Debajo del timbre del pequeño edificio de apartamentos de la avenida Hennepin de Mineápolis se leía «Alice Carroll». Para los vecinos, era una joven atractiva de cerca de treinta años, sin trabajo y muy reservada.
Lacey sabía que así la describían. Y tienen razón con lo de reservada, pensó. Al cabo de tres meses, la sensación de sonambulismo empezaba a ser sustituida por una de profundo aislamiento.
No tenía alternativa, se decía por las noches, mientras recordaba el momento en que le habían dicho que se llevara la ropa pero que dejara las fotos familiares y cualquier objeto con su nombre o iniciales.
Kit y su madre habían ido a ayudarla a preparar el equipaje y a despedirse de ella. A todas nos parecía algo provisional, recordó, una especie de vacación forzosa.
En el último momento, su madre había intentado ir con ella.
—No puedes marcharte sola, Lacey —había protestado—. Kit y Jay se tienen el uno al otro, y tienen a sus hijos.
—Estarías perdida sin los niños —le recordó Lacey—; ni se te ocurra pensar en ello, mamá.
—Lacey, Jay se hará cargo de los gastos de tu apartamento —le había prometido Kit.
Su respuesta. «De momento puedo pagarlos yo», había sido un alarde sin fundamento. Cuando se trasladó y asumió la nueva identidad, se dio cuenta de que no podía relacionarse con nadie ni nada de su vida de Nueva York. Hasta podían rastrear un simple cheque para pagar gastos, firmado con un nombre supuesto.
Todo se había realizado rápida y eficientemente. Dos policías uniformados la sacaron en un coche patrulla, como si la llevaran a declarar a la comisaría. Bajaron sus pertenencias al aparcamiento del sótano, donde la aguardaba una furgoneta sin distintivos. Después la trasladaron en una furgoneta blindada a lo que ellos llamaban un «lugar seguro», un centro de preparación en la zona de Washington.
Alicia en el País de las Maravillas, solía pensar Lacey a medida que pasaba el tiempo en ese lugar y veía cómo desaparecía su identidad. Trabajó durante varias semanas con un instructor para crearse un nuevo origen. Todo lo que había sido desaparecía. Aún existía en su memoria, naturalmente, pero al cabo de un tiempo hasta empezó a cuestionárselo. Ahora sólo tenía llamadas telefónicas semanales por conexiones seguras, cartas a través de canales seguros… y ningún otro contacto. Nada. Sólo una abrumadora soledad.
Su única realidad era su nueva identidad.
—Mírate. Lacey —le había dicho su instructor frente al espejo—. ¿Ves esa chica? Todo lo que crees saber de ella ya no existe. Olvídate de ella. Durante un tiempo te costará, será como si jugaras a fingir. Una vieja canción de Jerry Vale lo dice todo. No sé cantar, pero la letra dice así: «Haz como si no la vieras… es demasiado tarde para huir… mira hacia otra parte… haz como si no la vieras».
En aquel momento Lacey había elegido su nuevo nombre, Alice Carroll, por la protagonista de Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll.
Encajaba perfectamente con su situación.