PODRÍAMOS decir que esta mañana el gallo de la Chevanelle es el animal más feliz de toda la creación. Normalmente, hace falta que cante cinco veces, a menudo seis o incluso siete, antes de que Grisón abra las contraventanas de su cuarto. A veces, llega incluso a dudar de su condición de gallo. Como es muy sensible, todas las mañanas se lleva un disgusto horrible. Pero he aquí que esta mañana, de pronto, se produce el milagro:
No ha hecho más que lanzar su primer grito, cuando las contraventanas de Grisón chocan contra el muro haciendo temblar toda la casa. Diez minutos después, limpio y feliz, el chico está ya en la cocina, devorando tres rebanadas de pan con mantequilla, mojándolas en dos sucesivos tazones de chocolate con leche. Flammèche, ocupada en dar de comer a los conejos, ni siquiera le ha visto. Grisón le grita al pasar:
—¡Me voy a las ruinas de la Margelle!
Y marcha con un bocadillo de paté. Sus pasos se van perdiendo a lo lejos.
Ha decidido seguir el curso del Criarde, dejando el camino Mathieu y la linde del bosque de Epnoi, demasiado visibles. Quiere actuar con discreción. ¿Quién sabe? Si alguna vez hubo allí un tesoro él sería el único en descubrirlo… Desde luego, habrán ido otros a cavar por allí antes que él, pero ¿habrán buscado bien? Sería raro que no hubiera ningún tesoro… Todo el oro que Jehan fue reuniendo pacientemente, debió de esconderlo en alguna parte. Sí. es verdad que no es más que una leyenda, pero, como dice el refrán, «cuando el río suena agua lleva». Además, las ruinas existen. Entonces, ¿por qué no…? Por otra parte, soñar no cuesta dinero. Incluso aun cuando no hubiese tesoro, siempre sería posible inventarse uno.
Por entre las hierbas y los juncos que le ocultan a las miradas indiscretas, avanza rápidamente He aquí la gran explanada con sus sauces nudosos y sus hileras de chopos. Allí, unas cascadas y hasta un pequeño salto. Casi hay que escalar. Es costoso subir río arriba, incluso yendo por la misma orilla del río.
Al cabo de una hora ha subido bastante y ve frente a él el enorme bosque, que se prepara a devorarle.
A ese bosque lo conoce muy bien, pero no por esta parte. Además, al revés de lo que sucede al final del camino Mathieu, aquí, la zona prohibida no empieza en el borde mismo del bosque, sino más lejos, a eso de un kilómetro dentro ya del bosque.
El Criarde ha excavado aquí como un pequeño barranco y, para seguir el curso del río, hay que desviarse un poco y subir a lo alto de la garganta. Una o dos ruidosas cascadas vuelven a dejar al mismo nivel, algo más lejos, el río y el bosque. De pronto, el bosque se hace menos cerrado, y deja paso a grandes praderas, surgidas no se sabe cómo. En medio de la pradera se alza, siniestro, un árbol muerto sobre el que se han concentrado centenares de golondrinas. Es el primer síntoma del otoño. Grisón se da cuenta entonces de que algunos árboles han empezado a amarillear. Tal vez se deba al calor del verano. Pero no, tan cerca del Criarde… ¿No hacía fresquito esta mañana al salir de la Chevanelle? Septiembre…
Pero ya hemos llegado. Es verdad, el Criarde se divide en dos. Y ahí está la isla que esconde, sin lugar a dudas, las ruinas de la Margelle. ¿Cómo pasar sin mojarse demasiado? El agua debe de estar fría. Seguramente no está muy lejos el manantial; y un río… un río no se calienta precisamente al pasar por un bosque.
Afortunadamente hay un puente de madera: dos toscas vigas que soportan unos tablones separados. Resbala, se mueve, se inclina… Ya está en la isla.
Y, de pronto, se oye una música que destaca apenas entre el ruido del río. Grisón reconoce esa música. ¿No es la melodía que oyó la otra noche, cuando estaba en su cuarto, la noche en que Prune fue a dormir a la Chevanelle? La noche de su cumpleaños. El débil sonido del caramillo viene del centro de la isla. Avanzando prudentemente, el chico descubre unas piedras que apenas sobresalen del suelo. He ahí las ruinas. Él esperaba encontrar lienzos enteros de muros. Pero no, matorrales, matorrales y escasas piedras…
Y allí, recostado contra un viejo roble, Basile tocando el caramillo. Nada más oír la melodía, Grisón supo que se trataba de Basile.
—¿Ya estás aquí? —dijo Basile, como si le estuviera esperando desde hacía tiempo.
—Bueno —dijo Grisón—, no esperaba encontrarte aquí.
—Teníamos una cita —dijo Basile.
¿Una cita? Pero si nadie me había dicho que…
¡Claro que sí, hombre! ¿No te acuerdas de la leyenda que contó anoche Sammy? Estaba seguro de que ibas a venir. Estaba seguro.
Pero —dijo Grisón— ha sido pura casualidad. Podría no haber venido, o venir mañana…
—No digas tonterías… Cuando uno se llama Grisón viene enseguida. No puede esperar.
—Es verdad.
—¿Qué otro sitio mejor que esta isla para estar juntos, tranquilos, sin que nadie nos vea?
—¿Por qué es necesario que no nos vea nadie?
—Porque te tengo que decir algo muy importante que sólo tú debes conocer.
—¿Un secreto?
—Sí.
—¿Referente a la zona?
—Sí. Pero ven, vamos al final de esta pradera Me encanta sentarme en la hierba.
Salieron de la isla por el frágil puente. Basile había traído un zurrón de tela, que llevaba en bandolera. Se sentaron sobre la blanda hierba en un claro soleado. Grisón miró a Basile, esperando que le revelara el secreto.
—Bueno —dijo Basile—, se trata de algo que se refiere a ti personalmente y que puede, incluso, cambiar tu vida.
—¿Es algo grave? —preguntó Grisón, inquieto.
—Grave, no. Importante, sí. Pero no se trata de nada malo, no, qué va, al contrario. Más bien puede ser algo muy bueno para ti…
—Entonces, dímelo en seguida…
—Escucha. La noche de tu cumpleaños, de tus doce años —seguro que lo recuerdas—. Flammèche te contó una historia. La historia de un bebé que llegó una noche a la Chevanelle y que, desde entonces, ya nunca se ha marchado de allí.
—Ese soy yo.
—Así es. También sabes que, dos años más tarde, la mamá de ese bebé murió en un cataclismo que destrozó la ciudad de La Morlaye.
—No sabía el nombre de la ciudad —dijo Grisón.
—Pues bien —dijo Basile— eso no es verdad
—¿Qué es lo que no es verdad? —dijo Grisón sobresaltado.
—El cataclismo, ciertamente, tuvo lugar pero tu madre no murió. Está viva.
Una ligera brisa acarició los árboles y los hizo cantar. El sol empezó a brillar fuerte, muy fuerte.
—Tu madre está viva y estoy seguro de que quisiera reunirse contigo.
—Entonces… ¿por qué me han mentido hasta ahora?
—No te han mentido. Es difícil hacer el recuento de los muertos en un cataclismo. Además, también hay desaparecidos. A veces no se los encuentra hasta pasados muchos años.
—¿Y dónde está? —preguntó Grisón.
—Ése es el problema —dijo Basile—. Está al otro lado.
—¿Al otro lado… de la alambrada?
—Sí.
—Entonces, si está al otro lado, jamás la podré ver.
—Sí puedes.
—¿Pero cómo?
—Pasando tú al otro lado.
—Pero eso es imposible.
—Normalmente, sí, resulta imposible. Pero yo dispongo de todo lo que hace falta para pasar.
—¿Vas a hacer un agujero en la alambrada?
—Ya hay, en cierto sitio, un agujero en la alambrada. Yo soy el único, o casi el único, que lo conoce.
—¡Un agujero en la alambrada…! —murmuró Grisón—. ¿Y nadie se ha dado cuenta?
—A decir verdad, no es exactamente un agujero, es más bien una puerta. Es casi invisible pues está hecha siguiendo la malla de la alambrada. Y, desde luego, está cerrada. Pero, afortunadamente, yo tengo la llave… O, mejor dicho, las llaves.
Basile sacó entonces dos llavecitas de su zurrón de tela.
—¡Las llaves! —exclamó Grisón—. Entonces, podemos cruzar la alambrada. Aunque hay una cosa que me preocupa…
—¿Cuál?
—Pues que para llegar a la zona hay que atravesar, sin que te cojan, la línea de gendarmes Sólo lo he conseguido una vez…
—Es verdad, es difícil —dijo el pastor—. Pero, si nos ponemos varios al mismo tiempo, podremos distraer su atención. Además, tengo un plan.
—¿Cómo es tu plan?
—Bastará con ponerse de acuerdo con tu pandilla de amigos. Entre todos despistaremos a los gendarmes, y tú mientras, pasarás con las llaves por donde yo te diga.
—Pero Raclot nunca consentirá en que pase otro en vez de él.
—No te preocupes, ya he hablado con él.
—¡No es posible!
—Sí, esta mañana. Y está de acuerdo. Creo que no tiene demasiado interés en ir solo. Además, él allí no tiene nada que hacer.
—Mejor así. ¿Cuándo vamos a poner en práctica este proyecto?
—Dentro de unos días. Desde luego, antes del comienzo de las clases.
—¡El comienzo del curso!… Grisón lo había olvidado. Pero, de pronto, se dio cuenta de que iba a alejarse de Flammèche, la Chevanelle, Courquetaines por mucho tiempo; acaso para siempre.
—Es que —le confesó a Basile— no quiero irme de aquí. Tengo muchas ganas de conocer a mi madre, pero no de dejar todo esto… —hizo un gesto que abarcaba toda su infancia.
—Hay una solución. Puede que logres convencer a tu madre para que se venga a vivir aquí.
—Sin duda le debe de gustar más aquello, puesto que no se ha querido venir aquí.
—Eso depende. Puede que quiera y no pueda. Es posible que a ellos les sea tan difícil salir como a nosotros entrar.
—¿Y cómo saberlo…?
—Yendo allí. Por eso te lo he dicho.
Se levantaron, dejaron la pradera y bajaron siguiendo el curso del río, despacio. Y llegaron hasta cerca de Courquetaines. Grisón le preguntó a Basile qué había hecho con sus ovejas, y el pastor le explicó que, como estaban al final del verano, habían venido muchos pastores para recoger sus rebaños y llevárselos a sus respectivas granjas. Sammy dirigía la operación. Antes de salir del bosque y ver el pueblo, se pararon de nuevo en una pequeña pradera.
—Te he traído una cosa —dijo el pastor—. Mira, te va a gustar.
Sacó una foto que observó primero él con una sonrisa, y, luego, pasó a Grisón.
—Es tu madre.
Grisón la cogió y la estuvo mirando mucho tiempo. Se puso rojo de alegría. La cara de aquella mujer joven le sonreía con tanta dulzura y alegría… Tenía los ojos claros, el cabello bastante oscuro, unos rasgos sencillos, una impresión de equilibrio…
—Me recuerda a alguien —dijo Grisón.
—Claro, te pareces a ella como dos gotas de agua entre sí… Y como cada mañana te ves en el espejo, ahora, sencillamente, te reconoces en la foto.
No, no —dijo Grisón—, se parece a otra persona, a otra persona…
Después se la devolvió a Basile
—No hombre, es para ti, te la doy
—¿De verdad? Gracias, gracias
—Además te he traído otra cosa.
El pastor abrió de nuevo su bolsa y sacó un pequeño objeto metálico. Se lo dio al niño.
—Es un silbato. Anda, sopla.
Grisón sopló, pero no salió nota alguna. Basile reía.
—No te extrañes, se trata de un silbato de ultrasonido. Nosotros no podemos oírlo, pero los perros sí. Prueba esta noche con Merlín, ya verás…
—¿Para qué puede servir?
—Ya lo verás cuando estés en el otro lado.
Grisón se guardó cuidadosamente el silbato en el bolsillo.
—Todavía tengo otra cosa —dijo Basile, riéndose ante el asombro de Grisón.
Abrió de nuevo su «bolsa de los tesoros» para sacar una tela de un blanco luminoso.
—¿Eso qué es? —dijo Grisón.
Basile desdobló la tela. Era un traje idéntico al mono azul celeste de aquellas personas que Grisón había visto al otro lado de la alambrada. Solamente que éste era blanco.
—Aquí tienes tu traje de metropolitano —dijo Basile.
—¿Mi traje de qué?
—De me-tro-po-li-ta-no. METROPOLI, así se llama el sitio adónde vas a ir, hijo. Bueno, así la llaman ellos. Para nosotros, es la zona y siempre será la zona, ¿comprendes?
—Y ellos, ¿cómo nos llaman?
—Bueno, digamos… que nos llaman… El País Elevado.
—¿Por qué dices eso de «digamos»?
Porque también le dan otro nombre. Pero no te lo diré. ¡No vas a saberlo todo en un solo día! Ya hablarás de ello con tu madre. Ella te explicará todo esto mejor que yo. Ahora tienes que probarte el mono blanco. Tengo que saber si te está bien. Será lo único que lleves para andar por allí. Tiene que estarte a la medida. Venga, pruébatelo.
Grisón desplegó el traje. En la parte delantera había una abertura con cremallera por donde podía meter las piernas. Grisón se quitó la camisa y el pantalón y se metió en el traje. Sólo quedaban fuera las manos y la cabeza. Cerró la cremallera, se puso el pasamontañas y estuvo listo para la prueba. Basile le hizo andar, correr, saltar. Parecía estarle a las mil maravillas. Era muy cómodo y la planta del pie estaba reforzada con una suela invisible. Dentro del traje no hacía ni demasiado frío ni demasiado calor.
—Bueno —dijo Basile—, ¡ya estamos listos para la conquista de Metrópoli! Anda, ya está bien, puedes quitártelo. Además, no deben verte vestido de esta manera. Eso nos ocasionaría serios problemas.
Grisón se quitó el mono con pena y se volvió a vestir.
—Estoy contento —dijo Basile—, el traje te está bien. Ahora, hijo mío, yo me voy a ir por el camino Mathieu. Tú te irás a Courquetaines siguiendo el Criarde, por donde has venido. Ve a la plaza del Lavadero a las cinco. Raclot te estará esperando allí. Tiene que decirte algo sobre nuestro proyecto. En el fondo. Raclot está encantado de que seas tú el que intente la aventura.
—¿Sí? ¿Y por qué?
—Porque, ya ves, últimamente le parecía que andabas rondando demasiado a Prune.
—¿Yo? ¿Prune? ¡Pero, si nunca he pensado ella…! Todavía si fuese…
—¿Delphine?
—¿Cómo lo sabes? —dijo Grisón poniéndose colorado como un tomate.
—Yo estoy al corriente de muchas cosas.
—Bueno, pues sí, es Delphine —dijo Grisón.
SE HALLABAN en plena siega. Grisón había estado cargando haces toda la mañana en el campo de los Tissandier. Sobre las once se puso a la sombra de una hacina para beber un trago de limonada Delphine Tissandier, aparentemente buscando también la sombra, se reunió con él. Grisón se había tumbado y se divertía contando los eructos que le provocaba la limonada. Delphine, sentada a su lado, le miraba en silencio. Después de agotar todos los recursos de la limonada, el chico dejó de moverse. Empezó a dominarle el sopor…
—¿Raclot es el jefe de vuestra banda? —dijo Delphine, sin hacer realmente una pregunta—. Y tú eres el subjefe, por lo que parece.
No hubo respuesta.
—El jefe, todo el mundo lo sabe, tiene una novia, que es Prune.
—Ya lo sé —refunfuñó Grisón, molesto por un rayo de sol que acababa de aparecer por un lado de la hacina.
—Es extraño —continuó Delphine—: cuando te miro de cerca, encuentro que te pareces a Prune.
—¿Sí? —dijo Grisón.
—Tienes los mismos ojos grises… Es cierto, los mismos ojos grises.
—¡Bueno, y qué!
—Tiene suerte Raclot. Es todo un jefe.
Delphine suspiró y se tumbó completamente. Grisón esperó un momento: primero abrió un ojo, después el otro. Delphine dormía o fingía dormir. Su pelo, rubio, de estopa, se confundía con el color del trigo. Su delantal, azul, se elevaba suavemente con cada inspiración. Se puso junto a ella. Apenas se había acercado a aquel rostro tan tranquilo cuando un par de brazos vigorosos se le echaron al cuello…
—¡Eres un estupendo subjefe! —dijo Delphine…
—¡BASILE! ¡Basile! Ya me… ¡Es a Prune a quién se parece! —exclamó Grisón con la foto de su madre en la mano.
Pero Basile se había levantado discretamente e iba ya por el valle, con su paso tranquilo de pastor.