4 Cuestión de táctica

YO CREO —dijo Raclot— que hasta ahora hemos actuado como unos imbéciles.

Parecía estar seguro de lo que decía. Como él mismo había dirigido la mayor parte de las tentativas, sus palabras eran como una propia acusación, lo cual produjo buen efecto.

Los cinco chicos estaban sentados en un círculo apretado, sobre la gravilla del patio de la escuela. Como eran los mayores, los otros los dejaban en paz y jugaban al escondite algo más lejos. Sólo algunas chicas, indiferentes en apariencia, estaban ocupadas en unos juegos pacíficos, lo que les permitía, discretamente, tener el oído alerta. El Marsopa tuvo que chillarles varias veces. Mientras tanto, el señor Gaboriot, el maestro, terminaba un magnífico croquis con tizas de colores en la vieja pizarra.

Después de haber confesado el jefe de la banda su fracaso, le pidieron algunas precisiones.

—Bueno —dijo—, es muy sencillo. Siempre lo hemos intentado de la misma manera. Llegamos en solitario o en grupo a lo alto del camino Mathieu, y solo a partir de ahí empezamos a escondernos. Y no habíamos pensado que los polis, para entonces, ya habían tenido tiempo más que suficiente para vernos llegar. Es, casi, como hacerles un plano de nuestras operaciones. Total, cosa muerta desde el principio. Por eso nos cogen, como tontos, en cada intento…

Los otros permanecieron callados porque reconocían la verdad de esas palabras. Se oían los gritos de los pequeños persiguiéndose y escondiéndose dando portazos con las puertas de los retretes. Otros habían sacado una pelota y se la oía golpear regularmente contra el muro. De resultas de una falsa maniobra, aquélla se desvió al chocar contra una esquina de la ventana y cayó en medio de los mayores, que la tiraron, enfadados, por encima de la tapia, a la calle. Cesaron todos los ruidos en el patio y apareció la cara flaca del señor Gaboriot en el hueco de una ventana.

—Bueno, ¿qué pasa ahí?

—¡Los mayores, que nos han tirado la pelota a la calle, señor maestro!

Los mayores se habían levantado. Gaboriot desapareció de la ventana y apareció por la puerta de la clase. Atravesó el patio y salió a la plaza del ayuntamiento. Mientras, alguien devolvió la pelota. Los ruidos y las risas recomenzaron inmediatamente, y el maestro no tuvo necesidad de ir más lejos en su búsqueda.

El conciliábulo secreto prosiguió. Al no haber encontrado nadie una solución, les esperaba un fin de recreo triste y resignado cuando, de pronto, el Marsopa, que tenía ese mote por ser el mejor nadador del pueblo, gritó:

—¡Aguardad! ¡Me parece que tengo una idea!

Aunque sólo se trataba de un «me parece que» todo el mundo se le echó encima como si fuera el último salvavidas. Pero ya era la hora de clase y el maestro estaba mirando su reloj.

—Venga, date prisa, cuenta…

—Bueno, pues veréis. Los gendarmes nos ven llegar desde que empezamos a subir por el camino Mathieu. ¡Lo que hay que hacer es no volver a ir por el camino Mathieu!

—¿Eso… eso es todo?

—No. Podríamos atacar en dos tiempos.

—¿Cómo?

—Pues, por ejemplo, llegamos todos como si tal cosa al pie de la ladera. Luego, cambiamos de dirección como si hubiéramos ido para cualquier otra cosa, por ejemplo para ir a buscar las vacas en la pradera. Nos escondemos, y esperamos allí unas horas. Pero eso tendría que ser, naturalmente, bastante cerca de la zona. Mientras, los polis sé olvidan de nosotros. Luego, ya en un segundo tiempo, de matorral en matorral, pasamos al ataque. Como ya no estarán pensando en nosotros, pondrán menos atención.

—Así y todo nos pueden coger…

—Sí, desde luego, siempre nos pueden coger. Pero si vamos por sorpresa, habiendo preparado bien nuestro plan, tenemos más posibilidades, ¿no os parece?

—No es ninguna tontería —dijo Raclot.

—Es verdad —reafirmó Grisón—. Lo que nos ha perdido hasta ahora es que siempre hemos obrado de cualquier manera, sin ninguna táctica. Lo que necesitamos es un plan. ¡Eso es, un plan! Todo es cuestión de táctica.

El maestro dio unas palmadas. Se pusieron en filas de a dos delante de la puerta de la clase, y los mayores mostraban un nerviosismo que no pasó inadvertido al profesor. Tuvieron que aguantar un montón de reprimendas, pero les tenía sin cuidado. ¡Ya podían los gendarmes darse por vencidos! ¡Con táctica se consigue todo…!

Durante la clase de gramática hubo un intenso trasiego de notas, escritas aprisa y corriendo en las que se podía seguir la evolución del plan:

14,10 h. Podríamos pasar por el campo de los Petiot.

Respuesta: Sí, pero hay que meter a Dudule en el plan. (Dudule era uno de los hijos de Petiot, con el que no siempre se llevaban bien).

14,15 h. No se admite a Dudule en el plan. Va a chivarse de todo. Además, su campo es demasiado visible.

Respuesta: Entonces, buscad otra cosa.

14,20 h. Pasad este papelito: Podríamos hacer una formidable cabaña para escondernos.

14,30 h. Todos de acuerdo respecto a la cabaña.

14,40 h. Hay que hacerla en la cantera abandonada.

Respuesta: Hay serpientes.

Contrarrespuesta: Las aplastaremos.

14,50 h. Pasad este papelito: Vale, aceptado, haremos la cabaña en la cantera. Pero hay que meter a Chenot en el ajo; el terreno es de su familia.

Respuesta: Se acepta a Chenot, es un tío macho.

15,00 h. Chenot ¿estás de acuerdo en que hagamos una cabaña en tu cantera?

Respuesta: ¿Para qué?

Contrarrespuesta: Te lo explicaremos en el recreo.

Recontrarrespuesta: De acuerdo.

—¿En lo de la cabaña?

—No, en lo de explicármelo en el recreo.

—¡Chitón! No tan alto. Las paredes oyen…

—¿Quién habla de oír? —pregunto el señor Gaboriot.

—Esto… he sido yo, señor —dijo Jocrisse, que mentía para proteger a su jefe.

—Ah, ya… ¿Y qué decías a propósito de los oídos?

—Pues… le decía a Chenot que tiene los oídos sucios, s… señor.

La dase se echó a reír, ya que las orejas de Jocrisse tenían una mugre que saltaba a la vista.

—¿Puedes repetir lo que yo estaba diciendo? —preguntó el maestro.

—No. señor —dijo Jocrisse bajando la cabeza.

Estuvo castigado durante el recreo de la tarde. Mientras copiaba unas líneas, solo en la clase, los otros, en el patio, ultimaban su estrategia; hasta él llegaban algunas palabras sueltas del plan, lo que le llenaba de envidia. Naturalmente, a la salida, a las cinco, sabría todo al detalle.

¡Pero después que los otros! Eso es lo que le daba rabia: después.

CHENOT había aceptado y, naturalmente, ya formaba parte de la banda, cuyo número de integrantes subía ahora a cinco.

La cantera de Chenot había sido siempre la envidia de los chicos de Courquetaines. Constaba de varias excavaciones, ocultas por unos grandes matorrales, en las que había cantidad de escondites estupendos. Sobre una parte del terreno estaban apiladas toneladas de raíles de un pequeño ferrocarril de cantera, que habían sido usados allí y en otros sitios, en los tiempos en que el abuelo Chenot era contratista de obras públicas. Cuando murió, vendieron todo menos los raíles y algunas vagonetas, que se oxidaban al aire libre desde hacía decenas de años. Por razón de los diversos peligros que podía haber allí para los visitantes estaba prohibida la entrada, especialmente a los niños. Muchos de éstos habían sido pescados por el guarda rural, que pasaba a menudo por aquel lugar dado que habitaba en una casa forestal al borde del bosque de Epnoi. Por lo demás, él era la única persona autorizada a vivir tan cerca de la zona, dada su condición de guarda jurado. ¿Acaso no había ayudado infinidad de veces a los gendarmes alejando a los paseantes demasiado curiosos?

Pero como el padre de Chenot era el alcalde de Courquetaines, su hijo no le tenía mucho miedo al guarda rural. Y además, ¡qué diablos!, ya encontrarían un escondite lejos de todas las miradas indiscretas.

A la salida, lo primero que hicieron fue ir al callejón, a ver el agujero de Rafistole. ¡Caray! ¡Cuánto había adelantado desde esta mañana! Dos metros cuadrados de superficie, y el peón caminero hundido hasta la cintura. ¡Vaya energías! Pero no era cuestión de quedarse con la boca abierta ante esto que, al fin y al cabo, sólo era una obra trivial. ¡Algo mucho más importante iba pronto a comenzar, y ya era hora de ir preparando los planes!

—Cada uno en nuestra casa hacemos un plan —había dicho Raclot—, y mañana lo llevamos a la escuela. Y cogemos el mejor. O bien, los mezclamos todos… si es posible.

—Adiós… ¡Los venceremos!

—¡Sí, señor, venceremos a los guardias!

EN SU CUARTO, en la Chevanelle, Grisón reflexionaba. Eran las diez de la noche y se alumbraba a escondidas a la débil luz de una vela. En su hoja de papel de envolver dibujaba bocetos y más bocetos de cabañas. Las había de todos los tamaños y formas. Pero como aún no sabía nada del terreno en donde iban a construirla, imaginaba todas las variantes posibles, desde la cueva hasta la choza sobre pilotes. En todo caso, le parecía que la primera condición tenía que ser el camuflaje, por lo que esperaba que encontrarían una cueva en el talud. Después de estudiar el asunto, le pareció que una cueva tenía ciertos peligros, como el de desprendimientos, y un gran inconveniente: el de no tener más salida que la boca de entrada, lo que resultaba insuficiente en caso de visita no grata.

La cabaña «ideal» debería estar adosada a la roca, con espacio suficiente para guardar el material, oculta entre los arbustos, lo cual daría una impresión de algo enmarañado, imprescindible para una perfecta tranquilidad. Para llegar a ella se tendría que ir por un camino que tuviese diversos cruces, para confundir los extraños. Y todo ello cerca de la zona por razones estratégicas, al borde de un bosque para reducir el transporte de materiales, y no en una hondonada —¡eso no, por favor!— porque si no sería inutilizable en los días de lluvia.

Lo más sorprendente es que todos llegaron aquella noche a conclusiones similares. Hacia las tres de la madrugada, Chenot, que repasaba de memoria todos los sitios aptos para construir su cabaña, descubrió uno que no estaba mal; quizá un poco estrecho, pero ofrecía las condiciones mínimas de seguridad. Con su imaginación lo visitaba, lo desbrozaba, lo limpiaba y lo acondicionaba. Estaba que ni pintado. Además, desde allí tenían acceso al comienzo mismo de la zona, sólo con escalar un pequeño talud al que, desde luego, a ningún gendarme se le ocurriría prestar atención.

RACLOT tenía razón: se habría podido mezclar todos sus planes. Lo discutieron acaloradamente en la plaza del Lavadero, después de haberse bebido el litro de limonada que habían comprado en Ultramarinos Reunidos. El proyecto definitivo no se diferenciaba en nada de los otros. Sólo, mejoraba tal detalle de éste, tal idea de aquél… La construcción sería sencilla y no exigiría ningún material especial. Algunas maderas, tablas, lonas, una red para el camuflaje y estacas. Todo eso se podía encontrar en cualquier sitio. Lo más difícil sería hacerse con la escala de cuerda que serviría para escalar el talud el día de la Gran Ofensiva. Aunque se podía fabricar a mano, utilizando cuerdas de hacer paquetes.

Sólo quedaba por saber cuándo iban a empezar.

¿Qué cuándo? ¡Cuanto antes, qué diablo!