PRUNE cogió un sobre y escribió en él: «Para Raclot». Frente a ella, en la misma mesa de cristal, Grisón había escrito en su sobre: «Para Delphine». Ahora estaban escribiendo las cartas que meterían en sus sobres.
Algo más lejos, su madre estaba sentada en su escritorio, que consistía de dos esferas metálicas unidas por una superficie de cristal. Saura nadaba entre un montón de papeles multicolores, sin duda muy importantes.
—Escribid también a vuestras nodrizas —dijo—. Es tan importante como escribir a los compañeros, ¿no?
Un rayo de sol, que se colaba entre dos edificios vecinos, alegraba la habitación, resaltaba la belleza de las plantas y hacía brillar las bolas metálicas. Sobre la moqueta de pelo largo, Semáforo, un gato gris, se estiró bostezando.
—Mira, Semáforo se está despertando —dijo Prune.
—Vamos a darle su comida —dijo Saura.
Grisón se levantó, no por el gato sino porque acababa de terminar su primera carta y tenía ganas de estirar las piernas.
Sorteó cuidadosamente los papeles que se habían caído del escritorio de su madre y se dirigió a la ventana. Pulsando un discreto botón, corrió la enorme cristalera y pudo así salir al balcón.
Fuera hacía muy buen día, algo caluroso incluso. Echó un vistazo al enorme rascacielos que tenía justo enfrente, a lo largo del cual circulaban a distintos niveles unas aceras mecánicas en las que había multitud de gente que regresaban del trabajo para almorzar.
Hacía ya quince días que Prune y Grisón vivían en Metrópoli. Habían tenido el tiempo suficiente para familiarizarse con la nueva forma de vida, aunque aún no conocían todos los detalles.
Prune fue al balcón con su hermano. Ayer, por primera vez, habían podido salir solos a la ciudad. Les habían dado permiso para asistir a un encuentro deportivo y consiguieron volver sin perderse, cosa que les pareció una proeza.
—Ya hace dos semanas que estamos aquí —dijo Grisón— y todavía no hemos visto al abuelo. ¿Te gusta esto?
—Sí. Es divertido. Pero no me quedaré aquí para siempre. Me gusta más aquello. Creo que volveremos pronto.
Miles de personas, formando largas colas como las hormigas, pasaban veinte pisos más abajo. Llevaban monos de distintos colores. Los niños sabían ya que los colores oscuros eran los destinados a los sirvientes y criados de toda clase. Los tonos medios, a la clase media. Y los colores claros, a los cuadros superiores de la Administración. Los niños llevaban los colores de sus padres. Y. según sus méritos, los sustituían por un color más importante.
En cuanto al blanco, color supremo, gozaba de todos los privilegios. Pero por qué iban ellos vestidos de blanco, los niños no lo sabían.
Cuando Saura le hubo dado la comida al gato, comida muy parecida, por lo demás, a las papillas de los metropolitanos humanos, se fue también al balcón.
—Daos prisa en escribir las cartas que os faltan, si queréis estar en la alambrada antes de que anochezca.
Dejaron el balcón y reanudaron su tarea. Mientras, Bastien colocaba la mesa del comedor y traía las papillas.
—Hace buen día —dijo Saura—. Sería una lástima desperdiciar un día como éste —y cerró la ventana.
En el patio de la Chevanelle. Merlín comía tranquilamente su comida, en la que veía con agrado los restos del pollo que Flammèche había desplumado la antevíspera. Antoine pasó silbando, con una guadaña al hombro. Dirigió al perro unas palabras cariñosas, se acercó a él después de haber dejado la guadaña contra el muro de la cuadra, lo acarició, le dio unas palmaditas en el lomo y le rascó en la cabeza, gestos que al animal le gustaban mucho.
—¿No vas a pescar? —gritó Flammèche, que salía en ese momento con un cubo de ropa blanca—. Hace buen tiempo, deberías aprovecharlo.
—Hace demasiado calor. No van a picar. Hay que esperar a las cinco de la tarde.
En ese momento, Merlín, que se había tumbado para dejarse acariciar, se levantó de un brinco y empezó a husmear el viento, en actitud de alerta.
—Anda…, échate —dijo cariñosamente Antoine—. Todavía no se ha abierto la caza. Eso será el domingo que viene. Hay que saber esperar.
Pero el perro no parecía querer esperar. Se puso a ladrar furiosamente y lanzó incluso un largo aullido que nadie le había oído hasta entonces.
—¿Qué le pasará? —se dijo Antoine.
Por el campo, otro perro lanzó un aullido semejante. Merlín quiso lanzarse fuera del patio de la granja, pero se olvidó de la correa, que se tensó y medio lo ahoga.
—Suéltalo —dijo Flammèche—. Puede que sea de allí…
—¿Crees que… puedan ser los chicos?
—Es posible. ¿Te acuerdas? Basile nos dijo que…
Antoine se agachó y desató la correa del perro. Dio éste un ladrido de satisfacción y salió disparado fuera de la Chevanelle. Después de recorrer unos treinta metros, se detuvo, olfateó el aire y esperó. Ya nada atraía su atención. Incluso se puso a husmear unas huellas del suelo, como si buscara otro motivo a su paseo. Pero pronto volvió a lo primero, olfateó el aire, encontró la dirección de donde venía aquella señal que los humanos no podían oír. Echó a correr por el camino que iba de la Chevanelle a Courquetaines; se cruzó con el señor Raclot, que llevaba una carreta de estiércol tirada por su viejo caballo; pasó junto a las zarzamoras, cuyos frutos, gordos hasta reventar, estaban esperando a los niños, y llegó hasta la entrada del pueblo.
Y se detuvo, aguardando una nueva llamada. Cuando ésta llegó, Merlín decidió rodear el pueblo y subir directamente al bosque de Epnoi a campo traviesa. En esta época era fácil. Todas las tierras estaban labradas, salvo los campos de maíz y remolacha, poco frecuentes en esta región donde se daba, sobre todo, el trigo y la cebada.
Enseguida llegó a la orilla del Criarde. Aquello resultó una diversión para él. Con gusto se hubiera quedado una hora en el agua. Pero volvió a oír el largo silbido y tuvo que abandonar aquel oasis de frescor. Bordeó la cantera de Chenot, cogió por un instante el camino de las Dos Cruces, por el que el cartero pedaleaba a todo sudar, y llegó al comienzo de Epnoi. Se quedó inmóvil, a la espera de otra llamada.
—¡Cabo, cabo!
—¿Qué pasa? —preguntó Beauras refunfuñando, interrumpido en el momento preciso en que iba a encontrar una solución al crucigrama.
—Un perro, cabo.
—¡Y qué diablos quiere que yo le haga! No vamos a vigilar también a los perros, ¿no?
—Pero es que a éste lo conozco. Es el de la Chevanelle. Antes iba yo a cazar a menudo con Antoine.
¿La Chevanelle…? Ya hacía quince días de aquella maldita inspección… el pequeño Grisón, eso el chico de la Chevanelle… Y su amiguita, la de los Rousselot…
—¡Cójanme ese perro, demonios…! Además ¿qué hace aquí? Es un perro de caza, y la veda no se ha abierto todavía.
Los gendarmes se pusieron en acción. Pero Merlín había oído una nueva llamada y esta vez sí que era capaz de localizarla. Primero hizo correr a los gendarmes por el bosquecillo, luego se escondió en un matorral muy espeso y esperó.
—No lo hemos cogido, cabo, ha desaparecido. Beauras no contestó. Pero tenía la impresión de que pronto pasaría alguien por delante de sus narices, y de que, por tanto, él tenía la obligación de quedarse allí.
Merlín prosiguió su carrera por el bosque de Epnoi. Rodeó la charca y llegó en seguida a la alambrada. Empezó a ladrar de alegría.
Al otro lado, Prune, Grisón y Saura lo esperaban desde hacía una hora. Grisón tocaba su silbato ultrasónico. Merlín se puso a dos patas contra la alambrada.
—¡Merlín, mi perro, mi perro fiel! —exclamó Grisón.
Y pasando con dificultad la mano por entre las mallas de la alambrada, consiguió acariciar la cabeza del animal. Prune también le hablaba, bajo la divertida mirada de Saura, que se había quedado detrás. Grisón sacó unos terrones de azúcar del bolsillo de su mono. Merlín los devoró en un instante.
—¡Prune, dame el sobre! —dijo el chico.
La niña sacó un sobre amarillo y se le dio a su hermano. Grisón dobló el sobre y lo pasó bajo la alambrada, a ras del suelo. El perro se acercó al objeto, lo olfateó.
—¡Cógelo, cógelo! —decía Grisón.
Al fin pareció decidirse a coger, atravesado en la boca, aquel papel duro e incómodo.
—¡Antoine —le dijo Grisón al perro—, Antoine, vamos, llévalo, llévalo, Antoine, Antoine…!
Merlín los miró, desconcertado. Grisón hacía gestos para indicarle que se fuera, ahora precisamente, cuando, por fin, había encontrado a su joven dueño. Pero no se resistió mucho tiempo, dio media vuelta y se adentró por el bosque. Cuando se perdió de vista, los niños se volvieron hacia Saura.
—No nos marcharemos enseguida, ¿verdad? —preguntó Grisón.
—No, todavía tenemos dos largas horas —dijo la madre—. ¿Queréis que merendemos en el césped?
—¡Oh sí, sí!
—No hay un sitio donde poderse sentar por aquí —señaló Prune.
—Espera —dijo Grisón—, yo conozco un sitio muy cerca, que no está del todo mal.
Y los condujo al mismo sitio en el que, unas semanas antes, había descubierto por primera vez la alambrada, antes de que le arrestara el cabo.
—Fue justo aquí —les explico a su madre y hermana—. Yo, naturalmente, estaba al otro lado Cuando descubrí esta alambrada, me quede muy sorprendido, imaginaos. En aquel momento creí que se trataba de una frontera.
—Bueno, en realidad es algo parecido —dijo Saura.
—Sí, pero yo pensaba que era otro país. De pronto oí ruido, gente que hablaba. Me acerqué para ver. Se encontraban en esta pradera donde estamos ahora. Me parece extraño hallarme en el mismo sitio… Eran cuatro: los padres y dos niños. Y aunque te parezca raro, mamá, me dirigí a ellos, los saludé… Entonces, los padres llamaron a los niños y se marcharon rápidamente. ¡Como si yo les diese miedo!
—No te preocupes por eso —dijo Saura—. Comprende que, para los metropolitanos, los habitantes del País Elevado, de la reserva, como solemos decir, son… como si dijéramos… salvajes, eso es, salvajes. Desconfían de todo lo que está al otro lado. Además, se les inculca eso desde pequeños. Se les recomienda que no vengan a pasear cerca de la reserva. ¡Como si hubiera leones!
—¡Pero… no somos salvajes! —dijo Prune.
—Desde luego que no. Pero ellos… lo creen así, y para ellos es como si fuera verdad. En parte un poco por ese motivo… vuestro abuelo jamás ha querido que yo me reuniera con vosotros, ¿comprendéis?
—Sí.
—Yo no lo entiendo —dijo Prune—. ¿Por qué hay una alambrada? ¿Por qué a un lado se vive en casitas y al otro lado en enormes rascacielos?
—Sí, es verdad —prosiguió Grisón—. Después de todo, es el mismo país. ¿Por qué está prohibido verse, ir los unos a casa de los otros? ¿Por qué somos tan diferentes de los metropolitanos?
—No somos tan diferentes —dijo Saura.
—Ya, pero no comemos las mismas cosas, vestimos de otra manera, y así todo por el estilo… Y, además, nos toman por salvajes. Nosotros no los tomábamos por nada, ni siquiera sabíamos que existían.
—Es una vieja historia —dijo la madre.
—Cuéntanosla. La queremos saber.
—Paciencia… paciencia —dijo Saura—. Seguramente, vuestro abuelo os lo explicará mucho mejor que yo. Domina el tema. ¡Vaya si lo domina! Él os lo contará…
—¿Cuándo iremos a verle?
—Cuando le permitan recibir visitas.
—¿No puede ver a nadie ahora?
—No. Está muy enfermo. Sólo le dejan recibir a sus consejeros y a los Directores de la Administración. A su familia no, eso le supondría demasiado esfuerzo. En fin… espero conseguir una pequeña entrevista en cuanto sea posible.
—Pero —dijo Prune—, ¿a qué se dedica nuestro abuelo?
Saura esbozó una pequeña sonrisa.
—Desde hace cuarenta años —dijo— es el Gobernador de Metrópoli.