En la sala de conferencias celestial, la junta había estado siguiendo con interés los movimientos de Sterling.

—Ha establecido contacto enseguida. A eso le llamo yo usar la cabeza —dijo admirativamente el almirante.

—Esa niña es muy infeliz —dijo la monja.

—Y no tiene pelos en la lengua —observó el monje—. De todos modos, me doy cuenta de que en mi época las cosas eran diferentes. Sterling está a punto de solicitar conferencia con nosotros. Creo que deberíamos concedérsela.

—Así sea —corearon todos.

*****

Sumido en sus pensamientos, Sterling se quedó unos instantes en el pasaje contiguo a la casa de Marissa, resguardado de la nieve que caía lentamente. Podría husmear por la ciudad y averiguar qué pasa con su padre y su abuela, pensó, pero hay un modo más fácil de conocer toda la historia. Para eso tendré que pedir autorización al consejo.

Cerró los ojos. Antes de que hubiera tenido tiempo siquiera para pedir nada, se encontró de repente en la sala de conferencias. Comprobó a primera vista que sus santos mentores parecían estar observándole con cauta indulgencia.

—Veo que trataste de encontrar una anciana en apuros —comentó el almirante aguantándose la risa—. El joven que se te adelantó acabó llevándose una gran sorpresa. La mujer era de armas tomar, eso sí.

—Al menos Sterling no perdió tiempo cuando llegó a la tierra —dijo la enfermera.

A Sterling se le iluminó la cara al oír aquel elogio.

—Gracias, gracias. Como comprenderéis, ahora no tengo tiempo que perder. Creo que podré ayudar a Marissa cuando comprenda del todo la causa de su problema.

»Su padre y su abuela iban a llevar a Marissa al Radio City Music Hall el día de Año Nuevo pasado. Pero algo ocurrió. Fueron a verla temprano aquel día y le dijeron que tenían que ausentarse durante un tiempo.

El monje asintió con la cabeza:

—En general, para llegar a la raíz de los problemas hay que ahondar un poco en el pasado.

El pastor, que había estado muy callado, de repente tomó la palabra:

—Los problemas de la gente suelen venir de antiguo. Deberíais haber conocido a mi familia. ¿Por qué creéis que me hice pastor? El único sitio donde tenía un poco de paz era el monte.

Todos se rieron.

—No me hagáis hablar —terció la reina—. Los problemas de mi familia eran la comidilla de todo el reino.

El monje carraspeó antes de hablar:

—Creo que te entendemos, Sterling. Sabemos por qué estás aquí. Solicitas autorización para regresar en el tiempo y así saber por qué el padre y la abuela de Marissa tuvieron que salir de la ciudad.

—Así es, señor —dijo humildemente Sterling—. Quizá os parecerá que concediéndome permiso me facilitaréis en exceso el trabajo, pero si es así, no espero favores especiales.

—Cuando sepas qué hay detrás de todo esto es posible que necesites más de un favor especial —dijo irónicamente el torero—. Personalmente, opino que vas a tener que lidiar con dos toros, no con uno solo, y…

El monje hizo callar al torero.

—Eso tendrá que averiguarlo por sí mismo. —Y su mano se movió hacia el botón.

*****

Qué velocidad, pensó Sterling notando que cruzaba otra vez el sistema solar. Me envían de una forma distinta. Será porque estoy regresando en el tiempo. Y un momento después se encontraba en el aparcamiento de un restaurante de aspecto muy acogedor. Parece que es un sitio muy frecuentado, observó. Desde el exterior pudo ver que había mucho ajetreo en el establecimiento. Para saber dónde estaba, fue andando hasta el final del camino particular y leyó el rótulo: NOR'S PLACE.

Estupendo, pensó. Es el restaurante de la abuela de Marissa. No hacía falta ser Sherlock Holmes para saber que el siguiente paso era entrar en el restaurante y echar una ojeada. Dio media vuelta, subió los escalones, cruzó el porche y se dispuso a abrir la puerta.

Puedo entrar sin abrirla, se dijo a sí mismo. No hace falta que malgaste calefacción. Entró acompañado de una brisa repentina. Dentro había una mujer de unos sesenta años, buena figura, cabellos rubios recogidos atrás con una peineta, sentada aun pequeño escritorio examinando el libro de reservas.

La mujer levantó la vista. Su frente estaba parcialmente tapada por unos mechones rubios.

Una dama muy atractiva, pensó Sterling.

—Juraría que había cerrado la puerta —murmuró Nor Kelly acercándose a él de dos zancadas y cerrando la puerta con firmeza.

—NorNor, ven. Aquí tienes tu café —dijo una voz infantil.

Una voz familiar. Sterling giró en redondo y miró hacia el comedor. Paneles de caoba en las paredes, mesas cubiertas de blanquísimos manteles y provistas de grandes velas rojas que creaban un ambiente alegre y agradable. Junto a la barra había un piano. Ristras de luces navideñas titilaban en paredes y ventanas, y de fondo se oía una música festiva.

—NorNor —llamó de nuevo la niña.

Sterling paseó la mirada por la sala. En una mesa esquinera justo a la derecha de la puerta había una niña. Estaba mirando hacia donde se encontraba él. ¡Era Marissa! Parecía un poco más pequeña, su pelo un poco más corto, pero la diferencia más notable era que se la veía feliz. Le brillaban los ojos, sonreía, llevaba puesto un conjunto rojo de patinar. Con ella había un hombre muy guapo de ojos azules y pelo oscuro que no tendría treinta años.

Billy Campbell, pensó Sterling. Tiene pinta de actor de cine. Ojalá yo hubiera sido así en vida, pensó. Bueno, tampoco es que tuviera nada de que quejarme.

—Enseguida voy, Rissa —dijo Nor.

Estaba claro que Marissa no le había visto. Por supuesto, pensó Sterling. No hemos de conocemos hasta el año que viene.

Se acercó a la mesa y se sentó delante de la niña. Qué diferente está, pensó con ternura.

Ella y su padre estaban terminando de comer.

En el plato de Marissa había cortezas de un bocadillo caliente de queso. A mí tampoco me gustaba la corteza, recordó Sterling.

—Papá, ¿me dejas ir a la fiesta contigo? —Preguntó Marissa mientras jugaba con la pajita de su refresco—. Me encanta oíros cantar a ti y a NorNor. Te prometo que no molestaré.

—Tú nunca molestas, Rissa —dijo Billy, revolviéndole el pelo—. Pero, créeme, no es una fiesta para niños.

—Quiero ver cómo es por dentro esa casa tan grande.

—No eres la única —murmuró Billy levantando una ceja—. Mira, en Año Nuevo iremos al Radio City. Será mucho más divertido, te lo aseguro.

—Un niño del colegio dice que los propietarios de esa casa son como los protagonistas de Los Soprano.

Billy se rió.

—Es otro motivo para no llevarte, pequeña.

¿Soprano?, pensó Sterling.

Nor Kelly se sentó en la silla contigua a la de Marissa.

—No olvides que tu otra abuela va a ir a cenar esta noche a casa de tu mamá. Te hacía mucha ilusión verla.

—Va a estar tres días en casa. Ya la veré mañana. No quiero perderme la oportunidad de oíros cantar a los dos.

—Eres demasiado jovencita para ser una groupie —dijo Billy.

¿Groupie? Caramba, cuántas palabras nuevas, pensó Sterling.

—Papá, a todo el mundo le encanta tu nueva canción. Vas a ser muy famoso.

—No te quepa duda —le confirmó Nor.

Ya entiendo por qué Marissa los ha echado tanto de menos. Con ellos se encuentra en su elemento. Nor Kelly y Billy Campbell le habían caído bien enseguida. Se nota a la legua que son madre e hijo, pensó, y que Marissa ha heredado de ellos esos ojos azules y esa guapura. Nor y Billy tenían el carisma de unos artistas natos, y Marissa empezaba ya a mostrar indicios de poseer esa misma cualidad.

El restaurante empezaba a vaciarse y la gente se paraba a decir adiós al pasar junto a su mesa.

—Nos veremos en Nochevieja —decían muchos—. No nos perderemos tu fiesta por nada del mundo.

—A esa fiesta sí que voy a ir yo —dijo Marissa con un gesto enfático.

—Hasta las diez —concedió su padre—. Ni un minuto más.

—Y no intentes el truco del año pasado de esconderte detrás de la barra cuando sea la hora —le advirtió Nor—. Por cierto, tu madre llegará de un momento a otro, y tu papá y yo hemos de prepararnos. Dentro de una hora tenemos que estar cantando.

Billy se puso en pie.

—Ahí llega mamá, Rissa.

Denise Ward estaba yendo hacia la mesa.

—Hola, Billy. Qué tal, Nor. Siento llegar tarde —se disculpó—. Tenía que pasar por el súper, y la cola de la caja casi daba la vuelta a la tienda. Pero tengo todo lo necesario para hacer los bizcochos, Marissa.

Ni Denise ni Billy llegaban a los treinta, pensó Sterling. Evidentemente se habían casado muy jóvenes, y, aunque estaban divorciados, daba la impresión de que seguían siendo amigos. Mirándolos a los dos, ella con su casi remilgado traje pantalón y él con sus botas y sus vaqueros negros, no había duda de que no estaban en la misma onda.

Y ciertamente Billy no había sido fiel al proverbio de que todo hombre se casa con su madre.

A Nor Kelly no se le podía acusar de remilgada.

Llevaba un vistoso traje pantalón blanco de cachemira con un pañuelo de seda de llamativo estampado, todo ello aderezado con joyas de fantasía.

—¿Cómo están los niños? —preguntó Nor.

—Empezando a andar —anunció Denise con orgullo—. El día que Roy Junior dio su primer paso, Roy padre se pasó media noche instalando cancelas por toda la casa.

Sterling creyó detectar que Billy ponía los ojos en blanco. Denise le está diciendo lo apañado que es Roy en casa, pensó. Apuesto a que Billy tiene que oír las hazañas de Roy cada vez que se ve con su ex mujer.

Marissa abrazó a su padre y a su abuela.

—Que lo paséis bien con los Soprano —dijo.

Denise puso cara de sorpresa.

—¿Los Soprano?

—Es broma —se apresuró a decir Nor—. Esta noche actuamos en una fiesta de los hermanos Badgett a beneficio del hogar de pensionistas.

—¿No viven en esa casa tan grande…? —empezó a decir Denise.

—Sí —soltó Marissa—. Y he oído que tienen una piscina cubierta y una pista de bolos.

—Tranquila, te contaremos hasta el último detalle —prometió Billy—. Ven. Vamos a buscar tu chaqueta.

Mientras ellos iban a guardarropía, Sterling se entretuvo un momento en mirar las fotos que había en la pared. Muchas de ellas mostraban a Nor posando con diferentes comensales. Algunas tenían autógrafos de personas que, pensó, debían de ser famosos del momento. Había también fotografías de una despampanante Nor en el escenario, cantando con una orquesta; de Nor y Billy actuando juntos; de Billy y Nor con Marissa.

Sterling comprobó por las fotos más antiguas que Nor debía de haber sido cantante de cabaret.

En algunas se le veía actuando con otra persona. El atril llevaba la inscripción NOR KELLY y BILL CAMPBELL. El padre de Billy, pensó Sterling. ¿Qué habrá sido de él? ¿Cuánto tiempo hará que ella tiene el restaurante? Luego, un póster de una celebración de Nochevieja en el local de Nor con fecha de veinte años atrás le dio la pista de que ella se dedicaba a esto desde hacía mucho.

Marissa se marchó tras un último beso de despedida a Billy y a Nor. Aunque sabía que ella no podía verle, Sterling se sintió un poco decepcionado de que Marissa no hubiera notado su presencia o de que no le hubiera pedido «los cinco».

No seas ridículo, se regañó a sí mismo. Pero cuando vio a Marissa con Billy pensó en el hijo que él habría podido tener si se hubiera casado con Annie.

Billy y Nor corrieron a cambiarse. Para matar el rato, Sterling se acercó a la barra, donde un cliente estaba charlando con el camarero. Se sentó en un taburete cercano. Si aún estuviera vivo, pediría un whisky, pensó. La de tiempo que hace que no tomo uno. El año que viene Marissa me preguntará si yo tengo hambre o sed. En realidad, no tengo deseos de comer ni de beber, pensó, aunque cuando estoy a la intemperie tengo frío, y me siento como encajonado dentro de los coches.

—La Navidad estuvo bastante bien, Dennis —estaba diciendo el cliente—. Pensé que sería un mal trago, mi primera Navidad sin Peggy. La verdad, cuando bajé aquella mañana estaba dispuesto a pegarme un tiro, pero luego me vine aquí y fue como estar en familia.

Que me aspen, pensó Sterling. Pero si es Chet Armstrong, el locutor deportivo. Él estaba empezando en el Canal ll cuando me dieron el pelotazo final. Entonces era un chaval larguirucho, pero por la manera que tenía de dar las noticias deportivas te parecía que cada partido era crucial. Ahora es corpulento, tiene el pelo blanco, y la cara de un hombre que ha pasado mucho tiempo a la intemperie.

—Casi me sentí culpable de que al final el día de Navidad resultara tan placentero —prosiguió Armstrong—, pero sabía que Peggy me estaría sonriendo desde el cielo.

Me pregunto si Peggy tuvo que aguardar en la sala de espera celestial, pensó Sterling. Deseó que Chet sacara su cartera. Quizá llevaba una fotografía de ella.

—Peggy era una mujer estupenda —dijo Dennis, un obeso pelirrojo de grandes y ágiles manos, mientras sacaba brillo a unos vasos e iba sirviendo lo que los camareros le dejaban sobre la barra en unos papelitos. Sterling reparó en que Armstrong desviaba la vista hacia una de las fotos enmarcadas que había detrás de la barra. Se inclinó para verla mejor. Era una foto de Nor con Chet Armstrong, que rodeaba con el brazo a una mujer menuda que no podía ser otra que Peggy.

Pues la conozco, pensó Sterling. Estaba un par de filas más atrás en la sala de espera. Claro que no estuvo allí el tiempo suficiente para conocerla mejor.

—Peggy tenía mucha gracia, pero cuidado con lo que le decías —recordó Chet entre risas.

Ah, por eso la hicieron esperar, pensó Sterling.

Tenía mal genio.

—Sé que te parecerá imposible —dijo Dennis en tono de padre confesor—, pero estoy seguro de que algún día encontrarás a alguien. Todavía tienes mucho tiempo por delante.

Sí, pensó Sterling, pero vigila con quién juegas al golf.

—Cumplí setenta en marzo pasado, Dennis.

—Hoy día, eso es ser joven.

Sterling meneó la cabeza. Yo tendría noventa y seis; a mí nadie me acusaría de ser un jovenzuelo.

—¿Cuántos años llevas aquí, Dennis? —preguntó Chet.

Gracias, Chet, pensó Sterling, confiando en que la respuesta de Dennis le diera una buena pista sobre el estado de las cosas.

—Nor abrió este local hace veintitrés años. Bill murió cuando Billy empezaba a ir al colegio. Ella ya no quería seguir actuando por ahí. Yo la conocía de un club de Nueva York. Al cabo de siete meses, me telefoneó. Había pillado a su primer camarero con la mano en la caja. Mi mujer quería mudarse y nuestros hijos tenían casi edad escolar. Desde entonces no me he movido de aquí.

Sterling vio por el rabillo del ojo que Billy y Nor se disponían a salir. Estoy fallando, pensó, y se apresuró a darles alcance cuando ya estaban en el aparcamiento.

No le sorprendió comprobar que Billy y Nor tenían uno de aquellos pequeños camiones. Debía de ser la moda. Sonrió al pensar en Marissa entrando en el sobrio automóvil de Roy. Como a cualquier crío, le fastidiaba que sus amigos pudieran asociarla con algo aburrido o soso.

Montó en el asiento de atrás mientras Billy accionaba la llave del encendido. Luego miró las cajas que tenía detrás, y que parecían ser equipo musical. Si supieran que llevan a un groupie en el asiento de atrás, rió para sus adentros.

Una vez sentado, estiró las piernas. No añoro estar encajonado entre dos asientos de bebé, pensó. Le hacía ilusión ir a la fiesta. En la fiesta que hubo la víspera de aquella última partida de golf, habían estado poniendo discos de Buddy Holly y de Doris Day. Sería divertido si Nor y Billy las cantaran, pensó.

El coche cruzó las calles cubiertas de nieve de Madison Village. Me recuerda a Currier and Ives, pensó Sterling contemplando las casas bien cuidadas, muchas de ellas adornadas con luces navideñas de buen gusto. Todas las puertas tenían su corona de acebo. Por las ventanas de los salones se podían ver alegres árboles navideños.

Al pasar frente a un jardín, la visión de un bonito nacimiento con figuras exquisitamente talladas le provocó una sonrisa triste.

Después pasaron frente a una casa con una docena de ángeles de plástico a tamaño natural haciendo cabriolas por el césped. Ese creído que vigila la sala del Consejo Celestial tendría que verlo, pensó.

Divisó el Long Island Sound. Siempre me gustó la costa norte de la isla, reflexionó mientras estiraba el cuello para ver el agua, pero han construido muchísimo desde mi época.

Nor y Billy se estaban riendo de los intentos que Marissa había hecho de acompañarlos para poder ver con sus propios ojos la gran mansión.

—Es muy espabilada —dijo Billy con orgullo paterno—. Ha salido a ti, mamá. Siempre con la oreja pegada al suelo, para no perderse nada.

Nor estuvo de acuerdo.

—Yo prefiero decir que tiene un saludable interés por su entorno. Eso demuestra lo lista que es.

Sterling se desanimó al escucharlos. Sabía que las vidas de aquellas personas estaban a punto de cambiar y que muy pronto estarían separados de la niña que ahora era el centro de sus vidas.

Le habría gustado tener la facultad de impedirlo.