hablar. Vuelve más tarde.
Lacey consultó su reloj. Eran casi las cuatro.
—Volveré a las siete —dijo, dispuesta a evitar una escena al ver que la mujer estaba al borde de un llanto histérico.
Cerró la puerta y regresó con Curtis Caldwell, que estaba de pie en el recibidor, entre la biblioteca y la sala.
—¿No quiere vender? —Parecía sorprendido—. Comprendo que…
—¿Por qué no bajamos? —repuso Lacey en voz baja.
Se sentaron en el vestíbulo.
—Estoy segura de que todo irá bien —le dijo—. Más tarde volveré a hablar con ella. Ha pasado por una circunstancia muy dolorosa, pero no habrá problemas. ¿Por qué no me deja un número para que pueda llamarlo más tarde?
—Estoy en el Waldorf Towers, en el apartamento del bufete Keller, Roland y Smythe.
Se pusieron de pie.
—No se preocupe, todo saldrá bien —prometió Lacey—. Ya verá.
Caldwell tenía una sonrisa afable y confiada.
—Estoy seguro. Lo dejo en sus manos, señorita Farrell.
*****
El hombre salió del edificio, caminó por la calle 70 hasta Essex House, en el sur de Central Park, y se dirigió a los teléfonos públicos.
—Tenía razón —le dijo a la persona que lo atendió—. Ha encontrado el diario. Está en la carpeta de piel que me describió. Al parecer ha cambiado de idea sobre la venta del apartamento, pero la agente inmobiliaria va a volver esta noche para intentar convencerla. —Tras escuchar, añadió—: Me ocuparé del asunto. —Y colgó.
A continuación, Sandy Savarano, el hombre que se hacía llamar Curtis Caldwell, entró en un bar y pidió un whisky.