¡CHENOT! ¡Eh, Chenot! ¿Estás ahí?
—Pues claro, tonto, no grites que vas a despertar a todo el vecindario —dijo el otro, desde algún sitio en la oscuridad.
—No te había visto, perdona.
—Perdonado. ¿Tienes la cuerda?
—Claro.
—Perfecto. Date prisa. Raclot y Grisón nos estarán esperando. No sé si te has dado cuenta de que hay luna. ¡Malo! Nos exponemos a que nos vean.
—A estas horas todo el mundo duerme, tú qué te crees. ¡Es casi la una de la madrugada…!
—No hables tan alto, que los gendarmes duermen con una oreja abierta…
—¿Dónde es la cita?
—En Dos Cruces. Luego iremos a la cabaña, y con tu cuerda haremos un lazo para alcanzar un árbol en lo alto del talud. En él engancharemos la escala de cuerda.
—¿Crees que resultará?
—¡Tiene que resultar!
Chenot y Jocrisse dejan tras de sí el pueblo de Courquetaines, que se sumerge en la oscuridad. En Dos Cruces se encuentran, efectivamente, con Grisón y Raclot, que se han despertado a tiempo y se han escapado en medio de la oscuridad.
—Le di azúcar a los perros —explica Raclot.
¡Es el gran intento! Raclot ha elegido esta hora de la madrugada porque ofrece múltiples ventajas. En primer lugar, de noche es más fácil esconderse. Además, a las dos de la madrugada es la hora del cambio de guardia. Desde las seis de la tarde hasta las dos de la madrugada, un tumo vigila la primera parte de la noche. El otro, desde las dos hasta las ocho. En el cambio de guardia, gendarmes y cabos se saludan, charlan un poco, echan un trago… en fin, que el relevo se hace como en familia, vaya…
Mientras tanto…
El Marsopa les espera ya en la cabaña, fumándose un gauloise con filtro. Intercambian unas palabras, sincronizan los relojes, recuerdan la táctica a seguir y repiten por última vez los papeles de cada uno.
—Chenot, tú sales el primero y atas la escala de cuerda. Vosotros subís en seguida. Yo cierro la marcha y recojo la escala.
—De acuerdo.
—Luego —continúa Raclot—, iremos de dos en dos, menos el Marsopa, que irá solo. Jocrisse y yo nos arrastraremos hacia el puesto de guardia y nos esconderemos. Grisón, Chenot, vosotros dos iréis a darle azúcar a Arsenio. Os conoce, no ladrará. Cuando el perro se haya comido el azúcar, venís hacia nosotros y os paráis en el bosquecillo.
—De acuerdo.
—Y tú, Marsopa, tú esperas mi señal: el grito de la lechuza, tres veces en menos de treinta segundos. Para mirar el reloj usa la linterna, pero no te olvides de volverte hacia el valle…
—Hombre, claro.
—Cuando oigas la señal, arrastrándote, te metes en el bosque. Ya sabes por dónde, ya te lo hemos explicado. Si consigues pasar, nos encontraremos junto al Criarde. Si te ven, Grisón y Chenot harán algo para despistar. Si no surte efecto, intervenimos Jocrisse y yo. Pero si te pillan sin que nosotros hayamos tenido tiempo de intervenir, cuentas cualquier historia y dices que estás solo. Nosotros, mientras, seguimos escondidos. ¿Entendido?
—Entendido.
—Dentro de cincuenta y cinco minutos es el relevo. ¡Andando!
—Vamos allá.
EN MEDIO de un ruido de hojas aplastadas colocan la escala. Un momento después ya están todos en lo alto del talud. La luna, en cuarto creciente, les alumbra débilmente. Después de un ruido de pasos, de nuevo el silencio. Esperan, cada uno en su puesto, Las dos menos diez. Distinguen la tenue luz de la lámpara de petróleo que alumbra el puesto de guardia. El cabo seguramente lee el periódico. Sus dos compañeros deben de estar vigilando, cada uno por un lado, a unos cien metros de allí, en la oscuridad. Sería peligroso intentar pasar ahora.
Las dos menos cinco. Grisón y Chenot vuelven de casa de Gustave Parmans. Han tenido éxito en su cometido, pues no se ha oído ningún ladrido. Algo más lejos, una alta silueta camina al claro de luna. Es uno de los gendarmes que regresa al puesto. El otro debe de estar haciendo lo mismo, pero no consiguen verlo.
Se oyen voces en el camino y el ruido de unas bicis. Es el turno que llega para hacer el relevo. Raclot reconoce la voz del cabo Filoche. Se conocieron un domingo, en el café de la Clique, cuando el chico fue a ver si su padre acababa ya, de una vez, la partida de cartas.
Ahora, los seis están en la pequeña caseta, riendo, dándose grandes palmadas en la espalda.
Por tres veces consecutivas se oyó, en menos de medio minuto, el prolongado chillido de la lechuza.
Un ruido a la entrada del bosque, una rama que cruje y luego nada.
Raclot y Jocrisse se miran y sonríen. Algo más lejos, Grisón y Chenot hacen lo mismo. Respiran como si les hubieran quitado un gran peso. Sólo queda esperar unos diez minutos, y luego habrá que dirigirse lentamente hacia la derecha para llegar al Criarde. Todo está sucediendo según estaba previsto. Únicamente tienen que esperar que el tumo saliente deje el puesto de guardia, emprenda el camino de regreso y se haya alejado por lo menos un kilómetro, antes de moverse. Es la más elemental regla de seguridad.
Ya llevan veinte minutos esperando, y el tumo saliente no ha aparecido todavía. Es raro. Tanto más cuanto que hay un silencio absoluto donde están los gendarmes… Incluso han apagado el farol. ¿Estarán tomando el fresco afuera? No va a haber más remedio que irse hacia el Criarde sin esperar más. Raclot hace señas a Jocrisse, y los dos se arrastran hasta el matorral de Grisón y Chenot.
—Han olido algo —cuchichea Grisón—. Está claro.
—No nos movamos —ordena Raclot.
Así esperan un cuarto de hora, que se hace eterno.
—Voy a echar un vistazo —dice Grisón.
—Quédate quieto, imbécil. Eso es lo que ellos quieren, que nos descubramos.
Pero Grisón no ha oído esa última observación. Ya se ha marchado…
La niebla empieza a echarse.
De pronto, como un puñetazo en medio de aquel silencio insoportable, un largo y estridente silbido. Luego, gritos, órdenes…
—¡Alto en nombre de la ley!
Raclot, estupefacto, mira a Jocrisse y Chenot, a quienes no les llega la camisa al cuello.
—¿Qué hacemos? —pregunta Raclot—. ¿Los despistamos?
—¡Qué rabia! —dice a media voz Jocrisse, lívido de miedo.
Gritos y más gritos. De pronto, inesperadamente, suena un disparo en la oscuridad.
—¡Han disparado!
Los tres chicos, siempre escondidos detrás del matorral, distinguen débilmente, más allá de la niebla, algunas siluetas que van y vienen.
—Imposible despistarlos —concluye Raclot—. Dentro de diez minutos no se verá ni a tres metros.
—¿Nos replegamos hacia la cabaña?
—Es la mejor solución. El Marsopa irá allí… Si puede… De todas formas, es el punto de reunión previsto en caso de retirada. Y como se trata de una retirada…
Otros disparos, cerca del bosque.
—No es posible… No tirarán a dar… —murmura Chenot.
—De noche todos los gatos son pardos —dice Raclot.
—Ha sido una idea fatal elegir la hora del relevo: ahora tenemos seis gendarmes en lugar de tres…
—No —dice Raclot, defendiendo su idea—, es el único momento en que no están haciendo guardia como Dios manda.
—Pues a mí me parece que están vigilando. ¡Y cómo…!
—Es raro, a pesar de todo —dice Raclot pensativo—. ¡Eh! ¡Atención! —exclama de repente—. Alguien viene hacia nosotros…
Es el Marsopa, que llega corriendo y se lanza detrás del matorral, aplastando a Jocrisse, que lanza un débil grito.
—¡Un auténtico fracaso! —dice el recién llegado, sofocadísimo—. Nos estaban esperando, está claro.
—¿Pero cómo puede ser eso?
—¡Por lo menos hay treinta! Están emboscados detrás de cada árbol en la linde del bosque. ¡Treinta! ¿Tú encuentras eso normal?
—Pues… no.
—Pues yo tampoco. ¡Nos han traicionado, eso es todo!
—¿Pero quién? Si no se lo hemos dicho a nadie.
—Alguno de nosotros, quizá.
—Imposible, imposible —murmura Raclot rascándose la cabeza.
Continúan los gritos y los disparos a menos de cien metros.
—¿Dónde está Grisón? —pregunta Raclot—. ¿No le has visto? ¡Menudo imbécil…! Y eso que le había dicho que…
—No tan imbécil, tú. Es el único que los ha distraído. Si no llega a ser por él…
—¿Te hubieran cogido?
—Desde luego.
—Pero ¿qué les pasa para disparar como lo están haciendo?
—Están siguiendo a Grisón y dispararán al aire para asustarlo.
—No creo —dice el Marsopa.
—¿Por qué?
—Porque uno dispara al aire una o dos veces… Pero perder así como así tantos cartuchos… eso no es normal.
—¿Quieres decir que tiran a dar?
—Yo no sé nada. Sólo que todos han ido tras él. Por eso he podido librarme yo. También me ha ayudado esta niebla…
—No podemos hacer nada —dice Raclot—. Volvamos a la cabaña.
GRISÓN se había dirigido hacia el bosque de Epnoi, dejando detrás aquella panda de cobardes. Tenía que ayudar al Marsopa. Fue entonces cuando se produjo el primer disparo, que le cogió desprevenido, poco después del silbato. Por un momento pensó que habían cogido a su compañero. Pero como vio que la persecución continuaba, comprendió que no le habían pescado. Siempre a rastras, se iba aproximando a la zona. Los gendarmes corrían en todas direcciones, pasando a veces muy cerca de él. Nunca había visto tantos gendarmes juntos. Además eran siempre distintos los que volvían a pasar, no como hacen en el teatro.
Los disparos se convirtieron en un auténtico tiroteo. Seguro que iban contra el Marsopa…
De pronto se dio cuenta de que estaba rodeado.
No había escapatoria posible. Estaba decidido a rendirse; aunque no sabía cómo hacerlo, por miedo a los disparos. Existía un auténtico peligro de que se equivocasen. Así que decidió esperar a que lo encontrasen los gendarmes.
De repente, entre la niebla, surgió una gran silueta. Era un hombre delgado, muy alto, con botas de cuero, con una gran capa y un amplio sombrero.
El hombre pasó junto a él, se inclinó y le dijo, indicándole una dirección:
—Coge por ese lado y no te pares por nada.
El chico se levantó rápidamente y echó a correr con todas sus fuerzas. El pecho le ardía. Aún oía disparos, aunque lejanos, en la dirección por donde el hombre se había alejado.
Después de recorrer un kilómetro ya no podía más. Se tumbó en unas hierbas altas, detrás de un terraplén, entre dos bosquecillos. Aquella parada brusca después de una larga carrera, además de las emociones y de una noche en vela, hizo que perdiera el conocimiento.