15 ¡Victoria!

HA LLOVIDO toda la noche, y esta mañana el sol no ha podido atravesar esa coraza de nubes que dan al País Elevado un aspecto verdaderamente otoñal. Un viento frío sacude los quejumbrosos matorrales, y las copas de los árboles se mueven en todos los sentidos. De cuando en cuando cae un ligero chaparrón fresco. ¡Tanto como lo hubiéramos deseado en Julio…!

Beauras se enfurruña dentro de su uniforme que deja pasar el aire. Gruñe contra el Gobierno, que todavía no ha dado la orden para ponerse los calentitos uniformes de paño. Claro que todavía pueden venir días buenos.

Ni siquiera puede uno sentarse, la hierba está mojada. Chazal ha llegado esta mañana con un cubo lleno de moras. Es un buen tipo este Chazal. En este momento está echándose aliento en sus dedos y, de cuando en cuando, echa una carrerita. Es friolero este jovenzuelo. Bueno, realmente no vendría mal una sopita bien calentita. El cabo se arrepiente de no haberse traído café, como ayer, domingo.

Porque cuando la hierba está mojada se quedan tan fríos los pies… ¡Hombre!, ahí llega Gustave, el guarda rural. Seguramente va a coger champiñones. Como tiene derecho a darse una vueltecita por el bosque de Epnoi, aprovecha para coger champiñones. Ahora saluda a sus viejos amigos de la gendarmería y desaparece después entre la maleza.

—¿Qué hora es? —pregunta Beauras, cuyo reloj está siempre parado.

—Las diez y cuarto, cabo.

—¿Ya? Entonces, los bocadillos, rápido, y que cada uno vuelva a su puesto. Nunca se sabe… Hoy no es día para curiosos ni mirones, pero puede haber una inspección. Es verdad, las inspecciones suelen ser los lunes. Los inspectores descansan el domingo y atacan al comienzo de la semana.

Los bocadillos ya han sido devorados, y los gendarmes reanudan su vigilancia en la linde del bosque. Beauras bosteza de aburrimiento. «Las diez y media. ¡Si al menos hiciera un poco de sol! Oye, que no es mucho pedir, un rayo de sol… ¡Oh…!, parece que algo se mueve por allí. ¡Eh, eh! El viento se ha calmado y en ese bosquecillo de abedules las matas no paran de moverse. ¿Un perro?, ¿una vaca? No, más bien parece un chico. Hacía mucho que no se veía por aquí a esos chavales. Con el miedo que le metí al chico de Flammèche, no se habrán atrevido… Pero ¡santo cielo!, si hay un montón de críos… dos, tres, cuatro… Y se arrastran dejando ver sus traseros… ¡Ji, ji, ji!».

—¡Cabo!

—¿Qué ocurre?

—Que tenemos gente a la derecha, al otro lado del camino Mathieu.

—Eso mismo estaba viendo yo. Tráigame mis gemelos.

El gendarme Méchalot sube al puesto y vuelve en seguida con los gemelos. Aprovecha para echar él antes una miradita.

—Tenga, cabo.

—Gracias. Veamos… ¡Anda, ése es Raclot! ¿Saben?, el hijo de Raclot, el de la granja lavadero. Le conozco por su pantalón gris con un gran parche. ¡Caray!, a ésos no les importa mojarse. ¿No podían haber elegido otro día? Mira que con este tiempo… En fin. ¡Ah, pero si es el campeón de natación! El pequeño… esto… bueno… es decir… ¡si, hombre!, ése…

—¿El que llaman Marsopa?

—¡El mismo! Anda, no veo a Grisón. ¡Qué raro! Bueno, puede que desde la otra vez, prefiera quedarse al margen. De todas formas me extraña. ¿Aquél, quién es? Caramba, si es una chica… Esto sí que es bueno. Anda que como sean tan testarudas como los chicos… ¡Ji, ji!, también está el gordo de Jocrisse. Hasta disfrazado de pino se le reconocería a cien leguas. ¿Pero qué demonios hacen ahora sacudiendo los árboles de esa manera…? La niña es la pequeña de los Tissandier. No…, la penúltima. La pequeña es más bajita. ¡Hala!, el desfile aún no ha terminado. Ahora llegan otros…, el hijo de Alphonse… ¡Ahí va, el mismísimo hijo del alcalde! Esto le va a costar caro. Cuando su padre se entere… Es curioso, hoy no van por el sitio de costumbre. Van por el sur. ¡Bah!, puede que, después de todo, no vengan a la zona. Lo que nos pasa a nosotros es que tenemos deformación profesional… Sí, señor, son buenos chicos. Y tampoco nos vamos a enfadar con ellos porque sean curiosos. Si no, no serían jóvenes.

—Es verdad, cabo.

—Hay que ver cómo éramos nosotros, ¿eh?

—¡Ja, ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja, ja!

—Menudos tíos éramos, ¿eh? ¡Ja, ja, ja, ja!

—¡Ji, ji, ji, ji!

—¡Jo, jo, jo, jo!

—¡Ja, ja, ja, ja!

—Menudos tíos…

—¡¡Cabo!!

—¡Ja. ja. ja…! ¿Diga?

—Que ya están en la entrada del bosque. ¡Bueno, y qué! Están en su derecho. Mientras no crucen el límite no se les puede decir nada.

—Quizá fuese conveniente que me dejase ver.

—Eso sí que es verdad, gendarme, déjese ver.

Méchalot se dirigió a paso ligero hacia los niños, como si fuera a arrestarlos.

—¡Qué raro es todo esto! —murmura el cabo Beauras—. Ahora se esconden al ver a Méchalot. Desde luego, estos críos quieren hacer algo. Nadie se esconde sin motivo. No me gusta nada esto… No entiendo por qué ahora se dejan ver tanto. Puede que quieran distraer nuestra atención mientras que… ¿Eh? ¡Hay gente en el bosque! ¡Alto! ¡Alto!

—¡Calla, hombre, que soy yo, Gustave, que vengo de coger champiñones!

—¿Has cogido muchos?

—¿Muchos? ¡Ya, ya! Coge tu silbato y ven —dice el guarda rural. Beauras le sigue a duras penas.

—Tú dirás…

—He encontrado dos champiñones gigantes: un chico y una chica dentro de la zona, aunque te parezca imposible. Bueno, date prisa, yo no los puedo arrestar, tú sí… Por ahí… ya se han metido en el bosque. Tú ve por la derecha.

Beauras ha sacado su silbato y está soplando desesperadamente. Corre en medio de un estrépito de hojas y ramas secas.

—¡Condenados críos! ¡Son de lo que no hay! ¡Quietos o disparo! ¡Ah!, ya los veo… En menudos líos me meten, y a ellos no les importa ni un pito.

¿Y si hubiera una inspección, eh? ¿Qué cara iba yo a poner, con esos chicos dentro de la zona…? ¡Ay!, pero yo también he llegado al límite. Ya no puedo seguir. ¡Se me escapan! ¡Se me escapan…!

Beauras deja la persecución sofocadísimo. Cree que ya le van a dejar tranquilo, pero ¡ay!, qué equivocado anda… Sus dificultades no han hecho más que empezar.

—¡Atiza! ¡Una inspección!

Enseguida lo ha comprendido, al ver el destacamento especial de la gendarmería al lado de su cabaña y, delante de ésta, cuidadosamente aparcado, el único automóvil de la Compañía.

—¡Estoy perdido! —murmura—. A menos que no se hayan enterado de nada. ¿Qué hago? ¿Les digo? ¿No les digo? Si se lo digo, tendré un punto negativo. ¡Imagínense! Unos críos dentro de la zona… Ellos son los que deberían cogerlos porque ellos pueden llegar hasta donde quieran dentro del bosque. Si no les digo nada, ni visto ni oído Pero perderemos nuestra autoridad a la fuerza De todas formas, a los críos estos los vamos a arrinconar contra la alambrada. Y no tendrán más remedio que volver, como Grisón el otro día… Así que me callo…

—¡Cabo Beauras!

—¡A sus órdenes, mi capitán!

—¡Inspección!

Beauras se cuadra lo más firme que puede.

—Cabo, hoy está usted de mala suerte…

—¿Y eso? Esto… mi capitán…, porque… yo no veo nada…

—Pues yo sí, yo sí que veo. Veo a todos esos chavales que acabamos de detener en el límite del bosque…

—¿En el límite? Nosotros no tenemos derecho a…

—¡Oh, pero si no les acusamos de nada! Sólo de reírse de nosotros… Además, tienen muchas cosas que contarnos… Usted, cabo, se va a quedar con la boca abierta.

Una patrulla de gendarmes llega en ese momento con algunos chicos. Beauras reconoce a Jocrisse, Raclot, Delphine, Chenot, el pequeño Brioche…

—Había más —prosigue el capitán-inspector—. Nuestros hombres están en la zona con los perros y los van a traer dentro de poco.

—Grisón y la niña —refunfuña Beauras.

—Exactamente, cabo. Mientras les esperamos, vamos a iniciar un pequeño interrogatorio…

Los prisioneros se miran, con la cara descompuesta Ninguno osa abrir el pico. A lo lejos, en el bosque se oyen silbatos y ladridos —¡pobre Prune, pobre Grisón!— y, lo que es más grave, disparos. Sí, disparos…

—Por aquí, mis queridos amigos —dice el capitán con ironía.

Los gendarmes los conducen a la cabaña en donde Grisón, unas semanas antes… Se sientan en el banco.

—Bueno, ¿queréis decirnos ahora mismo que hacíais por aquí?

—Estábamos paseando —dice Raclot.

—Bonito paseo, sí señor: un bosque medio quemado, unos carteles prohibiendo el paso… ¡Hala!, decidnos la verdad. Intentabais despistarnos, ¿no? Despistarnos…

—Estábamos paseando —repitió Raclot levantando la cabeza, desafiante…

—Bueno, como queráis. Estabais dando un paseíto… ¿Y los que han entrado en la zona?

—Ésos no estaban con nosotros.

—Pero los conocéis.

—Claro, son compañeros de clase. Eso es todo.

En ese momento entra en la cabaña un gendarme.

—¡Mi capitán, hay un hombre con ellos!

Los niños se miran suspirando. Se oyen disparos por el lado de la llanura.

—¿Qué hora es? —pregunta Beauras a un gendarme.

—Esto… las diez. No… las once menos diez. Menos cinco. Bueno, por ahí, más o menos.

—Gracias.

Beauras ha salido de la cabaña. No quiere oír el interrogatorio. En realidad… le importa un rábano. Allá lejos. Basile corre con su capa al viento. Le disparan. No le cogerán, de eso Beauras está seguro. Se echa el quepis para atrás y se rasca la frente. ¿Qué va a ser de él ahora, con un punto negativo? ¡Bah, nadie se ha muerto por eso! Aunque podría retrasar su nombramiento de cabo-jefe. ¡Cerdos de críos!

¡CORRE, Prune, corre!

—Estoy haciendo todo lo que puedo… El camino está lleno de ramas. ¡Ay!, que me he caído.

Para esta ocasión se ha puesto a propósito unos vaqueros y botas un poco grandes… Resoplan como fuelles. Atrás, todavía lejos, ladran los perros.

—Di, Grisón, ¿crees que habrán cogido a Raclot y a los otros?

—Ni idea. Date prisa. De todas formas, no ha salido bien. No han podido despistarlos. Escucha.

—¡Silbatos!

—Sí, vienen por nosotros. Se acercan. ¡Aprisa! ¡Corre…!

—Tengo una punzada en el costado…

—¡No importa, corre!

Sin embargo, todo había empezado bien. Se habían reunido a las diez en punto en la cabaña.

Basile les había repetido, una vez más, las instrucciones más importantes. Después se habían separado en dos grupos. El pastor, Prune y Grisón por un lado; todos los demás, por el otro. Mientras éstos últimos atraían la atención de los gendarmes, Basile se había colado por un sendero solamente conocido por él, encaminando a Prune y Grisón en dirección a la alambrada. Mientras el pastor volvía al comienzo del bosque, los dos niños se metían bosque adentro. La mala suerte les hizo toparse de narices con Gustave Parmans, el guarda rural que andaba buscando champiñones, y quiso además que precisamente ese día, hubiera una inspección de la Compañía, con elementos suficientes y autorizados para operar más allá de los cien metros reglamentarios.

Pero Prune y Grisón se acercaban ya a la alambrada.

—¡Venga, aprisa! —insistía Grisón—. Aún faltan cien metros. Date prisa, que los perros se nos echan encima.

—No tendremos tiempo de abrir…

—No sé, pero hay que intentarlo. Aún tenemos posibilidades.

—¿Y qué va a ser de mí? —dijo Prune, inquieta.

—¿Qué dices?

—Pues eso, que cuando tú hayas pasado ya no tendrás peligro, pero a mí, a mí me cogerán.

—No te preocupes, tengo un plan. Anda, acelera. Al volverse podía ver ya a los perseguidores que a duras penas lograban sujetar aquellos enormes perros. Pero, en seguida, justo delante, apareció la alambrada. A la derecha del camino había un enorme roble, varias veces centenario, y al pie del roble estaba la bolsa de tela. Grisón la cogió a la carrera. Con la otra mano tiraba de Prune, que tropezaba cada dos por tres.

—Rápido… El pañuelo rojo… ¿Lo ves?

—Ahí… Ahí está —exclamó Prune.

Grisón dejó la bolsa al pie de la alambrada. Los gendarmes estaban a menos de cien metros. Les gritaban que se detuvieran y disparaban al aire.

—Rápido, coge esa llave. ¿La tienes?

—Sí.

—Venga, que te aúpo. Sube.

La subió sobre sus hombros.

—Ya está metida la llave —dijo Prune.

—Vale, la mía también. Atención, voy a contar tres. Uno…, dos…, tres…

Giraron la llave al mismo tiempo y la puerta se abrió. Producía una curiosa sensación ver aquel agujero abierto delante de ellos y poder pasar sin más al otro lado. Pero los primeros gendarmes estaban ya cerca del viejo roble.

—¡Anda, Prune, salta, salta!

Saltó a tierra. Entonces Grisón la agarró fuertemente por el brazo, cogió la bolsa de tela y cruzó la puerta. Tiraba de la niña, sin miramientos

—Pero, Grisón, ¿qué haces? ¡Estás loco…! Yo no puedo ir contigo, no era lo previsto… Además yo no tengo nada…

—¡Venga! No discutas.

Una vez que ella hubo pasado, volvió a cerrar la puerta de la alambrada y se tiró al suelo con Prune, detrás de un árbol.

—¡Ya está! —dijo—. Se acabó. ¡Hemos ganado!

Los gendarmes se detuvieron delante de la alambrada, que los perros olfateaban ladrando. No podían continuar. Y aunque hubieran podido continuar, seguramente no lo habrían hecho.

—Da gusto respirar un poco —jadeaba Prune—. Estamos a salvo. ¿Vas a esperar a que se hayan marchado para volverme a pasar?

—Imposible —dijo Grisón.

—¿Por qué imposible?

—Porque no vas a volver a Courquetaines.

—¿Qué? ¿Y qué va a ser de mí?

—Tú te vienes conmigo.

—Pero… ¡si no hemos avisado a nadie! Me van a estar esperando los Rousselot, y…

—Y Raclot, ¿verdad?

—No me refería a eso…

—Pues sí, hija, todo está arreglado ya, no te preocupes. ¿No me crees? Mira.

Abrió la bolsa de tela.

—¿Ves este mono?

—Sí, te servirá para andar por la zona.

—Eso es. Pero aquí hay otro. ¿Te extraña? Mira, es un poco más pequeño, exactamente tu talla. Y, luego, este carné de identidad. ¿Ves? Es el mío, ¿ves la foto?

—Sí.

—Pues bien, ahora mira estos papeles.

—¡Pero si soy yo!

—¡Naturalmente que sí!

—Es verdad, Basile me sacó una foto el otro día.

—Como verás, todo estaba previsto desde hace tiempo.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué?

Grisón se levantó, hizo levantarse a Prune y, cogiéndole las dos manos, la miró fijamente a los ojos:

—La persona que voy a ver —dijo—, es mi madre. La han encontrado. Vive aquí. Ahora te lo puedo decir. Y si tú también vienes, es porque también tú vas a reunirte con tu madre.

—¿…?

—Sí… esto… en fin… nos ha ocurrido un poco lo mismo porque, ¿sabes…?, tu madre y mi madre son… la misma persona. Yo soy tu hermano y tú eres mi hermana. Eso es.

Nunca hubiera creído Grisón que fuese tan difícil dar una noticia semejante. En fin, ya lo había dicho.

Prune abrió todavía más sus enormes ojos grises. Se quedó mirando las manos del chico, que agarraban fuertemente las suyas, y se dio cuenta de que estaba temblando. O puede que fuera él quien temblaba.

—Eres mi hermano… eres mi hermano… —repetía como si tuviese miedo de olvidarlo.

—¡Y pensar que hemos vivido así tantos años sin saberlo!, y tan cerca el uno del otro —murmuró Grisón.

Luego, la cogió por el cuello.

—¿Sabes? —añadió—. Yo tampoco lo he sabido hasta ayer tarde. Me ha costado mucho ocultártelo; tanto como decírtelo. Es curioso. Pero ven, no nos quedemos aquí…

—Los gendarmes se han ido —dijo Prune mirando hacia la alambrada.

—Es lo mejor que han podido hacer Pero nosotros, ahora que estamos en Metrópoli, tenemos que tener mucho cuidado. Anda, ven… Todavía nos queda un largo recorrido y yo no te puedo decir nada más. Escondámonos aquí para ponernos los monos blancos.

—¡Grisón!

—¡Chis! Habla bajito… ¿Qué pasa?

—¿Encontraremos más gendarmes?

—No sé. Date prisa.

—Mi cremallera está atascada.

—Espera, te voy a ayudar. Ya. ¿Está bien así?

—¿No hay zapatos?

—No. No hacen falta. Anda, ya verás.

—¡Formidable! —dijo Prune.

—Bueno, ahora sigamos este camino.

Los dos nuevos metropolitanos anduvieron durante cinco minutos y llegaron a una llanura.