EN COURQUETAINES, el domingo era mucho más aburrido que los demás días. Primero, la pesadez de recibir a los invitados. Luego, el tener que fregar una enorme cantidad de platos y cubiertos. Además, los trajes de fiesta, que no se podían manchar, y por culpa de los cuales no se podía jugar a nada divertido. El almuerzo no se acababa nunca y, si se echaba una partida de cartas en el café de la Clique, era simplemente para olvidar que era domingo. Ni los niños ni los adultos ganaban nada con que fuese domingo.
El cabo Beauras tenía una solución, aunque sólo era válida para él: se las arreglaba para estar de servicio ese día. Llevaba su barajita de cartas y su café, y pasaba alegremente el día, bien bromeando con los dos gendarmes, bien silbando solo, sentado sobre una piedra, mirando cómo las abejas se repartían un campo de amapolas.
A veces hasta se levantaba, bostezaba haciendo grandes aspavientos y se daba una vueltecita por los alrededores, con una varita de avellano en la mano. Tal vez pensaba descubrir tras un matorral algún merodeador o algún chiquillo curioso dispuesto a engañarle y a penetrar en la zona en cuanto él hubiera vuelto la espalda.
En todo el tiempo que llevaba de cabo nadie había conseguido pasar; o, si eso había ocurrido, nadie lo había sabido, cosa que, profesionalmente, venía a ser lo mismo.
Beauras se preguntaba constantemente que secreto escondería y defendería él con tanto celo. La palabra celo no estaba de más, pues ésa había sido la palabra que el Gobernador había empleado al imponerle recientemente la Medalla de Oro de la Vigilancia. Veinte años en la zona, seis de los cuales como cabo. ¡Pronto, muy pronto, llegaría a cabo jefe! Era cuestión de meses, semanas quizá. ¡Alto, alto ahí! Un sorbito de café para pasar la emoción.
Pero detrás de todo flotaba el fantasma de una humillación: le pagaban su sueldo sin decirle jamás una palabra: ¿No le estarían pagando para que no supiese nada? ¿No le imponían, de cuando en cuando, tal galón o tal medalla con la sola idea de que siguiese siendo una mente sin iniciativas, sin curiosidad? Nunca experimentó tan fuertemente la sensación de que le pagaban su ingenuidad (por no decir su necedad) como aquel domingo, antevíspera del quince de agosto, cuando el trigo aún ni había sido llevado todo a casa, cargado en las pesadas carretas tiradas por bueyes, o por caballos en el caso de los más ricos.
Durante la mañana de aquel día, a falta de algún «fuera de la ley», la pasó espantándose una abeja que no había parado de zumbar alrededor de sus orejas durante toda una hora. Después de haberla matado pensó, con cierta emoción, que quizá ese animalillo, en apariencia inocente, sabría más que él respecto a lo que pasaba a menos de quinientos metros de allí. ¡Pensar que un zángano pudiera saber lo que un cabo ignoraba, eso le humilló terriblemente…!
La vergüenza le subió a la cara y le hizo enrojecer hasta el punto de que el gendarme Méchalot creyó que se trataba de una insolación y, por un instante, temió por la salud de su superior jerárquico. Si Méchalot hubiese sabido la verdad, se habría preocupado aún más.
BEAURAS no solía pensar muy a menudo (fuera de tal orden que dar, tal decisión urgente que tomar). Pero, en fin, eso no contaba, porque eso había ocurrido dos o tres veces desde que era cabo. Y, por cierto, le gustaba recordarlo de vez en cuando, como se piensa en un excelente recuerdo.
Fue entonces cuando, aquel domingo, antevíspera del quince de agosto, a la hora más calurosa, se puso a pensar. Y comprendió enseguida que iba a hacer el balance de toda una vida. No necesitaba más para presentir un gran cambio, cosa que inquietaba un poco en cierto sentido, pero que, por otra parte, le proporcionaba una curiosa sensación de rejuvenecimiento.
Como confundía un poco «reflexión» y «memoria», se metió de lleno en su infancia, viéndose en una fría mañana de diciembre, sobre una colina totalmente nevada, frente a unos matorrales agitados por un airecillo helado que le calaba hasta los huesos. En la medida en que le fue posible recordar, le parecía tener, en aquella vuelta al pasado, unos quince años.
Pensó que eso no era lo suficientemente lejano, y que a esa edad ya está uno hecho, y que pocas cosas pueden cambiar ya, y como, de todas formas, aquella decoración le daba frío, echó marcha atrás en el tiempo.
Se remontó hasta sus primeros recuerdos. Pertenecían, probablemente, a cuando tenía cinco años de edad. La primera cosa que recordó fue un automóvil. Luego, una carretera abarrotada de automóviles. Comprendió que aquello había sucedido antes; es decir, en una época en que aquella dichosa zona prohibida no existía aún. Luego, los automóviles fueron prohibidos, excepto para el Gobernador y los Jefes mayores de la gendarmería y del ejército. Sólo se circulaba en bici o en vehículos de tracción animal, y, sobre todo, a pie.
En sus recuerdos, Beauras volvió a ver Courquetaines —donde había nacido— abarrotado de coches. Avanzó un año más. Aún seguía en Courquetaines, con sus coches; pero con coches muertos, amontonados. Luego, hacia los siete años de edad, aproximadamente, ahí estaba él de nuevo, en lo alto del camino Mathieu, entre su padre y su madre, que le decían: «¿Ves? Pues bien, de aquí no puedes pasar». Esa condenada zona entraba, pues, allí, en su historia. ¡Ah!, si hubiera tenido unos cuantos años más cuando «aquello» ocurrió, lo sabría, ¡claro que lo sabría! ¡Otra cosa hubiera sido!
Ahora, su pensamiento echa de nuevo marcha atrás en el túnel del tiempo, se ve en la escuela, en el campo y, después…, ¿qué pasa después?
¡EH, BEAURAS, ten cuidado! ¡Una de tus vacas se ha metido en la alfalfa!
—Gracias… Estúpido animal. ¡Hala, Fugaz, hala, muérdele en las corvas! Bueno, ha habido suerte. Menos mal que te diste cuenta.
—En fin… qué quieres —respondió el pequeño Antoine—. Oye, ¿subimos esta noche a la zona?
—Si quieres…
El cabo Beauras-casi-jefe no puede creer lo que ha visto con los ojos del recuerdo. ¡Así que también él subía, cuando era pequeño, con ese demonio de Antoine, el marido de Flammèche, al bosque de Epnoi…!
—¡Eh, Beauras —gritaba Antoine—, arrástrate sin enseñar tu trasero, que los gendarmes te lo van a agujerear!
—Antoine —contestaba el pequeño Beauras, de pantalón corto—. Si subes, tráete a Flammèche.
—¡Ni hablar! Las chicas son un engorro para entrar en la zona.
¡Ay! Bendito Antoine, si le hubiesen dicho en ese momento que a Flammèche no era precisamente a la zona a donde la iba a llevar un día andando el tiempo…
—¡Eh, Beauras, cuidado, escóndete mejor…! Tienes al cabo justo enfrente. ¡Sobre todo, no te muevas!
CABO ¡Cabo!
—¡Silencio! ¡Cuerpo a tierra! —gritó Beauras.
El gendarme Méchalot miraba a su superior jerárquico con un beatífico estupor. Beauras volvió a la realidad.
—¿Es usted, Méchalot?
—Esto… ¡sí, cabo…! ¿Ocurre algo? ¿Ha visto a alguien?
—¿Alguien? —dice el cabo—. ¿Alguien? Sí, alguien, pero lejos, muy lejos.
—Tiene buena vista, cabo.
—Sí —contestó Beauras—. Muy buena vista. Méchalot le ofreció un vasito de tinto.
—¿Qué hora es ya? —preguntó Beauras.
Las tres, cabo, las tres y cinco como mucho. ¿Le falla el reloj?
—Se me ha parado.
—¡Ah ya! Y ¿qué hora marca?
—Una hora muy lejana, que pasó hace mucho tiempo. Una hora muy vieja, muy vieja —dijo tristemente Beauras.
—¡Ya!
—¿Está ahí Chazal?
—Vino hace un momento a echar un trago, cabo, y se ha vuelto a continuar la guardia a la entrada del bosque.
—Bien —dijo Beauras—. ¿Y usted?
—Yo ahora vuelvo de allí.
—Está bien. Me quedo aquí solo. Mejor dicho, voy a subir hacia el puesto para ponerme a la sombra de los primeros árboles.
Méchalot se fue. Beauras se levantó, se sacudió el uniforme, se enjugó la frente y dio algunos pasos. Estaba asfixiado de calor y no se atrevía a entrar de golpe en el frescor del bosque. Se quedó, pues, a veinte metros de éste, dejándose acariciar por un vientecillo cálido que olía a heno. Maquinalmente miró hacia la llanura. Un matorral le llamó la atención. Esperaba que, de pronto, un pájaro echara a volar. Pero no fue así. Sin embargo, el matorral se movió de nuevo. Eso era muy sospechoso… Entonces vio como una sombra que se deslizaba entre las altas hierbas. Era un trasero azul marino que, por cierto, se arrastraba muy torpemente.
A fuerza de vigilar fantasmas reptantes, Beauras conocía los fondillos de los pantalones de todos los chicos del pueblo. Le pareció reconocer el de Jocrisse. Luego, rectificó. Visto más de cerca, sin temor ya a equivocarse, eran los pantalones de Grisón.
—¡Otra vez el hijo de Flammèche! —refunfuñó el representante de la ley—. ¡Pero si es que hacen las cosas sin pies ni cabeza…! Y encima creerán que no se les ve… En mis tiempos, por lo menos, nos escondíamos mejor.
Lo que Beauras olvidaba era que, a pesar de esconderse mejor, no consiguió nada. De repente le vino a la memoria esa vergüenza. Enrojeció de nuevo. Esas cosas le daban cierto picante a su oficio. En lo sucesivo, defenderá la zona no porque le paguen para ello, sino porque él fracasó en su infancia y, por tanto, ninguna otra infancia puede conseguirlo. Santa emulación entre el pequeño Beauras de antaño y el Grisón de ahora. Aunque…, espera. ¿Y si en lugar de rivalidad hubiese entre ellos una colaboración? La idea cruza como un relámpago la cabeza del buen hombre. Sí, eso es, utilizar al Grisón de hoy para salvar al Beauras de ayer. ¡Imbécil! ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Pero no importa, no señor, no importa. Las ideas geniales hay que agarrarlas en cuanto vienen. ¡Vienen tan pocas veces! En ocasiones, sólo una vez en la vida. A veces, menos. Pero ahora está ahí, vivita y coleando, dispuesta a ser atrapada, igual que ese niño de pantalón azul marino, que sube lleno de despreocupación. «¡Sube, sube más, niño de azul, al sol de mediados de agosto! Sube. Quieres saber lo que hay dentro de esta zona, ¿verdad? Pues bien, pequeño, tú no eres el único. Sube, sube más aún. Pronto llegarás al bosque, sí, al bosque. Así que es eso, ¿eh? Conque queremos saber, ¿verdad? Pues bien, claro que lo vas a saber. Esto tal vez sea una revolución, pero lo vas a saber». La decisión de Beauras es firme. No se plantará delante del chico, como otras veces. Faltará a su deber; sí, a su deber. Beauras, cabo-casi jefe-medalla de oro y todo lo demás, entérense bien si les interesa saberlo, Beauras ha decidido dejar pasar a Grisón. Se quedará escondido detrás del tronco de un roble, simulará no darse cuenta de nada. En realidad, se quitará su pellejo de cabo, pellejo condecorado pero triste, para meterse en el del niño. Y el pequeño irá a explorar la zona, sin saber que en su corazón lleva un trocito de cabo y un gran trozo del Beauras-chiquillo, resucitado un domingo de verano.
«¡Ah, bueno, pero ojo! Te doy, para que me des. Te dejo ir, pequeño, te dejo hacer el descubrimiento de tu vida, que será también el descubrimiento de mi vida de cabo, pero a la vuelta, habrá que compartir. A la vuelta te pescan los dos gendarmes y te interrogan: ¡Queremos saberlo todo! También nosotros queremos saberlo todo, ¿comprendes? Tenemos derecho a saberlo todo. Para eso compartimos los riesgos. Un viejo cabo no puede exponer su carrera yendo a curiosear él mismo. Eso no es posible. Mientras que un chiquillo como tú no arriesga gran cosa. Unos azotes en el trasero y para de contar. La zona a cambio de una azotaina, ¿verdad que no importa? ¡Esto pita! O. K. Sabía que daría resultado. Eres recio como una piedra, chico. Tú y yo vamos a saber muchas cosas…».
Y mientras Beauras hace sus cábalas, Grisón ha subido —arrastrándose siempre y siempre escondiéndose igual de mal— y ha llegado a la linde del bosque. Normalmente, le habrían pescado hace ya tiempo. Lo sabe, y por eso le extraña. Aumenta sus precauciones, avanza de árbol en árbol.
«¡Nadie! Pero, bueno, ¿qué es lo que hacen estos gendarmes? ¿Y el cabo? ¡Siempre preparado para echárseme encima! Quizá esté enfermo. Sí, eso debe de ser. Le reemplazará otro que no conoce las costumbres. O a lo mejor, como estamos en domingo… Es verdad, puede que no trabajen en domingo». Aunque no, ya les han pescado otras veces en domingo.
Por primera vez en su vida, Grisón ha entrado del todo en el bosque de Epnoi. Nunca había llegado tan lejos. Diez metros, veinte, treinta… ¡Ni un gendarme! Es rarísimo. Cuando uno fracasa tantas veces, el éxito parece anormal, algo totalmente imposible.
Los rayos de sol forman preciosos adornos al colarse a través de las hojas y dibujan grandes nenúfares blancos en el suelo. «¡Hombre, un camino! ¡Cuidado, que puede estar vigilado…! Silencio. No, aquí hay pájaros, muchos pájaros. Y ahí, en esa espesura, ¿habrá algún animal salvaje? Puede que algún jabalí. También hay ardillas. ¡Qué gusto vivir aquí! Quizá por eso esté prohibido. Es verdad, la mayor parte de las cosas bonitas de la vida están prohibidas. ¡Y sigue sin aparecer un solo gendarme! Puede que me estén siguiendo sin hacer ruido». Grisón tiene la sensación de que, si vuelve la vista, verá, pisándole los talones, un destacamento de caballería. Pero no, se atreve a mirar y no hay nadie. Ya lleva recorrido unos cien metros. Sin darse cuenta ha rebasado la línea de vigilancia de los gendarmes. Continúa avanzando. ¡Cuidado! ¡Despacio! ¿Y si se tratase simplemente de una gran sima que se abriese de pronto ante tus pies, sin avisar? (Sin avisar, es mucho decir…).
Allí, allí hay algo. Un claro. A lo mejor es que se acaba el bosque. Está inundado de sol. Las moscas se bañan en esa deslumbrante claridad. Grisón se acerca. Dos ciervas desaparecen. ¡Qué hermosas son! Hay una charquita donde se refleja un rayo de sol que viene de detrás de los árboles. «Desde luego —piensa Grisón— aquí debe de haber una barbaridad de caza. Como está prohibida la entrada, jamás han visto a un cazador. A menos que esto sea propiedad particular de un príncipe». De cuando en cuando se oía un crujir de ramas secas al pasar algún animal.
De pronto, en un recodo del camino, un gran claro. Los árboles acaban aquí para continuar otra vez veinte metros más allá.
¡Oh, una alambrada! Una alambrada enorme. Imposible ir más lejos.
Es una alambrada muy alta con una malla muy fuerte. Está pintada de verde. Parece una frontera. Sin duda debe de serlo. Se puede caminar junto a ella porque hay un camino y porque los árboles se acaban un poco antes de llegar a la alambrada. ¡La alambrada es tan alta como el campanario de Courquetaines! ¡Y no es como las alambradas de los gallineros! Si metes los dedos por esta malla y la sacudes, prácticamente no se mueve.
Grisón está un poco decepcionado. Esperaba hacer un descubrimiento formidable, algo nunca visto. Pero una frontera, una frontera… eso resulta muy vulgar. ¿Por qué ocultarla detrás de tantos gendarmes? Fronteras ya se sabe que tiene que haber, puesto que en el mundo existen numerosos países. Rabioso, da unas patadas a la alambrada, que hace un gran ruido metálico; pero enseguida se para: podrían descubrirle.
Continúa bordeando la frontera. Puede que encuentre algo interesante. El bosque va disminuyendo por aquí. Por el otro lado hay prados. ¡Anda, pero… si hay gente! ¡Unos extranjeros merendando en el césped! Ahí, a treinta metros. Van vestidos de azul celeste. Son cuatro: dos mayores y dos pequeños. Sin duda se trata de una familia, los padres y dos hijos.
Sus trajes son bastante raros, algo así como unos chandals de color pálido, que empiezan en la cabeza con un pasamontañas y acaban en los pies, todo de una pieza. ¡Qué calor deben de pasar ahí dentro! A no ser que se trate de unas telas especiales. Han extendido en el suelo una manta gris y comen no se ve bien qué. Uno de los pequeños se levanta. ¿Es un chico o una chica? No se puede saber, debido al pasamontañas que esconde la mayor parte de la cabellera. El niño ha ido un poco hacia la derecha, no se le ve, luego vuelve con un gran balón rojo que parece ligero, ligero… Lo tira al aire y el balón cae lentamente. Su hermano —o hermana— se ha reunido con él y juegan juntos. Todo esto sucede muy cerca de la alambrada, pero al otro lado… A Grisón le gustaría hablarles. A lo mejor podían informarle. En todo caso, a ellos les dejan acercarse a la alambrada. Ahí están, con la mayor tranquilidad del mundo, y no parece que sepan nada de todo este follón de gendarmes…
El padre y la madre se han levantado. Uno sacude la manta gris; es la madre, se la distingue, tiene pecho. El padre saca de detrás de un matorral un balón amarillo, tan grande y ligero como rojo. Lo lanza a los niños, que se divierten como locos. Sus gritos se oyen perfectamente. Pero no se distingue si hablan un idioma extranjero… A ver si se les entiende…
Grisón, que hasta entonces había estado observando todo detrás de un árbol, se muestra abiertamente y se agarra a la alambrada gritando:
—¡Eh, eh! ¡Hola!
Los cuatro se callan de repente. Interrumpen el juego y miran fijamente a Grisón. De pronto, los dos niños dejan a sus padres y echan a correr hacia la alambrada:
—¡Hola! ¿Quieres nuestro balón?
Pero desde lejos, los padres gritan:
—¡Nancy! ¡Jimmy! ¡Quedaos quietos, no os mováis! No sigáis adelante. No os acerquéis más…
Rápidamente llegan hasta donde están los niños, los cogen de la mano y les hablan bajito al oído, mientras dirigen a Grisón unas miradas desconfiadas. Y se marchan. Uno de los niños, antes de desaparecer por el bosque, se vuelve y le hace a Grisón una mueca sacándole la lengua.
El chico se queda con el corazón encogido. Petrificado, sin comprender nada. Se oye un ruido, un automóvil blanco sale lentamente de la espesura, pasa cerca del sitio donde los forasteros han comido, tuerce por un camino más ancho y desaparece. ¡Un automóvil! Grisón sabe que es eso, porque alguna vez ha visto el de la gendarmería de Saint-Agrève. Una gran decepción le oprime la garganta. Da un puntapié a la maldita alambrada y, mirando su reloj, piensa que ya es hora de regresar. No será difícil, ya conoce el camino. Basta llegar a la charca y torcer a la izquierda, alejándose de la alambrada. En el bosque, el sendero es muy visible. Ahí está ya, en seguida, la linde del bosque de Epnoi y el camino Mathieu. Habrá que tener mucho cuidado con los gendarmes. Aunque éstos, sin duda, al no haberle visto subir, no le esperarán y estarán de espaldas a él, vigilando el valle.
Grisón se aproxima a los últimos árboles. Unos metros más y se encontrará en campo raso. Allí no tendrá más remedio que echar a correr a toda velocidad hasta llegar a los primeros arbustos de la pradera Chamblain. Una vez allí, ya nadie le podrá decir nada.
Coge impulso, y… ¡adelante!
—¡Eh, tú, no te muevas!
Beauras acaba de aparecer entre unos árboles, a cuatro metros de él. Como cuando un diablo sale de una caja de sorpresas. Grisón frena e intenta regatearlo por la izquierda.
—¡No, señorito, por aquí no! —grita el gendarme Méchalot, que sale de pronto y corta aquella salida. Grisón intenta entonces escapar por la derecha.
—¡Ajá! —dice Chazal—, no ha habido suerte. Por aquí tampoco hay paso.
El chico quiere retroceder y volverse al bosque. Pero se le enganchan los pies en unas matas y cae. Al segundo ya está en pie, pero con las manos esposadas, entre los dos gendarmes.
—¡Te arresto en nombre de la ley! —dice solemnemente Beauras.
EN EL puesto de guardia, una caseta hecha con troncos, Grisón está sentado en un gran banco de madera en el que podrían caber diez como él. Beauras, que permanece en pie con las manos detrás, empieza el interrogatorio. Pasea a derecha e izquierda mirando el suelo, algo así como el maestro en la escuela cuando está esperando a que conteste el alumno en la pizarra.
Entonces, hijo mío, simplemente has querido dar una vueltecita por el bosque, ¿verdad? Como es domingo, y con este buen tiempo, se comprende. Pero aquí… aquí eso resulta un poco aburrido, digo yo… (unos pasos). ¿No hay bosques cerca de la Chevanelle?, (otros pasos). ¿Y el bosque Madame, eh? No está nada mal el bosque Madame. Mucho más bonito que el bosque de Epnoi, un bosque medio quemado… (tres pasos a la derecha). Claro que el bosque Madame no está prohibido. Y, naturalmente, eso ya le quita gracia… (tres pasos a la izquierda). Yo me pregunto qué va a pensar la señora Flammèche… (los ojos de Grisón están llenos de lágrimas). Sí, señor, la señora Flammèche no se va a poner muy contenta. ¿Estás llorando? Eso no arregla nada… (seis pasos en dirección a la puerta). ¿Pero qué es lo que tenéis todos metido en el cuerpo? (¿Todos?, es un consuelo esta solidaridad). ¿No podéis dejar esto tranquilo? Éstas son cosas de personas mayores. ¡Cuadrilla de chiquillos, mocosos…!, (un vistazo fuera). ¿Por dónde iba yo…? Ah sí, mocosos. Ocupaos de vuestras vacas, de las chicas y de los deberes de la escuela… ¿Sabes lo que voy a hacer ahora contigo?, (seis pasos desde la puerta hasta Grisón). ¿No lo sabes? Pues bien, te voy a llevar al cuartelillo. Luego irás a la cárcel. Y luego te juzgarán. ¿No era eso lo que querías?
—No, señor.
—Ah ¿no? Pues entonces… ¿No sabías que estaba prohibido?
—Sí, señor.
—¿Y por qué haces lo que está prohibido?
—…
—Óyeme bien, tal vez haya un medio de arreglar esto (mirada de Grisón, con un brillo de esperanza). Sí, hay un medio. Pero para eso tienes que aceptar. Yo sé que lo has hecho sin malicia. Así que, si eres un buen chico como yo creo, te voy a dejar libre. Pero con una condición: que me digas la verdad. Si me cuentas todo lo que has hecho y todo lo que has visto, te dejaré libre y podrás irte a casa inmediatamente. Estás de acuerdo, ¿verdad?
—¡Oh sí, señor!
—Pero ¡cuidado! Quiero la verdad, la verdadera verdad. Es inútil que intentes hacerme una jugarreta contándome cualquier historia. La zona me la conozco yo como la palma de la mano. Solamente quiero saber si eres capaz de decir la verdad ¿Estamos de acuerdo?
—Sí, señor.
—Y luego, te dejo marchar. No es tarde, puedes estar en tu casa antes de que se haga de noche ¡Y que todo esto quede entre nosotros! Yo no diré nada a nadie, a condición de que tú también, por tu parte, guardes el secreto. ¿Empezamos, pues?
—Sí, señor.
Rebosando seguridad por el simple hecho de que su gorda mentira («la zona me la conozco yo como la palma de la mano») parecía haber inclinado la balanza a su favor, el cabo Beauras se quitó el quepis, se rascó la frente y empezó el interrogatorio. Dejó que el niño hiciera una somera descripción de sus descubrimientos por orden cronológico. Cuando llegaron a la alambrada, Beauras se atrevió a hacer algunos comentarios como para probar su perfecto conocimiento del lugar. A veces, con mirada torva, hacía como si creyera que Grisón le estaba engañando, ocultándole parte de la verdad. Leía con placer el pavor en los ojos del niño, lo cual le aseguraba que éste respetaba escrupulosamente lo convenido, y que las omisiones, suponiendo que las hubiera, eran involuntarias. ¡Grisón había visto tantas cosas de golpe!
La descripción de los cuatro extranjeros vestidos con mono azul celeste despertó en el cabo un evidente interés y, simulando un perfecto conocimiento de aquella gente, comenzó a hacer muchas preguntas, pues la existencia tan próxima de un pueblo tan diferente le daba vértigo y hacía peligrar el frágil equilibrio de sus costumbres. Ahora se sentía espiado, observado, y el precioso bosque que él guardaba de la curiosidad humana, ahora resultaba que estaba superpoblado. A lo mejor, allí donde él imaginaba que los animales salvajes vivían a sus anchas, o que, como mucho, habría una base militar secreta, había millones de seres que paseaban por el campo el domingo y trabajaban durante la semana, y vivían en medio de una avalancha de coches… De pronto le vino el horrible espectro de sus cinco años de edad. Aquella cola de automóviles en la carretera de Saint-Agrève, automóviles que a él le parecían gigantescos, pues por aquel entonces Beauras era muy pequeño…
—¡Para! —dijo enjugándose la cara y el cuello con un pañuelo a cuadros—. Me asfixio. Hace calor, ¿no crees?
—No, señor.
—Tienes mucha suerte, pequeño. Anda, ya estás libre. Veo que me has contado todo. Y como tú has cumplido tu palabra, yo también cumplo la mía. Vete.
Beauras abre la puerta de la cabaña, le quita las esposas al niño y lo lleva hasta el camino Mathieu. Desde allí observan la llanura.
—A pesar de todo, se está mejor aquí —murmura.
Grisón, que tenía ganas de alejarse de allí, cogió el camino en dirección a Courquetaines. Mientras caminaba, echó un vistazo a su traje azul marino para ver si no se había manchado demasiado al caerse al suelo cuando lo arrestaron. Sólo tenía un poco de tierra en la pierna derecha. Ningún siete. Llevaba pantalón corto y le sangraba un poco la rodilla. En medio de todo, una suerte. Un pantalón no hubiera resistido. ¡Qué bella era la pradera de la libertad! El sol se iba ocultando por Saint-Agrève, y las sombras se alargaban.
El primer ser civilizado que encontró fue Delphine. La rubita acababa de sacar las vacas al prado. Cuando la vio, su corazón no cabía en sí de gozo y le entraron unas ganas locas de echársele al cuello. ¿Era, acaso, que el hecho de haberse librado de la prisión le daba esas ganas de hacer cualquier cosa, y lo mismo se hubiera lanzado al cuello del guarda rural? No, no. Se sentía contento al saber que, de este lado de la frontera, al primer golpe de vista se distinguían los chicos de las chicas.