EL, DÍA había comenzado con un sol naranja lleno de promesas. Por la mañana había habido niebla, como para anunciar el comienzo de un largo período de buen tiempo, y que la siega se adelantaría, sin duda. Era verdad que las espigas empezaban ya a presumir en la punta de sus taños y a dorarse de placer.
No era domingo y, sin embargo, aquella mañana no se oía el yunque del herrero, que habitualmente empezaba a las seis, ni los cántaros de leche que Marie-Louise arrastraba frente a su lechería. A las ocho, el bazar aún no había abierto su cancela de hierro, y aunque es cierto que al cartero se le había visto sobre las ocho y media, iba de paisano, con un traje flamante, y había ido a echar un trago en el café de la Clique, abierto mucho antes que de costumbre.
Inútil ocultarlo por más tiempo: Es que aquel día era, sencillamente, ¡el catorce de julio![2]
Rafistole bajó hacia las nueve por la calle de los Valientes, silbando la Marsellesa. Sobre el hombro derecho llevaba diversas herramientas, que le servirían para montar las casetas de la fiesta que empezaría a primera hora de la tarde. Al torcer por la plaza del Lavadero, cambió de canción y se puso a silbar la Madelón.
En mitad del césped, tirado, había un delgado tronco de árbol muy largo. Lo clavó verticalmente con la ayuda del señor Raclot. Serviría muy bien para la cucaña.
A eso de las diez apareció un carro tirado por cuatro caballos, seguido por una carreta, igualmente tirada por otros cuatro caballos. Acababan de montar una caseta de tiro, que completaba así el ferial que estaban instalando allí desde hacía dos días: columpios, un tiovivo y, sobre todo, la pista de baile, un amplio recinto rectangular, cercado, cubierto de lona verde.
Empezaban a llegar los chavales, manchas vivas de colores entre la multitud de trajes azules y grises.
Se concentraron todos en la plaza del Lavadero, esperando la hora del desfile fumándose un gauloise o ajustándose el cuello. Charlaban, procurando no pisar demasiado la gravilla por miedo a llenarse de polvo los zapatos nuevos. Estallaban carcajadas por todas partes. Sonaron unos clarines para anunciar que la música estaba ya lista y que la fiesta iba a empezar.
En medio de un gran guirigay y llenos de sudor, los chiquillos jugaban al escondite, rodaban por el suelo, y algunos sangraban por las rodillas manchándose sus flamantes calcetines blancos. Todo acababa con una regañina de sus padres, rematada por un par de bofetadas.
Grisón, sentado en un mojón de piedra, observaba aquel mundo ensordecedor, jugando con su corbata nueva; era la primera «de verdad», con un nudo hábilmente hecho por Flammèche; no como las de antes, con una ridícula gomita que siempre se rompía antes de acabar el día. No, esta vez era una auténtica corbata de adulto, una de esas cosas tan elegantes que tanto cuentan en la vida.
Mientras se estiraba la corbata para ponerla a punto, Grisón masticaba un caramelo blando que no hacía más que pegársele en un diente o en otro, haciendo hilos que le obligaban a abrir mucho las mandíbulas, con lo que le resultaba agotadora la masticación.
La primera persona interesante que encontró fue Causette, una pelirroja de cabellos largos a la que llamaban así porque era muy charlatana[3]. Comprendió enseguida que el chico estaba sumido en las más profundas reflexiones y se limitó a sonreír, y se fue a charlar a otra parte.
La multitud se agitaba, el murmullo iba en aumento, indicio seguro de que iban a comenzar las fiestas. En efecto, sonaron unos golpes de bombo al otro lado de la plaza, hacia la calle Fer-à-chaud, y enseguida los clarines lanzaron, más o menos afinados, unas cuantas notas y atacaron un aire de charanga.
Y aquello se puso en marcha… Levantaban tal polvareda que apenas se veía a cinco metros. Pero como bastaba con seguir a los que, a su vez, seguían a otros, la cosa carecía de importancia, excepto para los zapatos.
Grisón, mal situado en la salida, echó a correr y adelantó a todo el mundo en un magnífico sprint digno de los mejores atletas de La Estrella Deportiva de Courquetaines. Se puso, pues, en cabeza, junto a sus queridos compañeros, los chicos de la escuela. Éstos, dignamente dirigidos por el señor Gaboriot, marchaban al compás, golpeando el suelo con los pies para acompañar al bombo. Los instrumentos metálicos relucían muy cerca, produciendo brillantes destellos y semejándose a una locomotora bien lustrada. Las mujeres, en la puerta de sus casas, veían pasar, sonriendo orgullosas, aquella pesada y ruidosa tropa, mientras la nube de polvo que levantaba penetraba en las casas por las ventanas imprudentemente abiertas. Después de los niños seguían los adultos, clasificados por edades, desde deportistas en forma a viejos encorvados, desde Jugadores de fútbol a jugadores de cartas, desde reclutas «de permiso» a veteranos curtidos. Iban todos a una por las calles de Fer-à-chaud, del Molino, de la Pionette y la calzada de los Frailes, hacia el monumento a los caídos. El monumento era de piedra y estaba rodeado por unos obuses unidos entre sí por una cadena. Cada año daba allí la banda su desabrido concierto, mirando a la fría lápida, y cada año morían allí una vez más, al ser pronunciados sus nombres, aquéllos que, mucho antes que ellos, habían tocado la misma música.
Solamente entraron en el recinto sagrado la charanga, la horda de críos, a duras penas contenida y a punto de estallar como un campo de fútbol enloquecido, el alcalde y los concejales.
Se hizo el silencio. En la mente de los asistentes, la sombra de los héroes se entremezclaba con el aguardiente y el vino blanco que, seguramente, Robert, estaría sirviendo ya en las copas.
El señor Chenot, el alcalde, se aclaró la voz y tomó la palabra, que los otros le ofrecían, con mucho gusto. Siempre echaba el mismo discurso, año tras año, a excepción de un solo detalle: el número del año en cuestión. Al final invitó a la concurrencia a recogerse en el tradicional minuto de silencio, minuto que se prolongó veinte segundos más debido a que tenía roto el reloj. Como la gente empezase a toser, cosa muy extraña en el mes de julio, Alphonse Chenot puso punto final a la ceremonia diciendo: «Gracias».
Entonces, los colegiales echaron a correr de golpe, pisando a los músicos, las banderas y los instrumentos, arrastrando en el barullo al alcalde una treintena de metros después de haber saltado limpiamente la pesada cadena que rodeaba aquel santuario del recuerdo. Habían sido las chicas las primeras en echar a correr. El maestro no tuvo ni tiempo para intervenir, y fue el sector adulto del auditorio el que se lanzó vociferando detrás de los chicos quienes, a su vez, pretendían dar alcance a las chicas. Aquella inmensa multitud, de mil personas por lo menos, se lanzó hacia la plaza del ayuntamiento, atropellando una veintena de gallinas que no tuvieron tiempo de refugiarse en el corral más próximo. Rafistole iba detrás, cojeando, recogiendo los cadáveres de las gallinas con una pala y amontonándolos en una carretilla que se había salvado de la multitud.
Cuando llegaron todos a la plaza del ayuntamiento, se preguntaron que qué pintaban allí y qué iba a pasar. Como no pasase nada, los mejor situados se lanzaron al abordaje del café de la Clique, cuya puerta sólo resistió un instante, y se amontonaron tres en cada silla, a razón de ocho sillas por mesa, y se pusieron todos a pedir al mismo tiempo lo que querían tomar.
Robert, que sabía de sobra lo que iba a pasar, no servía nada más que aguardiente: eso, o la calle. Y como era imposible salir… En la plaza había una cola más que respetable, bajo un sol que no perdonaba a nadie.
Hacia la una y media, cuando a fuerza de paciencia todos habían logrado tomar su aperitivo, la plaza del ayuntamiento se quedó tan desierta como en los mejores días de la siega.
Rafistole salió de la taberna de Robert, donde un buen vaso de vino blanco acababa de premiar todos sus esfuerzos. Se había jurado no trabajar en el día de la fiesta nacional, pero al final no pudo resistir la llamada de «su obra», que le estaba esperando en el estrecho callejón.
Allí se fue, pues, y se sentó al borde del enorme agujero. ¡Qué obra! Tenía ya unos cuarenta metros de largo, dos de profundidad en el sitio menos hondo y hasta cinco de ancho allá donde el camino se mete en la pradera. Una auténtica trinchera, como en el catorce[4]. Se podía bajar a ella por una escalera, un poco escurridiza los días de lluvia, pero seca como una piedra por esta época. En el agujero había una mesa y un banquillo. Cerca de la mesa, unos cascos vacíos de vino. Al otro lado, un inmenso montículo de tierra se había tragado dos árboles, cuyas ramas salían por los lados del montículo.
Para avisar a los paseantes curiosos o despistados, el peón caminero había rodeado su obra con estacas, enlazadas entre sí por una cuerda con banderitas multicolores. Dos farolillos, durante la noche, completaban las medidas de seguridad.
Pero Rafistole veía mucho más allá… Pronto la obra llegaría hasta la plaza del ayuntamiento y allí se dividiría en tres direcciones como tres tentáculos. El primero cortaría limpiamente la explanada de delante de la iglesia, a la que sólo se podría acceder pasando por encima de unos tablones. El segundo se extendería a lo largo de varias casas, para terminar, provisionalmente, delante del mismo ayuntamiento. El tercero, el más largo, atravesaría la plaza en diagonal y llegarla hasta la acera del café de la Clique. El peón caminero todavía no había comentado con nadie su fabuloso proyecto. Posteriormente (a menos que le llegase antes la jubilación) excavaría una zanja de circunvalación que enlazaría los tres ramales proyectados.
Así pues, ¡aquélla sería la obra de su vida! Una inmensa topera a cielo abierto, con el riesgo permanente de ver caer en ella a algún viejo despistado Una obra de arte, una escultura viviente tallada en la tierra, aquella hermosa tierra roja de Courquetaines…
Después de eso, moriría feliz…
Chenot, el alcalde, no se preguntó jamás en qué proceso verbal de las reuniones del ayuntamiento figuraba la decisión de hacer semejante agujero. Pero estaba seguro de que habría sido votado por unanimidad.
De Saint-Agrève y de los alrededores venía ya gente para visitar aquella obra maestra, y los comerciantes de Courquetaines miraban todo aquello con muy buenos ojos. Por lo demás, nadie podía imaginarse ni por un momento que todo se debiese a la sola iniciativa del peón caminero Rafistole. Una obra de tal envergadura solamente podía haber sido decidida por las altas esferas. Eso le divertía mucho a Rafistole, que se reía a escondidas, y día tras día continuaba cavando.
RACLOT hijo guiñó un ojo, levantó lentamente la pesada bola de madera hasta la altura de la cara, apuntó detenidamente y la lanzó. El proyectil golpeó el suelo con un ruido sordo, fue rodando por tierra desviándose tanto a derecha como a izquierda, y logró, a pesar de todo, darle a un bolo, que cayó al suelo después de haber girado sobre sí mismo. Como era el único que había logrado un punto en la primera vuelta, se frotó las manos. Otra como ésa en la segunda vuelta y se llevaría el primer premio. Nadie le podría alcanzar.
Así era como, Catorce de Julio, los chicos medían su habilidad en diferentes concursos y podían ganar botellas de limonada. La masa de adultos se entretenía mirándolos. Aparte de los bolos, había también carreras de sacos, carreras de bicis y adivinanzas. El Marsopa ganó en las bicis; un chico de los Bachelot, en los sacos, y Prune, la huérfana de los Rousselot, dejó apabullados a todo el mundo en las adivinanzas.
Faltaban los bolos, en los que Raclot tenía grandes posibilidades de mantener su autoridad de jefe.
En la segunda vuelta, Grisón derribó un bolo y Raclot falló. Los que habían conseguido algún punto tenían derecho a tirar otra vez. Pero derribar dos bolos seguidos, eso no se había visto nunca…
Luego, vino la tercera vuelta. Después de unos lanzamientos tontos de algunos críos, sin pretensiones y sin peligro, el Marsopa cogió la bola. La lanzó ligeramente al aire dos o tres veces, como para sopesar y luego tiró. Cayó un bolo, alcanzado certeramente, y estuvo a punto de derribar otro, cosa nunca vista. Pero no, el otro continuó en pie. Raclot ni respiraba. El Marsopa lanzó su segundo tiro y falló.
Le tocó el tumo a Grisón. Raclot se reservaba para el final. El primero tuvo mucha suerte: un bolo, apenas rozado, vaciló un rato y, finalmente, cayó. Todo el mundo aplaudió. En ese momento, Grisón estaba a la cabeza de la competición.
Si acertaba su segunda tirada, obtendría, sin lugar a duda, la victoria.
Cuando la gente se calmó, Grisón tiró otra vez; pero demasiado lejos.
Sólo quedaba Raclot, que sudaba de emoción. ¡Vaya situación…! Si él fallaba, Grisón era campeón. Si derribaba, quedaban empatados y había que lanzar de nuevo, lo que supondría para el vencedor el título poco glorioso de «vencedor con apuros». Necesitaba, pues, para ser el mejor, derribar dos veces seguidas. Algo sin precedentes. La gente parecía darse cuenta de lo importante que era aquello, puesto que se hizo un silencio sepulcral. Hasta los cuervos, que pasaban en bandadas graznando sobre el pueblo, se callaron.
La pesada bola de madera salió muy alta, y luego fue a caer sobre una piedra que la desvió ligeramente a la derecha. Grisón estaba ya a punto de explotar de alegría y Raclot de escupir al suelo, desesperado, cuando otra piedra le hizo justicia y devolvió la bola al buen camino en el que derribó el bolo del centro.
El honor —por lo menos el honor— estaba a salvo.
Efectuó su segunda tirada. Raclot realizó toda una ceremonia de preparativos, contando los pasos para coger impulso, calculando la trayectoria… La gente empezaba a impacientarse. Entonces, dejando de lado toda aquella pamema, cogió la bola y la lanzó con indiferencia hacia el blanco, como quien dice: «¡Bah! Total, qué más da…».
Pero la suerte quiso que acertase, y quedó consagrado como el campeón de las dos tiradas, título que valía más que cualquier otra distinción. En el delirio de la victoria, vio acercarse a Prune, que le entregó un ramo de flores y le dio un par de besos en cada mejilla. No sabía por qué, pero eso le emocionó muchísimo.
Mientras el resto de la juventud de Courquetaines se dirigía, según la edad, hacia los caballitos, el tiro al blanco o el baile, Raclot llevó a Prune al café de la Clique donde, mano a mano, en un santiamén, se bebieron la botella de limonada del vencedor. No tuvo la habitual cortesía de invitar a sus compañeros. Prune se dio cuenta y reunió después a todo el mundo en tomo a la botella que había ganado en las adivinanzas.
RACLOT decidió que un jefe de su categoría debía tener una novia. Prune no veía inconveniente en ello. ¡Para una vez que alguien se interesaba por ella!
Se los vio juntos en la pista, donde hacían como que bailaban. Luego, cuando anocheció, se fueron a los tiovivos iluminados y a la caseta de tiro, donde el chico ganó un premio. Después se despidieron y cada uno se marchó a su casa.