ERA UN domingo por la noche, sobre un banco de piedra, en el patio de la granja de los Tissandier.
—Así pues, todo está muy claro —explicaba Basile a toda la banda reunida—. Ya conocéis la táctica: movéis las ramas, actuáis torpemente, echáis a correr, pero sin entrar en la zona. Tú, Grisón, y tú, Prune, no tendréis que hacer nada en vuestro escondite: esperáis a que yo vaya a buscaros. Lo haré cuando vea que los gendarmes van tras una falsa pista. Os indicaré el camino y echareis a correr de frente en línea recta. Llegaréis a un gran roble y, desde allí, veréis la alambrada. En la alambrada habrá una bufanda roja, atada. Allí es donde está la puerta. Veréis las dos cerraduras. ¿Habéis entendido lo que os dije de las cerraduras?
—Sí —dijo Grisón…
—Repite, a ver…
—La primera cerradura está a la altura de un hombre. La otra, mucho más alta; por eso tenemos que ir dos.
—Eso es —dijo Basile—. ¿Y qué hará Prune?
—La subiré a mis hombros para que llegue a la cerradura de arriba. Meterá la llave y esperará mi señal.
—Bien. Pero ¿por qué?
—Porque las dos cerraduras tienen que abrirse al mismo tiempo; de lo contrario no funcionan.
—Exacto, ¿y dónde encontraréis las llaves?
—Eso no lo sé…
—En la bolsa que hallaréis al pie del roble —dijo Basile—. ¿Qué más habrá en esa bolsa?
—Mi mono blanco, dinero, un mapa, mis documentos de identidad, una carta cerrada, chocolate…
—Y el nombre y las señas…
—… de la persona a cuya casa tengo que ir.
—Está bien. El resto es menos importante.
—¿Y yo? —preguntó Prune—. ¿Qué pasará conmigo cuando él haya entrado? ¿Quién me enseñará el camino para volver?
—Tú te quedarás tranquilamente al pie del roble —explicó Basile—. Será cuestión de una hora como mucho. Yo mismo iré a buscarte.
—Y nosotros —dijo Raclot—, ¿cuándo sabremos que Grisón ha vencido?
—No lo sabremos hasta más tarde, cuando veamos que no regresa —dijo Basile—. Él y Prune tienen una hora concreta para salir y otra para llegar a la alambrada, y Grisón deberá estar dentro a esa hora. Os diré las horas mañana por la mañana, en la reunión de la cabaña. Si a la hora fijada no ha pasado… ¡mala suerte! Otra vez será.
—Después… cuando haya pasado la alambrada, ¿qué tengo que hacer?
—Saldrás del bosque y encontraras una carretera muy ancha. La sigues… Llegarás a la entrada de una gran ciudad. Allí te será fácil preguntar la dirección. Especialmente llevando tu mono blanco…
—¿Y eso por qué?
—Nadie niega nada a los que llevan un mono blanco. Es un signo de distinción. Son muy especiales esos trajes blancos.
—Nos gustaría mucho verlo —dijo Delphine—. ¿No lo has traído?
Basile no se hizo de rogar mucho y sacó de su zurrón de tela el magnífico traje. Lo miraron lo tocaron, lo palparon…
—¡Qué suerte tienes! —dijo el pequeño Brioche.
—No olvidéis que todo esto es secreto —insistió Basile.
—También nos gustaría ver el silbato.
—Y el mapa.
—Y los documentos.
Les enseñó todo. Grisón sacó el silbato ultrasónico. Sopló silenciosamente. Al instante, los perros del establo de los Tissandier se pusieron a ladrar.
—Lo he probado con Merlín —dijo Grisón—. Da resultado siempre. Ahora ya se ha acostumbrado.
—Vamos a separarnos —dijo Basile—. Os vais a ir de uno en uno, sin llamar la atención. Desde aquí es fácil, hay muchos árboles. Por eso he elegido este lugar para el ensayo general. Grisón se irá el último. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Raclot, que se levantó el primero. Dio unos pasos, se volvió para saludar con la mano y desapareció en la espesura. Ya no se verían más antes de la gran operación. Le siguieron Brioche, el Marsopa. Prune, Chenot y, por último, Jocrisse. Salían y se desperdigaban por el campo, como unos conspiradores, yendo de árbol en árbol, la mirada baja, el aire misterioso.
Delphine, como la reunión había tenido lugar en el patio de su propia casa, se fue a la cuadra. Sólo quedaban Grisón y Basile.
—Bueno —dijo Basile—, todo está ya listo. Deseo con toda mi alma que salga bien. Si no, evidentemente… Pero sí que saldrá, hemos atado todos los cabos. No hay ninguna razón para que falle.
—Tengo un poco de miedo —dijo Grisón.
—¿Miedo a los gendarmes?
—¡Oh no, no es eso! Estoy seguro de que no habrá problema. Pero es que allí, allí, en Metrópoli…
—Todo será muy fácil. Tú, déjate guiar. Hablarás lo menos posible para no confundirte o poner demasiado en evidencia tu desconocimiento del lugar y de sus costumbres. Si te hacen preguntas, les enseñas la dirección adonde debes ir, haciéndoles notar que estás vestido de blanco. Es difícil de explicar, ¿sabes? Es como el escalafón, aquí, entre los gendarmes. Existe el gendarme, luego el cabo…
—El cabo jefe, el teniente… —prosiguió Grisón.
—Eso es, sí señor. Allí también hay categorías. Cuanto más claro es el traje, más alta es la categoría. Creo que no vas a encontrar a mucha gente vestida de blanco. Por todas partes te prestarán ayuda y asistencia. Tu madre te lo explicará. Ya te he dicho todo lo que te tenía que decir. O casi todo. Flammèche está al corriente. Está contenta por ti, ya sabes, y está segura de que volverás. Yo también lo estoy. ¿No tienes nada más que preguntarme?
—No. Creo que sé todo lo que necesito saber. El resto, ya me las arreglaré. La cita es a las diez, en la cabaña, ¿verdad?,
—Sí. Y es necesario que a las once hayas pasado al otro lado. Buena suerte.
—Gracias por todo lo que has hecho por mí. Es algo que nunca podré olvidar —dijo Grisón—. No sé por qué lo has hecho, pero te lo agradezco.
—Seré el hombre más feliz del mundo si lo consigues. No olvides darle a tu madre la carta sellada.
—Mi madre no sabe que voy… ¿Cómo se lo va a tomar?
—Con alegría, con mucha alegría. ¡Imagínate! No te preocupes. Anda, se está haciendo de noche. Tengo que marcharme rápido. Tú con mayor razón, puesto que todavía tienes dos kilómetros hasta la Chevanelle.
—¡Ya estoy acostumbrado!
Basile permaneció en silencio un buen rato. Parecía como si no tuviera ganas de marcharse.
—Grisón —murmuró el pastor.
—¿Qué?
—¿Sabrás guardar un secreto?
—Sí, claro. ¿Todavía otro secreto?
—Sí. Pensaba decírtelo mañana, pero es posible que no tengamos un momento tranquilo. En todo caso, hasta que no pases la alambrada tienes que actuar como si no supieras nada de lo que ahora te voy a decir. ¿Serás capaz?
—Sí.
—Bien. Entonces, escúchame. Una vez que Prune se haya subido a tus hombros y hayáis abierto la puerta, los dos a la vez, saltará a tierra para ir a sentarse al pie del roble y esperarme allí. ¿Recuerdas?
—Sí.
—Pues bien… ¡de eso, nada!
—¿Cómo?
Hay una pequeña modificación en el programa. Cuando la puerta esté abierta, agarras a Prune por el brazo y te metes en la zona, arrastrándola contigo. Sólo después cerrarás la puerta.
—Pero ¿por qué?
—A ella no podía decírselo. No se hubiera podido callar. Pero tú es preciso que lo sepas: Prune y tú sois hermanos.
Grisón esbozó una sonrisa que parecía que no iba a acabarse nunca.
—No es raro que nos parezcamos —dijo simplemente—. Tenía que haberlo adivinado… Y tengo que llevarla también… ¡Claro…! También es su madre. Oye, Basile, ¿has preparado dos trajes…? Pero ¿dónde estás Basile…?
Basile se había ido ya. Pero ¿por qué preocuparse? Seguro que tenía todo previsto.
BUENAS NOCHES, Grisón. Necesitaba venir a darte las buenas noches. Es la última vez, antes de mucho tiempo. Ya ves, el sol amanecerá para los dos, pero para ti no se pondrá en la Chevanelle.
Grisón se dio la vuelta en su cama y se quedó mirando el rostro de Flammèche, débilmente alumbrado por una lámpara se petróleo.
—Creo que volverás —dijo la mujer—. Uno no puede dejar todo así como así, ya verás. Es difícil. Pero por lo que he podido entender no vendrás antes de un mes o dos. Si, cuando estés allí, alguna vez te acercas a la frontera, no tienes más que tocar el silbato. Soltaré el perro. Ahora, duerme. Y no olvides que también hay alguien, aparte de mí, que te estará esperando: Delphine. Buenas noches y mucha suerte.