B UENOS DÍAS, padre —dijo Saura.
El anciano se incorporó un poco en su cama, apoyándose en los codos. Hacía buen tiempo y habían sacado al gobernador al jardín, un maravilloso lugar lleno de árboles de toda clase y repleto de flores.
—¡Saura! —murmuró—. Has venido…
—¿Cómo te encuentras?
Contestó con un gesto contrariado. Los niños no estaban allí. Su madre los había dejado en la sala de espera, viendo unos libros ilustrados, y después de haberles pedido que aguardasen un poco. En seguida iría a buscarlos.
—Has hecho bien en venir —dijo el gobernador. Esto es un paraíso, pero es aburrido como todos los paraísos.
El gobernador sólo tenía setenta años, pero en aquella cama enorme, rodeado de múltiples mecanismos, parecía tener más de noventa. Delgado, pálido, sin afeitar aún —era muy temprano— y casi calvo.
—He venido por un asunto importante —dijo Saura.
—Me lo figuro. Sólo vienes por asuntos importantes. Pero antes dime: ¿cómo estás…? Háblame un poco de ti…
—Para eso estoy aquí.
—Te escucho —dijo el viejo, suspirando.
—Deseo volver a la reserva.
El hombre apartó la mirada, se recostó en la cama y cerró un instante los ojos. Cada vez que hablaban de la reserva, hacía lo mismo. Saura lo sabía. Esperó.
—¿Qué quieres hacer allí? —murmuró.
—Quiero vivir.
—¿Es que aquí no vives?
—No, padre, parece que vivo. Sólo parece.
—¿Y crees que estarás mejor entre esos…
Iba a decir «salvajes». No lo dijo, pero el efecto fue peor que si lo hubiera gritado.
—Allí es donde me hallo a gusto; ya lo sabes.
—Pero. Saura, te he dado una educación, has tenido todo lo que has necesitado… ¿Vas a encerrarte allí, para vivir… como viven ellos?
—¡Viven muy bien, padre!
—Pero no han recibido ninguna educación… No. La hija de un gobernador no se va a dedicar a trabajar la tierra de la mañana a la noche. Además, es imposible, ya lo sabes. Las leyes son estrictas. ¡La reserva es la reserva! Ningún metropolitano puede poner los pies allí.
—¡Las leyes! ¡Las leyes! —dijo Saura—. ¡Vuestras leyes! Se podrá hacer una excepción de cuando en cuando, ¿no?
Le hubiera gustado añadir: «Bastantes excepciones haces en otros terrenos».
—¡No! —dijo el gobernador—. Ya sabes lo que es la reserva: un experimento científico, y nadie tiene derecho a alterarlo.
—¡Vaya! Ahora sales en su defensa…
—Saura, tú eres una metropolitana: quédate pues aquí.
—Soy la hija de gobernador y ni siquiera puedo vivir mi propia vida… Tienes que admitir que hay quienes tienen más suerte que yo… Además, también… deseo recobrar a los niños y vivir con ellos. Necesitan de su madre.
El gobernador no contestó enseguida. Miraba al cielo donde se desperezaban unas largas nubes. Ni un sólo pájaro: casi no existían en Metrópoli.
—Los niños… ni siquiera los he visto una vez —murmuró.
—Porque nunca has querido.
—Nunca lo he dicho, pero lo deseaba… Te has cuidado mucho de tenerlos bien escondidos. En la reserva, despreciando las leyes y mis prohibiciones… Si no hubiera sido porque se trataba de unos niños, hace mucho que los hubiera sacado de allí.
—Eso no hubiera sido legal, padre. Yo soy metropolitana, pero el padre de los niños, no lo olvides, nació en la reserva.
—¿Y eso te da todos los derechos?
Todos los derechos no, pero sí, por lo menos, el de vivir allí. Además, soy viuda de un habitante del País Elevado, y ése es motivo suficiente para poder volver.
—Ese matrimonio con uno de la reserva —dijo el anciano— fue un absurdo. Una locura. Cuando te quedaste sola con los niños, pensé que vendríais aquí, yo os hubiera recibido. Hubierais tenido todo lo necesario para ser feliz. Y. en vez de eso…, todo lo contrario…: escondes a los niños, te vuelves sola… Estoy seguro que no eres feliz… Tienes que echarlos mucho de menos.
—Sí, los echo de menos. Quiero vivir con ellos, pero allí.
—¿Y por qué no aquí?
—Porque yo soy de allí.
—¡No tienes vergüenza!
—Nunca aprobaste mi matrimonio.
—Nunca, pero ya que todo acabó…
—Sí, todo acabó, pero yo deseo volver al País Elevado.
—Entonces, si legalmente nadie te lo impide, no sé por qué no te has ido ya.
—Necesito varias cosas: en primer lugar, una autorización escrita para pasar la alambrada sin ser molestada por la policía del otro lado. Y luego, un decreto de amnistía.
—¿Un decreto de amnistía? ¿Por qué? ¿Y para quién?
—Pues… para los niños.
—¿Para los niños?
—Sí. Se han escapado de la reserva, han venido, están aquí.
—¿Aquí?
—Sí. Los he traído. Pensé que te gustaría verlos.
—Los niños están aquí… —murmuró el anciano—. Desde luego, tráemelos, quiero verlos…
Saura se marchó por detrás de un bosquecillo, siguiendo el camino que iba hacia el edificio principal. Al momento estaba de vuelta con Prune y Grisón.
Los niños miraron al gobernador sin despegar los labios. Estaban un poco asustados. El hombre también los miraba fijamente. Los contemplaba, los admiraba.
—Os dejo —dijo Saura.
Se marchó a pasear por el jardín.
—Así es que… venís del País Elevado —dijo el anciano.
—Sí, señor.
—¡Oh!, no me llaméis señor… Llamadme abuelo. ¿Se está bien en el País Elevado?
—¡Oh sí, abuelo!
—¿Os gustaría volver?
—Sí.
—Decidme cómo se vive allí. Contadme cosas.
—Todo es muy diferente a esto —dijo Grisón—. Allí no se come papillas, se come carne de verdad. Y fruta. Melocotones, cerezas…
—¿Cerezas?
—Sí, cerezas, manzanas, peras. Y hasta las cogemos de los árboles.
—¿De los árboles?
—También vamos a la escuela.
—Y cuidamos las vacas —añadió Prune—. A veces, si tenemos sed, tomamos la leche directamente, es deliciosa.
—Cuando hace calor, nos bañamos en el Criarde.
—¿Os bañáis…?
—Y vamos a la siega.
—Y a la recogida del lúpulo.
—A veces, también a la vendimia.
—¿Qué hacéis en invierno? —preguntó el anciano.
—En invierno jugamos en la granja. Hacemos guerras con la nieve, pero eso no dura mucho tiempo.
—¿Y sois felices?
—¡Sí!
—¿Y aquí? ¿No os gustaría vivir aquí?
—Aquí todo está muy nuevo —dijo Grisón—. También se está muy bien. Hay ascensores, aceras mecánicas. Es entretenido. Pero uno se aburre porque allí tenemos compañeros… y todo eso.
—Así es que queréis volver.
—Sí, abuelo.
Se hizo el silencio. Un vientecillo agitó la copa de los árboles.
—Dadme un beso —dijo el abuelo.
ABUELO…, nos gustaría saber una cosa.
—¿De qué se trata?
—Al llegar aquí nos enteramos de que el lugar donde habíamos vivido era una reserva. Nos preguntamos por qué. Mamá nos ha dicho que te lo preguntemos.
El anciano se incorporó un poco más. Ahora estaba casi sentado.
—No puedo contaros eso —dijo—. Tendríamos para horas. Además, va contra… las normas. En principio, nadie debe saberlo. Si os cuento algo ¿sabréis guardar el secreto?
—¡Sí, abuelo!
—¿Me lo prometéis?
—¡Sí!
—Si es así… De aquello hace cuarenta años. Desde luego en aquella época las cosas no eran como aquí ahora. Tampoco como en el País Elevado hoy día. Existían pequeñas ciudades por todas partes, y fábricas, muchas fábricas. Todo mezclado en confusión. Las ciudades eran feas, nadie quería vivir en ellas. Los campos estaban sucios, nadie quería ir allí. Había muchas luchas, peleas, ya os lo podéis figurar. Al final, los amigos de la naturaleza se reservaron una parte del territorio y echaron fuera a los demás. Allí crearon el País Elevado. Convirtieron aquello, según parece, en un auténtico campo. Y se encerraron tras una enorme alambrada.
—¿Y los otros?
—Los otros éramos nosotros. Hicimos una verdadera ciudad. Mirad… —hizo un gesto señalando los inmensos rascacielos que se amontonaban hasta el horizonte—, ¡esto es el auténtico progreso! ¿Os dais cuenta?
—Es lo que dijimos antes —interrumpió Grisón—. Todo está muy nuevo. Pero en una ciudad así no se puede jugar.
—¡Pero es que uno no se pasa la vida jugando!
—¿Y por qué no podemos pasar la alambrada?
—Es una decisión que las dos partes tomaron de común acuerdo al levantar esa separación. Incluso, se acordó no hablar nunca del pasado. Por eso no sabíais nada de todo esto.
Saura volvía de su corto paseo.
A una llamada del gobernador, un hombre vestido de azul celeste apareció.
—También será necesario que la amnistía se aplique a Basile —dijo Saura.
—¿Quién es Basile?
—Un pastor que me ha ayudado a traer a los niños. Es un hombre muy fiel, y su situación es ahora muy delicada por haberme hecho este favor.
El hombre vestido de azul redactó un papel al pie del cual el gobernador estampó su firma.
—Me alegra mucho que hayáis venido —dijo.
Y se despidieron.