9 Una velada en la Chevanelle

CUANDO vio ponerse rojo el sol por el oeste, Grisón pensó de pronto que ya debía de ser muy tarde y que tenía que marcharse en seguida si quería llegar antes de que se hiciera de noche. Habían ido todos a pescar a la orilla del Venelle, un riachuelo que se unía al Criarde detrás del bosque Vadin. Sin darse cuenta, entre pez y pez, habían ido remontando la corriente y, de pronto, se encontraron a varios kilómetros de Courquetaines.

Grisón dejó a sus compañeros. No necesitaba coger el mismo camino que ellos, le bastaba tirar a campo traviesa para llegar a la Chevanelle.

Eran los días de la siega. Rodeó las pesadas segadoras que los caballos habían dejado durante la noche, en medio de la interrumpida siega. Por aquí y por allí se veían montones de trigo cubiertos con gruesas lonas verdes para protegerlos de la siempre posible lluvia. Vio a unos hombres que también se disponían a volver a casa y saludó a los que conocía. Aquellos hombres formaban grupos de tres o cuatro, recogían sus chaquetas y sus bolsas, encendían un pitillo y se dirigían hacia la carretera, saltando de surco en surco.

Después de cruzar los campos de trigo medio pelados, en medio de los cuales la tierra roja reaparecía como si fueran ronchones de sarna, Grisón llegó a un terreno más verde salpicado de árboles frutales. Allí era donde las vacas de Courquetaines pasaban la mayor parte de la temporada. Los prados dibujaban un bello paisaje rural, rodeados de setos en los que los avellanos se mezclaban con las ortigas. Las toperas mostraban sus ocres montículos entre los dientes de león, cuyas bolitas empezaban a blanquear. Unas boñigas de vaca, aplastadas y secas como galletas, eran devoradas por una multitud de hormigas, que iban y venían en hileras. Los matorrales, cada vez más compactos, se apiñaban al borde de una vasta charca, lleno de pisadas de animales salvajes y domésticos que iban a beber allí.

Grisón cruzó el Criarde haciendo equilibrios sobre un tronco de roble arrancado de raíz por una reciente tormenta. Se hacía de noche rápidamente, tanto más cuanto que el cielo, despejado todavía a mediodía, se había ido cubriendo progresivamente por la tarde, dejándose invadir ahora por grandes nubes, apiñadas hasta entonces en el horizonte como montañas nevadas. La naturaleza se sumía en un inquietante silencio. Negros nubarrones surgían por todas partes a la vez, y parecían que se le iban a echar encima. Entonces echó a correr bordeando el bosque Madame. Pero se levantó un fuerte viento que formaba torbellinos de polvo que le cegaban, y azotaba furiosamente los árboles, que se movían como cabellos desmelenados.

Grandes bandadas de cuervos se alejaban hacia el oeste, por donde aún quedaba un poco de luz en el cielo. Luego, de repente, todo cambió de color. Los matorrales y los árboles se volvieron negros como el carbón, y la tierra, gris oscuro. Las nubes, malva y azul, pasaban como olas y se deshacían a lo lejos en largos flecos de lluvia, que tejían una cortina y ocultaban el horizonte. Ya estaba oscuro del todo.

Después de haber rodeado el bosque Madame, Grisón notó las primeras gotas que le acariciaron la cara. A doscientos metros se levantaba la inmensa mole de la granja. Atravesó un prado segado, se coló por debajo de la alambrada de espinos y cogió un camino pedregoso que torcía hacia el gran patio empedrado.

El ruido de sus pasos sobre los adoquines suscitó los ladridos de Merlín que, desde su caseta, saludaba el regreso del niño.

Una lluvia cerrada empezaba a caer cuando subió los cuatro escalones de piedra del edificio. Aún no le había dado tiempo de empujar la puerta cuando un enorme relámpago blanco-lechoso iluminó el paisaje, dando la impresión, durante un segundo, de que era de día. Le siguió un fragor largo y lejano.

Una vez en el amplio vestíbulo de la Chevanelle, dudó si continuar o no. Pero Flammèche sabía que había venido, por los ladridos de Merlín. Una temblorosa lucecita amarilla apareció en un rincón del cuarto, alumbrando débilmente el dulce rostro de una mujer de cuarenta y cinco años. Sólo se veía aquel rostro en el vestíbulo, el resto estaba a oscuras. Flammèche sonrió detrás de su vela.

—Por fin has llegado —dijo—. Ven por aquí.

Fue hacia ella, pero ya ella había dado media vuelta y abandonado el vestíbulo, de losas rotas, para entrar en otro cuarto al que llamaban «la sala». Grisón la seguía. La llamita se elevó en la oscuridad y dio luz a otra vela, y más lejos a otra tercera. Flammèche encendía todas las velas que había en la pared, sin una palabra, sin un ruido.

Grisón observaba, admirado, aquella enorme sala que, poco a poco, iba surgiendo de la oscuridad. Aparecían los grandes cuadros, los retratos y los paisajes, como si estuviera amaneciendo. Luego, las negras vigas que sostenían el techo, los marcos de las puertas, las ventanas con sus cortinas y, por último, los macizos muebles de roble, cuya sombra temblaba en el suelo según los caprichos de la luz. Flammèche había acabado su recorrido y encendió las dos lámparas de aceite que adornaban la mesa del centro de la sala. Por fin se paró y dirigió su mirada a Grisón, que no se había movido. Cuando en esta sala encendían todas las luces, era como si estuviesen a pleno día. Cosa que ocurría raras veces y era señal de una gran fiesta.

—Bien —dijo Flammèche—, ¿a qué esperas?

El chico se acercó a la mesa sobre la que había doce… sí, sí, doce, doce cubiertos… En lugar de los cuatro habituales: él, Flammèche, Antoine, su marido, y el viejo Albert.

—¿Quién viene esta noche? —preguntó por fin.

—No sé. Adivínalo.

—No sé… son demasiados cubiertos…

—¿Has olvidado que hoy es un día importante? —¿Un día importante?

—Sí, piensa un poco.

Barajó todas las posibilidades; menos la que era, por supuesto.

—Hoy… ¡hoy es tu cumpleaños! ¡Hoy cumples doce años!

Él ya lo sabía; pero habían puesto tanto entusiasmo para preparar la sorpresa, que tenía que hacerse el sorprendido hasta el final.

—¿De verdad?

—Como te lo digo… ¡Y para la fiesta ha venido mucha gente!

Se dirigió rápidamente hacia una puerta al fondo de la sala y la abrió de golpe. Ocultos hasta entonces, fueron apareciendo por este orden: Antoine, que llevaba una tarta adornada con doce velas; luego, Albert, con una botella de clarete en cada mano, seguido de Lucile, la hija de Flammèche y Peyot —es decir, Pierrot—, su marido, y a continuación, Bernabé, el hijo mayor de Flammèche, con Annie, su mujer. Y para cerrar el desfile, los tres nietos de Flammèche, el último de los cuales apenas si se tenía en pie.

—¡Eh! ¡Qué todavía falta alguien! —dijo Flammèche.

Todos se quedaron mirando la puerta abierta, por la que apareció, con gran sorpresa por parte de Grisón, llevando un gran ramo de flores, Prune, la inapreciable Prune, cuya vocación parecía ser la de ofrecer flores a los héroes de turno.

—Feliz cumpleaños —dijo tímidamente. Su cabeza apenas sobresalía por entre los gladiolos, que entregó a Grisón.

—La hemos invitado porque pensamos que te gustaría —dijo Flammèche—. Fue idea de Albert.

El viejo hizo un gesto con la mano como diciendo: «No hace falta decir el nombre del autor».

Desde luego, Grisón se alegró con la presencia de una chica de su edad. Después de besarse todos, se sentaron a la mesa. Merlín, el cariñoso Merlín, se puso a arañar la puerta del vestíbulo y, pidiendo disculpas por su retraso, debido a que la granja estaba cerrada con llave, se echó a los pies de su amo, Antoine.

Empezaron por los caracoles con mantequilla. Aún no los habían terminado, y ya venía pidiendo sitio un enorme paté, empujado a su vez por unos pollos gigantes. Aparte el viejo, que hacía comentarios sobre la cosecha, y tres críos, que se peleaban defendiendo su colección de caparazones de caracoles vacíos, no hubo ningún comentario. No empezaron verdaderamente a hablar hasta la ensalada y el queso. Al llegar el postre, naturalmente, ya estaban cantando. Merlín, debajo de la mesa, se daba un atracón de huesos de pollo.

Las velas echaban un humo ligero que se quedaba por el techo y se hacía cada vez más espeso. Apagaron algunas en el postre, al tiempo que Grisón hada lo mismo con sus doce velas.

La tormenta volvía, colando sus relámpagos por las grietas de las contraventanas; pero no acababa de estallar abiertamente. Poco después se oyó a la lluvia golpear contra las tejas de la cubierta.

Después de correr la mesa contra la pared y de poner las sillas alrededor de la chimenea, donde crujía un buen fuego encendido por Antoine y Peyot, apagaron el resto de las velas y se dispusieron a iniciar la tertulia. Albert ronroneaba en su mecedora.

Entonces, Flammèche tomó la palabra:

—Recuerdo una noche como ésta, hace algo menos de doce años. Había una gran tormenta. Antoine, y también vosotros Luciole y Bernabé, os acordaréis, aunque erais muy niños. Era una de esas tormentas de finales de agosto, que son las peores porque vienen después de varios meses sin llover. Estábamos aquí, alrededor de la chimenea. Otra vez me veo a mí misma, y a vosotros también, aunque con la friolera de doce años menos.

Grisón, sentado al lado de Prune, levantó los ojos hacia aquélla que había sido su nodriza. Comprendió en seguida a dónde quería ella ir a parar. Hacía años que estaba esperando que contara esa historia, su historia.

—También Albert podría hablaros de aquella noche. Era uno de los primeros días de la recolección del lúpulo, que ese año venía muy adelantado.

Albert asentía lentamente con la cabeza, pero era por el suave balanceo de la mecedora. Flammèche continuó:

—Estábamos terminado de cenar. Tú, Luciole, acababas de quitar la mesa, ¿te acuerdas?

—Sí, mamá.

—Y tú, Bernabé, tú…

—Yo acababa de encender un buen fuego como éste.

—Exacto. Y Albert se mecía igual que ahora.

—En eso… no es fácil que yo cambie —dijo Albert.

—Y yo, yo creo que estaba haciendo punto. Estábamos en silencio. Sólo se oía la lluvia sobre las tejas y sobre la chapa ondulada del cobertizo.

—Un buen chaparrón —murmuró Bernabé—. Empezó justo cuando yo acababa de meter las vacas. Entonces teníamos vacas.

—Y buena leche —añadió Albert.

—Los truenos retumbaban tremendamente —continuó Flammèche—. Verdaderamente hacía un tiempo como para no dejar fuera ni al perro.

—El perro que teníamos entonces era el viejo Poupougne. Murió dos años después y lo reemplazamos por Ciky —añadió Lucióle—. Poco valía ese Ciky, no duró ocho años. Después vino Merlín.

—En resumen —dijo Flammèche— que nos disponíamos a pasar una velada tranquila. Yo había cerrado todas las contraventanas y pensaba ir al cabo de un rato a preparar tila para toda la familia. Cuando, de pronto…

Se detuvo. Grisón se estremeció con el «de pronto». La mirada completamente inmóvil, contenida la respiración, los ojos como platos. A Prune le pasaba tres cuartos de lo mismo.

—Cuando, de pronto, llamaron a la puerta. Al principio pensé que sería una contraventana mal cerrada: pero no, eran unos golpes regulares y no el capricho del viento. Antoine y yo nos miramos, Albert dejó de balancearse y vosotros, los niños, volvisteis la cabeza hacia la puerta de la entrada. Estalló un enorme trueno y, luego, justo después, «aquello» volvió a llamar. Entonces me levanté, dejé mi labor sobre la mesa y me dirigí hacia la entrada. Abrí. En el umbral de la puerta, chorreando, estaba una mujer delgada, cuya silueta se recortó bruscamente a la luz de un relámpago. Estaba empapada. Le dije: «Entre rápido, no se quede ahí». No se atrevía, tenía miedo de mojarlo todo. Llevaba un gran cesto que contenía algo… no sé, pesado o frágil… yo aún no sabía lo que era. Lo cierto es que ella lo movía con infinitas precauciones.

—Hasta ahora todo va bien —dijo Albert.

—Sí. Entonces la hice pasar con su voluminoso paquete a nuestra sala. Luciole fue a calentar agua para una tisana, pues la pobre mujer debía de estar helada. Yo no soy curiosa, no recuerdo haberme preguntado lo que podría contener aquel cesto que ella colocó delicadamente cerca de la chimenea. Mientras Bernabé le acercaba una silla y yo le quitaba el abrigo empapado, oí un ruido parecido al maullido de un gato ronco…

Grisón estaba a punto de reventar. Flammèche lo sabía y parecía disfrutar con aquella situación.

—No era un gato —dijo por fin—. Era un bebé. Un bebé como jamás he visto otro. Fuerte, con los ojos bien abiertos como si quisiera comprender lo que estaba sucediendo. Cuando la mujer lo puso sobre sus rodillas, Luciole, que acababa de volver de la cocina, no pudo contener un grito. Tú, Luciole, apenas tenías trece años. El bebé era un niño y tenía unos enormes ojos grises, como su nombre indicaba.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó distraídamente Prune.

—Grisón.

Grisón enrojeció. Miraba el fuego, que echaba chorros de chispas al ir empujando Antoine los leños hacia el centro.

—Y, ¿cómo era la mujer? —preguntó con voz ronca.

—Recuerdo sus cabellos negros, pero sobre todo sus ojos, grises como los tuyos.

Prune miró a Grisón.

—Entonces, ¿la mujer era su madre? —preguntó.

—Sí —respondió Flammèche—. Era la primera vez que la veía y fue también la última.

—¿Se perdió con la tormenta? —dijo Grisón.

—No. Ella sabía muy bien el camino. Había venido a pedirme que le cuidase el bebé durante unos años, hasta que estuviera en edad de ir a la escuela. Después volvería a buscarlo.

—Pero no volvió —murmuró Grisón.

—No. Murió más tarde en un terremoto que destruyó la ciudad donde vivía. Ocho mil personas murieron aquel día. Eso ocurrió dos años después de la llegada de Grisón. Pero ése es otro asunto. Volvamos a aquella noche. Yo, yo no quería cargar con un bebé. Estos dos ya estaban creciditos, no iba a empezar otra vez con los pañales… Antoine no decía nada. En cambio, Luciole, demasiado maternal para la edad que tenía, me pedía que aceptase. ¿Pero sabéis quién fue el que me decidió finalmente?

—No.

—Pues bien, fue Albert.

—Estaba escrito en las estrellas —comentó Albert.

—Sí. Ya sabéis que Albert es mi padre. Pues bien, él me decidió a aceptar.

—En resumidas cuentas, que si tú no hubieras querido —dijo Grisón a Albert— yo no estaría aquí ahora.

—Exactamente, hijo.

—¡Qué suerte más buena que tuve…!

—No sé, no se —dijo Albert—. A lo mejor hubieras estado mejor en otra parte…

—¡Eso sí que no, desde luego que no!

—¿Y tú qué sabes de eso?

—Sé… sé que aquí estoy bien y que no me cambiaría aunque eso fuese posible.

El sordo fragor de un trueno interrumpió la conversación. Llovía cada vez con más fuerza. Luciole volvió de la cocina, a la que discretamente se había marchado, con unas tazas para la tisana de la noche.

—¿Una tila?

—Por qué no.

—¡Qué asco de tiempo! —dijo Bernabé—. Desde luego, igual que aquella noche…

—Se hace tarde —dijo Albert—. Me voy a dar de comer a mis pulgas.

Era su expresión habitual para decir que se iban a la cama.

—¿No tomas una tila con nosotros? —le preguntó Flammèche.

—¿Una tila? No, gracias —respondió el viejo. Se levantó lentamente de su mecedora, que siguió oscilando una docena de veces. Se fue hacia una puerta que daba a la escalera de los dormitorios. Allí se acordó de que tenía que coger una vela. En la Chevanelle no había electricidad.

En ese instante se oyó un ruido inconfundible: alguien llamaba a la puerta. Todos miraron en derredor suyo, pensando que se trataba de una broma. Pero no, estaban llamando a la puerta de la entrada. Flammèche encendió una vela y se dirigió hacia el vestíbulo. Grisón se había puesto en pie, lleno de estupor.

—Pasen —se oyó en el vestíbulo.

La puerta de la sala se abrió y Flammèche introdujo una enorme sombra en el cuarto. Un hombre alto, con sombrero de ala ancha y una gran capa. Grisón reconoció inmediatamente a Basile y se sintió, de pronto, muy contento al verlo allí, en aquel momento. Basile tenía el don de la oportunidad.

—¿Estás de paso? —preguntó Flammèche a Basile.

Grisón se sorprendió al ver que Flammèche y Basile se tuteaban. Sabía que se conocían; pero de ahí a tutearse… Otra sorpresa: Prune se levantó para saludar al pastor, quien también parecía formar parte de sus conocidos.

—He metido las ovejas en el viejo aprisco de detrás del bosque Vadin —respondió Basile—. Los prados de Saint-Agrève están resecos por el sol, no como aquí, donde llueve al menos de cuando en cuando. Por eso hemos vuelto por estos alrededores.

—¿Y Sammy?

—Está con los animales. Yo también me voy a ir enseguida. Pero no antes de haber visto de cerca a mi amigo Grisón.

—Es verdad, ya os conocéis.

—Sí, desde la otra noche, aquella famosa noche.

Basile se acercó a Grisón, que se había quedado en pie sin decir una palabra.

—¿Qué hay, hijo…? Ya eres mayor. Pareces incluso mayor que el otro día. Es que… si no me equivoco, hoy cumples doce años, ¿no?

—Sí.

—¡Ajá! Ya lo sabía, por eso he venido, para darte un pequeño regalo.

—¿Un regalo?

—Sí, éste.

Basile sacó de su capa una trompa hecha con un cuerno de vaca. Sopló y se oyó una larga nota triste.

—En fin, no es gran cosa. Cuando la uses, quizá te acuerdes del pastor.

—Gracias Basile —dijo Grisón.

Admiró su cuerno, contemplándolo por todos los lados. Sopló. Después de limpiar la boquilla se lo prestó a Prune.

—La tila está servida —dijo Lucióle.

—Quédate al menos cinco minutos para tomarte una taza —le pidió Flammèche al pastor, que hacía ademán de dirigirse a la puerta.

—Cinco minutos. Ni uno más.

Albert, que había presenciado la escena sin intervenir, subió las escaleras después de coger una vela. Como la mecedora había quedado libre, Basile se instaló cómodamente, balanceándose levemente. Lucióle, ayudada por Prune, distribuía las tazas de tisana. Ni Prune ni Grisón quisieron.

Basile se quedó bastante más de los cinco minutos que se había concedido. Parecía incluso cogerle gusto al confortable fuego de la chimenea. Después de la tisana, Lucióle quitó la mesa y Flammèche les dijo a los niños que ya era muy tarde y tenían que irse a la cama. Prune pasaría la noche en la Chevanelle, ya estaban avisados los Rousselot. Le habían preparado el cuartito rosa, el que había usado Lucióle cuando era niña.

Grisón saludó a todos dándoles la mano, dijo adiós y subió con una gran vela. Prune se quedó hasta que Lucióle la acompañó hasta el cuarto rosa. Desde la sala se oían sus pasos, que hacían crujir el suelo de madera del piso de arriba. Cuando Lucióle volvió a bajar, Basile continuaba meciéndose cerca del fuego.

—Bueno —dijo Flammèche— cuéntanos.

—No tengo mucho que contar —respondió el pastor—. He venido porque tenía ganas de veros, eso es todo.

—Y te has acordado del cumpleaños de Grisón…

—Hay cosas que no se olvidan.

El fuego crepitaba en la chimenea. Sólo quedaban unas ascuas rojo oscuro. Estaban todos juntos y ni se veían la cara los unos a los otros. Aunque… ¡qué más daba!, se conocían de memoria…

—Háblanos de allí —dijo finalmente Flammèche.

—No hay nada que decir por el momento —respondió Basile.

—¿Qué quieres decir con eso de «por el momento»?

—Pues eso…, que hay cosas que van a cambiar.

—¿Cosas importantes?

—Puede que sí.

—¿Para ellos o para nosotros?

—Tanto para ellos como para nosotros.

Como nadie decía nada, añadió:

—Daos cuenta, nosotros, en el fondo, somos incansables.

Sacó un caramillo y tocó una melodía. No era una melodía cualquiera, era una de las que tocaba a menudo en el llano, una de las que más le gustaban. Grisón, en su cuarto amarillo, la oyó y la reconoció. Muchas veces la había canturreado él mismo. Prune, en su cuarto rosa, también la oyó. Escucharon casi sin respirar aquella música que se colaba por las grietas del suelo de madera y llenaba toda la casa. Puede que hasta el mismo Albert la estuviera silbando en voz bajita mientras intentaba coger el sueño.

La tormenta había concluido hacía tiempo. La habían olvidado completamente. Sammy, allá abajo, frente al aprisco, seguramente estaría fumándose una pipa, mirando las estrellas.