A Hans Kramer le supuso un esfuerzo supremo el mero hecho de iniciar el trayecto de quince minutos en coche desde su casa en Syosset hasta la mansión de los Badgett en Long Island Sound. ¿Por qué demonios se me ocurrió pedirles prestado?, se preguntó por enésima vez mientras se incorporaba a la autopista. ¿Por qué no me declaré en quiebra y acabé con todo?
Directivo del ramo de la electrónica, Hans había dejado su empleo con cuarenta y seis años, había cogido el dinero de su prejubilación y todos sus ahorros e hipotecado la casa para abrir una puntocom dedicada a la venta de software que él mismo diseñaba. Tras unos prometedores inicios, con un aluvión de pedidos y el almacén repleto de material, la industria tecnológica había caído en picado.
A partir de ahí, una cancelación tras otra. Desesperadamente necesitado de fondos, y en un último esfuerzo por mantener el negocio a flote, había aceptado un préstamo de los hermanos Badgett. Por desgracia, hasta el momento no le había servido de nada.
Es absolutamente imposible que pueda reunir los doscientos mil dólares que me prestaron, y no digamos ya el cincuenta por ciento de intereses que ellos añadieron a la suma, se dijo desesperado.
Cómo se me ocurrió tener tratos con ellos. Pero es verdad, razonó, que tengo una estupenda línea de productos. Si puedo mantenerme un poco, la situación cambiará; solo que ahora he de convencer a los Badgett de que me dejen renovar el pagaré.
Desde que habían empezado sus dificultades financieras, Hans Kramer había adelgazado seis kilos; su cabello castaño empezaba a encanecer.
Sabía que su mujer, Lee, estaba muy preocupada por él, aunque ella no sabía hasta qué punto la situación era apurada. Hans no le había dicho nada acerca del préstamo, pero sí que necesitaban reducir gastos. En efecto, ya casi no iban nunca a cenar fuera.
La siguiente salida de la autopista llevaba hasta la mansión Badgett. Hans notó que le empezaban a sudar las manos. Qué petulante fui. Me vine de Suiza cuando tenía doce años y sin hablar una palabra de inglés. Me licencié por el Instituto Tecnológico de Massachusetts con excelentes notas y creí que me iba a comer el mundo. Y así fue, brevemente. Creía ser inmune al fracaso.
Cinco minutos después se aproximaba a la finca de los Badgett. La verja estaba abierta. Había una cola de coches esperando ser admitidos por un guardia de seguridad al pie del largo y sinuoso camino de entrada. Evidentemente, los Badgett celebraban una fiesta.
Hans se sintió aliviado y decepcionado a la vez.
Telefonearé dejando un mensaje, pensó. Quizá, solo quizá, me concederán una prórroga.
Mientras daba la vuelta, intentó hacer caso omiso de la voz que le advertía de que la gente como los Badgett nunca concede prórrogas.