16 Aquí siempre parece otoño

ERA COMO si hubieran llegado a las orillas del mar. La llanura se abría sin límites ante sus ojos. Todo era gris. El cielo y la tierra se confundían en una especie de bruma en medio de la cual el sol parecía como un disco sin resplandor. A lo lejos, allá por donde debería estar el horizonte, se apiñaban centenares, millares de bloques de diversos tamaños que, sin duda, eran casas. Aquella inmensa ciudad ocupaba todo lo que la vista podía abarcar a derecha y a izquierda.

—¿Qué es eso? —preguntó Prune.

—Es Metrópoli —respondió Grisón.

—¡Es enorme!

—Sí, es enorme.

—¡Pero si viven sumergidos en la niebla!

Se quedaron cinco minutos mirando perplejos, sin un gesto, sin una palabra. El camino que les había conducido fuera del bosque se había convertido en una carretera asfaltada que desaparecía algo más lejos en una ancha curva encajonada.

Unos bosquecillos adornaban la suave pendiente de la colina, en cuya cima se encontraban los dos niños. Unos cuervos pasaron en bandada. Se oía el canto del cuco.

—¡Ven! ¡No nos quedemos aquí! —dijo Grisón cogiendo a su hermana de la mano. Y echaron a andar por la carretera.

Hacía calor, bastante más que por la mañana temprano. Además, eran casi las doce. Aquí la hierba no estaba húmeda y parecía menos verde que en Courquetaines. La carretera se iba ensanchando a medida que bajaba la colina. Los taludes de cada lado eran cada vez más altos y, menos en las curvas, ocultaban el horizonte.

Cuando habían caminado una buena hora, Grisón se paró.

—¡Mira! Un automóvil.

—Está parado —dijo Prune.

—Pasaremos como si tal cosa. Después de todo, no tenemos nada que temer.

—¡Oh! Hay alguien dentro…

—Disimula… Y hablemos lo menos posible. Sigamos.

Continuaron andando. El coche estaba estacionado al borde de la carretera, pegado al talud de la derecha, a unos cincuenta metros. Al aproximarse, se abrió una puerta.

—¡Cuidado! —murmuro Prune quedándose inmóvil.

—No te pongas nerviosa, vas a conseguir que se fijen en nosotros.

Siguieron andando. Una persona salió del automóvil, cerró la puerta y se dirigió hacia los niños, quienes se detuvieron. Era una mujer vestida con un mono blanco idéntico al de ellos. Se acercaba cada vez más y ellos no sabían si echar a correr o qué.

Pero, a unos metros, también ella se paró y sonrió abiertamente. A Grisón el corazón le golpeaba fuertemente en el pecho. Unas golondrinas estaban posadas en un árbol seco, piando. Algo más lejos, un conejo dio tres brincos en la carretera, miró hacia donde estaban ellos, dio otros tres saltos y desapareció entre la maleza. Un ligero viento removía unos matorrales. De pronto, la mujer se quitó la capucha, dejando ver sus negros cabellos. Grisón, instintivamente, había agarrado la mano izquierda de Prune y la apretaba fuertemente.

—Es ella —murmuró.

Prune se escondió un poco detrás de su hermano.

—¿Prune? ¿Grisón? —preguntó la mujer.

La actitud de los niños se suavizó un poco y, por fin, fueron a su encuentro. Ella les abrió los brazos y, cuando estuvieron cerca, puso una mano sobre cada cabeza.

—¿No me habíais reconocido?

—No —contestaron.

Ella se quedó un instante contemplando las miradas, que se fijaban en ella.

—¡Buenos días! —dijo de repente Grisón.

—Buenos días, señora —dijo Prune.

Ella los besó, empezando por Prune.

—Todo esto os parecerá muy extraño, ¿no? A mí también me lo parece —dijo la madre.

Los niños no sabían qué decir. Cada vez había más golondrinas en el árbol seco. También ellas estaban calladas.

—Os he reconocido enseguida porque tenía fotos vuestras… La última vez que nos vimos erais unos bebés. ¡Vaya si habéis cambiado desde entonces! Sois guapos… muy guapos…

Otro conejo atravesó la carretera a toda velocidad. Los cuervos cruzaban el cielo a mucha altura.

—Os habrá extrañado verme aquí —continuó la madre.

—Es que —dijo Grisón con una voz ronca— no sabíamos que… tú fueses a venir a esperarnos —dudó antes de decir «tú». Prosiguió—: No sabíamos que estuvieses al corriente de nuestra… visita

—Veo que Basile no os ha contado todo. Es normal. Porque si os hubieran cogido los gendarmes… Cuando no se sabe nada, no se puede decir nada. Pero no vamos a quedarnos charlando así al borde de una carretera, a pleno sol. Me figuro que tendréis sed, ¿no?

—Pues… sí.

—Subamos al coche.

Subieron los tres. Era un coche mucho más grande que el de la gendarmería, más incluso que el que Grisón vio el día en que descubrió la alambrada. Saura (así se llamaba su madre) abrió una caja que había detrás de los asientos traseros y sacó tres vasos y una jarra. Bebieron. Los niños nunca habían bebido nada semejante. Tenía color naranja y un sabor que recordaba a la vez a la tisana y al limón.

Los asientos traseros del coche eran giratorios para que los pasajeros pudieran verse de frente si lo deseaban. Por ejemplo, si querían jugar a las cartas. Pero no era cuestión de eso ahora. Saura no hacía más que contemplar a sus hijos. No se habían visto desde que había dejado a Grisón en casa de Flammèche y a Prune con los Rousselot. Si Grisón la había reconocido había sido gracias a la foto que le había dado Basile.

Los niños no se movían, todavía bajo el impacto de la emoción. No hacían más que dar vueltas a sus vasos, sin soltarse a hablar. Saura tomó la palabra:

—Creo que ya habéis tenido suficientes emociones hoy. Seguro que tenéis hambre, ¿verdad? Vamos a casa. ¿Os ha hablado Basile de ella?

—No, no nos ha dicho nada. Ni siquiera sabíamos que Metrópoli fuese una ciudad tan grande. Para nosotros, todo lo que estaba detrás de la alambrada era la zona.

—¿Metrópoli una gran ciudad? —dijo Saura casi riendo. Lo que vais a ver es mucho más que todo esto. Ciertamente han guardado bien el secreto.

—Pero —dijo Prune—, ¿por qué tenéis que estar encerrados tras una alambrada?

—¿Encerrados nosotros? —y esta vez Saura se echó a reír—. ¡Encerrados nosotros! ¿Por qué creéis que estamos encerrados?

—Muy sencillo —dijo Grisón—, porque para llegar hasta aquí hemos tenido que burlar un cordón de gendarmes y atravesar la alambrada que os rodea… que cerca vuestra ciudad.

—¡Pero si sois vosotros los que estáis rodeados de alambrada…! Aunque, claro, eso no os lo podíais ni figurar… Os explicaré todo… Al fin y al cabo, tarde o temprano tenía que decíroslo. Sencillamente, el País Elevado, donde habéis vivido, Courquetaines y todo eso… es, simplemente, una reserva.

—¿Qué? ¿Una reserva?

La memoria de Grisón se iluminó de golpe. Recordó las palabras de Basile y cómo no quiso decirle el otro nombre con que llamaban los metropolitanos al País Elevado. Ahora comprendía lo de reserva. Como en las películas que había visto: reserva de indios, reserva de animales. ¡Una reserva! ¡Toda su infancia en una reserva! ¡El campo, los pueblos, el bosque, las praderas… todo eso era una reserva!

—Si —dijo Saura—. Una reserva. Es grande, fijaos: trescientos kilómetros de largo por doscientos de ancho. Más que suficiente para poder vivir. Esa reserva es como un pequeño país protegido por una frontera, una alambrada infranqueable… o casi. Eso es todo. Allí es donde habéis vivido hasta ahora.

—Es increíble… Y yo que creía que todo el mundo era como Courquetaines… que la alambrada encerraba algún misterio.

—Mira por dónde tú eras el que estaba encerrado… Aunque, ¿sabes?, también nosotros estamos encerrados.

—¿Cómo?

—Cuando se levanta una alambrada no se construye una, sino dos prisiones. La prisión de los de dentro y, otra más amplia, la prisión de los de fuera.

Prune había escuchado atentamente la conversación sin decir ni pío. Sus ojos iban del uno a la otra. No daba crédito a sus oídos ni a sus ojos.

Luego, Saura dio la vuelta a su asiento para ponerse frente a los mandos del coche. Se produjo un ligero silbido, el coche pareció que se levantaba del suelo y, sin sacudidas, arrancó. Notaban que avanzaban sólo por el hecho de ver pasar el paisaje.

Por la amplia carretera, bien asfaltada, el coche bajaba la colina. La decoración no era muy variada: hierba, seca en algunos sitios, unos árboles escuchimizados, algunos de los cuales parecían muertos, y unas rocas enormes a las que debía de dar gusto trepar.

Al llegar al valle, la niebla desapareció completamente y pudieron apreciar los detalles de los grandes rascacielos que constituían la enorme ciudad.

Mientras Saura conducía, no habían hablado nada; pero estaban dispuestos a hacerle muchas preguntas en cuanto fuera posible.

De repente, su carretera desembocó, como un río, en una inmensa red en la que circulaban otros automóviles, que pasaban a veces muy cerca uno de otro. Aquella avalancha se hacía más espesa a medida que uno se acercaba a los altos edificios, que cada vez parecían más próximos y más grandes.

Grisón y Prune vieron entonces que las viviendas no tenían cinco o diez pisos como parecía de lejos, sino como un centenar. Al fin, cuando pensaban haber entrado ya en la ciudad, cuando creyeron que iban a pasar junto al primer rascacielos, un subterráneo les quitó todo de la vista y se encontraron en unas calles situadas bajo unas placas luminosas, y en donde circulaba un número increíble de coches.

—Por la ciudad están prohibidos los coches —explicó Saura—. Vamos a dejarlo en un aparcamiento y a subir a nuestro rascacielos.

Se quedaron sorprendidos al descubrir que el aparcamiento, en realidad, no era más que una inmensa explanada sombría donde dormía una infinidad de automóviles, cuidadosamente colocados en filas, por barrios…

Estacionó su coche junto a otros muchos. Bajaron todos, y Saura aconsejó a Grisón que dejara sobre el asiento su bolsa de tela gris de la que hasta ahora no se había separado.

—Vamos a almorzar en un restaurante —dijo la madre.

Para ellos, un restaurante era una sala con veinte o treinta plazas, como, por ejemplo, el de Robert, donde servían menús impresionantes, platos especiales que nunca comían en casa: pollo al vino, pavo, truchas con almendras…

Después de haberse metido en una espaciosa jaula metálica, que se cerró tras ellos y se puso a vibrar sin saber por qué, salieron al aire libre; se preguntaban cómo habría podido cambiar la decoración tan bruscamente. Es que era la primera vez en su vida que utilizaban un ascensor.

Una vez fuera, pudieron contemplar a sus anchas aquellos inmensos rascacielos que ocultaban el sol. Por las calles, parecía que era de noche; incluso a mediodía estaban encendidas las farolas.

Siguiendo a Saura. a quien no debían perder de vista en aquel laberinto, entraron en una especie de vestíbulo iluminado, cogieron otro ascensor que les subió hasta el piso cuarenta —podían leer la sucesión de los pisos en una pantalla— y, por fin llegaron al restaurante.

Desde luego, esto no se parecía en nada al café de la Clique. Además, los niños se dieron cuenta de que las mismas palabras no significaban las mismas cosas en el País Elevado o en Metrópoli. En Courquetaines, un coche era un carro tirado por uno o varios caballos. Aquí, era un automóvil. Lo mismo ocurría con el restaurante: aquí consistía en una inmensa sala con columnas por todas partes y con grandes ventanales que daban a unas terrazas repletas de jardincillos.

—Esto es maravilloso —dijo Grisón en la cola de espera.

—Sí, todo está nuevo —añadió Prune.

A cada comensal le daban una bandeja en la que había cinco paquetitos envueltos en papel de aluminio. Parecían tabletas de chocolate desprovistas de su primera envoltura, pero más pequeñas y más gruesas. Además de eso, una especie de jarrita de agua con tres botones.

—Cuidado, es frágil —dijo Saura.

Se instalaron en una mesa verde en la que hubieran cabido holgadamente seis.

—Voy a enseñaros cómo se usa esto —dijo la madre—. Es fácil. Le dais al botón rojo de la botella —así llamaba a la jarra, aunque no se parecía en nada a las botellas que había en los Ultramarinos Reunidos— y ¡cuidado!, que el agua empieza a calentarse.

Mientras esperaban, quitaron los envoltorios de aluminio y los tiraron en una papelera. Cuando el agua estuvo caliente. Saura echó el contenido del primer paquete en una de las cavidades de la fuente, que estaba llena de hondos y elevaciones. Ése era el primer plato. Grisón y Prune hacían lo mismo, procurando no parecer demasiado ignorantes.

—Lo que estáis comiendo es una Tortilla Barnabé.

Era inútil buscar los huevos en aquel plato. Lo mismo ocurría con el pollo en el plato siguiente, aunque se llamaba Pollo al arroz. En realidad, todo era como una pasta parecida a la papilla de los bebés. Lo único que variaba era el color y el sabor.

Acabaron la comida con un helado que, éste sí, justo es reconocerlo, se parecía a un helado. Saura pagó a la salida con una moneda idéntica a las del País Elevado. A continuación, anduvieron durante algún tiempo por aquel laberinto de calles que se entrecruzaban a diferentes niveles, superpuestas unas a otras. En Metrópoli sabían vivir por todo lo alto…

Por fin, otro ascensor los condujo al piso donde Saura vivía. Por los largos corredores alumbrados con una suave luz verde, se encontraron a un hombre con traje verde pálido, que les saludo muy finamente y entabló conversación con Saura.

—… Así que ya tiene a sus hijos… Debe de estar usted muy contenta, ¿verdad…?

—Sí, acaban de llegar de casa de su nodriza. Durante cinco minutos estuvieron hablando de cosas que los niños no entendían pero que debían de tener relación con costumbres de Metrópoli. Luego, el hombre abrió una puerta y entró en su casa. Ellos siguieron unos cuantos metros y Saura llamó a otra puerta. Les abrió un hombre vestido de azul marino.

—¡Señora! ¡Ya está de vuelta! ¡Qué agradable sorpresa! Les voy a preparar enseguida una comida… Y los chicos ya están aquí… ¡Qué altos están…!

—Por la comida, Bastien, no se preocupe. Hemos ido a un restaurante. Venid —dijo a los niños—. Os voy a enseñar el piso. Y en primer lugar, antes que nada, vuestra habitación.

La habitación era de color naranja, con muebles blancos. Grisón y Prune se sentaron en la cama, y Saura sobre una enorme «pera» gris que resultó ser un sillón.

—Por fin, tranquilos —dijo—. ¿No necesitáis nada? ¿A lo mejor queréis dormir?

—No.

—¿No estáis cansados?

—Me duele un poco la cabeza —dijo Grisón.

—A mí también —dijo Prune.

—Ya se os pasará —dijo su madre—. Lo que ocurre es que… en Metrópoli no respiráis el mismo aire que en Courquetaines. ¿Qué os parece vuestra habitación? ¿Es bonita?

—Sí.

—¿Es bastante grande?

—Sí.

Me alegro que os guste. Pero no estáis cómodos en esa cama. Vamos al salón, allí estaremos mejor para charlar.

Era una amplia pieza con grandes ventanales desde donde se podían ver los rascacielos más próximos, con sus jardines arriba. Grisón y Prune se sentaron en unas «peras» azules. No había muebles en la habitación, solamente unos gruesos balones metálicos por aquí y por allá. Unas magníficas plantas trepaban junto a los ventanales, con las hojas vueltas hacia la luz.

Estaban sentados frente a su madre y la observaban después de haber inspeccionado el decorado. «Verdaderamente, Prune se parece a ella», pensaba Grisón. «Verdaderamente, Grisón se parece a ella», pensaba Prune. ¿Viviría sola en esta casa? Y Bastien, ¿sería su criado?

—Bueno —dijo Saura—, ahora es necesario que os explique por qué os he hecho venir. ¡Tengo tantas cosas que contaros que no sé por dónde empezar! En primer lugar, ¿estabais a gusto en Courquetaines?

(¿Por qué habría dicho estabais? ¿Se habría acabado para siempre?).

—Sí, yo estaba muy a gusto —dijo Grisón—. Se está bien en el campo.

—A mí también me gusta —dijo Prune.

—Y…, ¿no habéis echado de menos tener una madre?

—Es verdad que no éramos como los otros niños, pero Flammèche es muy buena. Y Antoine también.

—Y Mamie Rousselot también.

—Entonces, estupendo —dijo Saura.

—Pero… ¿tú vives en Metrópoli desde siempre? —preguntó Prune.

—Sí, desde siempre. Soy metropolitana. Y vosotros también sois metropolitanos. Habéis nacido aquí. Mirad.

Señalo un edificio no muy lejano sobre el que brillaba una luz roja.

—Ésa es la maternidad. Ahí habéis nacido. Después, vuestro padre desapareció en la Morlaye.

—A nosotros —dijo Grisón— nos habían dicho que habíais muerto los dos. ¿Fue entonces una verdad a medias? ¿Hubo realmente un terremoto?

—Sí —respondió Saura—, hubo un terremoto. Yo no me encontraba allí en aquel momento. Pero eso no tiene nada que ver con el hecho de que os haya confiado a los dos a una nodriza. Estoy muy contenta de que hayáis sido felices.

—Pero —preguntó Prune—, ¿por qué no nos dejaste contigo en Metrópoli?

—Es un asunto de familia, y por eso es por lo que ahora estáis aquí. Os he hecho venir porque hay alguien que quiere veros. Está muy enfermo; puede, incluso, que ya no le quede mucho tiempo de vida.

—¿Nos conoce?

—No. No os ha visto nunca. Pero sabe que existís. Y sé que le encantará conoceros.

—¿Quién es? —preguntó Grisón.

—Es vuestro abuelo, mi padre. Está en su casa de reposo, que se halla muy cerca de aquí, y en seguida vamos a ir a hacerle una visita. No sabe que vais a ir. Prefiero darle la sorpresa.

—¿Crees que se pondrá contento?

—Estoy segura.

—¿Ése es el motivo por el que nos han hecho pasar la zona…?

—No es el único, hijos míos… Antes era imposible. Imposible del todo.

—¿Por qué?

—Porque él y yo… esto… estábamos… digamos que enfadados. Yo deseaba vivir en el País Elevado, pero él no quiso nunca. Por eso me quedé. Pero cuando vinisteis al mundo, hice todo lo posible por llevaros allí. Y lo conseguí. Lo único malo es que yo estaba separada de vosotros. Eso es todo.

—¿Por qué no nos dejaste aquí contigo?

—¡Pobres! ¡Esta vida no era para vosotros!

—Nos has debido echar mucho de menos —dijo Grisón.

—Sí. Aunque, afortunadamente, estaba el bueno de Basile… Él me traía noticias vuestras de cuando en cuando. Y también algunas fotos. ¿Las queréis ver?

—¡Oh sí!

Saura se levantó, movió una de las bolas metálicas que había en el salón, la abrió y sacó unas fotos.

—En esta teníais tres años.

—¡Pero si es la Chevanelle! —exclamó Grisón.

—Sí. Flammèche te hacía fotos a menudo. Ella se las pasaba a Basile, y Basile me las traía, exponiéndose a que le cogiesen los gendarmes.

—Es verdad, es muy peligroso —dijo Grisón—. De eso yo sé mucho.

Y contó las expediciones que había intentado con sus compañeros de escuela, y su escapada victoriosa antes de ser arrestado por Beauras.

—Todo eso lo sé —dijo Saura—. Me lo ha contado Basile.

—Me gustaría saber una cosa —dijo Prune—. ¿También vosotros tenéis prohibido traspasar la alambrada?

—Naturalmente —respondió Saura—. Está prohibido para todo el mundo. Hay leyes muy serias. Ningún metropolitano tiene derecho a entrar en la reserva. Ningún habitante de la reserva tiene derecho a salir.

¿Aquí no hay campo?

No. Han puesto jardincillos un poco por todas partes, pero campo, lo que se dice campo, no existe.

—Sí, pero esto es mucho más bonito que lo de allí. Nosotros no tenemos ni automóviles, ni restaurantes nuevos, ni ascen… ascen…

—Ascensores.

—Eso, ascensores.

—Cada gran país como nosotros tiene su reserva

—¿Tu padre no quería que te fueras a vivir a la reserva?

—No. Me hubiese hecho volver.

—¿Pueden hacer volver a los que ya están a salvo?

—Por supuesto. La reserva está bajo el control de Metrópoli. La policía de allí la obedece.

—Pero a nosotros… a nosotros nunca nos han hecho nada…

—Claro —dijo Saura—, porque todo el mundo creía que vosotros erais huérfanos.

—Entonces, ahora —exclamó Grisón— ¿vamos a tener que vivir en Metrópoli?

—¿No os gustaría?

—Me gusta haberte conocido. Pero yo no quiero vivir en esta enorme ciudad.

—Yo tampoco —añadió Prune.

—Entonces, nos escaparemos —dijo Saura.

—¡Has dicho nos! —comentó Prune—. ¿Es que quieres venir con nosotros?

—Sí —exclamó Saura—. ¡Ése es el motivo por el que os he hecho venir!

—¡Y pensar que nos habíamos equivocado por completo! —dijo Grisón.

—¿Por qué?

—Sencillamente porque… creíamos que erais vosotros los que estabais encerrados, y ahora resulta que es al revés, que somos nosotros los que estamos encerrados… Sin embargo, el campo es tan enorme allí… ¡No, no es posible, no me lo puedo creer…!

—Te aseguro —dijo Saura— que también nosotros estamos encerrados; únicamente, que tenemos una prisión más grande, eso es todo. Vosotros tenéis poca superficie, pero cuatro auténticas estaciones, ¿no es así? Aquí siempre parece otoño. No hace ni frío ni calor, los árboles tienen pocas hojas y mueren rápidamente…

—Empiezo a tener sueño —dijo Prune bostezando— aunque todavía no es de noche.

—Venid —dijo Saura—. Vamos a jugar al mikado. Eso nos distraerá. ¿Conocéis ese juego?

Bastien dejó el mikado sobre una gran mesa.

—Prepáranos la merienda —le dijo Saura—. Jugaremos hasta la noche. Y tal vez sigamos mañana.