CUANDO Grisón volvió en sí, tuvo la horrible sensación de hallarse en un barco en plena tempestad, a punto de naufragar. Pero cuando abrió los ojos, pudo apreciar mejor el encanto de la escena.
Se encontraba en una hamaca que se mecía lentamente. La luz del día se filtraba por entre los mal unidos tablones de una pobre cabaña, amueblada con una mesa y un banco toscos. También podía distinguir un pequeño hornillo de hierro sobre el que estaba colocada una olla.
Grisón levantó lentamente su cabeza, dolorida. Y como buscase la causa por la que se columpiaba su hamaca, vio una mano curtida por el sol que sostenía la hamaca a la altura de sus hombros e imprimía a la red un movimiento regular. La mano empalmaba con un brazo que después resultó pertenecer a un hombre de unos cincuenta años, de tez morena y cuya barba, mal afeitada, estaba llena de erizadas puntitas grises. El hombre bajó la cabeza. Estaba sentado sobre un banquillo de madera. Cuando se dio cuenta de que el chico había vuelto en sí, sonrió, se levantó con dificultad y salió de la cabaña por una puerta que estaba tapada con una cortina hecha con tela de colchón. Grisón se quedó solo.
Poco después, la cortina se movió de nuevo y entró otro hombre, alto, envuelto en una capa y con un sombrero de ala ancha en la cabeza. Grisón reconoció al hombre gracias al cual pudo huir en la niebla. Le vino entonces a la memoria la huida de la noche anterior, junto con una cierta dosis de temor y una alegría indescriptible. Temor, al preguntarse qué pensaría Flammèche de su desaparición. Alegría, al comprobar que aquel extraño hombre se había librado de los gendarmes, del tiroteo y de todo.
Porque, no había lugar a dudas, era a él a quien buscaban con todo aquel extraordinario aparato de gendarmes. Y casi se sentía cómplice del hombre del sombrero, al que solamente había visto durante unos segundos, en la niebla del amanecer, en medio de un auténtico tiroteo, auténticas balas lanzadas por auténticos fusiles…
—Buenos días, hijo —dijo el hombre…
—Buenos días, señor.
El sombrero del hombre era gris y, desde luego, muy viejo.
—No me llames señor, llámame Basile.
—¿Fue usted quién me salvó anoche?
Su gran capa era de color marrón y le llegaba hasta los tobillos. Aun así podían verse sus botas, de cuero negro.
—No me hables de usted. Puedes tutearme. Somos buenos amigos, ¿no?
—Sí.
—Efectivamente, yo soy el mismo que encontraste anoche. Pero ¿qué diablos hacías tú por allí?
Grisón bajó la cabeza.
—Hemos jurado no decírselo a nadie.
—Eso no importa, Grisón. Estoy al comente de muchas cosas.
—¿Usted sabe… tú sabes mi nombre?
—¡Desde luego! ¡Te llamas Grisón, vives en la granja de la Chevanelle, en casa de Flammèche y Antoine, no tienes ni padre ni madre, tienes casi doce años y eres siempre el primero en la escuela!
—¿Cómo sabes todo eso?
—Muy sencillo. ¡Mira!
Basile dio unos pasos hacia un postigo, que abrió, y a través del cual se vio toda la campiña. El sol entró a raudales. Desde la ventana podían verse ovejas, grandes rebaños de ovejas.
—¿Eres pastor?
—Efectivamente. Desde hace ya muchos años guardo uno de los mayores rebaños de la región, que casi siempre pasta… ¿sabes dónde?
—No.
—Detrás de la Chevanelle. A dos pasos de la Chevanelle. ¡A quinientos metros de tu casa!
Grisón se preguntó cómo había podido no darse cuenta durante tanto tiempo de la existencia de un personaje que le conocía tan bien. Pero entonces se acordó de que Flammèche le había prohibido ir con los pastores cuando éstos andaban cerca de la granja. Y él había obedecido.
—Basile…
—¿Qué?
—Estoy preocupado porque Flammèche estará preguntándose dónde estoy.
—No te apures, ya está al corriente. Sammy fue a avisarla, antes incluso de que notara tu ausencia.
—¿Se enfadará cuando llegue?
—No, no creo. En fin, ya verás cómo arreglártelas.
Grisón se levantó y saltó de la hamaca. Se sentó en el banco.
—¿Quieres leche? —le ofreció Basile.
—Sí.
—¿Sabes de dónde viene esta leche?
—No.
—¡De la Chevanelle, hombre! Ven, mira por aquí.
El hombre llevó al niño hasta la ventana. Al asomarse pudo ver que la granja estaba allí, muy cerca.
—Me tengo que ir —dijo Grisón viendo su casa.
—Espera un poco. Bébete primero la leche y come pan.
Grisón comió. Aunque aún le dolía un poco la cabeza, sentía hambre. Mientras comía, observaba a Basile, cuyos ojillos, escondidos en un rostro duro como una máscara de arcilla, calaban hasta el corazón.
—Así que queríais saber qué demonios hay en esa condenada zona, ¿no? —dijo el pastor sonriendo.
—Sí.
—Algún día lo sabrás.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Grisón levantando la cabeza.
—Porque es verdad. Tú, Raclot y tus compañeros acabaréis sabiéndolo. Pero no creáis que sois los únicos… muchas generaciones de chavales han tratado de descubrir el secreto.
—¿Y lo han conseguido?
—Algunos sí.
—¿Y qué ha sido de ellos?
—¡Oh, nada, absolutamente nada…!
—Entonces, entre nosotros, en Courquetaines, ¿hay algunos que lo saben?
—Naturalmente.
—Pero ¿por qué no lo dicen? ¿Por qué lo ocultan? ¿Por qué no nos dicen: «A partir de tal sitio es peligroso; hay un presidio, hay una zona militar o un barranco enorme al que no se puede ir; y no hay más que hablar.»? Pero ¿por qué dicen: «No sabemos nada»?
Basile apoyó sus manos en los hombros del niño. Así podía mirarle fijamente a los ojos.
—Haces muchas preguntas, chico. Continúa buscando, indagando, pero no hagas más preguntas: está prohibido. Y luego, cuida tu pellejo. ¡Los gendarmes ya están hartos! ¡Hasta la coronilla! Pensadlo bien dos veces antes de volver. Sé que volveréis. Yo, lo único que os digo es que lo penséis bien.
—Una pregunta más…
—Adelante —dijo Basile, esbozando una sonrisa.
—¿Tú sabes qué hay en la zona?
Tardó un momento en contestar. Miraba por la ventana a Sammy, el otro pastor, que jugaba con los perros.
—Esperaba esa pregunta. Pero no te la puedo contestar. ¡Hala!, ahora ya puedes marcharte a tu casa…
—En fin, menos mal que ya están cerca las vacaciones —suspiró Grisón.
—¿Por qué dices eso?
—No, por nada… Tendremos todo el tiempo para nosotros. Dentro de tres días será el reparto de premios. ¡Pero me marcho corriendo: Raclot, Chenot y los otros deben pensar que me han matado!
—Matado, no. Lo que sí pensarán es que te han hecho prisionero.
—Tiene gracia. Menuda sorpresa se van a llevar. ¿Qué hora es?
—Las cuatro y diez. Pero ¿no crees que antes que a ellos debes ir a ver a alguien?
—¿A Flammèche?
—Naturalmente.
—Es verdad. Empezaré por ella.
—Antes de irte tengo que hacerte una pequeña recomendación.
—¿Cuál?
—No digas a nadie que me viste anoche… Di que te pudiste escapar solo. No digas más.
—No es justo. Fue gracias a ti…
—Justo o no, es igual. No hay que decirlo. ¿Me lo prometes?
—Te lo juro. Pero, a propósito, no hago más que preguntarme, ¿qué hacías anoche tú allí?
—¡Curioso…! Saberlo no te serviría de nada.
—¿Puedo volver a verte?
—Como quieras… Aunque no nos quedaremos mucho tiempo aquí. La hierba se ha acabado en esta región. Vamos a subir hacia Saint-Agrève.
—¡Qué pena!
—Sí —dijo Basile—, yo también lo siento.
Había vuelto la cabeza al decir esto.
—Creo… que me tengo que ir.
—Sí, vete pronto, chico. Y ten cuidado. No te fíes del bosque Epnoi. Ya sabes lo astutos que son los gendarmes. Saben tender trampas. Adiós. Saluda a Flammèche de mi parte.
Grisón dejó a Basile en la cabaña. Al salir, saludó a Sammy, el hombre que le había estado meciendo en la hamaca. Rodeó el inmenso rebaño y lo dejó detrás. Allí cerca estaba la Chevanelle.