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Gary Baldwin, el fiscal del distrito sur del estado, por lo general tenía una expresión apacible que resultaba incongruente cuando intervenía en un juicio. Las gafas sin montura le daban aspecto académico a su enjuta cara. Era un hombre delgado de estatura media que hablaba despacio; sin embargo, cuando le tocaba interrogar, podía aniquilar a un testigo sin siquiera levantar la voz. Tenía cuarenta y tres años y ambiciones políticas, y quería coronar su carrera en la fiscalía con un caso importante, de primera plana de periódicos.

Y ese caso acababa de aterrizar en su escritorio. Sin duda reunía todos los elementos necesarios: una mujer joven presencia por casualidad un asesinato en un apartamento del exclusivo Upper East Side de Manhattan; la víctima es la ex esposa de un famoso hostelero; y lo más importante, la mujer ha visto al asesino y puede identificarlo.

Baldwin sabía que si Sandy Savarano había salido de su escondite para hacer ese trabajo, tenía que estar relacionado con las drogas. Savarano, a quien tenía por muerto desde hacía dos años, había hecho carrera como el matón que eliminaba a cualquiera que se interpusiera en el camino del cártel de traficantes para el que trabajaba. Era casi tan despiadado como ellos.

Pero Lacey Farrell no lo había reconocido en las fotos de archivo que le había enseñado la policía. O bien porque le fallaba la memoria o porque Savarano se había hecho suficiente cirugía plástica para ocultar su identidad. Lo más probable es que sea esto último, pensó Baldwin. Lo que significa que Lacey Farrell es casi la única persona que puede identificarlo.

El sueño de Gary Baldwin era detener y acusar a Savarano, o mejor aún, llegar a un acuerdo con él para que les diera pruebas contra sus jefes.

Pero la llamada que acababa de recibir del detective Eddie Sloane lo había enfurecido. Habían robado el diario, aparentemente la pieza clave del caso, de la comisaría.

—Estaba guardado en mi despacho, por supuesto bajo llave, para que Nick Mars y yo lo estudiáramos para ver si encontrábamos algo útil —explicó Sloane—. Y anoche, en algún momento, desapareció. Estamos poniendo la comisaría patas arriba para descubrir quién se lo llevó. Jimmy Landi —añadió— tiene la copia que le dio Farrell. Ahora voy a pedírsela.

—Asegúrese de conseguirla antes de que también desaparezca —dijo Baldwin y colgó bruscamente.

Lacey Farrell estaba a punto de llegar a su oficina, y tenía muchas preguntas que hacerle.

*****

Lacey sabía que había sido una ingenuidad pensar que por el simple hecho de entregar el diario a la policía acabaría su implicación en el caso. La madrugada anterior había llegado a Nueva Jersey antes del amanecer, pero a pesar de todo no había podido dormir. Iba de la recriminación por haber puesto en peligro mortal la vida de Bonnie a la perplejidad por la forma en que su vida parecía desmoronarse. Se sentía como una paria porque el poder identificar a Curtis Caldwell no sólo la ponía en peligro a ella, sino a todos sus allegados.

No puedo ir a visitar a mamá ni a Kit y los niños, pensó con amargura. Y tampoco puedo dejar que me visiten. Tengo miedo de salir a la calle. ¿Cuánto va a durar todo esto? ¿Y cómo terminará?

Jack Regan se había encontrado con ella en la sala de espera de la fiscalía. Le dirigió una sonrisa tranquilizadora cuando la secretaria anunció:

—Ya pueden pasar.

*****

Baldwin tenía la costumbre de hacer esperar a la gente una vez que pasaban a su despacho. En apariencia tomaba notas en una carpeta, pero estudió de soslayo a Lacey Farrell y su abogado mientras tomaban asiento. Farrell parecía una mujer estresada. Y no era de extrañar, dado que la noche anterior, en un tiroteo, una bala le había rozado la cabeza y otra había herido a una niña de cuatro años. Era un milagro que no hubiera habido muertos, se dijo mientras se dignó cerrar la carpeta.

No se anduvo con rodeos.

—Señorita Farrell, lamento mucho los problemas que ha tenido, pero ha perjudicado seriamente una investigación criminal llevándose pruebas de la escena del crimen. Hasta es posible que haya destruido parte de esas pruebas. Lo que nos ha entregado, ahora también ha desaparecido, lo cual es indicio claro de la importancia de esas pruebas.

—No destruí… —empezó Lacey una acalorada protesta, pero Jack Regan intervino:

—No tiene derecho a acusar a mi cliente.

Baldwin los interrumpió con la mano e, ignorando a Regan, continuó con voz glacial.

—Señorita Farrell, sólo tenemos su palabra, pero puedo darle la mía en cuanto a lo siguiente: el hombre que usted conoce como Curtis Caldwell es un asesino despiadado. Necesitamos su testimonio para condenarlo, y queremos asegurarnos de que no suceda nada que lo impida. —Se detuvo y la miró a los ojos—. Señorita Farrell, tengo competencia para retenerla como testigo material. Le aseguro que no será agradable. Significa tenerla en un lugar especial vigilada las veinticuatro horas del día.

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Lacey.

—No lo sabemos. El tiempo que nos lleve atraparlo y, con su ayuda, condenarlo por asesinato. Lo que sí sé es que, hasta que detengamos al asesino de Isabelle Waring, su vida no vale nada. Hasta ahora nunca habíamos tenido pruebas contra este hombre que nos permitieran acusarlo y ganar el caso.

—¿Y estaré a salvo una vez declare contra él? —preguntó Lacey, que de pronto, sentada delante del fiscal del estado, se sentía como si viajara a bordo de un coche que se precipitara sin control por una abrupta pendiente.

—No, no estará a salvo —terció Jack Regan con firmeza.

—Al contrario —les dijo Baldwin—. Savarano sufre de claustrofobia. Hará cualquier cosa con tal de evitar ir a la cárcel. Ahora que podemos implicarlo en un asesinato, cuando esté en nuestras manos quizá lo convenzamos de que nos proporcione pruebas, en cuyo caso ni iría a juicio. Pero hasta que suceda todo eso, tenemos que protegerla. —Hizo una pausa—. ¿Ha oído hablar del programa de protección a testigos?