La palabra clave de este programa es «seguridad», pensó Lacey mientras empezaba una carta a su madre ¿Sobre qué vas a escribirle? se preguntó. Sobre el tiempo no. Si menciono que la temperatura es de veinte grados bajo cero y que ha caído una nevada de sesenta y cinco centímetros, será como decir que estoy en Minnesota. Es el tipo de información que te advierten que no des.
Tampoco puedo escribir sobre el trabajo, porque aún no tengo. Puedo contarle que, como me acaba de llegar el falso certificado de nacimiento y la falsa cartilla de la Seguridad Social, puedo buscar trabajo. Supongo que también puedo contarles que al menos tengo carnet de conducir y que mi asesor, un subcomisario de policía, me llevó a comprar un coche usado.
Lo ha pagado el programa. ¿No es fabuloso? Por supuesto que no puedo decirles a mamá y Kit que el nombre del subcomisario es George Svenson, y tampoco que me he comprado un Bronco granate de tres años.
Escribió: «Mi asesor es un buen hombre. Tiene tres hijas adolescentes». No, borra eso, es demasiado específico. «Mi asesor es un buen hombre, muy paciente. Me acompañó a comprar muebles para el estudio». Demasiado específico, pon «apartamento». «Pero ya me conoces. Como no quería todos esos muebles que hacen juego, él se burló de mí y fuimos a algunas casas particulares que vendían muebles de segunda mano y encontré cosas muy bonitas que por lo menos tienen personalidad. Pero la verdad es que echo de menos mis cosas. Dile a Jay que estoy muy agradecida de que pague los gastos del piso». Bueno, esto es bastante seguro, pensó, y la verdad es que estoy agradecida. Pero pienso devolverle hasta el último céntimo, se prometió.
Le permitían llamar a los suyos una vez por semana, desde una conexión telefónica segura. La última vez que había hablado, oyó a Jay de lejos que le daba prisa a Kit. Bueno, era un fastidio tener que sentarse y esperar una llamada a una hora específica. Y nadie podía llamarla a ella.
«Tengo la impresión de que los niños se lo han pasado muy bien durante las vacaciones, y me alegra mucho que el brazo de Bonnie esté mejor. Parece que la escapada para esquiar de los chicos ha sido una maravilla. Diles que estoy lo bastante chiflada como para querer probar con ellos esa tabla de esquí cuando vuelva.
»Cuídate, mamá. Parece que Alex y tú os divertís mucho. Así pues ¿qué más da que de vez en cuando no pares de hablar? Creo que es un hombre muy agradable, y nunca olvidaré lo servicial que fue esa horrible noche mientras Bonnie estaba en el quirófano.
»Un beso muy grande para todos. Reza para que encuentren y detengan al asesino de Isabelle Waring, para que llegue a un acuerdo con el fiscal y yo salga de este encierro».
Lacey firmó con su nombre, dobló la carta y la puso en un sobre. El subcomisario Svenson la enviaría por un canal de correo seguro. Escribir a su madre y a Kit y hablar por teléfono con ellas la sacaba de su aislamiento, pero cuando terminaba la carta o colgaba el teléfono, caía en una depresión terrible.
Venga, se riñó, deja ya de autocompadecerte. No te hará ningún bien. Y, gracias a Dios, las vacaciones ya han terminado.
—Eso sí que fue un problema —dijo en voz alta, y pensó que empezaba a acostumbrarse a hablar sola.
En Navidad, para hacer algo, había ido a misa a la iglesia de Saint Olaf, que tenía ese nombre en honor al rey guerrero de los noruegos, y después a comer al hotel Northstar.
Durante la misa, cuando el coro cantó Adeste fidelis, las lágrimas brotaron de sus ojos mientras recordaba la última Navidad pasada con su padre. Habían ido juntos a la misa del gallo de Saint Malachy, en el barrio de los teatros de Manhattan. Su madre siempre decía que Jack Farrell habría tenido más éxito como cantante que como músico. Tenía una voz realmente bonita. Lacey recordó que esa noche había dejado de cantar para escuchar el tono vibrante y el sentimiento que ponía en ese villancico. Al terminar la canción, su padre le había susurrado al oído: «Ay, Lace, el latín tiene algo espléndido, ¿no crees?».
Durante la comida, mientras pensaba en su madre, en Kit, Jay y los niños, volvieron a aflorarle las lágrimas. Su madre y ella siempre pasaban la Navidad en casa de Kit. Llegaban cargadas de regalos para los niños, que Papá Noel había dejado por casualidad en sus casas.
Andy, a los diez años, como Todd a esa edad, todavía creía en Papá Noel. Bonnie, en cambio, a los cuatro años ya era una espabilada. Lacey les había mandado regalos a todos a través de canales seguros, pero, comparado con estar allí con ellos, no era nada.
Mientras aparentaba disfrutar de la comida del Northstar, se sorprendió pensando en la mesa festiva de Kit con la araña Waterford encendida y las luces reflejadas en la cristalería veneciana. ¡Déjalo ya! se dijo mientras depositaba el sobre en el cajón donde se quedaría hasta que el subcomisario Svenson lo recogiera.
A falta de otra cosa que hacer, abrió el cajón de abajo del escritorio y sacó la copia que había hecho del diario de Heather Landi ¿Qué podía querer Isabelle que yo leyese? se preguntó por centésima vez. Lo había leído tantas veces que creía poder recitarlo palabra por palabra.
Había trozos en los que Heather escribía con regularidad, una vez por día o varias veces el mismo día, mientras que otras veces pasaba una semana, un mes o incluso un mes y medio sin escribir nada. En total, el diario abarcaba los cuatro años que había pasado en Nueva York. Había escrito minuciosamente sobre la búsqueda de apartamento y sobre la insistencia de su padre en que viviera en un edificio vigilado en el East Side. Heather, evidentemente, prefería el West Side de Manhattan. «No es tan estirado y hay más vida» decía.
Hablaba de sus clases de canto, las audiciones y el primer trabajo que había conseguido en una producción de Nueva York: una reposición de El novio montada por una cooperativa de actores. La anotación había hecho sonreír a Lacey.
Heather terminaba con: «Julie Andrews, apártate que aquí viene Heather Landi».
Escribía mucho sobre las obras que veía, y el análisis de éstas y del trabajo de los actores era meticuloso y maduro.
También eran muy interesantes los pasajes en que describía las fiestas más clamorosas a las que asistía; muchas de ellas aparentemente a través de los contactos de su padre. Pero algunas parrafadas sobre sus novios eran sorprendentemente inmaduras. Lacey tuvo la impresión de que tanto el padre como la madre se ocupaban de ella, hasta que, después de dos años de universidad, había decidido instalarse en Nueva York por su cuenta y probar fortuna en el teatro.
Era evidente que estaba muy cerca de sus progenitores.
Todas las referencias a ellos eran cariñosas y amables, a pesar de que varias veces se quejaba de la necesidad de complacer a su padre.
Había un párrafo que había intrigado a Lacey desde el principio:
Papá explotó hoy con uno de sus camareros. Jamás lo había visto tan enfadado. El pobre camarero estaba a punto de echarse a llorar. Ahora comprendo, cuando me mudé a Nueva York, lo que quería decir mamá cuando me advirtió de su carácter y me aconsejó que reconsiderara mi decisión de decirle que no pensaba vivir en el East Side. Papá me mataría si alguna vez se entera de que tenía toda la razón del mundo sobre ese asunto ¡Dios mío, qué estúpida fui!
¿Qué había pasado para que Heather escribiera eso? se preguntó Lacey. Seguro que no era muy importante. Fuera lo que fuese, había sucedido cuatro años antes de su muerte y era la única referencia al asunto.
En las últimas anotaciones se traslucía que Heather estaba muy trastornada por algo. En varios lugares del diario mencionaba «estoy entre la espada y la pared, y no sé qué hacer». A diferencia de las demás, esas últimas anotaciones estaban escritas en papel liso.
No había nada específico en ellas, pero obviamente habían despertado las sospechas de Isabelle Waring.
Quizás era algo relacionado con una decisión de trabajo, un novio o cualquier cosa, pensó Lacey desesperada mientras volvía a poner las hojas en el cajón. Dios sabe que la que está ahora entre la espada y la pared soy yo. Eso es porque alguien quiere matarte, le susurró una vocecilla interna.
Lacey cerró el cajón bruscamente.
—¡Basta! —se dijo con rabia.
Decidió que necesitaba una taza de té. Se la preparó y la tomó despacio, con la esperanza de disipar la sensación de aislamiento y miedo que otra vez amenazaba con apoderarse de ella.
Como se sentía inquieta, encendió la radio. Por lo general solía buscar alguna emisora de música, pero el aparato estaba puesto en la banda de AM y oyó una voz que decía: «Hola, soy Tom Lynch, tu anfitrión en la WCIV durante las próximas cuatro horas».
¡Tom Lynch!
El nombre la sacó bruscamente de su añoranza. Había hecho una lista de todos los nombres que aparecían en el diario de Heather, y Tom Lynch era uno de ellos, un locutor de radio de fuera de Nueva York por el que Heather había mostrado un interés especial.
¿Se trataba del mismo? Y, si era así ¿podría Lacey conocer un poco a Heather a través de él?
Decidió que valía la pena intentarlo.