11 La leyenda del Criarde

ERA UNO de esos hermosos días de septiembre, poco antes del comienzo de las clases. Los trigos estaban segados hacía ya mucho, y se oía ahora el largo quejido de las trilladoras dentro de las granjas. El lúpulo estaba a punto, los Bachelot ya habían incluso comenzado a recogerlo. Por la mañana temprano, por los caminos se cruzaba uno con viejecitas que llevaban unos sacos de tela remendada y una sillita plegable. Y en un cesto, la comida del mediodía. Subían a los campos de lúpulo lo más deprisa posible, para poder hacer sus cuarenta kilos de cada día. Algunas solo vivían de eso. Los niños, si tenían paciencia, iban también para poderse sacar algún dinerillo de bolsillo.

El paseante solitario podía escuchar de pronto, en mitad del campo, una conversación animada a la vuelta de un recodo del camino. Ahí, detrás de esa fila de avellanos, se erguían unas varas adornadas con lianas de un verde suave, tan altas como las ramas de las judías gigantes. De cuando en cuando, una vara caía bajo las manos de alguien; sujetaban uno de sus extremos sobre un trípode de madera, y en seguida un grupo de mujeres se ponía a su alrededor para arrancar aquellas frágiles flores amarillas que producirían la cerveza. Y las echaban en un talego que llevaban atado a la cintura. Como ese delicado trabajo no impedía charlar, aprovechaban para comentar las últimas noticias del pueblo y de la comarca.

Hacia las diez, cuando el sol empezaba a pegar fuerte, la mujer del dueño del campo de lúpulo llegaba con bebida fresca. Normalmente sidra o limonada, raras veces vino; por el calor. Descansaban un cuarto de hora a la sombra del seto o bajo un enorme cerezo, y luego reanudaban el trabajo, poniéndose antes unos sombreros de paja de ala ancha, adornados la mayoría de ellos con una cinta negra. A veces saludaban el paso de una carreta o de un rodillo de trilla tirado por un sudoroso caballo conducido por un empleado de alguna granja. Eso daba ocasión para cambiar de tema. Se reían mucho con los chistes que contaban los hombres mientras podaban, cuando no sudaban arrastrando las lianas arrancadas y las ásperas hojas anchas, que amontonaban en un extremo del campo.

A mediodía sacaban los bocadillos y la fruta. A veces aparecía la dueña con un gran pastel y café. A menudo cantaban. Luego, después de echar una breve siestecita, seguía la recolección del lúpulo, casi siempre ya en silencio, debido al cansancio y al ritmo que había que mantener o recobrar. Los niños, en general, dejaban de trabajar después de la comida. Una mañana de trabajo ya era mucho para ellos. Se marchaban tranquilamente después de guardar las herramientas en la cabaña situada en medio del campo, y de dejar cuidadosamente, a la sombra del seto, el fruto de su recolección. A nadie le parecía mal que se fueran antes, era una costumbre de siempre.

Cogían la sombreada carretera que bajaba a Courquetaines, se paraban un momento en la plaza del Lavadero para aliviar el excesivo calor en las cristalinas aguas del Criarde, y luego se marchaban a jugar al prado de cualquiera de ellos.

AQUEL DÍA, después de la habitual mañana recogiendo lúpulo, decidieron jugar en la pradera de detrás de la Chevanelle. No lejos de allí, al otro lado de un arroyuelo, estaban desperdigadas las ovejas del enorme rebaño de Basile.

Resultó que al único al que no habían cogido en el juego había sido a Raclot.

—¡Raclot! ¡El rey es Raclot! —gritó Prune.

—Eh, un momento, que él ya ha sido dos veces —dijo Grisón—. Algunos todavía no han sido ni una vez.

—¿Y qué? Es normal —dijo Brioche—. Si ha ganado, ha ganado. Y no hay más. Tú eso lo dices por ti. ¡Pues despabílate! De nada sirve ganar si cada uno sabe que va a ser rey a turno. Para eso es mejor no jugar.

—Sí señor. Raclot es el rey —dijeron los otros.

—Bueno, vale, lo seré… No merece la pena discutir por eso —dijo Raclot—. Colocaos en la línea del fondo.

Todos retrocedieron veinte metros, mientras Raclot se sentaba sobre el tocón de un roble que servía de trono. Los otros discutían la táctica a emplear. Cuando estuvieron listos, se acercaron al trono donde Raclot estaba recostado como un pachá, con una vara seca de avellano en su mano derecha, mientras con la izquierda se colocaba cuidadosamente en la cabeza una corona hecha con lianas.

—¡Eh! No hagáis trampas. Un poco más cerca por favor —gritó—. Y, además, en línea.

Obedecieron, alineándose como en el colegio.

—¡Buenos días, hijos míos! —dijo Raclot casi sin mirarlos.

—¡Buenos días, padre! —contestaron a coro.

—¿De dónde venís? —Tumbado, hacía como si estuviese comiendo, a la manera de los romanos.

—De Saint-Alban —dijo el coro.

—¿A qué os dedicabais allí?

Como respuesta, cada uno de los jugadores mimificaba el oficio que en secreto habían elegido. Raclot se levantó, apoyó uno de sus pies contra el tronco, preparado para perseguirlos, cosa que haría en cuanto adivinara el oficio. Los otros, temiendo una arrancada repentina de Raclot, retrocedían disimuladamente.

—¡Eh, no! Quedaos donde estabais… Sois unos tramposos. Todavía no he dicho el oficio… Quedaos ahí.

Continuaron con su mímica, pero ojo avizor para no verse cogidos desprevenidos, y, de pronto, gritó Raclot:

—¡Carpintero!

Echaron todos a correr, pero en seguida se pararon. No era ése el oficio. Un esfuerzo inútil. Cada cual volvió a su sitio en el juego. Raclot se preparó de nuevo.

—Otra vez los gestos —dijo.

Los otros refunfuñaron a pesar de que el rey estaba en su perfecto derecho.

—¡Relojero! —dijo distraídamente Raclot.

¡Era eso! Grisón salió corriendo, Prune se cayó, Jocrisse y Brioche fueron cogidos antes de darse cuenta, Delphine se escondió en un matorral y se hizo un siete en el vestido, el Marsopa fue atrapado justo al final, al límite de la raya.

—¡Cogido!

—No, señor.

—Sí, señor.

—No, señor.

—Pues no juegas más.

—¡Pues no me importa!

—Sí, señor, sí juega —dijeron otros.

—No, que es un tramposo. Le había cogido.

—Es verdad, sí te había cogido.

—No, señor, ya estaba fuera de la línea.

—No es cierto, yo lo he visto. Raclot te había cogido.

—¡Mentiroso!

—¡Tramposo!

Como la discusión se iba agriando, Grisón propuso ir a merendar, lo cual desvió inmediatamente la atención de aquel asunto al rojo vivo, distendiendo así el ambiente general.

Sacaron de las bolsas el chocolate, medio derretido, y el pan, demasiado seco.

—¡Y pensar que dentro de dos semanas otra vez a la escuela! —dijo Grisón—. Siempre es al final de las vacaciones cuando uno se divierte más.

Lo que decía era una verdad como un templo y todos estaban de acuerdo en ello.

—¿Adónde irás tú? —pregunto Raclot.

—Al colegio de Saint-Agrève —respondió Grisón.

—Yo —añadió Raclot— todavía estaré aquí un año. Ya no estaremos juntos.

—No. Es una lástima. Tú seguirás con los amigos. Pero yo, yo…

—¡Eh! —dijo el Marsopa—, ¡que yo también voy a Saint-Agrève! No te preocupes, no estarás solo.

—Es verdad —dijo Raclot—, no estarás solo. Además, los sábados y los domingos nos veremos.

—Ya no podremos subir a la zona —dijo Grisón.

—Pues para eso de la zona —dijo Raclot un poco molesto— no has tenido necesidad de ninguno de nosotros.

—Fue por casualidad —comentó Grisón, que ya se arrepentía de haberles contado todo—. Era domingo, yo iba dando un paseo, tú no estabas, el Marsopa tampoco, y me metí por el bosque, sin intención…

—Pero no estabas allí por casualidad. Allí no sube uno por casualidad.

—Si hubiera sabido lo que iba a pasar, me hubiera quedado en la Chevanelle jugando a las tabas.

—De todas formas estás satisfecho, ¿verdad?

—Es idiota enfadarse con él ahora —dijo el Marsopa—. Él lo ha conseguido pero, después de todo, también es mérito nuestro.

—Es verdad —añadió Prune.

—Hablaremos de esto en otra ocasión —dijo Raclot—. Además, que aquí hay moros en la costa…

—¿Lo dices por nosotros? —preguntó Delphine mirando a Brioche, pues también iba por él.

—Si —dijo Raclot.

—¿Por qué la has tomado con nosotros? —preguntó Brioche.

—Porque sois muy simpáticos… pero no sabéis guardar un secreto. En la escuela, por ejemplo cuando jugamos, os chiváis de todo.

—Aquí no estamos en la escuela.

—Pero es igual.

—¿Y si lo juramos?

—¡Si no sabéis ni lo que es jurar!

—¿Cómo? ¿Crees que nunca hemos jurado una cosa?

—De todas formas, no tiene importancia —dijo el grandullón—. Hemos conseguido llegar a la zona, pero no vamos a estar yendo a cada paso.

—¡Eh, un momento! Allí sólo ha entrado uno, pero los demás no hemos visto esa alambrada ni sabemos cómo es.

—Bueno, pero yo ya os lo he contado todo —murmuró Grisón.

—Sí, pero eso no nos quita las ganas de verla también nosotros. Además, podríamos descubrir otras cosas. Tú no has podido verlo todo de una vez.

—Eso es verdad.

—Entonces, lo intentaremos otras veces.

—Bueno pero, como nos cojan nos va a salir más caro que la primera vez…

—Si no nos arriesgamos no conseguiremos nada.

—Por eso es —dijo Raclot— por lo que no quiero cargar con los pequeños… ni con las niñas.

—¿Ni con las niñas? —chilló Delphine—. ¡Entonces. Prune, qué!

—Prune no es lo mismo.

—¡No, no es lo mismo! —dijo furiosa Delphine—. No es lo mismo porque Prune es la novia del señorito.

—¡Oh! —exclamó Prune.

—Si, eso es, la novia del señorito. Y no digas que no, que te vimos el catorce de julio.

—¿Lo veis? —dijo Raclot—. Las chicas no hacen más que enredarlo todo.

Todavía seguían discutiendo cuando al Marsopa se le ocurrió volver la cabeza.

—¡Eh. mirad, tenemos visita!

Un hombre había cruzado el arroyuelo y venía hacia ellos.

—¡Anda!, si es Basile —dijo Grisón—. Tiene sus ovejas ahí al lado.

Basile se acercó. Siempre iba vestido de la misma manera. La capa, las botas, el sombrero…

—Buenas tardes —dijo con una sonrisa franca.

—Buenos días, señor —dijeron muchos niños a la par.

—No. hombre, no —respondió él sonriendo—. Llamadme simplemente Basile.

—¿Te quieres sentar con nosotros? —le invito Grisón.

Basile se sentó al lado de Grisón, que no cabía en sí de alegría. Podía contemplar de cerca la enorme capa.

—Conque peleándonos en serio, ¿eh? —Pregunto Basile.

—Sí —dijo Raclot con una sonrisa forzada.

—He venido a haceros una propuesta.

—¿Una propuesta?

—Si no tenéis nada que hacer esta noche…

—Pues… no —respondió Raclot—. Bueno, no sé. ¿Vais a hacer algo esta noche? —preguntó, dirigiéndose a los chicos.

—No, no.

—Parece que no.

—Entonces, en ese caso —continuó Basile— podéis ir al campo vecino. Haremos una velada. Sammy y yo sabemos cuentos. Además, vosotros sabéis cantar, y también sabréis algunas poesías: en fin, todo eso…

—Será estupendo —dijo el Marsopa.

—¿Podemos ir todos? —se aventuró a preguntar Delphine.

—Sí, desde luego. Todo el mundo. Habrá incluso otros pastores.

—¿Podremos hacer un número de acrobacia? —preguntó el Marsopa—. Sé hacer uno con Mailly. Si es que quiere venir…

—Buena idea —afirmó Basile—. Entonces, contamos con vosotros. ¡Hasta la noche!

Se marchó, agitándose su capa al viento.

LA HOGUERA crepitaba, acompañando con sus chasquidos la débil canción de los niños. Había un montón de gente. El Marsopa había hecho el número de acrobacia con Mailly, y Delphine, que aprendía baile, había ofrecido una exhibición de sus habilidades. Raclot había accedido a que entrara en la banda, y hasta se había ablandado para que entrara el pequeño Brioche. En una noche tan agradable como aquélla, uno estaba dispuesto a toda clase de concesiones.

Sammy se levantó y, mientras atizaba el fuego, empezó así:

—Os voy a contar la historia del Puente de las Viejas. ¿Conocéis las ruinas de la Margelle? Por si no las conocéis os diré que son unas ruinas que están a orillas del Criarde, río arriba, mucho más allá de Fontenotte que es donde vive el guarda rural. Allí el Criarde se divide en dos y forma una especie de islita en medio. En esa isla están las ruinas de la Margelle.

»La Margelle no era un castillo, pues la isla es demasiado pequeña. No, era una pequeña casa habitada en tiempos muy remotos —esto que os estoy contando ocurrió hace seiscientos o setecientos años— por un noble, un joven príncipe que vivía solitario. Sus hermanos le habían arrebatado su fortuna y él se había refugiado en aquella isla y había construido la Margelle con piedras que tuvo que llevar desde la cantera de Chenot. Ya veis que la cantera de Chenot no es de hoy, precisamente. Total, que él solo se construyó su casa, cosa que no deja de tener su importancia.

»Vivía modestamente. Para vestirse tenía la lana de las ovejas, pues ya había ovejas en esta región por aquellos tiempos. Para alimentarse, además de fresas silvestres y champiñones, tenía los peces del Criarde. Peces, peces, siempre peces. Hay que decir que era muy buen pescador.

»Así hubiera podido vivir cien años o incluso más —por aquel entonces, la gente vivía mucho tiempo, a no ser que muriese en la guerra— si no hubiera hecho un sorprendente descubrimiento una tarde de verano.

»La estación había sido terriblemente seca. Algo así, si queréis, como este año. El Criarde estaba casi seco, cosa que yo no he visto en toda mi vida. Aquel muchacho, que se llamaba Jehan, estaba desesperado. ¡Imaginaos! Los peces morían en los últimos charcos de agua y todo olía a podrido. Además no tenía nada que comer; o casi nada. Su único compañero había muerto hacía un mes. Era su fiel caballo, el único bien del que no se había separado jamás. Estaba, pues, solo y más que solo. Sentado en una piedra, con los pies en el agua estancada, escondía su cabeza entre las manos y lloraba. Era casi lo único que podía hacer, suponiendo que eso le sirviera de algo.

»Estuvo llorando hasta el atardecer y, cuando cesó de llorar, veía rojo todo el paisaje, de tanto frotarse los ojos. Entonces notó que, además del horrible olor a pescado podrido, un extraño brillo salía del lecho del río. Ciertas piedras habían tomado un tono amarillo a la puesta del sol.

—¿Había oro en el río? —interrumpió Grisón.

—Sí, señor, eso es. No se te escapa nada. Mientras el agua estuvo corriendo normalmente por el lecho del río, Jehan no había podido ni sospechar que estuviese viviendo cerca de un verdadero tesoro.

»Había que apresurarse. Recogió el oro, hizo un crisol y lo fundió. El primer trabajo que realizó fue… ¿adivináis qué?

—¿…?

—Una corona. Una magnífica corona que le fue a llevar al rey del país. Éste se puso encantado, pues sólo tenía una vieja corona de plata. Cogió pues la de oro y la puso sobre su cabeza en lugar de la otra, que pasó a un museo. Y. a invitación de Jehan, decidió visitar con su séquito aquel maravilloso río tan rico.

»Cuando llegaron, el pobre cauce del río daba pena verlo. Simplemente era un camino pedregoso, con algunos charcos de cuando en cuando, donde se retorcían de dolor las últimas carpas, las últimas truchas. Jehan le dijo al rey que le extrañaba que el río estuviese tan seco. Aquello no era normal. Aunque le había servido para descubrir una fortuna, se preguntaba el porqué de aquel misterio.

»Afortunadamente, tenía a su lado a un rey curioso que, además, le quería mucho, por la corona que le acababa de regalar. El soberano ordenó a sus hombres que remontaran el curso del Criarde para saber si había una explicación al fenómeno. ¡Nunca adivinaríais lo que descubrieron!

—Río arriba, a menos de una legua de allí, habían construido una pequeña presa que retenía las aguas y formaba una especie de charca donde se estaban bañando dos mujeres. Las mujeres, al ver el séquito del rey, salieron gritando. Los hombres volvieron para dar la noticia al rey. Éste, intrigado decidió subir en persona. Instaló su campamento en un prado cercano, paso allí la noche y subió al día siguiente. Cuando vio la charca se quedó admirado al ver aquellas aguas tranquilas cuya superficie no se movía. Dio unos pasos hacia el pequeño dique que retenía las aguas y se inclinó para mirarse en el lago. El agua estaba tan limpia que veía su cara a la perfección. Pero hizo un mal movimiento y se cayó su corona de oro a la que todavía no estaba muy acostumbrado; y se hundió en el agua, en el sitio más hondo…

Todos escuchaban muy atentos. Sammy, al mismo tiempo que contaba, hacía gestos. Sólo con mover sus manos veías la corona, el rey, el estanque… De cuando en cuando alguien se levantaba para empujar los leños más hacia el centro de la hoguera, o para echar ramas a fin de tener un poco más de luz. Grisón observaba a Basile cuyos ojos, inmóviles, miraban al infinito. Sammy prosiguió:

»El rey estaba muy triste por haber perdido tan tontamente su corona. Algunos hombres se tiraron al agua para buscarla, pero, después de horas y horas de grandes esfuerzos, no consiguieron absolutamente nada. Entonces el rey montó en cólera, maldijo al lago y ordenó que destrozaran el dique inmediatamente. Fueron a buscar gente al pueblo vecino y encontraron a unos cuantos que estaban sin trabajo. Por la tarde empezaron a quitar las piedras.

—¿Sabéis quiénes eran las mujeres que se bañaban en el estanque? No, no lo adivinaréis jamás… Eran, sencillamente, las esposas de los dos hermanos de Jehan, los que le habían desposeído de su fortuna y de sus tierras. Estaban celosas de la felicidad del joven, que siempre estaba cantando, de la mañana a la noche, en su isla, pescando peces. Y habían maquinado la construcción de la presa con el único fin de que se muriese de hambre. ¡Lo que hicieron fue darle la suerte! Pero dejadme que os cuente el final de esta leyenda.

»Las dos mujeres —que ya tenían bastante edad y eran riquísimas y avaras— también habían descubierto oro en el Criarde. Por eso, aprovechando que el rey y Jehan habían subido a la presa, se metieron en el lecho del río y empezaron a coger la mayor cantidad posible de oro. Pero se vieron sorprendidos por un sordo rugido que aumentaba por momentos: la presa había cedido, el agua recobraba su antiguo curso y llegaba en tromba. Quisieron ponerse a salvo, pero sin soltar, por supuesto, sus bolsas de oro que pesaban muchísimo. No tuvieron tiempo de huir y el agua las alcanzó. Y así fue como murieron.

»Los dos hermanos llegaron demasiado tarde; sólo para recibir la noticia. Parecían estar muy tristes, pero en su interior… ¡menudo peso se habían quitado de encima! Porque aquellas dos mujeres, con las que se habían casado más bien por el dinero, eran difíciles para convivir. Habían sido ellas quienes les habían empujado a romper con Jehan, su hermano menor.

»Y he aquí el final: los dos hermanos mayores pidieron perdón al más joven y, para reparar el mal que le habían hecho, prometieron cumplir su mayor deseo.

»Sólo quiero una cosa muy sencilla —respondió Jehan—. Quedaos con vuestras tierras, incluso con las que me quitasteis. Yo no las necesito. Tengo el río, su oro, y eso es más que suficiente. Lo que sí quisiera es que viviéramos unidos. Construid aquí un puente para poder pasar a mi isla cuando queráis y para que yo pueda ir a veros cuando quiera. Así ya no estaremos separados nunca más.

»Construyeron un puente allí donde las mujeres habían sido arrastradas por la corriente. Por eso se le llamó el Puente de las Viejas. Fue derribado siglos más tarde y ahora ya no queda ni una piedra. Pero las ruinas de la Margelle, de la casita, existen todavía en nuestros días…».

A GRISÓN le costó mucho dormirse aquella noche. La casita de la isla ocupaba todos sus pensamientos. Por supuesto, el oro del Criarde era sólo una leyenda. Pero, puesto que las ruinas eran visibles todavía, ¿por qué no ir a echar un vistazo? Cuanto antes, mejor. Así es que decidió ir al día siguiente. Mejor aún, al día siguiente por la mañana.