GUSTAVE PARMANS, solterón empedernido, era el guarda rural de Courquetaines. Ocupaba sólo una habitación de la casa forestal de Fontenotte situada en el comienzo del bosque de Epnoi; el resto del caserón lo había dejado para las ratas y las sabandijas.
Los gendarmes que hacían guardia en la linde de la zona veían brillar a veces, hasta muy tarde, la paliducha luz de su lámpara de petróleo. Es que, muy a menudo, estaba ocupado en el recuento minucioso de sus tres sobres.
Gustave cobraba del gobierno un buen sueldo, que recibía cada trimestre. Para no tener al final sorpresas, apenas el cartero se daba media vuelta, Gustave distribuía su dinero en tres sobres, cada uno de los cuales contenía el presupuesto de un mes. Aunque ponía un poco más en el primero, con el fin de pagarse el lujo de celebrar el acontecimiento. Se metía éste en uno de sus bolsillos y guardaba los otros en un viejo armario, jurándose a sí mismo que no los tocaría antes de tiempo.
Desgraciadamente, la fiesta duraba tanto y sus amiguetes eran tan numerosos en aquellos días, que el sobre en cuestión daba sus últimas boqueadas al acabar la primera quincena. Por más que calculara y calculara, por más que se apretase el cinturón, suprimiera, ayunara y se encerrara, no tenía remedio. Después de tres o cuatro días de privaciones, se arrastraba hasta el armario y se convertía en perjuro.
La vista del dinero del segundo sobre le producía una sensación de bienestar, una impresión de abundancia… y no pudiendo reprimir su alegría un minuto más, desde ese mismo día se le veía, de la mañana a la noche, en la taberna de Robert y por las calles de Courquetaines. Luego, se acababa la quincena y, con ella, el segundo sobre, comprobando con espanto que tenía que vivir dos meses con la paga de uno…
Esos dos meses solían ser muy «sanos»: descubría la naturaleza, los caracoles, las fresas silvestres y los champiñones. Se dejaba crecer la barba, no bebía, y se pasaba todo el santo día paseando por el campo con un bastón y con su perro Arsenio. Entonces era cuando se convertía en un auténtico guarda rural…
LOS CINCO CHICOS de Courquetaines tuvieron una suerte de ésas que hacen época. El día en que colocaron el primer tablón de la cabaña, vieron al cartero que le subía a Gustave Parmans su paga, en Fontenotte. Eso les aseguraba una relativa tranquilidad y, quince días más tarde, el día en que extenuado y agonizando, el guarda rural debía de estar arrastrándose por el suelo hacia su armario para coger el segundo sobre, ponían ellos el último tablón de la cabaña y preparaban la fiesta más formidable de que tengan memoria los anales escolares.
Estaban a primeros de junio. Tenían unos días de vacaciones porque el maestro había sido requerido para examinar de gramática a los aspirantes al certificado de aptitud profesional para la fabricación de pastas alimenticias.
Era un día magnífico, sí señor. ¡Si hubierais visto la cabaña…! Aunque, así como así, de buenas a primeras, no la hubierais podido ver. Por el camuflaje, claro…
Tenían que entrar arrastrándose. Se llegaba a un primer cuarto, que servía de vestuario, en el que los más altos daban con la cabeza en el techo de lona, estando sentados. Luego se pasaba a otro cuarto, más alto, donde guardaban el material: martillo, clavos y la famosa escala de cuerda, que habían comprado a un vendedor ambulante. Al final había un salón donde planearían los próximos intentos.
El conjunto era perfectamente invisible desde el exterior. Incluso, hasta habían echado pimienta, por los perros, y volverían a echar más si hacía viento.
¡Y se inauguró la cabaña! Para tan fausto acontecimiento habían invitado a tres chicas con las que podían contar. Figuraban entre las menos charlatanas, y hacían unos pasteles… Raclot había birlado de la bodega de su padre unas botellas de marca, y el Marsopa, varios frascos de licor casero. Jocrisse había hecho una razia por los caramelos, y llevó varias cajas enteras. Los otros se habían dedicado a coger unos kilos de fresas y unos puñados de las primeras cerezas de la temporada. Grisón había podido conseguir nata fresca.
La gran comilona empezó hacia las once y media. Como todos habían avisado en casa su ausencia, tenían todo el día por delante. Después de los aperitivos, cuyos efluvios nublaban la vista y ponían alegre el corazón. Raclot sirvió patatas cocidas a la brasa y unas excelentes salchichas asadas. Enseguida apago el fuego pues el más débil hilo de humo habría podido atraer miradas indiscretas. Las botellas de tinto fueron bajando de nivel lentamente al principio, pero luego se quedaron asombrados al comprobar, de pronto, que estaban totalmente vacías. ¡Y eso que Raclot había llevado todo un cargamento! Al principio, con las bocas llenas, nadie hablaba. Se limitaban a intercambiar frases cortas:
—Pásame la sal.
—No hay.
Luego se pusieron a contar anécdotas, casi todas ya conocidas, relatando tal o cual aventura de algún personaje del pueblo. Al final acabaron hablando de Rafistole y su agujero. El tal agujero —todos habían podido comprobarlo en la última visita hecha ayer tarde— había alcanzado la profundidad del sótano de una casa, y la respetable longitud de diez metros, de creer a su único arquitecto y obrero. En cuanto a la anchura, todavía no pasaba de los dos metros en los sitios en que más, pero Rafistole contaba ponerse a ello próximamente. Cuando le preguntaban:
—Rafistole, ¿para qué es tu agujero?
Respondía:
—¡Ah!… ¡Ah!…
Guiñaba un ojo y echaba un trago del cuartillo de tinto, que nunca le abandonaba.
Luego, la conversación derivó poco a poco hacia el cabo Beauras, del cual no había gran cosa que decir; sólo que él les llevaba directamente al tema tabú, la zona, asunto que, naturalmente, tenía mucho que ver con la cabaña. Eso era sacar a colación el tema de sus planes. Raclot se negaba tajantemente a hablar del asunto delante de las chicas, pues sólo tenía en ellas una relativa confianza, a pesar de que les habían revelado la existencia de la cabaña.
Las tres chicas sacaron en aquel momento los pasteles que habían elaborado en secreto, a veces, incluso, con dificultades. Aunque, en fin, no eran una maravilla, valían cien veces más que la cocina de Raclot; y aunque nadie lo dijo, lo pensaron todos, hasta el jefe. Por aquel entonces, aún no se habían preguntado si sería ventajoso o no, meter a aquellas chicas en el plan de introducirse en la zona. Tal vez, después de todo, pensaban que ellas no estaban capacitadas como los chicos para esconderse, arrastrarse, tirarse cuerpo a tierra de golpe, arañarse con los matorrales o encararse con los gendarmes en caso de fracaso. Los sucesos posteriores demostrarían que tal razonamiento era estúpido, y que las chicas iban a ser, por muchas razones, unas compañeras formidables.
Grisón comparaba sus futuros intentos con los de los montañeros que se lanzan al asalto de las montañas más altas (exceptuando el relieve, mucho más modesto aquí, y el frío, compensado en este caso por los gendarmes, en el fondo, todo venía a ser lo mismo). La cabaña sería el campamento-base en el que prepararían la escalada victoriosa. Como les hablaba en esos términos mientras las chicas estaban ocupadas con otra cosa, despertó en sus compañeros un cierto interés, y desde ese momento se expresaban en términos montañeros cuando querían entenderse entre sí pero había delante personas ajenas a su secreto.
Después de haberse comido las tartas y los pasteles y de haber elogiado a Delphine, Prune y Causette, saborearon el excelente café que el termo de Chenot había conservado caliente. Luego, llegaron los licores. En este punto del almuerzo ya no podían articular palabra, pues el beaujolias embrollaba todo. Solo acertaban a cantar trozos sueltos de canciones aprendidas fuera de la escuela y no precisamente enseñadas por sus abuelas, acompañado todo ello con hipos sincopados. Cuando al ocultarse el sol en el horizonte, decidieron marcharse, ¡ay!…, aquello fue otra cosa. Se arrastraron por la estrecha salida y, una vez al aire libre, intentaron la difícil proeza de ponerse en pie. Aquella cochina cantera tenía relieves inesperados e inexplicables ondulaciones. Mantener el equilibrio llegaba a ser un lujo que se compraba al precio de terribles esfuerzos y, antes de lanzarse a las aventuras montañeras, tenían que domar aquel curioso navío que no paraba de moverse entre las tempestades del crepúsculo.
Pero como la tarde traía un viento fresco, eso les hizo recobrar, si no toda, al menos parte de su lucidez; y se marcharon cogidos del brazo, cantando, riendo, gritando a la luz de la luna, que ya asomaba. Por los caminos, demasiados estrechos, se deslizaba aquella extraña fila, apartando los matorrales, estirándose en las cuestas arriba, para luego apretarse como un acordeón en las bajadas. Por último, todos se derrumbaron en un montón de arena, entre grandes vítores. Luego, un poco más tarde, se encontraron al final de la carretera de las Dos Cruces, allí donde se une con el camino Mathieu, y siguieron hacia Courquetaines. Pero pronto se detuvieron, boquiabiertos.
A unos veinte metros delante de ellos, tres amenazadoras sombras les cerraban el camino.
ENTRE EL humo y las risas que llenaban el local del café de la Clique, Gustave Parmans se levantó. A pesar de numerosas llamadas al orden, se tardó un minuto en lograr silencio. Entonces, la voz grave y áspera del guarda rural entonó una canción, temblona y a trompicones, que los asistentes continuaron, coreando. Aplaudían, golpeaban encima de las mesas. El gordinflón de Robert, en pie sobre una caja de cervezas, llevaba el compás. Anaís enjuagaba los vasos y pasaba la bayeta por encima del mostrador, llevando con ella el compás de la alegre canción:
Amigos, bebamos o la salud
de Gusta-a-ve.
Por su salud, por sus amores,
por sus «so-o-bres»;
y que siempre sea así…
Cuando acabaron, se aplaudieron ellos mismos, chillando. Los gritos de las mujeres ahogaban las voces de los hombres. Cada cinco minutos, Robert sacaba nuevas botellas.
Así era cómo, cada vez, celebraban el «segundo sobre» de Gustave Parmans.
Cuando Gustave comprendió que aquello duraba ya demasiado, se levantó para marcharse. Tuvo que ser ayudado por dos hombres que no estaban mucho más serenos que él, pero que la casualidad había puesto a su alcance: el cabo Beauras, que para esta ocasión se había cogido un día de permiso, y Martial Raclot, padre del colegial que ya conocemos. Sosteniéndose los tres a duras penas para poder bajar los escalones que llevaban a la plaza, al caer la noche se encontraron riéndose como tontos en mitad de la carretera. Beauras continuaba cantando, Martial contaba la historia de un gato gris claro que estaba sentado sobre un trozo de cartón ondulado, y Gustave lloraba de tanto reírse.
Luego, se dirigieron lentamente hacia el camino Mathieu, con objeto de acompañar a su casa al guarda rural ¡Quién sabe a lo mejor tenía, bien escondida, alguna buena botella…! Por equivocación se metieron por el callejón y se detuvieron ante el agujero de Rafistole. Mientras, en el café de la Clique, la gente se levantaba para marcharse, y Anaís hacía las cuentas.
Después de contemplar el agujero, cuyas dimensiones eran ya cosa seria, el trío, abrazado, se marchó zigzagueando por detrás de la iglesia, para coger el camino de Epnoi.
Y FUE un poco más lejos donde los chicos, de regreso de su cabaña, se los encontraron.
A pesar de la oscuridad, Raclot reconoció a su padre, con lo que se le quitó la borrachera instantáneamente. Los tres hombres, al ver a los niños, creyeron que se trataba de alguna pieza de caza o de animales escapados de alguna granja. Así es que se quedaron inmóviles, en actitud interrogante, pero que de lejos podía parecer belicosa. Los dos grupos se estuvieron mirando durante un buen rato. Luego, sin saber por qué, se echaron todos a reír.
—¡Venid todos a mi casa! —gritó Gustave, que había recobrado el equilibrio.
Y se llevó consigo tanto a jóvenes como a viejos, tanto a chicos como a chicas. Hacía una espléndida noche oscura. Las estrellas se apretaban en torno a la Vía Láctea, cercana, casi al alcance de la mano.
Subieron por el camino Mathieu hasta el bosque de Epnoi, torcieron luego a la derecha por un camino que bordeaba la zona prohibida. Un perro se puso a ladrar no lejos de allí: Arsenio festejaba el regreso de su amo.
Se apiñaron todos en la gran habitación en donde vivía Gustave, y estuvieron cantando canciones alusivas al vino hasta que el guarda rural subió de su bodega unas botellas de tinto y unos frascos de licores.
Raclot hijo salió a tomar un poco el aire, mientras Beauras contaba al grupo sus recuerdos como cabo. Arsenio, el pastor alemán, se acercó al chico y lo olfateó por todas partes. Eso le dio una idea a Raclot. Entró, llamó a sus compañeros uno a uno y los fue presentando al magnífico perro guardián. Arsenio estaba encantado, así variaba un poco la compañía del borrachín de su amo y de las ratas que llenaban la casa.
Luego, mientras los mayores se hundían en una nebulosa cada vez más espesa, los niños se marcharon discretamente y regresaron a Courquetaines.
Al borde del Criarde, cantaban los sapos.