—¿Falta mucho? Este hábito me da picores —dijo Eddie entre dientes, a lo que Junior respondió propinándole un codazo en las costillas.
Junior sacó un bloc de su bolsillo Y escribió:
«Voto de silencio. Cállate. Ya casi estamos».
En ese momento se oyó la voz de la azafata por megafonía: «Dentro de veinte minutos aterrizaremos en el aeropuerto del monasterio…». Siguieron las instrucciones de rigor.
Eddie no cabía en la camisa de contento. ¡Mama Heddy-Anna!, pensó, ¡ya estoy llegando, mamá!
Junior no supo decir cuándo exactamente empezó a tener aquella sensación. Miró por la ventanilla y entornó los ojos. Estaba nublado y, a medida que el avión descendía, una ligera nevada empezó a pasar frente a las ventanillas.
Alargó el cuello, aguzó la vista Y divisó el monasterio con la pista de aterrizaje en un lado. Bueno, pensó. Por un momento había tenido la sensación de que Charlie nos la había jugado.
Oyeron otra vez la voz de la azafata:
—Nos acaban de informar de que, debido a la capa de hielo que cubre la pista, no será posible aterrizar en el monasterio. Lo haremos en el aeropuerto vecino de Valonia Ciry.
Junior y Eddie se miraron. Eddie se echó atrás la capucha del hábito:
—¿Tú qué opinas?
QUE TE CALLES, escribió Junior furioso.
—Serán trasladados inmediatamente en autocar al monasterio de San Esteban —trinó la azafata con optimismo—. Lamentamos estos inconvenientes, pero lo principal es velar por la seguridad de nuestros pasajeros.
—¿Qué pasará en la aduana? —Eddie trataba de susurrar sin conseguirlo—. ¿Los pasaportes están bien, si se les ocurre examinarlos con una luz especial o algo así?
QUE TE CALLES, garabateó Junior. Quizá no pasa nada. Quizá es todo normal, pensó. Miró a su alrededor, escrutando las caras de los otros pasajeros. La mayoría estaban absortos en sus libros de rezos.
TRANQUILO. LOS PASAPORTES SON BUENOS, escribió. LO QUE ME PREOCUPA ERES TÚ, BOCAZAS.
Eddie se inclinó hacia él para mirar por la ventanilla.
—Estamos sobre la montaña. ¡Mira! Ahí está el pueblo. ¡Mira! Creo que se ve la casa de mamá.
Estaba alzando la voz. Para disimular, Junior se puso a toser violentamente. Al momento, la azafata apareció a su lado ofreciéndole agua.
Necesito un trago, pensó él desesperado. Si volvemos a Long Island; juro que voy a descuartizar a ese Charlie Santoli.
El avión tomó tierra, deteniéndose por fin a buena distancia de la terminal. Lo que Junior y Eddie vieron en el asfalto los dejó más callados que todos los votos de silencio juntos.
En medio de docenas de policías valonios de uniforme, una figura daba saltos sobre el terreno y agitaba los brazos con frenesí.
Mama Heddy-Anna.
Junior meneó la cabeza:
—No parece que esté moribunda.
La cara de Eddie era la imagen del desconcierto:
—Parece que está sanísima. No me lo puedo creer.
La puerta del avión se abrió y cuatro policías corrieron pasillo abajo. Se les pidió a Junior y a Eddie que se levantaran y que pusieran las manos a la espalda. Mientras se los llevaban, los demás pasajeros empezaron a quitarse cuellos clericales y velos de monja y prorrumpieron en una gran ovación.
Al pie de la escalerilla, Mama Heddy-Anna los abrazó como un gran oso a sus cachorros.
—Estos policías tan simpáticos vinieron a decirme que queríais darme una sorpresa. Sé que estáis en un apuro, pero tengo buenas noticias. Papá acaba de ser nombrado director de la prisión donde vais a estar a partir de ahora. —Les miró radiante—. Mis tres chicos juntos, qué bien, podré ir a haceros una visita cada semana.
—Mamá —sollozó Eddie con la cabeza apoyada en el hombro de ella—. No sabes lo preocupado que estaba por ti. ¿Cómo te encuentras?
—Mejor que nunca —le aseguró Heddy-Anna.
Junior pensó en la finca de Long Island, en la limusina, en el dinero y el poder, en Jewel, que sin duda tendría una pareja nueva en menos de dos semanas. Mientras Eddie se convulsionaba de emoción, Junior no paraba de pensar: Pero ¿cómo he podido ser tan estúpido?