Madison Village estaba varias salidas después de Syosset por la autopista de Long Island.

En el aparcamiento de la escuela, Sterling bajó del vehículo con Marissa. Estaba nevando. Un tipo de unos cuarenta años, de pelo rubio y ralo —alto y larguirucho, de esos que la madre de Sterling habría llamado «un largo trago de agua»— llamó a Marissa y le hizo señas.

—Ven aquí, cariño. Date prisa. ¿No llevas gorro? Vas a pillar un catarro.

Sterling oyó rezongar a Marissa mientras corría hacia un sedán beige que estaba entre otra media docena de coches, que a Sterling le parecieron más bien camiones. En la autopista se había fijado en que abundaban. Se encogió de hombros: otro de los cambios de estos últimos cuarenta y seis años.

Marissa dijo «Hola, Roy» al ocupar el asiento delantero. Sterling se acomodó en el de atrás, entre dos pequeños asientos que sin duda eran para niños muy pequeños. ¿Qué no se inventarán?, se preguntó. Cuando yo era un crío, mi madre me llevaba en sus rodillas y me dejaba coger el volante.

—¿Cómo está nuestra patinadora olímpica? —preguntó Roy a Marissa. Sterling se dio cuenta de que procuraba ser simpático, pero Marissa no quería saber nada.

—Bien —respondió la niña sin el menor entusiasmo.

¿Quién es este tipo?, se preguntó Sterling. No puede ser su padre. ¿Un tío, quizá? ¿El novio de su madre?

—Ponte el cinturón, princesa —le aconsejó Roy en un tono excesivamente alegre.

¿Cariño? ¿Princesa? ¿Patinadora olímpica?

Este tipo es un empalagoso, pensó Sterling.

—Déjame en paz —suspiró Marissa.

Sobresaltado, Sterling observó la posible reacción de Roy. No hubo tal. Roy estaba totalmente pendiente de la carretera. Sus manos agarraban con fuerza el volante, y conducía muy por debajo del límite permitido.

—Patinando llegaría antes a casa —murmuró Marissa.

Sterling se sintió muy satisfecho de comprobar que no solo tenía la facultad de hacerse visible a ella a su antojo, sino que podía además leerle el pensamiento. Sin duda alguna, el Consejo Celestial le estaba proporcionando ciertas herramientas y poderes, pero dejándole que él mismo descubriera su alcance.

Estaba claro que no le iban a facilitar las cosas.

Se echó hacia atrás, consciente de que aun cuando no estaba allí en carne y hueso, se sentía claramente incómodo. Era la misma reacción que había tenido al tropezarse con aquella mujer en la pista de patinaje.

El resto de los siete minutos de trayecto hasta la casa transcurrieron básicamente en silencio, a excepción de la radio, que estaba sintonizada en una emisora que emitía una música muy lánguida.

Marissa se acordó de un día en que había puesto la radio del coche de su padre y había salido una canción suya.

—¡Pero bueno! —Había dicho él—. ¿Es que no te he enseñado a tener buen gusto en música?

—¡Es la emisora que escucha Roy! —había exclamado ella, triunfante. Y los dos se habían reído.

—Nunca entenderé por qué tu madre decidió cambiarme a mí por él —había comentado su papá.

Conque es eso, pensó Sterling. Roy es su padrastro. Pero ¿dónde está su padre?, ¿por qué, ahora que piensa en él, se la ve tan triste y enfadada a la vez?

*****

—Roy ha ido a recogerla. No creo que tarden, pero yo diría que no querrá hablar contigo, Billy. He intentado explicarle que no es culpa tuya que tú y Nor tengáis que estar fuera por un tiempo, pero Marissa no quiere saber nada.

Denise Ward estaba hablando por su inalámbrico con el padre de Marissa, su ex marido, e intentando que sus mellizos de dos años no tiraran el árbol de Navidad.

—Lo comprendo, pero me fastidia que…

—¡Roy Junior, suelta esos adornos! —Le interrumpió Denise—. Robert, deja en paz al Niño Jesús. Digo que… Un momento, Billy.

A dos mil quinientos kilómetros de distancia, la expresión atribulada de Billy Campbell se serenó un poco. Sostenía el auricular de modo que su madre, Nor Kelly, pudiera oír la conversación.

—Me parece que el Niño Jesús ha salido volando por la sala de estar —dijo, arqueando las cejas.

—Perdona, Billy —dijo ahora Denise—. Mira, esto es un caos. Los críos están excitadísimos con la Navidad. Llámame dentro de quince minutos, aunque no creo que sirva de nada. Marissa no quiere hablar contigo ni con Nor.

—Ya sé que no das abasto, Denise —dijo serenamente Billy Campbell—. Aparte de lo que te mandamos, ¿hay alguna cosa que realmente le haga falta a Marissa? Si te ha comentado algo, yo aún tendría tiempo de comprado.

Se oyó un ruido fuerte y el gemido de uno de los mellizos.

—Oh, no, el ángel de Waterford. —Denise Ward lo dijo casi sollozando—. Ni te le acerques, Robert. ¿Me has oído bien? Te vas a cortar. —Con la voz tensa por el enfado, le espetó a Billy—: ¿Quieres saber lo que realmente necesita? Os necesita a ti y a Nor, y os necesita ya. Estoy muy preocupada por Marissa. Y Roy también. Él hace todo lo que puede, pero ella no reacciona.

—¿Cómo crees que me siento yo, Denise? —preguntó Billy, alzando un poco la voz—. Daría el brazo derecho por estar con Marissa. Se me retuercen las tripas cada día que paso sin estar con ella. Me alegro de que Roy le eche una mano, pero es mi hija y la echo de menos.

—Pienso en lo afortunada que soy de haber conocido a un hombre cumplidor, con un trabajo estable, que no está hasta altas horas de la noche tocando por ahí con un grupo de rock, y que no se mete en situaciones que le obligan a salir por piernas de la ciudad. —Denise no se detuvo a respirar—. Marissa lo está pasando mal. ¿Te das cuenta de eso, Billy? Dentro de cuatro días es su cumpleaños. No sé cómo se va a tomar que no estés aquí por Navidad. La niña se siente abandonada.

Nor Kelly reparó en la expresión de congoja que se apoderaba del rostro de su hijo, le vio llevarse la mano a la frente. Su ex nuera era una buena madre, pero estaba llegando al límite soportable de frustración. Quería que volvieran los dos, por Marissa, pero se habría vuelto loca de preocupación pensando que si lo hacían Marissa podía correr peligro.

—Bien, Billy, le diré que has llamado. He de colgar. Oh, espera un momento. El coche acaba de llegar. Veré si Marissa quiere hablar contigo.

*****

Bonita casa, pensó Sterling mientras seguía a Marissa y a Roy hasta la entrada. Estilo tudor. Abetos cubiertos de luces azules. Un pequeño trineo con Santa Claus y los ocho renos en el césped. Todo como los chorros del oro. Roy tenía que ser un maníaco de la limpieza.

Roy abrió la puerta.

—¿Dónde están mis polluelos? —Dijo alegremente en voz alta—. Roy Junior, Robert: papá ha vuelto.

Sterling se apartó de un salto al ver a dos niños idénticos de cabellos rubios que corrían hacia ellos.

En la sala de estar había una mujer joven y bonita que sostenía un teléfono sin cable (sin duda otra innovación desde la partida de Sterling). La mujer hizo señas a Marissa.

—Tu papá y NorNor tienen muchas ganas de hablar contigo —dijo.

Marissa entró en la sala de estar, le cogió el teléfono a su madre y, para asombro de Sterling, colgó el auricular y corrió escaleras arriba con los ojos llenos de lágrimas.

¡Caramba!, pensó Sterling.

Todavía no sabía cuál era el problema, pero se solidarizó con la mirada de impotencia que la madre intercambió con su marido. Me parece que tendré que sudar la gota gorda. Marissa necesita ayuda pero ya.

La siguió escaleras arriba y llamó a la puerta de su habitación.

—Déjame, mamá, por favor. No tengo hambre y no quiero comer nada.

—No soy mamá, Marissa —dijo Sterling.

Oyó que ella giraba el picaporte, y la puerta se abrió despacio. Marissa compuso una expresión de asombro absoluto.

—Te he visto cuando estaba patinando y luego al subir a la furgoneta —dijo ella en voz baja—. Pero después no te he visto más. ¿Eres un fantasma?

Sterling le sonrió.

—No exactamente. Digamos que estoy más en la línea de un ángel, pero en realidad no soy ningún ángel. Por eso estoy aquí.

—Quieres ayudarme, ¿verdad?

Sterling sintió una gran ternura mientras observaba los atribulados ojos azules de la niña.

—Quiero ayudarte más que nada en el mundo. Por mí y por ti.

—¿Tienes algún problema con Dios?

—Bueno, podríamos decir que no está muy satisfecho de mi conducta. Le parece que todavía no estoy a punto para el cielo.

Marissa puso los ojos, en blanco.

—Yo conozco a muchos que no entrarán nunca en el cielo.

—Yo pensaba que algunos no lo lograrían —rió Sterling—, y ahora están allá arriba entre los mejores.

—¿Quieres pasar? —Dijo Marissa—. Tengo aquí una silla que era bastante grande para mi papá, cuando venía a ayudarme con mis deberes.

Es una niña encantadora, pensó Sterling al entrar en la espaciosa habitación. Todo un personaje, tan pequeña. Se alegró de que ella hubiera adivinado por instinto que era un espíritu afín, alguien en quien podía confiar. Se la veía ya un poco más contenta.

Sterling se acomodó en la butaca que ella le indicaba y se dio cuenta de que todavía llevaba puesto el sombrero. Murmuró un «Lo siento», se quitó el sombrero y lo colocó pulcramente sobre su regazo.

Marissa se sentó con aires de educada anfitriona en la silla de su escritorio.

—Me gustaría ofrecerte un refresco y algo para picar, pero si voy abajo querrán que me siente a la mesa. —Arrugó la nariz—. Se me acaba de ocurrir una cosa. ¿Tú tienes hambre? ¿Puedes comer? Porque parece que estás ahí pero no del todo.

—Yo mismo estoy tratando de entenderlo —reconoció Sterling—. Es la primera vez que hago una cosa así. Y dime, ¿por qué no quieres hablar con tu papá?

Marissa cambió de expresión y bajó la vista.

—No viene nunca a verme y no me deja que le vaya a visitar, y a NorNor tampoco (ella es mi abuela). Pues si ellos no quieren verme, yo a ellos tampoco.

—¿Dónde viven?

—No lo sé —respondió Marissa—. No me lo quieren decir, Y mamá no lo sabe. Me explicó que se escondían de unos hombres malos que quieren hacerles daño Y que no podrán venir hasta que sea seguro, pero en el colegio los niños dicen que papá y NorNor se metieron en líos y han tenido que huir.

Vete tú a saber, pensó Sterling.

—¿Cuánto hace que no los ves? —Preguntó.

—La última vez que los vi de verdad fue el año pasado, dos días después de Navidad. Papá y yo fuimos a patinar, y después almorzamos en el restaurante de NorNor. Habíamos quedado que iríamos al Radio City Music Hall el día de Año Nuevo, pero ellos tuvieron que marcharse. Yo apenas estaba despierta cuando entraron a despedirse de mí. No me dijeron cuándo iban a volver, y casi ha pasado un año. —Hizo una pausa—. Tengo que ver a papá, tengo que ver a la abuela.

Está desconsolada, pensó Sterling. Entendía esa clase de dolor, era como el anhelo que había sentido al ver pasar a Annie camino del cielo.

—Marissa… —Alguien llamó a la puerta.

—Lo sabía —dijo la niña—. Mamá querrá que baje a cenar. No tengo hambre, y no quiero que te marches.

—Voy a tener que ponerme a trabajar en tu problema. Volveré luego a darte las buenas noches.

—¿Lo prometes?

—Marissa. —Llamaron otra vez a la puerta.

—Sí, pero prométeme tú a mí otra cosa —dijo apresuradamente Sterling—· Tu mamá está muy preocupada. Complácela esta vez.

—De acuerdo. Complaceré también a Roy, y, de todos modos, me gusta el pollo. Ya voy, mamá —dijo en voz alta. Y volviéndose a Sterling—. Choca esos cinco.

—¿Cómo? —preguntó Sterling.

—Debes de ser muy viejo —dijo Marissa incrédula—. Todo el mundo sabe lo que es chocar esos cinco.

—He estado un poco desconectado —admitió él mientras, siguiendo el ejemplo de Marissa, levantaba la palma de la mano y abría los dedos para recibir una entusiasta palmada de la niña.

Qué precoz, pensó, sonriendo.

—Hasta luego —dijo en voz baja.

—Vale. No olvides el sombrero. No te lo tomes a mal, pero es feísimo.

—Marissa, la cena se está enfriando —dijo su madre desde afuera.

—La cena siempre está fría —le confió Marissa a Sterling mientras iban hacia la puerta—. Roy tarda horas en bendecir la mesa. Papá dice que mamá debería limitarse a los embutidos. —La niña tenía la mano en el tirador—. Mami no puede verte, ¿verdad?

Sterling negó con la cabeza y desapareció.