Había pasado una semana desde el día del Trabajo y, por el constante sonar de los teléfonos en las oficinas de Parker & Parker, Lacey dedujo que el bache del verano al fin había terminado. El mercado inmobiliario de Manhattan había pasado por un período especialmente flojo durante el mes anterior, pero ahora las cosas empezaban a moverse otra vez.
—Ya era hora —le dijo a Rick Parker mientras éste le dejaba una taza de café sobre el escritorio—. Desde junio que no hago una venta decente. Todos los clientes que tenía medio atados se han marchado a Hamptons o Cape, pero afortunadamente la marea los está devolviendo de nuevo a la ciudad. Yo también he disfrutado de un mes de vacaciones, pero ya es hora de volver a trabajar. —Estiró el brazo para coger el café—. Gracias, me alegro de que el hijo y heredero se ocupe de mí.
—Es un placer. Tienes un aspecto estupendo, Lacey.
Ella trató de ignorar la expresión de Rick. Siempre se sentía como si la desnudara con la mirada. Rick Parker, malcriado, guapo y poseedor de un falso encanto que utilizaba a su antojo, la hacía sentir particularmente incómoda.
Lacey había deseado sinceramente que el padre no lo hubiera trasladado de la oficina de West Side. No quería poner en peligro su empleo, pero últimamente mantenerlo a distancia empezaba a ser todo un malabarismo.
En aquel momento sonó el teléfono, y lo cogió aliviada.
«Salvada por la campana» pensó.
—Diga. Soy Lacey Farrell.
—Señorita Farrell, soy Isabelle Waring. La conocí la primavera pasada, cuando vendió un piso en mi edificio.
Lacey adivinó que la señora Waring iba a poner su apartamento en venta.
Lacey puso su archivo mental en modo buscar y abrir.
En mayo había vendido dos apartamentos en la calle 70 Este. Una propiedad en la que no había hablado con nadie, salvo con el administrador, y un apartamento cerca de la Quinta Avenida. Tenía que ser el edificio Norstrum y recordaba vagamente haber hablado con una cincuentona pelirroja y atractiva en el ascensor, que le había pedido la tarjeta.
—¿El dúplex Norstrum? —Preguntó cruzando los dedos—. ¿Nos conocimos en el ascensor?
La señora Waring parecía complacida.
—¡Exactamente! Quiero vender el apartamento de mi hija, y me gustaría que se ocupase usted.
—Muy bien, señora Waring.
Lacey arregló una cita para la mañana siguiente, colgó el auricular y se volvió hacia Rick.
—Calle 70 Este, número 3. ¡Es un edificio fantástico! —exclamó.
—¿El número 3 de la 70 Este? ¿Qué apartamento?
—El 10 B. ¿Lo conoces?
—¿Cómo voy a conocerlo? —dijo bruscamente—. Sobre todo teniendo en cuenta que mi padre, con su gran sensatez, me tuvo trabajando en el West Side durante cinco años. —Lacey advirtió que Rick estaba haciendo un esfuerzo por ser agradable cuando añadió—: Por lo poco que oí, le caíste bien a alguien y ahora quiere darte una exclusiva. Siempre digo lo que mi abuelo predicaba sobre este negocio: es una bendición que la gente se acuerde de ti.
—Quizás, aunque no estoy segura de que sea necesariamente una bendición —dijo Lacey, que esperaba que su reacción ligeramente negativa pusiera fin a la conversación. También deseaba que Rick empezara pronto a considerarla una empleada más del imperio de la familia.
Rick Parker se encogió de hombros y se encaminó hacia su despacho, que daba a la calle 62 Oeste. Las ventanas de Lacey estaban frente a la avenida Madison. A ella le encantaba el espectáculo del tráfico constante, el ir y venir de los turistas, los ricachones típicos de la avenida que entraban y salían de las boutiques de ropa de marca.
«Algunos somos neoyorquinos de nacimiento —solía explicarles a las aprensivas esposas de los ejecutivos trasladados a Manhattan—. Otros llegan aquí sin ganas y, antes de que se den cuenta, descubren que a pesar de todos los problemas sigue siendo el mejor lugar del mundo para vivir». Después, si se lo preguntaban, explicaba: «Me crié en Manhattan, y salvo los años de universidad, siempre he vivido aquí. Es mi hogar, mi ciudad».
Su padre, Jack Farrell, también había sentido lo mismo por la ciudad. Solían explorarla juntos desde que ella era pequeña. «Somos compinches, Lacey —le decía—. Eres como yo: un bicho de ciudad. Pero tu madre, Dios la bendiga, se muere por sumarse a la huida a los suburbios. Pero sabe que allí me secaría como una pasa».
Lacey no sólo había heredado el amor de Jack por la ciudad, sino también sus colores irlandeses: ojos azul verdosos, piel clara y cabello castaño oscuro. Su hermana Kit, en cambio, tenía la herencia inglesa de su madre: ojos azul claro y cabello color trigo.
Jack Farrell había trabajado de músico en el teatro, generalmente en el foso de la orquesta, aunque a veces también tocaba en clubes y, de vez en cuando, en algún concierto. De pequeña, no había musical de Broadway cuyas canciones Lacey no pudiera cantar con su padre. La súbita muerte de Jack, cuando ella acababa de salir de la universidad, aún le dolía. En realidad se preguntaba si alguna vez la superaría. A veces, cuando iba al teatro del barrio, se sorprendía esperando encontrárselo.
Después del funeral, la madre le había dicho con irónica tristeza: «Tal como tu padre había predicho, no voy a quedarme en la ciudad». Y se compró una casa en Nueva Jersey para estar cerca de Kit, la hermana de Lacey, y su familia. Una vez allí, encontró trabajo de enfermera pediátrica en un hospital local.
Lacey, recién salida de la universidad, había encontrado un apartamento en la avenida East End y un empleo en la inmobiliaria Parker & Parker. Ahora, ocho años más tarde, era una de sus principales agentes.
Mientras tarareaba, sacó el expediente del edificio número 3 de la calle 70 Este y empezó a estudiarlo detenidamente. Vendí el dúplex del segundo piso, pensó. Habitaciones espaciosas, techos altos. La cocina necesitaba reformas. Ahora vamos a averiguar un poco cómo es la casa de la señora Waring.
A Lacey le gustaba hacer sus deberes sobre las eventuales ventas. Había aprendido que con ese propósito podía ser muy útil hacerse amiga de la gente que trabajaba en los distintos edificios que administraban Parker & Parker. Ahora era una suerte que fuera amiga de Tim Powers, el encargado del 3 de la calle 70 Este. Lo llamó, escuchó durante unos veinte minutos el resumen de sus vacaciones de verano mientras recordaba arrepentida que Tim siempre había tenido el don del chismorreo, y finalmente logró llevar la conversación hacia el apartamento Waring.
Según Tim, Isabelle Waring era la madre de Heather Landi, una joven actriz y cantante que empezaba a hacerse un nombre en el mundo del teatro. La chica, hija también del famoso hostelero Jimmy Landi, había muerto el invierno anterior cuando volvía de esquiar un fin de semana en Vermont; el coche se había caído por un terraplén. El apartamento era de Heather, y ahora su madre quería venderlo.
—La señora Waring no cree que la muerte de Heather fuese un accidente —dijo Tim.
Cuando al fin colgó, Lacey se quedó un buen rato recordando que había visto a Heather Landi el año anterior en un musical de mucho éxito del off-Broadway. En realidad, se acordaba muy bien de ella. Lo tenía todo, pensó, belleza, presencia escénica y esa maravillosa voz de soprano. Una fuera de serie, como hubiera dicho papá. No me sorprende que la madre no acepte su muerte.
Se levantó para apagar el aire acondicionado.
*****
El martes por la mañana, Isabelle Waring se paseó por el apartamento de su hija estudiándolo con el ojo crítico de un agente inmobiliario. Le alegraba no haber tirado la tarjeta de Lacey Farrell. Jimmy, su ex marido y padre de Heather, le había pedido que lo pusiera en venta, y, para ser justos con él, le había dado todo el tiempo que necesitara.
El día que había conocido a Lacey Farrell en el ascensor, la chica, que le recordaba a su Heather, le había caído bien a primera vista.
Había que reconocer que no se parecía a Heather, que tenía ojos pardos y el pelo corto y rizado, de color castaño claro con reflejos dorados. Era de baja estatura, apenas un metro sesenta y dos, con un cuerpo suave y redondeado. Se llamaba a sí misma «la enana de la familia». Lacey, por el contrario, era alta, de pelo lacio hasta los hombros, pero tenía algo en la sonrisa que le evocaba recuerdos agradables de Heather.
Isabelle miró alrededor y se dio cuenta de que no a todo el mundo le gustaría el revestimiento de abedul y el vestíbulo de ostentosas baldosas de mármol que a Heather le encantaban, pero se podían cambiar fácilmente. Sin embargo, la reforma de la cocina y los baños era un detalle importante para la venta.
Isabelle, que se había pasado meses haciendo viajes breves de Cleveland a Nueva York para revisar los cinco armarios enormes del apartamento y todos los cajones, y para encontrarse repetidamente con los amigos de Heather, sabía que todo eso debía terminar. Tenía que acabar con esa búsqueda de razones y continuar con su vida.
No obstante, seguía sin creer que la muerte de Heather hubiera sido un accidente. Conocía a su hija; estaba segura de que no habría cometido la tontería de volver en coche en medio de una tormenta de nieve, especialmente tan tarde por la noche. El informe médico, sin embargo, no había ofrecido dudas. Y Jimmy estaba de acuerdo, porque Isabelle sabía que, de no haberlo estado, habría removido todo Manhattan en busca de respuestas.
Durante el último de sus infrecuentes almuerzos, había intentado convencerla otra vez de que dejara las cosas como estaban y siguiera adelante con su vida. Su teoría era que esa noche Heather probablemente no podía dormir, estaba preocupada porque anunciaban fuertes nevadas y sabía que debía llegar a tiempo para el ensayo del día siguiente. Simplemente se negaba a ver nada sospechoso o siniestro en su muerte.
Pero Isabelle no podía aceptarla. Le había hablado a Jimmy de una inquietante conversación telefónica que había mantenido con su hija justo antes de su muerte.
«Jimmy, Heather no era la de siempre cuando hablamos por teléfono. Estaba preocupada por algo, terriblemente preocupada. Se le notaba en la voz». La comida había terminado cuando Jimmy, exasperado, había estallado: ¡Isabelle, ya está bien! ¡Basta, por favor! Todo esto ya es bastante doloroso sin necesidad de que recapitules una y otra vez todo lo sucedido poniendo a todos sus amigos bajo sospecha. Por favor, deja que nuestra hija descanse en paz.
Al recordar sus palabras, Isabelle meneó la cabeza. Jimmy Landi quería a su hija más que a nada en el mundo. Y en segundo lugar amaba el poder, pensó con amargura. Era lo que había acabado con su matrimonio. Su famoso restaurante, sus inversiones y ahora su hotel y casino en Atlantic City. Jamás había espacio para mí, pensó. Si hace años hubiera tenido un socio, como tiene ahora a Steve Abbott, quizá nuestro matrimonio no habría fracasado. Se dio cuenta de que caminaba por las habitaciones sin verlas, así que se detuvo delante de una ventana que daba a la Quinta Avenida.
—Nueva York es especialmente bonita en septiembre —murmuró mientras observaba a la gente que hacía footing por los senderos serpenteantes de Central Park, a las niñeras que empujaban los cochecitos y a los ancianos que tomaban el sol en los bancos.
En días como éste, recordó, solía llevar a Heather en cochecito al parque. Tuve tres abortos y tardé diez años en alumbrarla, pero valió la pena el sufrimiento. Era un bebé tan especial; la gente siempre se paraba a admirarla. Y ella lo sabía, por supuesto. Le gustaba levantarse y mirar todo. Era tan lista, tan observadora, tan confiada…
¿Por qué lo tiraste todo por la borda, Heather?, pensó. Después de aquel accidente que viste de pequeña, el del coche que derrapó, se salió de la carretera y chocó, siempre te aterrorizaron las carreteras heladas. Hasta hablabas de trasladarte a California sólo para evitar el invierno. ¿Por qué ibas a conducir por un puerto nevado de montaña a las dos de la madrugada? Tenías sólo veinticuatro años y toda la vida por delante. ¿Qué pasó aquella noche? ¿Qué fue lo que te obligó a marcharte? ¿O quién te obligó a hacerlo?
El timbre del Interfono la sacó bruscamente de esas preguntas desesperadas y asfixiantes. Era el portero, que le anunció que la señorita Farrell había llegado para la cita de las diez de la mañana.
*****
Lacey no estaba preparada para el efusivo, aunque nervioso, saludo de Isabelle.
—¡Dios mío, es usted más joven de lo que recordaba! —le dijo—. ¿Qué edad tiene? ¿Treinta? Mi hija iba a cumplir veinticinco la semana que viene. Vivía en este apartamento. Era de ella, se lo había comprado su padre. Un golpe terrible, ¿no cree? El orden natural de la vida es que yo me fuese primero y que algún día ella tuviera que arreglar mis cosas.
—Tengo dos sobrinos y una sobrina —le dijo Lacey— no puedo ni imaginarme que les pasara algo. Así que creo comprender su dolor.
Isabelle la siguió mientras Lacey tomaba notas de las dimensiones de las habitaciones. La planta baja se componía de un vestíbulo, sala y comedor grandes, una biblioteca pequeña, cocina y tocador. El piso de arriba, al que se accedía por una escalera de caracol, tenía un dormitorio principal con su salita, su tocador y su cuarto de baño.
—Era muy grande para una chica joven —explicó Isabelle— pero se lo compró su padre. Nada era suficiente para su hija, aunque nunca la malcrió. En realidad, cuando se vino a vivir a Nueva York, al terminar la universidad, ella quería alquilar un apartamento pequeño en el West Side, pero Jimmy se opuso. Quería que estuviese en un edificio con portero, que estuviese segura. Y ahora quiere que venda el apartamento y me quede con el dinero. Dice que así lo habría querido Heather; que deje de lamentarme y siga adelante. Pero todavía me cuesta tanto, es tan duro… Lo intento, pero no sé si podré… —Las lágrimas acudían a sus ojos.
Lacey le hizo la pregunta clave:
—¿Está segura de que quiere vender? Y vio cómo la estoica expresión de Isabelle Waring se desmoronaba y se echaba a llorar.
—Quiero averiguar por qué murió mi hija, por qué huyó precipitadamente esa noche del albergue, por qué no esperó para volver a la mañana siguiente con unos amigos como tenía planeado. ¿Qué le hizo cambiar de idea? Estoy segura de que alguien lo sabe. Necesito una razón. Sé que estaba muy preocupada por algo, pero no me dijo qué. Pensaba que aquí encontraría la respuesta, en el apartamento o a través de sus amigos. Pero su padre quiere que deje de molestar a la gente, y creo que tiene razón, que debemos seguir adelante… Sí, Lacey, creo que quiero vender.
Lacey le cogió la mano.
—Creo que a Heather también le gustaría que vendiese —musitó.
*****
Esa noche, Lacey recorrió los cuarenta kilómetros hasta Wyckoff, Nueva Jersey, donde vivían su hermana Kit y su madre. No las veía desde que se había ido de vacaciones por un mes a Hamptons, a principios de agosto. Kit y su marido Jay tenían una casa de veraneo en Nantucket, y siempre le insistían para que pasara las vacaciones allí.
Mientras cruzaba el puente George Washington, Lacey se preparó para los reproches que sin duda formarían parte de la bienvenida. ¿Sólo vas a pasar tres días con nosotros? le diría seguramente su cuñado. ¿Qué tiene East Hampton que no tenga Nantucket?
Para empezar, no te tiene a ti, pensó Lacey con una sonrisa. Su cuñado, Jay Taylor, exitoso propietario de una empresa de equipamiento para restaurantes, nunca había sido la clase de persona preferida por Lacey, pero Kit estaba completamente enamorada de él y entre los dos habían criado tres hijos maravillosos. Así que ¿quién soy yo para criticar? se reprendió. Si no fuera tan espantosamente pomposo… Algunas de las afirmaciones de su cuñado le sonaban como bulas papales.
Mientras tomaba la carretera 4, se dio cuenta de lo ansiosa que estaba por ver a los miembros de su familia: su madre, Kit, los niños. —Todd, de doce años, Andy, de diez y su preferida, la tímida Bonnie de cuatro—. Al pensar en su sobrina, se dio cuenta de que no había podido quitarse de la cabeza en todo el día a la pobre Isabelle Waring y su triste historia. El dolor de la mujer era demasiado palpable. Isabelle había insistido en que se quedara a tomar un café y le había seguido hablando de su hija.
«Después del divorcio me mudé a Cleveland, ciudad donde me crié. Heather tenía cinco años. Pasaba temporadas conmigo y temporadas con su padre. El arreglo funcionaba bien. Volví a casarme. Bill Waring, un hombre encantador, era mucho mayor que yo. Murió hace tres años. Yo tenía esperanzas de que Heather encontrara al hombre de su vida, se casara y tuviera hijos, pero ella estaba decidida a ocuparse primero de su carrera. Sin embargo, poco antes de su muerte tuve la sensación de que había conocido a alguien. Quizá me equivoque, pero me pareció notarlo en su voz. —Entonces le había preguntado con tono de preocupación maternal—: "¿Y tú qué, Lacey? ¿Tienes alguien especial en tu vida?”».
Al recordar la pregunta, Lacey sonrió con ironía. No, si no se notaría, pensó. Y desde que he llegado al mágico treinta, soy consciente de que mi reloj biológico empieza a marcar las horas. En fin… me encanta mi trabajo, me encanta mi apartamento, mi familia, mis amigos. Estoy bien, por lo tanto no tengo derecho a quejarme. Pasará cuando tenga que pasar.
Su madre abrió la puerta.
—Kit está en la cocina. Jay ha ido a buscar a los niños —le explicó tras un cálido abrazo—. Y dentro hay una persona que quiero que conozcas.
Lacey se sorprendió al ver a un desconocido de pie delante de la chimenea de la sala con una copa en la mano. Su madre, levemente ruborizada, lo presentó como Alex Carbine y le explicó que hacía años que se conocían y que acababan de reencontrarse por medio de Jay, que le había vendido parte del equipamiento para un nuevo restaurante que había abierto hacía poco en la ciudad, en la calle 46 Oeste.
Mientras Lacey le estrechaba la mano, lo examinó. Tendrá unos sesenta años, pensó, la edad de mamá. Es un hombre bien parecido. Y ella está exultante. Vaya, ¿qué está pasando aquí? En cuanto pudo disculparse, entró en la modernísima cocina de su hermana, donde Kit aliñaba la ensalada.
—¿Cuándo ha empezado esto? —le preguntó.
Kit, que llevaba el pelo rubio recogido en una cola sobre la nuca y se parecía más que nunca a un anuncio de Martha Stewart, sonrió.
—Hace un mes más o menos. Es un hombre agradable. Una noche Jay lo invitó a cenar y mamá estaba aquí. Alex es viudo. Siempre ha trabajado en hostelería, pero creo que éste es el primer restaurante propio que tiene. Hemos ido a verlo. Lo ha montado muy bien.
Las dos dieron un respingo al oír el ruido de la puerta principal.
—Prepárate —le avisó Kit—. Jay y los niños ya están aquí.
Lacey había empezado a llevar a Todd desde que tenía cinco años, y después al resto de sus sobrinos, a Manhattan para enseñarles la ciudad, igual que su padre había hecho con ella. Llamaban a esas excursiones «los días Jack Farrell» paseos que incluían cualquier cosa, desde una sesión de tarde en Broadway (ya habían visto Cats cinco veces) a visitas a museos (el de Historia Natural con su esqueleto de dinosaurio era de lejos el favorito). Exploraban el Greenwich Village, tomaban el tranvía a Roosevelt Island, el ferry a Ellis Island, comían en el último piso del World Trade Center y patinaban en la plaza Rockefeller.
Los niños recibieron a Lacey con su habitual exuberancia. Bonnie, tímida como siempre, se acurrucó en su regazo.
—Te he echado mucho de menos —le dijo.
Jay le dijo a Lacey que estaba muy guapa, que el mes en East Hampton le había sentado muy bien.
—Me lo he pasado bomba —dijo Lacey, encantada de verlo hacer una mueca. Jay tenía una aversión por el argot que rayaba en lo pretencioso.
Durante la cena, Todd, que demostraba cierto interés en el negocio inmobiliario y en el trabajo de su tía, le preguntó por el mercado de Nueva York.
—Está remontando —respondió ésta. Hoy, sin ir más lejos, me he hecho cargo de un apartamento muy prometedor. Les habló de Isabelle Waring y vio que Alex Carbine prestaba mucha atención—. ¿La conoce? le preguntó.
—No —respondió— pero conozco a Jimmy Landi, y conocí a la hija, Heather. Una chica hermosa. Fue una tragedia terrible. Jay, tú has hecho negocios con Landi. Seguramente conociste también a Heather. Iba mucho por el restaurante.
Lacey vio con asombro cómo la cara de su cuñado enrojecía.
—No, nunca la vi —dijo con tono cortante y cierto atisbo de ira—. Hace tiempo que no hago negocios con Jimmy Landi. ¿Quién quiere otro trozo de cordero?
*****
Eran las siete de la tarde. El bar estaba repleto y empezaban a llegar los clientes para la cena. Jimmy Landi sabía que debía bajar y saludar a la gente, pero no le apetecía. Había tenido uno de esos días malos, una depresión producida por una llamada de Isabelle que le había evocado la imagen de Heather atrapada en el coche volcado hasta morir quemada y que aún lo perseguía, mucho después de haber acabado de hablar.
La luz sesgada del sol poniente se filtraba por las altas ventanas de su despacho del edificio del Venecia, el restaurante que Jimmy había abierto hacía treinta años.
Se había hecho cargo del local en el que habían fracasado tres restaurantes sucesivos. Isabelle y él, recién casados, vivían en lo que entonces era un apartamento de alquiler del primer piso. Ahora era el propietario del edificio y el Venecia uno de los lugares más populares para cenar en Manhattan.
Jimmy se sentó ante su enorme escritorio antiguo Wells Fargo pensando por qué le costaba tanto bajar. No era sólo por la llamada de su ex mujer. El restaurante estaba decorado con murales, una idea que había imitado de la competencia, de La Cote Basque. Eran pinturas de Venecia y, desde el principio, había incluido escenas en las que aparecía Heather. Cuando tenía dos años, le había pedido al artista que pintara su cara en una ventana del palacio del Dogo. Después, de adolescente, aparecía en una escena en la que un gondolero le cantaba una serenata. A los veinte años, era la joven que caminaba por el Puente de los Suspiros con una partitura en la mano.
Jimmy sabía que por su propia paz tenía que quitarla de esos murales, pero, así como Isabelle no era capaz de abandonar la idea de que la muerte de Heather tenía que ser culpa de otra persona, él no podía renunciar a la necesidad de la presencia de su hija, a la sensación de que sus ojos lo observaban moverse por el restaurante, a tenerla allí consigo todos los días.
Era un hombre moreno de sesenta y siete años que aún conservaba el color de su pelo, con ojos escrutadores bajo unas cejas rebeldes que le daban una expresión de cinismo. De altura media y complexión musculosa, desprendía cierto aire de fuerza animal. Sabía que sus detractores bromeaban diciendo que no valía la pena que llevara esos trajes a medida, que por mucho que lo intentara, seguiría siendo un hortera. Sonrió al recordar cómo se había indignado Heather la primera vez que escuchó ese comentario.
Le dije que no se preocupara, pensó Jimmy sonriendo para sí, que tenía suficiente dinero para comprarlos y venderlos a todos, que eso era lo único que importaba.
Sacudió la cabeza al recordarlo. Ahora, más que nunca, sabía que no era lo único que importaba, pero todavía era un motivo para levantarse por la mañana. Durante los últimos meses había logrado salir adelante ocupándose del casino y el hotel que construía en Atlantic City. Donald Trump, apártate —había dicho Heather cuando él le había enseñado la maqueta—. ¿Y qué tal si lo llamamos el Rincón de Heather y yo actúo allí exclusivamente para ti, Baba?
Había empezado a usar ese apodo cariñoso en un viaje a Italia cuando tenía diez años. A partir de entonces no había vuelto a llamarlo papá.
Jimmy recordó su respuesta. Te pondría como estrella inmediatamente… y lo sabes. Pero mejor pregúntaselo a Steve. También ha metido un buen puñado de dólares en Atlantic City, así que le permito tomar algunas decisiones. Bien, ¿qué tal si te olvidas de todo ese asunto de la carrera, te casas y me das unos nietos? Heather se había reído. Ay, Baba, dame un par de años. Ahora me lo estoy pasando muy bien.
Jimmy suspiró al recordar su risa. Ahora ya no tendría nietos, jamás… ninguna niña de cabello castaño dorado y ojos marrones, ningún niño que quizá con el tiempo se hiciera cargo del restaurante.
Un golpe en la puerta lo devolvió al presente.
—Adelante, Steve —dijo.
«Gracias a Dios que tengo a Steve Abbott, pensó. Hacía veinticinco años, un joven guapo, ex alumno de Cornell, había llamado a la puerta antes de que Jimmy abriera el restaurante. Quiero trabajar para usted, señor Landi —había anunciado—. A su lado puedo aprender mucho más que en ningún curso de la universidad. Jimmy sopesó al muchacho, que lo divertía y fastidiaba al mismo tiempo, y vio que era despierto y enterado. ¿Así que quieres trabajar para mí? —le preguntó—. Pues muy bien, allí es donde yo empecé», añadió señalando la cocina.
Ése fue un buen día para mí, pensó Jimmy. Tal vez tuviera pinta de niño prepotente, pero era un chico irlandés, hijo de una mujer que trabajaba de camarera para criarlo y que había demostrado el mismo empuje que su madre. En aquel momento pensé que era un idiota por renunciar a la beca, pero me equivocaba. Nació para este trabajo.
Steve Abbott entró en el despacho y encendió la luz.
—¿Por qué estás a oscuras? ¿Practicas espiritismo, Jimmy?
Landi levantó la vista con una sonrisa triste y notó la compasión en la mirada de Steve.
—Creo que estaba pensando en las musarañas.
—Acaba de llegar el alcalde para cenar con un grupo de cuatro personas.
Jimmy apartó la silla y se puso de pie.
—Nadie me dijo que hubiera hecho una reserva.
—No la hizo. Supongo que su señoría se babeaba por nuestros perritos calientes… —Abbott cruzó la habitación y le puso la mano en el hombro a Landi. Se nota que has tenido un mal día.
—Sí —dijo Jimmy—. Isabelle me ha llamado para decirme que la agente de la inmobiliaria ha estado en el apartamento de Heather y cree que se venderá rápido. Cada vez que hablamos por teléfono empieza otra vez con lo mismo, que no puede creer que Heather hubiera cogido el coche para volver por las carreteras llenas de hielo, que no cree que su muerte fuera un accidente. No consigue olvidarse del asunto. Me vuelve loco. Cuando conocí a Isabelle —continuó con la vista perdida más allá de Abbott— lo creas o no, era impresionante, la más guapa de Cleveland. Estaba comprometida para casarse. Le quité del dedo el diamantazo que un tío le había dado y lo tiré por la ventanilla del coche. Se rió. Tuve que pedir un crédito para pagarle el anillo al tipo, pero me quedé con la chica y se casó conmigo.
Abbott conocía la historia y sabía por qué Jimmy había estado pensando en eso.
—Puede que el matrimonio no durase, pero de aquel encuentro nació Heather.
—Perdóname, Steve. A veces me siento como un viejo que se repite. Ya conoces la historia. A Isabelle nunca le gustó Nueva York ni esta vida. Nunca debió marcharse de Cleveland.
—Pero lo hizo, y gracias a eso la conociste. Vamos, Jimmy, el alcalde está esperando.