2 El incendio

AL CLAREAR el día, dos gendarmes, acompañados del cabo Beauras, subían en bicicleta la pesada cuesta del camino Mathieu, camino obligado para llegar a la linde del bosque de Epnoi. Iban a efectuar el relevo de guardia a la entrada de la zona.

La zona empezaba en el bosque de Epnoi, y a ella estaba totalmente prohibido el acceso a quien no llevase un pase especial que se concedía sólo a algunas personas importantes; pero de éstas no había ninguna en la región. Incluso la misma gendarmería no tenía derecho más que a una pequeña franja de tierra de unos cien metros de profundidad, dentro del bosque, para realizar su vigilancia. De lo que hubiese más allá, no se sabía absolutamente nada.

Hacía muy buen tiempo, incluso calor, en este segundo día de primavera. Daba gusto ver de nuevo los primeros pájaros migratorios. En los prados se podían oír los cencerros de los rebaños de vacas que salían a pastar durante todo el día. Dentro de unas semanas, los corderos se concentrarían en la región para invadir las colinas, desde la Chevanelle —a lo largo de cientos de hectáreas— hasta Saint-Agrève, e incluso más allá.

Los patos y las ocas venían a divertirse en el Criarde, bastante estrecho y sinuoso a su paso por entre las casas de Courquetaines, aunque, de vez en cuando, era más ancho y tranquilo en el campo. Este riachuelo debía de nacer en algún lugar dentro de la zona, puesto que salía directamente del bosque de Epnoi en el que había excavado un hermoso y pequeño vallecito lleno de hojas muertas.

El gendarme Méchalot llegó el primero al puesto de guardia, sudando y jadeando, y le dijo a Beauras que venía detrás:

—¡Hoy he ganado yo! Le he sacado diez segundos.

—Sí, pero en la clasificación general le llevo por lo menos cinco minutos de ventaja. En cuanto a Chazal… ¡en la cola como siempre!

En efecto, el otro gendarme llegó con dos buenos minutos de retraso sobre el vencedor de la etapa. En cada relevo de la guardia, para amenizar un poco la jomada, los tres echaban una carrera. El vencedor del mes pagaba una ronda de vino. Invariablemente, siempre era Beauras el que, a pesar de sus cuarenta y cinco años, ganaba a sus dos jóvenes subalternos.

Al llegar, se tomaban cinco minutos de descanso para resoplar, tanto más cuanto que, debido a la carrera, llegaban con anticipación para el relevo. En el puesto, una pequeña cabaña hecha con troncos de madera, los tres gendarmes que habían pasado la noche de guardia atusaban sus uniformes e hinchaban las ruedas de sus bicicletas, que alguno de ellos había saboteado —incluyendo la suya para confundir a los demás—, broma a la que ya estaban acostumbrados, puesto que se repetía todos los días desde hacía veinte años. Menos durante las vacaciones, lo cual había permitido identificar al culpable desde el principio, ya que éste no cogía su permiso al mismo tiempo que los otros.

Total que, bromeando y preguntándose cortésmente quién habría hecho aquella cochinada, hinchaban las ruedas.

Luego, hicieron el relevo propiamente dicho, otro punto importantísimo del ritual gendarmesco:

—¿Sin novedad?

—¡Sin novedad!

—Entonces, adiós ¡A descansar!

—Adiós, que os sea leve.

Y los tres que terminaban la guardia, haciendo gestos amistosos, se marcharon sin perder un instante; pues también ellos, sin habérselo confesado nunca a los otros, echaban una carrera, aunque en sentido contrario.

Beauras los vio marcharse. Sus tres siluetas, balanceándose de pie sobre los pedales de sus vehículos, resaltaban claramente sobre la arena amarilla del camino, debido al azul oscuro de los uniformes.

—Va a ganar Filoche —pensó el cabo, viéndoles correr—. ¡Es bueno ese Filoche! Además, es el cabo…

Luego ordenó a Chazal y a Méchalot que fueran a ocupar sus puestos de vigilancia. Con un tiempo así, daba gusto. Los dos gendarmes se fueron, uno hacia la derecha, el otro hacia la izquierda, a doscientos metros de la caseta, en la que se quedaría el jefe. Cada uno saludó de lejos a los compañeros de los puestos vecinos que acababan también de empezar su guardia. Entre todos ellos tejían una red inexpugnable que se extendía kilómetros y kilómetros…

El cabo se sentó sobre la hierba, cogió una pajita, la introdujo entre sus dos incisivos superiores y, armado así, se dispuso a esperar a que acabara la jornada. Como el tiempo pasaba lentamente, se puso a reflexionar. Pensaba en esa zona de la que él tenía la obligación de alejar a los curiosos; esa zona de la que no sabía ni una palabra. No era el único, pues, a decir verdad, nadie sabía nada. Era un secreto muy bien guardado, porque era un secreto de Estado. En todas las carreteras, caminos o senderos que se acercaban a la zona, se podía leer el mismo cartel, cientos de veces repetido:

ZONA PROHIBIDA

Absolutamente prohibido pasar más allá de este cartel, bajo pena de las sanciones más severas.

Art° N° 2/4 del Código Nacional

¡PELIGRO DE MUERTE!

Estaba escrito con letras blancas sobre fondo rojo, y los carteles eran de un metro por setenta y cinco centímetros. Nunca más pequeños.

¡Y no se sabía nada más! Simplemente, que así estaban las cosas desde hacía más de cuarenta años, y que los que tenían más edad, o se habían marchado, o se encerraban en el mutismo más profundo; y que los alumnos de las escuelas municipales ya no estudiaban geografía. Los mapas topográficos de la zona estaban en blanco a partir de Epnoi, y allí, simplemente, ponía: «ZONA».

Cuantas más vueltas le daba, más absurdo encontraba Beauras trabajar sin saber nada. El carpintero sabe lo que hace, el panadero también. Beauras, en cambio, estaba aquí todos los días, desde la mañana a la noche, sin saber por qué.

El jueves 22 de marzo de aquel año, hacia las 10,30 de la mañana, el cabo Beauras, de cuarenta y cinco años, casado, padre de tres hijos, se preguntó por qué tendría que vigilar él la zona, y qué demonios podría haber ahí dentro. Ésa fue su primera falta profesional…

CHAZAL no rehusó el chato de tinto que le ofreció su cabo. Al contrario, se fue por él a una velocidad que daba gusto verle. A su jefe, eso le halagó. Méchalot también bebió, pues el vino le iba que ni pintado para su bocadillo de salchichón. Beauras, que había llevado aquel beaujolais[1] para acompañar su queso, estaba dispuesto a beber poco; entre otras cosas porque no tenía que devolver la botella. Su parienta, así la llamaba él, le registraba el zurrón cada tarde, y desde luego no era cosa de confesarle esta pequeña debilidad.

La botella vacía iría, pues, a reunirse con sus hermanas, en un hoyo cavado para este menester hacía ya mucho tiempo.

Terminaron la comida de mediodía con unos pasteles que había llevado Chazal, y se acomodaron para la siesta sobre una roca lisa que dominaba los alrededores y desde la cual ningún rincón del paisaje quedaba fuera de su vista.

Llevaban media hora descansando, cuando les pareció oír un crepitar en el bosque, a sus espaldas, mientras que el viento les traía un olor a humo y una ráfaga de ceniza que caía como copos de nieve. Los tres se volvieron de golpe y se levantaron. Se había declarado un incendio que estaba devorando una parte del bosque de Epnoi, probablemente en la zona, y el fuego venía hacia ellos.

Los animales, espantados, huían de allí, y sobre sus cabezas se arremolinaban los pájaros con horribles chillidos.

Los árboles crujían, inflamados como antorchas. Chazal había cogido una rama y la agitaba como intentando conjurar así el siniestro. Méchalot corría en todas direcciones, tartamudeando, y Beauras cogió su bici para ir a pedir auxilio.

Desgraciadamente, al bajar por el camino Mathieu hizo un movimiento brusco y se cayó de su cacharro en medio de una nube de polvo. Se levantó dolorido, agarrándose con la mano derecha el brazo izquierdo lesionado, y vio enfrente, a menos de doscientos metros, las llamas que lamían las primeras hierbas de la pradera en un frente cada vez más ancho. Ya no se podía hacer nada.

Había el peligro de que algunos malintencionados se aprovecharan de aquello, y del hecho de que los gendarmes estaban ocupados, para intentar penetrar en la zona. Así es que gritó a sus dos subalternos que no tenían ojos más que para el fuego:

—¡Dejad, dejad eso!… ¡Vigilad! ¡Vigilad!

¡No iba descaminado el muy cuco! Los del pueblo acudían por decenas, armados de palas y de otros instrumentos, para ayudar a los gendarmes a sofocar el incendio. Pero quién sabe si, aprovechando el pánico, algún curioso no intentaría…

Por otro camino llegaban más refuerzos en forma de gendarmes en bici, seguidos de unos carros arrastrados por caballos y abarrotados de soldados, venidos nadie sabía de dónde. Tal vez el fuego se había producido hacía tiempo y lo habían visto de lejos. Cuando llegaron los campesinos, se toparon con una barrera protectora bien situada, que les impedía el acceso directo al bosque de Epnoi.

Mientras, el fuego se propagaba. Cuando se extendió a la pradera, los hombres se acercaban lo más posible y lo intentaban apagar con ramas, pegando con violencia, retrocediendo enseguida por miedo a encontrarse rodeados por las llamas. Con la humareda no se veía nada, ni hacia el llano ni hacia la zona.

Beauras estaba lleno de hollín. Dirigía las operaciones como un auténtico general. No obstante, sus compañías se replegaban paulatinamente hacia el cordón de protección situado un poco más abajo, el mismo que tuvo que contener a los aldeanos que habían llegado para defender sus prados. La cabaña de troncos que servía de puesto de gendarmería estaba rodeada por el fuego. La habían abandonado hacía tiempo.

Llegaban carros y más carros llenos de soldados. Unos iban a luchar contra el incendio, otros a reforzar las tropas que debían mantener a la muchedumbre lejos del siniestro. Algunos soldados empezaron a montar el campamento para pasar la noche, pues era evidente que el ejército iba a quedarse allí varios días para ayudar a los gendarmes.

Pero, de pronto, cuando la situación era más crítica y Beauras iba a ordenar a los gendarmes retroceder unos metros, se produjo un hecho insólito que dejó boquiabierto a todo el mundo y puso punto final al problema.

Desde un lugar desconocido, probablemente situado bastante lejos, dentro de la zona, se elevó hacia el cielo un inmenso chorro blanco en medio de un ruido de vapor a presión que rodó toda la superficie del siniestro con un polvo blanco que apagó el fuego en unos segundos. Y luego se produjo un silencio sepulcral.

Instantes después, la gente se dispersó. Dos compañías de soldados acamparon en el lugar, que tenía como único decorado los árboles calcinados.

BEAURAS recogió la bici que había dejado en el camino Mathieu, y vio que la rueda delantera estaba torcida. Soltó un taco, más que nada porque le dolía el brazo. Pronto sería la hora del relevo de la tarde; estaba preguntándose cómo iría a su casa, cuando se dio cuenta de que en la pendiente, un poco más abajo de donde él estaba, unos matorrales se movían sospechosamente. Abandonó su vehículo, cuyo timbre sonó al chocar con las piedras del suelo, y bajó una veintena de metros para ver qué era aquel misterio.

El misterio se llamaba Raclot y Grisón. Los dos chicos habían subido al acabar la escuela, para probar suerte en el juego del escondite con los gendarmes. Cuando el cabo los reconoció no estaba para amenazas y se contentó con un suave sermón:

—Tú —le dijo a Grisón—, ayer ya tuve el placer de tu visita. En cuanto a ti, Raclot, a ti te conozco, igual que a tus padres… ¿Estamos? Así que veníais a ver Epnoi de cerca, ¿verdad? Pues bien, subid conmigo que os lo voy a enseñar.

Y ante las caras boquiabiertas de los chicos, sorprendidos al ver la mitad del bosque carbonizado, soltó la carcajada:

—¡Ja, ja, ja! Ahora será más fácil infiltrarse en la zona, ¿verdad? ¡Ja, ja, ja! Pues no, señor… mirad por aquí… mirad qué espectáculo…

Y señaló a los militares que iban y venían por la pradera. No, desde luego que no; había demasiada gente. ¿Cómo burlar a semejante ejército?

—¿Ha habido fuego? —preguntó inocentemente Grisón.

—Eso parece —respondió Beauras.

—¿A qué se ha debido el fuego? —preguntó Raclot.

—No sabemos —confesó Beauras—. Ha venido de la zona.

GRISON y Raclot llegaron a Courquetaines. ¡Qué de cosas tenían que contar a sus compañeros! ¿Qué no habían pasado esta vez? ¡Bah!, otra vez será. Pero el incendio vino desde la zona. ¡Y eso era intrigante! Eso era como para excitar la curiosidad. Un día pasaremos, sí, pasaremos; seguro…

—¡Pasaremos! —dijo Raclot.

—Sí, un día pasaremos —repitió Grisón.

En la primera granja del pueblo, cerca del gran castaño, cuando empezaba a anochecer, Raclot se detuvo y cogió a Grisón por los hombros. El grandullón dijo al más pequeño:

—Yo soy el jefe de la banda pero, si quieres, tú serás mi ayudante.

—De acuerdo —dijo Grisón, a quien el puesto de subjefe le iba que ni pintado.

Fueron hacia la plaza del ayuntamiento. Raclot estaba satisfecho de tener como segundo al mejor alumno de la escuela. Eso le realzaba y justificaba en parte sus decisiones. Además, podría serle útil; nunca se sabe…