EL CABO Beauras se rascó la barbilla, haciendo tiempo para encontrar alguna respuesta.
—Nadie —dijo por fin— nadie, muchacho, te ha dicho que vengas aquí a coger fresas. No es verdad. —No, señor, pero me he perdido…
—Es grave perderse en la zona prohibida. —No lo he hecho adrede, señor.
—¿Qué no lo has hecho adrede? ¡Y lo dices tan tranquilo! Eso no es una razón. En primer lugar, aquí no hay fresas. Y menos en invierno.
—Ya estamos en primavera, señor.
—Sí, ya lo sé, desde esta mañana. Pero eso no cambia las cosas. Y, además, deja de contestarme así o le voy a decir dos palabras a…
—¡Oh, no, señor! ¡No le diga nada!
—Ya veremos —respondió el cabo dejando entrever una sonrisa—. ¡Venga, fuera! ¡Lárgate! ¡Sal pitando! Y que no te vuelva a ver por aquí cerca, ¿entendido?
Grisón salió corriendo. Hay que reconocer que la historia de las fresas era una excusa de lo más tonta. Era una locura querer engañar al cabo con semejante pretexto. En fin…, mala suerte haber caído en sus garras. Después de haber dejado el sendero, justo al llegar a la zona, habría sido mejor esconderse en la maleza y, así, correr menos riesgos. Da la impresión de que los gendarmes solamente vigilan los caminos.
El muchacho saltó por las ramas y las cercas, atravesó barbechos, saltó riachuelos, tropezó con algunos matorrales. En menos de una hora había reunido a los otros en la plaza de Courquetaines, delante del café de la Clique.
—¿Y qué? —le preguntaron.
—Pues que me han cogido, eso es todo.
—¿Y quién demonios ha sido?
—El viejo Beauras. Siempre está donde no debe. Estaba escondido detrás de un tronco de árbol. No había dado yo ni dos pasos en el bosque, cuando se me echó encima como un perro de presa.
—¡También es mala suerte! ¡Con el tiempo que hace que…! Ni siquiera hemos conseguido pasar una sola vez. Debe ser algo muy gordo lo que esconden detrás de todos esos gendarmes… Pero no vamos a quedamos con los brazos cruzados, chicos… Mañana nos reuniremos de nuevo a la salida de la escuela, ¿de acuerdo?
El que acaba de hablar se llama Raclot. Todos lo consideran el jefe. Grisón insinúa, mientras tanto, una tímida respuesta:
—Es que, si continúan pescándonos así, van a sospechar cualquier cosa. Se lo dirán a nuestros padres y acabaremos sin poder salir…
—¡Pues es verdad! —dijo un grandullón apodado Jocrisse y que parecía el apóstol de la prudencia. En aquel momento estaba sentado en la acera, con los pies en la calzada, y lanzaba verticalmente unas piedrecitas que le servían de tabas. Los otros le miraban sin inmutarse, esperando el ansiado momento en que fallara, para tomarle el pelo.
Pero Jocrisse no perdió y guardó cuidadosamente sus piedrecitas de la suerte, con una gran sonrisa de satisfacción. Después sacó del bolsillo de su camisa un cigarrillo que se llevó a la boca. Y como iba a ofrecerle uno a Raclot, el jefe, éste se adelantó:
—No, aquí no. No soy tan tonto como para fumar a veinte metros de la escuela; sobre todo, chaval, que mañana empezamos por la clase de moral…
Jocrisse captó la indirecta y guardó sus cigarrillos. Y, como no tenía otra cosa que hacer, se rascó un pie.
—ME PREGUNTO qué estarán planeando ahí —masculló Robert, el dueño del café de la Clique.
Estaba secando unos vasos para el aperitivo, detrás de su mostrador, mientras miraba a través de los cristales a los chicos, sentados delante de su puerta desde las dos de la tarde.
Dentro del oscuro local del café, atestado de mesas y sillas de un color parduzco, alguien se movió. Era el único cliente, el peón caminero Rafistole, que acababa de darse cuenta, decepcionado, de que su vaso estaba vado, y hacia ruido con los pies con el propósito de que no le dejasen totalmente en el olvido. Se había instalado en su rincón favorito, único sitio capaz de recibir un poco de luz de la plaza, cerca del ventanal adornado con unos visillos opacos por tanta mugre, y de espaldas al gran espejo picado donde bailaban las postales sujetas con cinta adhesiva.
Al oírle, el gordinflón de Robert dejó de mirar la calle y a los niños, giró sobre sí mismo lentamente y dio algunos pasos que resonaron en la tarima que había detrás del mostrador. Abrió un armario. Todos los ruidos se ampliaban por la falta de claridad, y se convertían en el centro de atención. Después de remover muchas botellas, sacó una de litro de vino blanco que primero desempolvó y seguidamente descorchó. Después, el hombre, arrastrando sus chanclas por el suelo de la taberna, chocó contra una silla y se acercó al peón caminero, con la botella en la mano.
—Primero págame —dijo.
Rafistole alzó la mirada hacia el dueño y comprendió que no estaba de buen humor. Así es que se inclinó sin prisas, rebuscó en su bolsillo, que parecía inmenso, y sacó un viejo portamonedas de los tiempos de su abuela. Tiró tres monedas, que tintinearon en el mármol y alegraron al dueño del bar. Robert le llenó el vaso sin derramar una sola gota. Rafistole lo levantó con cuidado, lo acercó a sus labios temblando un poco, vació la mitad y lo volvió a poner sobre la mesa.
—Está anocheciendo —dijo, para despejar la atmósfera.
—¡Sí! —contestó Robert, arrastrando de nuevo las chancletas, que marcaban su trayectoria hacia el interruptor de la luz.
La luz surgió, descolorida y polvorienta. Procedía de una bombilla solitaria cubierta por una tulipa de porcelana, y puso de manifiesto diversos objetos, como ceniceros desportillados y cajas de cerveza apiladas cerca de una puerta; y todo ello en un entorno amarillento de pintura descolorida. Unos carteles que representaban a varias mujeres sonriendo delante de unos aperitivos, apenas conseguían tapar los enormes desconchones. Una gran variedad de frascos adornaban las grises estanterías.
—¿No tienes trabajo? —dijo el dueño del bar, pretendiendo continuar la conversación.
—Ya lo he terminado.
—¡Ah! Entonces no tenías mucho que hacer.
—No.
Rafistole nunca tenía mucho que hacer. El ayuntamiento lo empleaba en quitar hierba de aquí y de allá, y le concedía gratis el alojamiento en una vieja casucha a la salida del pueblo, que nunca hubiera podido alquilar a nadie.
Una mosca entró por la puerta que daba a la cocina, a través de la cortina de sartas de tapones, trayendo consigo un fuerte olor a pescado frito.
—¡Mira, una mosca! —dijo Rafistole.
—¡Qué asco! —murmuró Robert—. Apenas llega la primavera y ya vienen a…
—Los chicos se han ido —comentó el peón caminero.
—Mejor.
Robert agarró una silla y se subió a ella con una servilleta en la mano. Hacía grandes aspavientos, y la mosca zumbaba a su alrededor, cuidándose de quedar fuera de su alcance. Robert, exasperado, comenzó a soltar sus tacos más típicos. La mosca se alejó de la zona del mostrador, atravesó el local y se posó sobre el gran espejo, un metro más arriba de la cabeza de Rafistole.
—¡Encima va a llenar todo de cagaditas!… —gruñó Robert.
Y atravesó él también el local, pero con cuidado para no espantar al insecto y, acercándose de puntillas desde la mesa donde Rafistole observaba con la mirada vacía en los visillos que tapaban la calle, preparó su trapo, apuntó guiñando un ojo y, ¡zas!, atizó un buen golpe en el sitio exacto que la mosca acababa de dejar justo a tiempo.
El espejo pegó un salto, se descolgó y se deslizó por la pared hasta el suelo, en donde se hizo añicos. Atontado, Robert miraba al suelo, cubierto con miles de trocitos de cristal. Rafistole, que se había salvado milagrosamente, se había levantado y miraba al dueño del bar, inmóvil.
Justo en ese momento entró el cabo Beauras. Sorprendido por lo insólito de la escena, se paró un momento en el umbral de la puerta, manoseando el periódico doblado que llevaba en la mano. Luego se acercó a los dos hombres, se percató de los restos brillantes esparcidos por el suelo y sobre las mesas, y dijo apuntando a Rafistole con la punta de su periódico, enrollado como una porra:
—¡Otra vez está este hombre borracho!
La mosca sobrevolaba la catástrofe, como un avión que volviese para comprobar que su bombardeo había surtido efecto.
—Esto… No ha sido él… Ha sido una mosca —balbució Robert, apenas repuesto de su estupor.
—¿Una mosca? —dijo el cabo con una sonrisa incrédula.
—Sí, una mosca, una mosca —afirmó Robert.
—Sí, señor, ha sido una mosca —añadió Rafistole—. Estaba en el espejo, Robert le dio un servilletazo… y se cayó el espejo.
Beauras vio la servilleta en la mano de Robert. Por otra parte, la mosca revoloteaba con su horrible zumbido de molinillo de café. El cabo tuvo que admitir que le habían dicho la verdad.
—¡Ya! Ha sido una mosca —dijo casi defraudado. Y como la mosca en cuestión, en un acto de imprudencia, se posase junto a él, le asestó violentamente un golpe con el rollo de periódico y no falló. Luego, de un papirotazo, lanzó al suelo el minúsculo cadáver, que fue a reunirse con los restos del desdichado espejo.
—Eso es lo que hago yo con los indeseables —dijo, dándose importancia.
Anaís, la mujer de Robert, apareció tras la cortina de tapones con un recogedor y una escoba y comenzó a recoger los restos.
—Ten cuidado —le dijo su marido—. Hay trozos en las sillas y hasta en las mesas.
Los tres hombres se dirigieron al mostrador. Su victoria sobre la mosca había puesto al cabo de buen humor:
—¡Una ronda para todos! —gritó—. Pago yo.
LOS CHICOS, al ver llegar al cabo Beauras, se habían alejado prudentemente de la puerta del café de la Clique, donde regularmente celebraban consejo, para deambular por la calle Fer-à-chaud, que desembocaba en el lavadero público.
El lavadero era una gran construcción, levantada sobre pilares a la orilla misma del Criarde, el riachuelo que bañaba Courquetaines. Frente al lavadero había una plaza cubierta de hierba y salpicada de gruesos tilos, que servían para jugar al escondite en las tardes de verano.
Anochecía. Los muchachos siguieron discutiendo aún durante una hora bajo la luz de un farol que iluminaba la esquina de la calle. Acordaron una táctica más eficaz para burlar la vigilancia de los gendarmes y penetrar más, cosa que jamás habían logrado, en la zona prohibida, tan oculta a todas las miradas. Luego se separaron, después de haber decidido continuar la conversación al día siguiente, durante el recreo.
Raclot atravesó la plaza del lavadero, a la que daba la puerta de la granja en donde vivía. Jocrisse se dirigió a la panadería con otros dos compañeros; él para quedarse, los otros porque querían comprar caramelos.
Grisón permaneció solo un momento, mirando al Criarde, que se escondía bajo el puente junto al lavadero. Aulló una lechuza. La luna apareció tras la granja de Bachelot. Por fin, decidió marcharse a su casa.
GRISON no vivía, como los otros, en el pueblo de Courquetaines, aunque el lugar donde se encontraba situada su granja sí que pertenecía a su término municipal. Pero distaba del pueblo dos buenos kilómetros de camino pedregoso e irregular. Y, para reunirse con sus amigos, Grisón no tenía más remedio que recorrer, al menos una vez, esa distancia, ida y vuelta; a veces el doble, si quería volver a almorzar. Los días de escuela llevaba un bocadillo que se tomaba a las doce en el café de la Clique, donde Robert le preparaba una mesa con su servilleta de papel y su botella de naranjada. Después de engullir el bocadillo y tomarse el refresco, se iba a jugar a las canicas o a las tabas en la plaza del ayuntamiento; primero, solo; luego, con los chicos o chicas que volvían ya de comer.
La granja de Grisón se llamaba la Chevanelle. Se trataba de una enorme construcción formada por tres edificios, en su mayor parte vacíos en la actualidad, pero que en otros tiempos habían cobijado gran número de vacas y ovejas. Para ir de Courquetaines a la Chevanelle había que coger un camino sinuoso y polvoriento que pasaba por entre unos bosquecillos, subía una colina, bordeaba una cantera abandonada y se convertía, al final, en un sendero insignificante, apenas visible, a trescientos metros del gran edificio.
Cuando Grisón salió de Courquetaines, ya estaba totalmente oscuro. Caminaba pensando en que los días ya habían comenzado a alargar y en que pronto ya no estaría oscuro cuando hiciera ese recorrido a la misma hora. Caminaría en dirección al sol poniente que toma unos colores tan bonitos antes de ocultarse tras las colinas. ¡Hoy empezaba la primavera! Se puso a saltar con los pies juntos, de piedra en piedra. Todavía faltaban quinientos metros…, cuatrocientos… Tendría que llegar a tiempo para poner la mesa. A Flammèche le gustaba que Grisón pusiera la mesa. Eso y secar la vajilla eran las únicas obligaciones que tenía. Aparte de ello, con ser aplicado en la escuela, bastaba. Y Grisón siempre era el primero.
Flammèche era la nodriza de Grisón. Llevaba toda su vida en la Chevanelle con Antoine, su marido, y con Albert, el padre de ella. Tenía hijos, pero ya eran mayores; se habían casado y se habían ido del pueblo. Sólo se veían en las grandes ocasiones.
Grisón, cuando aún era un bebé, había sido depositado en casa de Flammèche. Era un huérfano, como ésos que se confía a veces a las familias campesinas. En Courquetaines había varios.
Cien metros todavía. En el último recodo del camino apareció la masa oscura de la Chevanelle, y Grisón la acogió con una sonrisa. Pensaba en la sopa caliente, ¡y en que pronto llegaría el día siguiente! Aún sonaba en sus oídos la voz de Raclot. Habían decidido hacer un nuevo intento. Mañana, a la salida. Raclot había dicho:
Se la vamos a jugar. El cabo es un cuco, pero no le vamos a dejar en paz. ¡Le vamos a incordiar más que las moscas!