21 El oro del Criarde

TODO Courquetaines está asomado a los balcones.

En primer lugar, porque hace un tiempo espléndido. Un hermoso día de otoño. Pero eso no es lo único: ¡Rafistole acaba de pasar, pero no con su traje nuevo y fumando un puro como estos últimos días, sino vestido con sus viejas ropas de peón caminero! Además, lleva al hombro la pala y el pico que le han hecho tan rico.

Para decirlo ya de una vez, se dirige, de esa forma, hacia el callejón. Sí, el callejón. A unos cincuenta metros detrás de él, todo el pueblo se amontona y le sigue. La procesión se para cerca del ayuntamiento, y los más curiosos echan un vistazo desde la esquina del edificio, pasando después las noticias:

—¡Se ha parado!

—¡Se ha quitado la chaqueta!

—¡Cuidado, va a mirar para acá, nos va a ver!

Pero no, hombre, no, no tengáis cuidado. No se volverá. No os mirará. No hace falta que lo haga. Sabe perfectamente lo que pasa. Demasiado bien os conoce a todos.

¡Emoción! Después de tirar la chaqueta al suelo, se remanga la camisa. Se escupe saliva en las manos. ¡Atención, acaba de coger el pico! Da un primer golpe, un segundo… Es curioso, justo en el sitio donde había excavado su famosísimo agujero. ¿Se habrá arrepentido de haberlo rellenado?

Ahora deja de cavar. Ahora usa la pala. Se para, suda, tiene calor. ¡Rápido. Robert, un cuartillo de vino! Robert llega con el cuartillo. Rafistole echa un trago.

¡Oh…! Acaba de desenterrar algo. Una tabla de madera. ¿Eh? La tabla tapaba un agujero. Rafistole se asoma y habla por el agujero. ¿Pero con quién, demonios?

No está solo. ¡Atención, alguien sale del agujero! Es un tipo bastante alto, con capa, con botas. Una vez fuera, titubea un poco. La luz le molesta, sin duda. Lleva un enorme sombrero. Pero… ¡Pero si es Basile!

Un murmullo de admiración recorre la concurrencia. Pero como los dos hombres parece que vienen para acá, toda la muchedumbre sale pitando para replegarse; primero detrás del café de la Clique, luego en los portales de las casas que flanquean la calle Fer-à-chaud.

Los dos hombres atraviesan la plaza del ayuntamiento. Rafistole ayuda a andar a Basile. No se paran en el café. Van hacia la plaza del Lavadero. La banda de curiosos se dispersa poco a poco.

—Bueno —dijo Rafistole—. ¿No ha sido demasiado duro vivir bajo tierra casi tres semanas?

—¡Vaya si ha sido duro! Aparte del rato del paseíto por las noches, te faltaba el aire, la luz… Menos mal que habías apañado ese cable que cogía la corriente eléctrica del ayuntamiento. Por lo menos pude leer para matar el tiempo. Y luego, la comida que me bajabas a la chita callando era excelente. ¿Quién era la cocinera?

—Anaís.

—Cuando la vea, me descubriré ante ella.

—Bueno —dijo Rafistole—, la veras esta noche.

—¿Y eso?

—Pues que hay un banquete. He invitado a todos los interesados. Será en el restaurante de Robert. O en la plaza.

—Es una buena idea.

—Flammèche se alegrará mucho. Y Marguerite también.

—Por fin —dijo Basile— han vencido al «viejo», ¿no?

—Así debe de haber sido —dijo Rafistole—. La orden de amnistía ha llegado esta mañana al ayuntamiento.

—Eso ha sido gracias a los chicos. Seguro. Lo que los adultos no han podido hacer, los chicos lo han conseguido. Mejor así. Después de todo es normal. Saura tenía razón. Ella se lo figuraba.

Los dos hombres han llegado al lavadero. Son las cinco. Los niños salen de la escuela, se les oye reír y gritar. Basile baja a la orilla del río, junto al puente. Se moja la cara, se lava rápidamente. Después se dirigen lentamente hacia el bosque de Epnoi.

—¡Menuda lata les he dado! —dijo Basile pensando en los gendarmes.

—¡Vaya que sí! Registraron todas las casas. No podían explicárselo. Como tampoco se ha podido explicar nadie que yo me enriqueciese tan rápidamente. Si te digo la verdad, tampoco yo me lo explico.

—¿Por qué? —dijo Basile.

—¡Hombre!, porque aún no llego a creerme que me hayas podido comprar ese agujero por una suma tan grande.

—Bueno, mirándolo bien no es tanto dinero si se tiene en cuenta el favor que me has prestado. Ya sabes, cuando se trata del propio pellejo, uno está dispuesto a pagar lo que sea…

—Sí, pero… a condición de ser rico.

—¡Ah, ya…! Y tú te preguntas que cómo es posible que yo…

—¡Pues claro…! ¿Quién iba a figurarse que un simple pastor como tú pudiese tener tanta pasta?

—En realidad, nunca he sido pastor. Las ovejas no eran más que una coartada. A lo que yo me dedicaba era a hacer de «pasador» entre esto y la zona.

—¿Pasabas a la gente?

—No. Fotos, información…

—¡Una mezcla de espionaje y contrabando, vaya!

—Si quieres llamarlo así… pero, desde luego, no tenía nada que ver con los asuntos del Estado… Además, mi dinero no procede de ahí.

—¡Anda! ¿De dónde, entonces?

—Bueno…, no me vas a creer.

—Habla, tiene que haber alguna explicación.

—El oro de Criarde.

—¿Cómo?

—El oro de Criarde.

—¿Esa leyenda que se cuenta a los chicos…?

—Sí. Ha existido. Fue verdad.

—Infinidad de personas han estado buscando y no han encontrado nada.

—Porque no buscaron en el sitio debido. Mis padres fueron los que descubrieron todo. Hace cuarenta años.

—¿Y eso? —preguntó Rafistole.

—Cuando construyeron la alambrada revolvieron toda la tierra por aquella parte. Pero ni se fijaron en ello. ¡Había oro! Desde luego, nosotros no fuimos los únicos en beneficiamos. Así y todo, tengo con qué vivir el resto de mis días.

—Y yo también —dijo Rafistole.

Los dos hombres caminaban despacio. Parecía un paseo de ésos del domingo por la tarde, después de comer. O cuando uno va a una cita con tiempo de sobra.

—Desde luego —dijo Basile, con lo que me queda tengo para el resto de mis días. Me voy a hacer una casita detrás de la Chevanelle. Flammèche nos cede un pedazo de terreno.

—¿Nos cede?

—Sí. A Saura y a mí.

—¡Ah, bueno…! ¿Es que Saura y tú…?

Rafistole soltó una enorme carcajada, como la de aquél al que le han engañado, pero que luego se da cuenta y, a pesar de ello, está contentísimo.

—Eso lo explica todo —dijo—. ¿Los chicos no saben nada todavía?

—No, aún tienen mucho tiempo.

—Se pondrán muy contentos —aseguró Rafistole—. En cierto modo ése será su premio por haberse «atrevido».

—Me halagas —dijo Basile.

Cuando los dos hombres llegaron al comienzo del bosque, el cabo Beauras acababa justo de recibir dos misivas traídas especialmente por el coche de la gendarmería. La primera misiva era la orden de amnistía.

La segunda, para anunciarle que acababa de ser nombrado cabo-jefe. Otro cabo vendría para ocupar su puesto.

Beauras estaba tan contento que hizo un gesto amistoso a Basile y Rafistole cuando entraban en la zona.

—¡Todo el mundo puede entrar y salir de ahí, que ahora me importa un rábano!

TODOS estaban en la plaza del ayuntamiento. Robert y el señor Raclot acababan de colocar las mesas para el banquete. Uno a uno, llegaban los invitados y tomaban el aperitivo. Habían puesto música. Hacía buen tiempo, incluso calor. Los chicos no hacían más que dar vueltas alrededor de las instalaciones. Raclot y Delphine esperaban en un rincón sin decir ni pío. Flammèche charlaba con Marguerite Rousselot. Gustave Parmans se entretenía dándole azúcar a Merlín. Jocrisse ayudaba a su padre a llevar docenas de hogazas de pan. El más pequeño de los Chenot leía un tebeo, sentado en el suelo. El Marsopa llegó algo más tarde, pues volvía del colegio, que estaba lejos. La pelirroja Caussette no paraba de hablar con otras niñas.

Anaís gritaba y gesticulaba en medio de la muchedumbre, diciendo que, si todo el mundo escurría el bulto de esa forma, nada estaría listo. El nerviosismo crecía progresivamente, sin que nadie se diera cuenta.

De pronto, alguien gritó:

—¡¡Ya están aquí!!

En efecto, aparecieron ellos. Escoltados por Basile y Rafistole, parecía como si recorrieran los últimos metros de una larga carrera. En la tribuna los aguardaban para entregarles flores, como se hace con los vencedores.

Saura llevaba un vestido muy sencillo, unos zapatos elegantes que ya se habían estropeado al andar por el bosque de Epnoi; en cuanto a Prune y Grisón, llevaban el mismo traje que el día de su marcha.

Delphine se levantó. Se subió a un banco para verles llegar mejor. Raclot prefirió colarse hasta la primera fila. La plaza estaba repleta de gente.

Hubo aplausos, vítores, abrazos. Chenot, el alcalde, se subió a una mesa y empezó un discurso. Nadie le escuchaba.

Grisón y Prune se sentaron. Cuando acabó el discurso, todos se abalanzaron sobre otra nueva tanda de aperitivos, y enseguida empezó el banquete. Rafistole, ayudado por Basile, colocaba a la gente en las mesas.

Delphine estaba al lado de Grisón.

—¿No dices nada? —preguntó la chica.

—Pues que ya estamos aquí… Estamos donde antes.

—¿Qué tal por allí?

—Bien, pero no merece la pena cambiar.

—Recibí tu carta. Me gustó mucho. ¿Volveremos a jugar como este verano? Si quieres, puedes venir a la siega el próximo año. Mis padres han dicho que encantados.

—Entonces, iré —dijo Grisón.

Un tremendo griterío les interrumpió. En la otra punta de la mesa larga del banquete, Robert se había levantado y se había subido a la mesa, con una servilleta en mano.

—¡Baja, que vas a romperlo todo! —suplicaba Anaís.

—¿Dónde está? ¡Quiero saber dónde está!

Todo el mundo se calló. Robert se quedó inmóvil, con los ojos inyectados en sangre y el brazo preparado para asestar el servilletazo.

Y entonces, una gorda mosca levantó el vuelo desde alguna parte de la mesa, dio tres vueltas alrededor de aquel hombre gordo y luego desapareció en el cielo…