FUE AL FINAL de una hermosa mañana del mes de marzo, cuando miles de flores resplandecían en todos los balcones, cuando el peón caminero Rafistole tuvo la inspiración de hacer la gran obra que iba a transformar su vida. He aquí lo que ocurrió:
Eran justo las diez y Rafistole, acodado en su habitual mesa de mármol del café de la Clique, estaba tomando el poco sol que se filtraba a través de los visillos del ventanal. A sus espaldas relucía el espejo nuevo colocado la víspera y que reemplazaba, por fin, a aquel otro que había tenido el trágico fin que ya sabemos. Ni una mosca turbaba la tranquila atmósfera impregnada de resplandeciente luz que bajaba del cielo a raudales oblicuos y en la que brillaba una cantidad infinita de motitas de polvo. Una música de acordeón lanzaba sus agrias notas desde el viejo aparato de radio, encajado entre dos estanterías atestadas de unos librejos descoloridos sostenidos por pisapapeles de imitación bronce. Una olla a presión escupía su ácido perfume en la cocina contigua, de donde Anaís salía constantemente cruzando la cortina de tapones. Esta hacía un ruido parecido al de unos collares que se entrechocasen. Llevaba un montón de cubiertos que Robert debería colocar en las cuatro mesas del fondo del local.
En aquel momento, el gordinflón estaba sacando brillo a varios objetos de cobre, así como a los grifos de la cerveza de barril. Acompañaba, silbando, la musiquilla del acordeón. Pero tan desaliñadamente, que a veces parecía como si hubiese una segunda voz. Cuando se hartó de aquella música, se dirigió lentamente hacia el aparato de radio, movió los botones pasando sucesivamente de un concierto clásico a informaciones, a un discurso de la Asamblea Nacional y a la retransmisión de un partido de tenis. Después de un enorme guirigay de interferencias, por fin se decidió a dejar la interviú que estaban haciendo a una artista de cine:
—Así es como debuté —decía la actriz.
—¿Hubiera preferido quedarse en el teatro?
—¡No! Huele demasiado a cerrado. Prefería el ambiente del «western». ¡El aire libre, vamos!
—¿Conoció a su primer marido en un «western»?
—¡Robert, tráeme un blanco! —gimoteó Rafistole, de quien se habían olvidado.
Sí, en «Los valles perdidos». Hacía de traidor. No tan bien, por cierto, como en la vida real…
—¿Se casó nada más acabar el rodaje?
—No, no, «durante». Por culpa de las lluvias.
—¿De las lluvias?
—Si, ellas fueron las culpables de que se retrasase el rodaje dos meses. Como, mientras, no teníamos nada que hacer…
—¡Viene ya ese blanco, o qué!
—¿Exactamente, cuándo os divorciasteis?
—Al acabar la película. Me dejó de gustar mi marido en la última escena, cuando se vengó de Rodrigo.
—¿Fue ése el único motivo?
—Sí. Bueno, aparte de que yo estaba enamorada de Rodrigo.
—¿Traes ese condenado vaso de blanco o no?
—¿Y se casó con Rodrigo después de la película?
—¡Ya voy! ¡No grites como un animal!
—Sí. Y enseguida nos marchamos a Venecia.
—¿Viaje de novios, luna de miel?
—No. Teníamos que rodar «Primera aventura».
—Para usted, Marianne, ya era la segunda «aventura»…
—Oficialmente…
—¿Qué papel tenía en «Primera aventura»?
—¡Vaya petardo la tía ésta! ¡Voy a cerrarle el pico!
—Yo hacía de granjera. Un papel que me iba muy bien. Siempre me han gustado los conejitos; y también los pájaros; sobre todo los pajaritos. Tengo que decir que los pajaritos me recuerdan…
Robert acababa de apagar la radio, con gran alivio de Rafistole a quien —¡por fin!— le sirvieron su vasito de vino blanco. Robert le dijo:
—Toma, coge tu vaso y ponte en la mesa de delante. Ya sabes, tengo que preparar las del fondo.
—¡Ah, sí! —dijo Rafistole que se levantó para realizar el cambio. El dueño pasó una bayeta por las mesas, se marchó a la trastienda y volvió con unos manteles de papel. En seguida se oyó el ruido de los platos al irlos colocando en las mesas, luego los cubiertos, los vasos y, finalmente, las sillas al ponerlas en su sitio.
Rafistole, aún con su vaso de vino en la mano y después de haber dejado libre la mesa del fondo, permaneció de pie, mirando la plaza del ayuntamiento a través del cristal de la puerta, el cual tenía la ventaja de no estar tapado por ningún visillo. ¿Se sintió atraído por la cruda luz del sol o por el verde que crecía a lo largo del camino de cabras? Lo cierto es que, con la mirada perdida en el infinito, dejó su vaso de vino en la mesa más cercana, abrió la puerta y salió.
Una vez en la acera, aspiró largo tiempo el aire cálido y oloroso. Se puso a brincar como un niño, primero en la acera y luego atravesando la plaza. A este trotecillo alegre sucedió un paso de carrera auténticamente atlético, que nadie en el pueblo le conocía.
Cuando hubo atravesado la explanada deslumbrante de sol, cogió, sin dejar de correr, el sendero de cabras; un sendero insignificante que discurría por entre unas viejas casuchas y desembocaba directamente en el campo. Un puentecillo destartalado le permitió pasar el Criarde y se encontró, yendo siempre al mismo paso, en medio de unos prados salpicados de vacas, margaritas y amapolas. Se detuvo y empezó a preguntarse qué demonios le había sucedido. Ese hombre, que todavía ayer era incapaz de hilar dos ideas seguidas, comprendió, de pronto, que acababa de alejarse de Robert, del café de la Clique y, sobre todo, de su vasito de vino blanco de antes de la comida. Si hubiera vuelto la espalda en el punto cumbre de la carrera, se hubiera encontrado con que le habían seguido los gatos, los perros, conejos y zorros de los alrededores. Hasta las vacas, que contemplaban a aquel silencioso corredor, comenzaban a tener envidia.
Pero se paró y el encanto se rompió. Como le ocurre a un cohete a reacción, Rafistole había llegado también a la cima de su trayectoria, a ese punto del que ya no se puede pasar, y de nuevo sentía la atracción, imperceptible al principio, más fuerte cada vez. Reanudó la marcha, rodeó el pueblo por las praderas que bordeaban el río, el cual cruzó por el primer puente que encontró. En ese lugar se hizo más insistente la llamada del café de la Clique y empezó a acelerar el paso. Al poco rato, corría. La atracción era irresistible, atroz. La minúscula fachada del café se agrandaba a ojos vista, al fondo de la calle, en la esquina de la plaza. Rafistole se puede decir que volaba. Volaba. No tocaba tierra.
En medio de un estrépito horrible, entró como una tromba por la puerta y tropezó contra un montón de cajas de cerveza que se le cayeron encima. Robert, que no había notado ni la salida ni la entrada de su cliente, no entendía nada al ver aquellas piernas pataleando en el aire en medio del montón de cajas.
Rafistole estaba ileso. Se revolvió entre las cajas, se levantó, se sacudió el polvo y fue a sentarse delante de su vaso de vino blanco. Y les dijo al dueño y a su mujer, que le miraban sin entender absolutamente nada:
—No es nada… no es nada…
Luego, sin beberlo, pagó su vino y, de nuevo, salió.
El sol, al acariciar su cara, le daba el tono suave de la piel de un niño. Rafistole aprovechó el paso torpón de tres patos, para ponerse detrás de ellos. Andaba lentamente, con la cabeza baja, con una mano en el bolsillo, y dando de cuando en cuando patadas a las piedras que cubrían la calle Fer-à-chaud. Una vez en la plaza del Lavadero, dejó que las aves siguieran patosamente hacia el río y él se apoyó en uno de los tilos. Encendió un cigarrillo y echó unas largas bocanadas grises que se disolvieron en el aire tibio.
Le rondaba la cabeza una idea, cada vez más precisa, a la que consagró dos cigarrillos más. Estrujó el paquete vacío, apuntó al puente y disparó. La bolita azul, lejos de dar en el blanco, falló lamentablemente y desapareció en la comente.
Rafistole había doblado una pierna y apoyaba la suela de su zapato derecho contra el tronco del árbol. Canturreaba en voz baja, mirando el agua sobrante del lavadero, que caía, con un alegre gorgoteo en el Criarde, al que vertía sus aguas blancuzcas, que más adelante recobraban su transparencia. Cuando tuvo su idea lo suficientemente clara, precisa y firme, se marchó de la plaza, pasó por delante de la granja de Raclot y subió por la calle de los Valientes, donde estaba el almacén de Courquetaines.
Echó una mirada al escaparate, que exhibía un montón de utensilios diversos, algunos de utilidad dudosa, pero cuyo aspecto nuevo, a propósito para atraer la clientela, era lo único que justificaba su presencia. Una segadora de césped, una bicicleta, cuchillos, cacerolas, un mueble de cocina…
Al entrar en la tienda, la puerta agitó una campanilla que no paró de sonar. Rafistole esperó en aquella semioscuridad. Miraba unos sobrecitos de semillas cuyas flores, presentadas muy favorecidas, formaban un jardín de papel sobre las paredes de la tienda.
El tendero, vestido con un guardapolvos gris, apareció en un rincón. Se iba quitando las gafas mientras se acercaba al peón caminero, y se detuvo en actitud interrogante.
—Vengo por un pico —dijo Rafistole. Y añadió—: ¡Ah!… y también una pala.
El otro dio la media vuelta maquinalmente y desapareció por entre un montón de regaderas. Volvió en seguida con las herramientas pedidas. Venían envueltas en unas tiras de papel marrón, y cada una tenía una gran etiqueta verde. Rafistole pagó, cogió cuidadosamente las herramientas y salió.
Una vez fuera, dio algunos pasos; y cuando estuvo seguro de que no le podía ver el tendero, se paró, dejó la pala contra un muro y cogió el pico. Lo acarició delicadamente y le quitó el papel que lo envolvía. Arrancó la etiqueta pegada en el hierro, agarró la herramienta por el mango, ensayó dos veces para encontrar la posición exacta de las manos y, para probarlo, dio tres o cuatro golpes en el aire. Luego, con la sonrisa en los labios, lo dejó en el suelo.
Después le tocó el turno a la pala, a la que dio un trato semejante. Terminada la ceremonia, manchó un poco las herramientas con tierra para quitarles su aspecto de nuevas. Las agarró con fuerza, se las echó a la espalda y emprendió con paso firme el camino del ayuntamiento.
Entre el ayuntamiento y la casa parroquial desembocaba en la plaza un camino bautizado con el nombre de El callejón, por su estrechez; el piso era de tierra y tenía hierbas en medio, ortigas en los lados y, ocasionalmente, cardos, allí donde el camino era más ancho.
El callejón bordeaba en parte la iglesia, seguía luego a lo largo del cementerio y empalmaba mucho más lejos con el camino Mathieu, el camino principal, como ya sabemos, para ir al bosque de Epnoi.
Nadie supo jamás por qué razón Rafistole eligió aquella revuelta del callejón, para cavar, precisamente allí, el agujero que iba a traerle tanta fortuna. Más tarde, cuando le preguntaban la razón profunda, se limitaba a contestar:
—¡Así son las cosas…!
Por ahora, se dirigió al callejón con sus herramientas, y se detuvo allí donde el callejón empieza a dar la vuelta detrás de la iglesia, ensanchándose.
Rafistole se remangó y se echó saliva en las manos. Antes de coger el pico pensó que sería mejor quitarse la chaqueta de paño, y la arrojó a la hierba. Volvió a su pico, escupió otra vez en las manos —pues mientras se le habían secado— levantó solemnemente la herramienta, cuyo hierro brilló al sol, y, ¡hala!, dio el primer golpe. Eran las once y treinta y cinco minutos. Era el catorce de mayo.
DESDE LA carnicería a la panadería, pasando por el almacén, no se hablaba de otra cosa.
Hay que tener en cuenta que era la hora de ir a las compras, lo cual hacía que las calles estuvieran llenas de amas de casa dispuestas a darle a la lengua, y cuya constante ocupación, aparte el tema de los precios, era la de recibir y dar una información abundante y objetiva sobre los hechos más variados.
No hizo falta ni media hora para que el intercambio de mensajes concentrara en el estrecho callejón a toda la gente sana de Courquetaines.
Daban las doce en la cercana iglesia. Rafistole, absorto hasta ese momento en su trabajo, levantó los ojos y vio la multitud que se apiñaba para verle. El agujero tenía ya un metro cuadrado de superficie y unos veinte centímetros de profundidad. Un perrillo fue a hacer caca en el montículo de tierra de la excavación. Al afanarse para cubrirlo, echó tierra al agujero, y poco faltó para que Rafistole lo linchase, igual que a su amo.
Entre la multitud se oían gritos y comentarios. Unos decían que aquello iba a cambiar el curso dé la historia; otros explicaban que aquel agujero era el comienzo de unas obras de gran envergadura. Se hablaba incluso de cables subterráneos… El dueño del almacén decía en voz alta:
—¡Yo he sido quién le ha vendido las herramientas…! ¡Yo he sido quién le ha vendido las herramientas…!
Unas mujeres, al pasar, le arrojaron flores como si se tratara de una tumba. Por todas partes se oían murmullos de satisfacción, de ánimo. Rafistole sonreía y saludaba de lejos con la mano a las personas que conocía. Acariciaba los perros, rascaba los gatos y movía un poco su pala para despistar. Por último, agarró su pico y la gente se echó un poco para atrás. Dio algunos golpes en la tierra, que vibró bajo los pies de la concurrencia. De repente se oyó una algarabía de alegres gritos: los niños acababan de salir de la escuela y venían corriendo, adivinando que allí sucedía algo importante.
Cuando Rafistole hubo acabado su demostración, arrojó su pico, como el atleta sus pesas, y la multitud se marchó después de haber aplaudido a rabiar. Sólo algunos niños se quedaron junto al agujero, contemplándolo, como se ve morir una hoguera.
En el café de la Clique, Robert vio acudir a todo el pueblo a la vez, concluido el espectáculo, deseosos de acabar la mañana con una copita, como aperitivo. En la barra se empujaban unos a otros, hablando del agujero y de sus actuales y futuras dimensiones; tanto que Robert, que no había podido dejar el café por razones del trabajo, creyó que el nivel de la plaza del Ayuntamiento habría bajado ya varios metros.
Al entrar Rafistole, la emoción llegó al colmo. Le ofrecieron diez rondas generales, que él rechazó con mucha dignidad y agradecimiento, y se contentó con un simple vaso de tinto (tinto, para cambiar un poco la tradición). Luego, después de cantar La Madelón, cada cual se fue a su casa.
GRISON se sentó en la mesita que le había preparado Robert, como lo hacía todos los días de clase, y sacó de un papel grasiento su bocadillo, que hoy era de chicharrones. Era tan grande, que Grisón lo tuvo que atacar por diferentes puntos antes de poder apreciarlo en su conjunto. Mezclado con naranjada, sabía a queso. Llegaron unos clientes para almorzar. Anaís anotaba los pedidos y después servía, ya que Robert sólo se ocupaba de los vinos.
Después de comerse un plátano, Grisón salió al sol. Dio la vuelta a la plaza y se dirigió hacia el callejón para ver el agujero de cerca. Rafistole había puesto unos tablones para señalar que allí había una obra importante. Grisón dio media vuelta. Delante de la escuela, junto al ayuntamiento, Raclot jugaba a las canicas con Jocrisse, que le estaba desplumando vergonzosamente. Unas chicas se divertían, algo más lejos, saltando de un lado a otro de las gomas elásticas.